No pidas sardina fuera de temporada (14 page)

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Authors: Andreu Martín,Jaume Ribera

Tags: #Infantil y juvenil, #Policíaco

Miguel era el
Pantasma.
Se me pusieron las orejas de a palmo, dispuestas a enterarse de todo. No dijeron muchas cosas que yo no hubiera intuido, la verdad, pero como mínimo aquello me sirvió para confirmar y clarificar.

—Nunca debiste pactar con él… —decía la mujer, refiriéndose al conserje.

—¿Y qué tenía que hacer? Ya teníamos el negocio en marcha cuando aquel desgraciado nos quitó la foto. Si él hubiera hablado con Miguel antes que nosotros y le hubiera mostrado la foto, Miguel se nos habría puesto en contra. Por eso tuvimos que adelantarnos. Le dijimos que ya no le exprimiríamos más, que le pagaríamos por el trabajo que hacía para nosotros…

Es decir, lo que yo imaginaba. Con la foto que Elías utilizaba para hacerle chantaje al
Pantasma,
el
Lejía
había obligado al
Pantasma
a hacer algo ilegal. Las doscientas cincuenta mil pesetas no eran el pago de un chantaje, sino la liquidación de un trabajo hecho.

¿Cuál?

—Con todo esto —seguía la mujer— lo único que has conseguido es que él mandara más que tú. Míranos ahora, todos de culo por su culpa. Un conserje de mierda dice que no trabajará para nosotros si no quemamos la foto com-prometedora, y todos echamos a correr como locos, como si nos jugásemos la vida…

—Bueno, tienes razón: nos la jugamos. Después de todo, ¿qué podemos perder?

Si la pasma descubre la foto y reconoce a Miguel, irán a por él, no a por nosotros.

En el peor de los casos, estaremos donde estábamos hace mes y medio… No es tan grave, después de todo…

¿Qué mostraba aquella foto que tanto comprometía al
Pantasma?

En una pescadería, agarrar una sardina grande y mirarle la boca. Y la vendedora riendo. ¿Qué podía haber de malo en aquello? Aquella gente parecía pensar que si la poli veía la foto, detendrían
ipso facto
al
Pantasma.
Pero, ¿qué hay de malo en mirarle la boca a un pez…?

Empecé a hacer suposiciones: ¿Tráfico de drogas camufladas en el interior de sardinas? ¿Diamantes robados y escondidos dentro de una sardina? Pero, en todo caso, ni el diamante ni las drogas salían en la foto. El mal no era éste, sino el mismo gesto, pensé.

… ¡Resultaba difícil que algo tuviera sentido cuando todo dependía de la boca de una sardina!

Tal vez, si me paraba a pensarlo, incluso yo le había mirado la boca a un pez alguna vez en mi vida. Y no me sentía culpable por haberlo hecho. Y no me avergonzaba decirlo. A mí nunca me habían dicho que mirar la boca de los peces fuera algo tan abominable…

Decidí, por tanto, cambiar de punto de vista.

«Imaginemos —dije— que la foto de la sardina no sea la auténtica».

Pensar esto y verlo todo claro fue una misma cosa.

Entendí, por ejemplo, por qué me llamaba la atención aquel sobre arrugado.

Claro: el sobre que me había dado el camarero de
La Tasca
era nuevo, limpio, liso e impecable, mientras que el auténtico vi cómo lo arrugaba Elías cuando lo robó en casa de Longo.

Así, ayudado por la oscuridad que me facilitaba la concentración, comprendí un poco la broma de Elías. ¡Porque era una broma! Por eso cantaba: «Sardina frees-cué», y se reía, a pesar de su estado lamentable. Se reía porque me estaba explicando una inocentada que les había gastado a los
heavies.

El domingo por la noche, cuando yo adiviné que se escondía en
La Tasca,
le entró pánico. Supuso que el
Puti
también le habría localizado al recibir su llamada, y decidió irse…

… Pero dejándole una broma privada. Una
foto
falsa. Por eso llamó a
su
hermana María y le pidió que le trajera la caja donde guardaba las fotos. Escogió una muy especial y la puso dentro de un sobre nuevo. Nuevo, liso, impecable.

Supongo que se imaginaba a los
heavies
yendo a ver al
Pantasma
y proponiéndole un chantaje millonario. Les imaginaba diciendo: «Pague, o todo el mundo se enterará de que espía las caries de las sardinas…» Y el
Pantasma
se echaría a reír y el
Puti
y los suyos quedarían en ridículo…

Sí… Era el tipo de broma que divertiría mucho a Elías. Una broma inocente, tal vez un poco estúpida, pero sin ninguna malicia.

No sabía en qué mundo vivía, pobre Elías. Él gastando bromitas inocentes y los otros atropellándole y mandándole a la Unidad de Vigilancia Intensiva.

La vida era injusta con él, pensé.

Y a continuación: ¿Y conmigo? ¿Cómo sería la vida conmigo?

