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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

Noche Eterna (21 page)

Entonces recordé por qué el rostro me era conocido. Ellie tenía varias fotos de sus familiares en el salón. Aquí tenía la explicación. Había visto su rostro en una de las fotos.

—Voy a verle.

Salí de la habitación para dirigirme a la sala. Pardoe se levantó en cuanto me vio entrar.

—¿Michael Rogers? Quizá no conozca usted mi nombre, pero su esposa era mi prima. Siempre me llamaba tío Reuben, pero usted y yo no nos conocemos. Ésta es la primera vez que vengo a Inglaterra desde que ustedes se casaron.

—Por supuesto que sé quién es usted.

No sé muy bien cómo describir a Reuben Pardoe. Era un hombre alto y robusto, con un rostro grande y una expresión un tanto ausente, como si estuviera pensando en otra cosa. Sin embargo, después de hablar unos minutos con él, tenías la sensación de que estaba mucho más atento de lo que imaginabas.

—No es necesario que le diga lo mucho que me afectó recibir la noticia de la muerte de Ellie.

—No hablemos más de su muerte. Prefiero no recordarlo.

—Lo comprendo.

Sin duda era un hombre agradable, pero había algo en él que me provocaba una cierta inquietud. Le dije cuando entró Greta:

—¿Conoce usted a miss Andersen?

—Por supuesto. ¿Cómo está usted, Greta?

—Muy bien, gracias. ¿Cuánto tiempo hace que está por aquí?

—Hace un par de semanas. He estado haciendo turismo.

Entonces lo recordé.

—Le vi el otro día.

—¿Sí? ¿Dónde?

—En una subasta que tuvo lugar en Bartington Manor.

—Ahora lo recuerdo. Sí, creo que recuerdo su cara. Estaba usted con un hombre de unos sesenta años, con un bigote castaño.

—Sí, el comandante Phillpot.

—Se les veía muy animados.

—Como nunca —afirmé y, con aquel extraño asombro que siempre sentía, repetí—: Como nunca.

—Desde luego, en aquel momento usted no sabía lo que había ocurrido. Era el día del accidente, ¿no?

—Sí, esperábamos a Ellie para almorzar juntos.

—Trágico —comentó el tío Reuben—. Realmente trágico.

—No tenía idea de que estuviera usted en Inglaterra y creo que Ellie tampoco. —Hice una pausa, a la espera de lo que me diría.

—No, no le escribí. En realidad, no sabía cuanto tiempo estaría en el país, pero la verdad es que acabé mis asuntos antes de lo esperado y me pregunté si después de la subasta no tendría tiempo de sobras para acercarme hasta aquí.

—¿Vino en viaje de negocios?

—En parte. Cora quería que la aconsejara en un par de asuntos, entre ellos la casa que se quiere comprar.

Fue entonces cuando me informó de que Cora también se encontraba en Inglaterra.

—No lo sabíamos.

—Da la casualidad que aquel día no estaba muy lejos de aquí.

—¿Cerca de aquí? ¿Se alojaba en algún hotel?

—No, estaba en casa de una amiga.

—No sabía que tuviera amigos por aquí.

—Una mujer. ¿Cómo se llamaba? Hard no sé cuántos. Ah, sí, Hardcastle.

—¿Claudia Hardcastle? —No disimulé mi sorpresa.

—Sí, era muy amiga de Cora. Se conocieron cuando ella vivía en Estados Unidos. ¿No lo sabía?

Miré a Greta.

—¿Sabías que Cora era amiga de Claudia?

—No recuerdo haberle oído hablar de ella —contestó Greta—. Ahora me explico por qué no se presentó aquel día.

—Eso es: iba a ir contigo a Londres. Habías quedado en encontrarte con ella en la estación de Market Chadwell.

—Sí, y no apareció. Llamó a casa minutos después de que yo me marchara. Dijo que se había presentado una visita inesperada y que no podía acompañarme.

—Me pregunto si la visita inesperada no era otra que Cora.

—Es obvio —intervino Reuben. Meneó la cabeza—. Todo resulta tan confuso. Me han dicho que se aplazó la encuesta.

—Sí.

El visitante acabó la copa y se levantó.

—No quiero causarle más trastornos —manifestó—. Si hay algo que puedo hacer estoy a su disposición. Me alojo en el hotel Majestic en Market Chadwell.

Le agradecí el ofrecimiento. En cuanto se marchó. Greta me dijo:

—Me pregunto qué será lo que quiere. ¿Por qué vino aquí? Desearía que se marcharan todos de una vez por todas.

—A mí me gustaría saber si era Stanford Lloyd a quien vi en el George. Sólo le vi de refilón.

—Dijiste que estaba con alguien que se parecía a Claudia, así que probablemente era él. Quizá vino a verla a ella y Reuben vino a verme a mí. ¡Menuda confusión!

—No me gusta, todos coincidieron aquí aquel día.

Greta comentó que eso era algo que sucedía con frecuencia. Lo dijo con su tono alegre y confiado de siempre.

