No pidas sardina fuera de temporada (15 page)

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Authors: Andreu Martín,Jaume Ribera

Tags: #Infantil y juvenil, #Policíaco

No sabía por qué. En realidad, nadie sabía por qué no le habían detenido si la foto había caído en manos de la policía. La única explicación sensata era la que ahora repetía, una y otra vez, el
Lejía.

—Que no la tienen, Miguel. Hazme caso, que no la tienen…

Parecía uno, de esos animadores de gran transatlántico que tienen que decir que todo va bien aunque el agua les llegue a las cejas. Y el
Pantasma
parecía el pasajero más bajito de todos los que no saben nadar.

Y yo pensaba en la palabra que había provocado todo aquel número. «Sardina.»

Debía de tener algún significado secreto para el conserje. Un significado que Elías conocía: por eso eligió aquella foto, aquella y ninguna otra, para gastar su broma privada.

«Sardina.»

Acaso antes de entrar en la escuela, el
Pantasma
hubiera llevado una vida criminal donde se le conocía por el alias de «El Sardina». No, eso no tenía ni pies ni cabeza. Además, el comportamiento del conserje evidenciaba su condición de debutante en el mundo de la delincuencia.

¿Entonces?

Pensé en las otras fotos de Elías, de las que me había hablado su hermana. El
Pantasma
paseando por las Ramblas. Mujeres que hacen la carrera. Imaginemos que la foto le mostrara cerrando tratos con alguna de ellas. ¿Y qué? Me deshinché de inmediato. ¿Es que una cosa así podía comprometerle? Ni siquiera estaba casado. Y la palabra «sardina» no acababa de encajar en esta especulación.

La llegada del gitano y del Moreno de Nieve me hizo bajar de las nubes y prendió de nuevo el interés de cuantos estábamos en aquella habitación. Ahora obtendríamos la respuesta a nuestras preguntas. Yo estaba tan interesado en escucharla como los demás.

—¿Qué ha pasado?

—¿Qué sabéis?

—¿Tenéis la foto?

Venían jadeando y les gustaba ser el centro de atención, de modo que se hicieron rogar.

—Un momento, un momento, sin prisas…

—¿Lo explicas tú o lo explico yo?

—¡Os ponéis de acuerdo antes de que cuente hasta tres —gritó exasperado el
Lejía
—, u os arranco las orejas con unas tenazas!

Quién le había visto y quién le veía. A veces daba miedo el padre de Clara.

—La policía ha clausurado
La Tasca
y se han llevado al
Puti
y al
Piter…
—el gitano me dedicó una mirada rencorosa—. El chaval los ha dejado para el arrastre…

—¡Peor para ellos! —ladró el
Lejía
—. ¡Sigue!

—Hemos entrado en
La Tasca
por el patio de luces. Allí hemos encontrado una foto arrugada…

—¿Habéis encontrado
la foto?
—se ilusionó el
Pantasma,
creyéndose salvado.

Yo contenía la respiración.

—Hemos encontrado
una
foto. Pero no era
la
foto.

Desencanto general.

—¿Cómo… Cómo lo sabéis? —preguntó el
Pantasma,
poniéndose lívido.

—Nos ha parecido tan rara que hemos ido a la Comisaría y hemos esperado a que saliera el camarero, que estaba declarando. Le hemos preguntado si era la foto por la que se peleaban… La foto, por fin, salió a la luz—… Y nos ha dicho que sí…

Mientras la foto pasaba de mano en mano, pude echarle una mirada. Sí, era la misma. La de la sardina. Y todos la miraban como habría mirado el hombre de Cromagnon una máquina tragaperras.

—Una sardina… —dijo el
Lejía.

—Una sardina y Miguel —dijo la mujer—. ¡María Santísima!

Ambos se echaron a reír dejando patidifusos al gitano y al Moreno de Nieve, que no sabían de qué iba el asunto.

Yo miraba al
Pantasma.
A él le duró bastante más la cara de alelado. Tardó más en constatar que se trataba de una confusión. Por un momento pareció que también él echaría a reír, dando escape a toda la angustia pasada. Pero no. La risa se le heló en los labios, los ojos se le hicieron pequeños y feroces, llenos de rabia y, visto y no visto, se levantó de la silla y se abalanzó sobre mí insultándome de una manera estremecedora.

No fueron tanto sus insultos lo que me hirió, sino el hecho de que me agarrara por el cuello e intentara estrangularme.

Con las manos atadas a la espalda, yo no podía hacer más que mover los ojos de un lado a otro para pedir ayuda. Si querían librarse de mí, había llegado el momento. Bastaría con que dejaran que el
Pantasma
se desahogara a su aire.

Fueron los peores cinco segundos de mi vida.

Los otros cuatro se abalanzaron sobre él, todos a la vez, para sujetarle.

—¡Basta, Miguel!

—¡Cálmate!

—¡Si tendrías que estar contento…!