En la oscuridad, el tiempo empezó a transcurrir más y más lentamente. La mujer y el
Lejía,
al otro lado de la puerta, ya no sabían de qué hablar. Y yo no conseguía imaginármelos abriéndome tranquilamente la puerta y diciendo: «Puedes irte, perdona la molestia.» Imaginaba, sí, que acabarían abriendo la puerta. Pero, ¿qué me dirían cuando lo hicieran?

¿Qué me harían?

11

Una manada de animales

Mis secuestradores estaban tan nerviosos e indecisos como yo. Su conversación se volvía incoherente por momentos.

—Y el taller cómo te va, ¿bien? —decía de pronto la mujer, para llenar el silencio.

Y el
Lejía
le contestaba:

—Les han detenido. Seguro que la policía ha detenido al
Puti
y al otro y se han llevado la foto.

La mujer intentaba calmarle:

—Tal vez no. Tal vez hayan logrado escapar.

Y se producía un silencio, al final del cual el
Lejía
decía:

—¿El taller, dices? Bien, sí, vamos, normal. En realidad, el taller no me importa demasiado. Tengo otros negocios…

—Sí, claro —decía la mujer—. Claro que se habrá presentado la policía, después del follón que se ha armado…

—¿Dónde? —preguntaba el
Lejía.

—En
La Tasca.
Seguro que ha ido la poli. Y si ha ido…

—¡No quiero hablar más de este tema! —la cortaba el hombre. Y los dos callaban mientras él se paseaba arriba y abajo, arriba y abajo, y de pronto añadía—: Está claro que la policía se debe de haber presentado. Les habrán acusado de haber organizado el jaleo y se los habrán llevado…

—Pero eso no significa que la policía tenga la foto.

—Bueno, ¿quieres que te diga una cosa? ¡Me
importa
un rábano quién la tenga!

¡Ya
está
dicho!

—Tienes razón. Al fin y al cabo, si la pasma tiene la foto, será a Miguel a quien detendrán. Él se lo ha buscado. Tienes razón. No tenemos por qué preocuparnos.

—¿Que no tenemos por qué preocuparnos? —saltaba él, enfurecido—. Si pescan a Miguel, Miguel hablará de nosotros. ¡Es un histérico! ¡Se hundirá y lo cantará todo!

Yo estaba sentado en el suelo, junto a la puerta, y pensaba que acabaría loco si continuaba oyendo tantas tonterías.

El
Lejía
y la mujer habían llegado ya a la conclusión de que la policía había detenido al
Pantasma,
cuando éste se presentó de improviso. No parecía estar al corriente de nada.

—Buenas tardes —le oí—. ¿Cómo va todo?

Noté unos instantes de dudas. No osaban preguntarle directamente por qué no estaba en comisaría, o si la policía le había ido a buscar.

—¿Cómo va eso, Miguel? ¿Todo bien?

—Oh, hoy han estado insoportables…

—¿Quién ha estado insoportable?

—¡Los niños!

—Ah, claro, los niños…

—Claro. ¿A quién pensabais que me refería?

—No, no, a nadie. Los niños. Insoportables. Claro. No pensaba en los niños, ahora…

Seguía el diálogo para besugos.

—¿Qué? —dijo por fin Miguel, poniendo el dedo en la llaga sin saberlo—. ¿Ya habéis recuperado mi foto?

—No… Todavía no —el
Lejía
carraspeó—. ¿Y tú? ¿Sabes algo de la foto?

—No, nada. ¿Por qué? ¿Qué tendría que saber?

—Por nada, por nada. Era por si alguien te había hablado de ella…

—Nadie. ¿Por qué? ¿Quién iba a hablarme de la foto?

—Nadie, nadie. Hablaba por hablar…

—Bueno… Como mínimo, habréis localizado al chico aquel a quien Elías iba a dar la foto, ¿no?

—Sí… Al chaval sí lo tenemos…

—¡Pues quiero verle!

«Ayayay…», pensé yo en la habitación. El
Pantasma
se estaba oliendo que algo iba mal y empezaba a subirse por las paredes.

—Pero… —objetó Asunción.

—Pero, ¿qué?

—Pues… Que dice haber visto la foto…

—¿La ha visto? ¿La tiene?

—No. La ha visto, pero no la tiene.

—¿Y dónde está?

—¿La foto? No lo sabemos…

—¡Traedme al chico! ¡Quiero hablar con él!

Realmente, aquel recién llegado al mundo del hampa trataba como soldados rasos a veteranos de toda la vida. Comprendí que los otros no le miraran con buenos ojos. Incluso pensé que tal vez estaba jugando con fuego aquel mosquita muerta.

Se abrió la puerta. La luz me hizo cerrar los ojos. Mientras me empujaban por el pasillo, me pregunté qué le diría al conserje. Decidí contarle la verdad.

Abrí los ojos ante su guardapolvo gris. Le miré a la cara. Tan pálida como la de un vampiro, enmarcada por un pelo tan negro y tan brillante. En sus ojos había una majestad que nunca le había notado en la escuela.

Me dio una bofetada que casi me giró la cara. Grité y caí de rodillas, con la respiración entrecortada.

—Eso para que veas cómo las gasto —le oí decir, a pesar del silbido que se había instalado en mi oído izquierdo—. Y todavía puede irte peor si no nos ayudas.