Capítulo XXII

No tenía nada más que hacer en el Campo del Gitano. Dejé a Greta a cargo de la casa mientras yo navegaba hacia Nueva York para atender los asuntos pendientes y participar en lo que consideraba con cierta preocupación las más que fastuosas exequias por Ellie.

«Vas derechito a la selva —me advirtió Greta—. Vete con mucho cuidado, no dejes que te desuellen vivo.»

No se equivocó. Era una selva, me di cuenta apenas desembarcar. No sabía nada de la selva, me refiero a ese tipo de selva. Estaba fuera de mi ambiente y lo sabía. No era el cazador sino la pieza. Había cazadores acechando en la espesura dispuestos a cazarme. Algunas veces me dejaba llevar por la imaginación, pero en otras mis sospechas estaban plenamente justificadas. Recuerdo una de las visitas al abogado que me había conseguido Lippincott, un hombre muy amable y correcto que me trató como si fuese un médico. También me habían recomendado que me desprendiera de unas propiedades mineras cuyos títulos no estaban del todo claros.

Me preguntó quién me lo había recomendado y le contesté que había sido Stanford Lloyd.

—Nos ocuparemos del tema —dijo—. Una persona como Mr. Lloyd no se equivocaría.

Al cabo de unos días me dio una respuesta.

—No hay nada incorrecto en los títulos de propiedad y, desde luego, no tiene ningún sentido que se desprenda usted de esas propiedades con urgencia, tal como le recomendó. Consérvelas.

Entonces, tuve la sensación de que no iba desencaminado: todos estaban dispuestos a aprovecharse de mí. Sabían perfectamente que era un ignorante en lo que se refería a los negocios.

El entierro fue espléndido y, desde mi punto de vista, algo horrible. De un lujo insoportable. En el cementerio había montañas de flores, parecía un parque público. Toda la riqueza de los difuntos se manifestaba en los monumentales conjuntos escultóricos. Estoy seguro de que Ellie lo hubiera detestado, pero supongo que la familia estaba en su derecho de disponerlo así.

Llevaba cuatro días en Nueva York cuando recibí noticias de Kingston Bishop.

Habían encontrado el cadáver de la vieja Mrs. Lee en la cantera abandonada al otro lado de la colina. Al parecer, llevaba muerta varios días. En aquel lugar ya habían ocurrido accidentes en otras ocasiones y se había recomendado que colocaran una valla de protección, pero nadie había hecho nada. En la encuesta se dictó un veredicto de muerte accidental y, una vez más, se instó al concejo comarcal que emprendiera las obras para instalar la valla. En la casa de Mrs. Lee habían encontrado trescientas libras en billetes de una, ocultas debajo de una de las tablas del suelo.

El comandante Phillpot añadía en una posdata: «Estoy seguro de que lamentará saber que Claudia Hardcastle murió ayer en un accidente cuando el caballo la arrojó de la silla.»

¿Claudia muerta? ¡No me lo podía creer! Fue una sorpresa muy desagradable. Dos personas muertas mientras cabalgaban en menos de dos semanas. Parecía una coincidencia prácticamente imposible.

No quiero extenderme en la temporada que pasé en Nueva York. Yo era un forastero en un ambiente extraño. Tenía la sensación de que debía estar en guardia constantemente para no equivocarme en lo que decía o hacía. La Ellie que había conocido, la Ellie que había sido mía, no estaba allí, ya sólo la recordaba como una muchacha norteamericana, la heredera de una fortuna inmensa, rodeada de amigos, conocidos y parientes lejanos, alguien de una familia que llevaba viviendo allí desde hacía cinco generaciones. Había salido de su país como un cometa para ir a visitar el mío.

Ahora había regresado para que la enterraran con su gente, donde estaba su antiguo hogar. Me alegró que acabara siendo de esta manera. No me hubiera sentido tranquilo sabiendo que estaba en el pequeño cementerio junto al pinar en las afueras de nuestro pueblo. No, no hubiera estado tranquilo.

«Has regresado al lugar al que pertenecías, Ellie», pensé.

Cada vez con mayor frecuencia recordaba aquella canción tan pegadiza que Ellie cantaba acompañándose con su guitarra. Recuerdo sus dedos que parecían acariciar las cuerdas.

Todas las noches y todas las mañanas unos nacen para el dulce placer.

«Era muy cierto en tu caso —me dije—. Naciste para el dulce placer. Lo tuviste en el Campo del Gitano, sólo que no duró mucho. Has vuelto aquí donde quizá no disfrutaste ni fuiste feliz, pero estás en tu casa, entre los tuyos.»

De pronto me pregunté dónde estaría yo cuando me llegara la hora. ¿En el Campo del Gitano? Podría ser. Vendría mi madre para ver como me bajaban a la tumba, si es que para entonces no estaba muerta. Pero me resultaba imposible pensar en mi madre muerta, me era más fácil pensar en mi propia muerte. Sí, ella vendría para ver como me enterraban. Quizás entonces desaparecería la expresión severa de su rostro. Dejé de pensar en mi madre. No quería pensar en ella. No quería tenerla cerca ni verla.