Le arrastraron al otro extremo de la habitación y le sentaron en una butaca, como si estuviéramos en un ring y acabara de sonar la campana. Todos se interesaron por el
Pantasma,
que lloraba y gritaba mientras intentaba zafarse de quienes le sujetaban. A mí nadie me hacía mucho caso, pero no me importaba, con tal de que concentraran todas sus fuerzas en la causa de sujetar a aquel energúmeno.

—¡Si tendrías que estar contento! ¡La poli no tiene la foto! ¡Ha sido todo una confusión! ¡Aquí no ha pasado nada!

—Pues, ¿dónde está la foto? —protestaba él, obsesionado—. ¡Quiero la foto! ¡Estoy harto de este juego! ¡Quiero la foto! ¡Si aquí no ha pasado nada, quiero que me traigáis la foto y que la queméis delante mío! ¿Lo oís? ¿Lo entendéis? ¡Traedme la foto,
u os denuncio a todos…!

Eran palabras mágicas. Al oírlas, los cuatro que intentaban calmarle le soltaron de golpe, dieron un salto atrás y se quedaron muy quietos, mirándole.

—¿Entendido? —dijo él, tratando desesperadamente de conservar la dignidad.

Añadió con voz más débil y quebradiza—: ¿Eh? —Y derrotado, lívido como un cadáver—: ¿En-ten-di-do?

—¿Qué has dicho? —preguntó el
Lejía,
con cara de enterrador.

El
Pantasma
se había pasado de la raya con su amenaza. Intentó una sonrisa conciliadora y le salió una mueca espantosa. Buscó nuevas palabras.

—Después de todo… Todos vamos en el mismo caballo, ¿no?

Comentario que hubiera podido pasarme por alto, de no ser por los cinco pares de ojos que automáticamente se clavaron en mí. Cinco interrogantes que querían saber si yo había entendido el auténtico significado de aquellas palabras.

Tragué saliva. Me puse tan rojo como el culo de un mono.

Es curiosa la cantidad de nombres de animales que utilizamos para designar cosas diversas. El
rata
de hotel que es
gato
viejo y que está al
loro
para entrar a robar en las habitaciones. El
gorila
del
pez
gordo. La vieja
cacatúa
que está un poco
foca
y se cree un
águila.
El macarra que huele a
tigre
y que se pone
gallito
con la navaja en la mano, pero que es un
gallina
cuando va desarmado. La
zorra
que se liga a un
mirlo
blanco. Y el
camello
que tiene una clientela de tíos que se ponen como
fieras
cuando tienen el
mono,
y que por eso le compran
caballo
al precio que sea…

«Caballo», había dicho el
Pantasma.

Y yo había entendido perfectamente a qué se refería.

Caballo, heroína, demonios, ya lo creo que lo había entendido. Y los otros también, y la palabra mágica les había frenado y ahora el
Pantasma
aprovechaba la ventaja para recoger los pedazos de su dignidad hecha añicos.

—… Yo me limito a distribuir… —agregó.

El gitano le sacudió una bofetada.

—¡Calla!

Aturdido e impresionado, yo comprendía que el
Pantasma
vendía droga. Que de esas ventas salían las famosas doscientas cincuenta mil pesetas. Que primero le habían obligado a colaborar con ellos presionándole con la misteriosa foto y después habían pactado pasándole un sueldo. Al fin iba entendiéndolo todo.

—Quiero decir… —gemía el desgraciado— que estoy muy nervioso… Que puedo perder los nervios en el momento menos pensado… Somos un equipo, yo os ayudo a vosotros y vosotros me ayudáis a mí… —casi lloraba, como un niño consentido, cuando añadió—: ¡Sólo os pido que encontréis la foto!

Se relajaron. Al parecer, consideraban que la suya era una aspiración razonable.

El
Lejía
no me quitaba el ojo de encima. Y por más que yo me esforzara en poner cara de inocente, de
no he oído nada, y aunque lo hubiera oído, no lo habría entendido,
él sabía que yo lo sabía y yo sabía que él sabía que yo lo sabía. Llegados a este punto, el padre de Clara pareció comprender que no había motivos para no hablar claro ante mí.

—El único que sabe dónde está la foto —dijo mirándome a los ojos— es Elías…

—Elías está muy grave, en el hospital —intervino el Moreno de Nieve.

Ahora, el
Lejía
habló conmigo.

—¿Por qué no llamas a la familia de Elías y les preguntas cómo está?

Aunque hice un esfuerzo de buena fe para comprenderle, me pareció la persona más cruel del mundo. Era el asesino y sólo pretendía que yo le confirmara que su víctima había muerto para poder quedarse tranquilo y poder continuar adelante con su negocio de drogas. Tuve que apretar los dientes. Tenía ganas de escupirle. Pero no, decidí que no lo haría. Prefería transmitirle la noticia de que Elías todavía estaba vivo.

Asentí con la cabeza. Y pensaba: «Ahora veréis.»

El
Lejía
cogió el teléfono. Me ordenó que le dijera el número y esperó con el aparato en la oreja a que respondieran. En el intervalo, el Moreno de Nieve anunció que se iba al supletorio a escuchar, no fuera a ser que yo intentara hacerles la pirula.