Sentí un miedo insuperable, y el temblor de las piernas se me transmitió a todo el cuerpo.

—¿Dónde está mi foto?

—La… La tenía el
Puti,
arrugada en las manos, cuando le pegué una patada en la cara…

Soltó de nuevo la mano. Esta vez me dio en la boca con el dorso y me hizo sangre.

—¡Pero si es verdad! —grité rabioso.

—¡Por si las moscas! —me gritó él.

Decidí liarlo todo:

—¡La tenía el
Puti
en las manos cuando le detuvo la policía!

—¿Quéeeee? —hizo él. Se volvió hacia los otros dos—: ¿La policía tiene mi foto…?

Tardaron un poco en responder. Mientras, yo me incorporaba en el centro del comedor. ¿Qué podía pasar si le contestaban que sí, que ya estaba condenado, que la policía conocía su secreto? Tal vez decidiera denunciarles a todos…

Sí, aquella era la posibilidad que temían.

—Bueno… —dijo el
Lejía,
después de toser—. No es seguro, no lo sabemos… Este chico ha visto una foto y piensa que era la tuya pero, a lo mejor…

El
Pantasma
se volvió hacia mí. No pude evitar un gesto de esquivar un golpe, pero esta vez sólo quería agarrarme de la ropa y zarandearme adelante y atrás, arriba y abajo, como si pretendiera comprobar si tenía las orejas bien pegadas a la cabeza.

—¿Cómo era la foto que has visto? ¿Cómo era?

Me habría gustado poder convencerle de que era la foto que él temía. Me habría gustado verle tan asustado como yo.

—Salía usted —dije.

—¿Salía yo? ¿Y quién más…?

—Y una…

Y, en este momento, podría haber dicho mil cosas. Podría haber hecho un intento de aproximarme a lo que sospechaba, o no decir nada en concreto y esperar a que él se delatara. Pero no hice nada de eso. Cuando abría la boca para contestar, se me apareció el rostro patéticamente sonriente de Elías, y dije, casi sin pensarlo:

—Y una sardina. Y una sardina muy grande.

Del trompazo que me propinó salí disparado contra una butaca y la derribé.

—¡A mí no me tomes el pelo! —emitió un chillido agudo y espantoso, como si hubiera enloquecido—. ¡A mí no me tomes el pelo!

Yo deseaba haber perdido el conocimiento pero, por lo que se ve, no se pierde así como así. Me incorporé detrás de la butaca, sintiendo una terrible quemazón en el rostro y el latir de la sangre en un ojo, y vi cómo le sujetaban para que no siguiera pegándome. Se lo agradecí.

De pronto, el
Pantasma
se había echado a llorar.

—¡Es la foto! —gemía—. ¡Es la foto, maldita sea…!

Me quede de piedra. Pero, ¿qué decía! ¿Qué era la foto? No entendía nada. Había dicho «sardina» y él había contestado «no me tomes el pelo», y, acto seguido, afirmaba que aquélla era la verdadera foto. ¡Pero si yo sabía que no podía serlo, de ninguna manera!

El
Pantasma
había perdido el control. Le propinó una patada a una silla y la mandó al quinto pino. El
Lejía
le sujetaba como buenamente podía.

… Tal vez aquello significara que el secreto estaba en la palabra «sardina».

Decidí hacer una prueba. Dije:

—¡Sardina!

Los chillidos del
Pantasma
se hicieron más agudos y tremebundos.

—¡Sardina! —insistí.

El conserje, debatiéndose ferozmente entre los brazos del
Lejía,
se congestionó como si estuviera a punto de estallar, y pataleó como un niño rabioso.

—¡Sardina, sardina, sardina!

Aquella palabra tenía la virtud de provocar una especie de violentas descargas eléctricas en el cuerpo del
Pantasma.
Ahora, sus gritos se habían convertido en una letanía obsesiva: «Que se calle, que se calle, que se calle», y a mí empezaba a escapárseme la risa, cuando el
Lejía
se volvió hacia mí y ladró:

—¡Haz el favor de callar, o te rompo este bastón en la cabeza!

Y se acabó la juerga.

Un segundo después, apaciguado por el
Lejía
y una taza de tila que le hizo la mujer, el
Pantasma
entraba en la fase depresiva de su crisis.

—Tienen la foto, estoy acabado —lloriqueaba sonándose con una servilleta que había cogido de la cocina. Una especie de temblor le recorría el cuerpo. Los demás querían calmarle, pero no sabían cómo hacerlo.

—Tranquilo, tranquilo…

—A lo mejor la policía no ha cogido la foto… —argumentaba el
Lejía,
contradiciéndose.

—Sí, sí que la han cogido. ¿Cómo quieres que les pasara por alto una foto como aquélla?

—Pero la pasma no te ha ido a buscar, ¿no? No te han reconocido, Miguel…

—¡No, no, no! —hacía él—. ¡Sí, sí, sí! ¡Se me reconoce perfectamente! ¡Sois unos desgraciados! ¡Lo habéis echado todo a perder…! No me han venido a buscar porque…, porque…

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