Contestó una voz muy infantil.

—¿Diga?

El
Lejía
me puso el auricular en la oreja. Yo no podía cogerlo, porque continuaba con las manos atadas a la espalda. Mientras hablaba, procuraba no mirarle a la cara, y no pensar en que era el padre de Clara.

—¿María? Soy
Flanagan…

—¡
Flanagan!
¿Dónde estás?

—Por ahí… ¿Cómo está tu hermano?

—Bien.

Me hizo feliz. Se lo habría gritado a la cara a todos aquellos animales: «Está bien, ¿lo habéis oído? ¡Está bien!»

—Está bien, ¿no? —repetí, para que quedara claro.

—Ha recuperado el conocimiento —seguía ella. Estuve a punto de gritar un «¡bravo!»—. Pero se sentía un poco confuso y cansado, y todavía le tienen en la UVI.

Está durmiendo.

—Ha recuperado el conocimiento y está durmiendo —repetía yo, en un tono de
Pues qué os creíais
—, pero el médico dice que se pondrá bien, ¿no?

—Sí. Temían que llegara a caer en coma…

El
Lejía
me llamó la atención con un gesto.

—Que te lo repita su padre —susurró. Y puso cara de bueno—. Para quedar tranquilos.

—Escucha… —dije—. ¿Podrías decirle a tu padre que se ponga un momento?

—… O su madre… —apuntó el
Lejía.

—O tu madre —apunté yo.

—¿Mi padre o mi madre? ¿Cuál de los dos?

—Cualquiera, da igual…

Se puso el señor Gual. Me agradecía todo lo que había hecho por su hijo y confirmaba lo que me había dicho su hija.

—Mira si estamos tranquilos que hasta hemos venido a comer a casa… Claro que tampoco podíamos estar con él allí, en la Unidad de Vigilancia Intensiva…

El
Lejía
me estaba indicando con gestos que cortara, que me despidiera. «Adiós y gracias» «Adiós, adiós», y cortó la comunicación.

Inmediatamente se levantó, me agarró por el impermeable y me arrastró hacía la misma habitación de antes. Estaba maquinando algo, según vi pintado en su rostro. Estaba maquinando algo muy fuerte y desde que lo intuí empecé a angustiarme.

Me metió en la habitación con un empujón y cerró con llave. De un salto, me acerqué a la puerta.

Empezaron a hablar en susurros, como conscientes de que yo podía escucharles, y aunque yo no llegaba a entender nada, aquellos murmullos secos, precipitados, imperativos, me helaban la sangre en las venas.

Me bastó con cazar algunos fragmentos de la conversación para comprender lo que se proponían.

—… Si le obligamos a decir dónde está la foto y la quemamos, te quedarás más tranquilo, ¿no, Miguel?

—… Entrar en el hospital…

—¿Cómo?

—… Comprar batas blancas…

—… Mediodía…

—… No habrá nadie…

—… Ni sus padres…

—… Tú, de médico, ella de enfermera…

—… Un ladrillo en el bolso, por si las moscas…

—Pero, ¿pensáis que lo dirá?

—… Inferioridad de condiciones. ¡Le amenazamos, le desconectamos los aparatos, lo que sea!

Iban a maltratarle hasta que confesara dónde estaba la foto…

Uno disfrazado de médico, la mujer de enfermera, entrarían en el hospital a mediodía, cuando había menos movimiento, y el
Pantasma
se quedaría contento, ¿no?

Si recuperaban la maldita foto y la quemaban, ya nadie podría hacerle chantaje, ¿no?

… Y si, zarandeando al accidentado, aún en estado crítico, se les quedaba entre las manos, tampoco se preocuparían mucho. Al fin y al cabo, ya habían tratado de matarle una vez.

Me puse como loco. Luché frenéticamente contra el esparadrapo que me sujetaba las muñecas. Quería encender la luz para ver si podía descubrir algo que me ayudara, pero no encontraba el interruptor, y aquella gentuza, dicho y hecho, ya se ponían manos a la obra, ya se levantaban haciendo ruido con las sillas…

Empecé a pegar patadas a la puerta. Me dio algo parecido a un ataque de locura. Entre lágrimas, me oí bramar:

—¡Sé lo que os proponéis! ¡Pero no lo conseguiréis, asesinos! ¡Porque iré a la policía y os haré pagar por lo que habéis hecho, asesinos! ¡Y ahora matadme a mí, cobardes, dejad en paz a Elías…!

Nadie me hizo caso. Oí cómo se alejaban sus voces, y cómo se cerraba la puerta de la calle.

Me sentí más solo, más impotente que nunca. ¿Por qué me metía en follones de los que después no sabía salir?

Proyecté mi hombro contra la puerta. Hizo un ruido de mil demonios, pero no pareció dispuesta a abrirse. ¿Ruido?, pensé. Tal vez aquella fuera el arma. Grité.

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