Esto último no era del todo cierto. No era cuestión de verla. Con mi madre el problema era que me miraba como si fuera transparente, sentía una ansiedad que me envolvía como un miasma. Pensé: «¡Las madres son el demonio! ¿Por qué tienen que controlarlo todo? ¿Por qué creen saberlo todo de sus hijos? No lo saben. ¡No lo saben! Tendría que estar orgullosa de mí, alegrarse de mi felicidad, alegrarse por la vida maravillosa que he conseguido. Ella tendría... «Una vez más me esforcé para no pensar en mi madre.

¿Cuánto tiempo estuve en Estados Unidos? Ni siquiera lo recuerdo, pero sé que se me hizo eterno. Tener que estar siempre alerta, rodeado de personas con falsas sonrisas y miradas aviesas. Cada día me decía a mí mismo: «Tienes que pasar por esto. Tienes que pasar por esto y luego...». Estas eran las dos palabras que utilizaba. Quiero decir que empleaba en mi mente. Las empleaba todos los días varias veces. «Y luego...». Eran las dos palabras del futuro. Las utilizaba de la misma manera que en otros tiempos había utilizado aquella otra palabra: «Quiero...»

¡Todo el mundo hacía lo imposible por mostrarse agradable conmigo porque era rico! Según las disposiciones del testamento de Ellie, yo era un hombre multimillonario. Me producía una sensación extraña. Tenía inversiones. Cosas que no entendía qué eran: acciones, bonos, participaciones. Tampoco tenía la más mínima idea de que debía hacer con todas esas cosas.

El día antes de emprender el viaje de regreso a Inglaterra, sostuve una larga conversación con Lippincott. Siempre lo había visto de esa manera, como Mr. Lippincott. En ningún momento se había convertido para mí en el tío Andrew. Le conté que pensaba retirarle a Stanford Lloyd el control de mis inversiones.

—¡Vaya! —Enarcó las cejas hirsutas. Me miró con sus ojos astutos y su cara de póquer, y me pregunté cuál sería el significado exacto de aquel «¡Vaya!»

—¿Cree usted que estoy en mi derecho de hacerlo? —le pregunté nervioso.

—Supongo que tienes tus razones.

—No, no tengo ninguna razón, sólo un presentimiento, nada más. ¿Si le digo algo quedará entre nosotros?

—Cualquier cosa que me digas será confidencial, naturalmente.

—De acuerdo. ¡Tengo la impresión de que es un estafador!

—¡Ah! —Lippincott demostró cierto interés—. Sí, yo diría que haces bien en seguir tus instintos.

Entonces supe que había acertado. Stanford Lloyd había estado beneficiándose con los bonos, las inversiones y todo lo demás que había sido de Ellie. Firmé un poder a nombre de Andrew Lippincott y se lo entregué.

—¿Está usted dispuesto a aceptarlo?

—En todo lo que se refiera a asuntos financieros —manifestó el abogado—, puedes confiar en mí plenamente. Haré todo lo posible en tu favor. No creo que vayas a tener el más mínimo motivo de queja sobre mis servicios.

¿Qué había querido decir? Creo que había dado a entender que yo no le caía bien, que no le gustaba, pero que, en el tema de los negocios, pondría su mejor empeño porque había sido el marido de Ellie. Firmé todos los documentos necesarios. Me preguntó si regresaba a Inglaterra en avión o en barco. Le respondí que no me gustaba volar, que regresaría en barco.

—Quiero tener un poco de tiempo para mí mismo. Creo que una travesía marítima me sentará bien.

—¿Dónde fijarás tu residencia?

—En el Campo del Gitano.

—Ah, ¿vivirás allí?

—Sí.

—Creía que habías decidido poner a la venta la casa.

—No —respondí, y el «no» me salió con más fuerza de lo que deseaba. No estaba dispuesto a desprenderme del Campo del Gitano. Formaba parte de mi sueño, la ilusión que mantenía desde que era un chiquillo.

—¿Hay alguien a cargo de la residencia mientras estás aquí?

Le expliqué que Greta Andersen estaba al cuidado de la casa.

—Ah, sí. Greta.

Pronunció el nombre de Greta dándole un tono particular, pero no quise discutir. Si Greta no le caía bien, era su problema. Nunca le había gustado. Se produjo una pausa bastante incómoda y después cambié de opinión. Era necesario que dijera alguna cosa.

—Se portó muy bien con Ellie. Vino a vivir con nosotros y cuidó de mi esposa cuando estaba enferma. Estoy en deuda con ella. Es algo que me gustaría que quedara claro. No sabe usted lo bien que se portó. Hizo todo lo posible y más después de la muerte de Ellie. No sé qué hubiera hecho sin ella.

—Lo comprendo, lo comprendo —manifestó Lippincott con un tono que no podía ser más desabrido.

—No sé cómo podré pagarle todo lo que hizo.

—Una muchacha muy competente.

Me levanté y le di las gracias.

—No tienes por qué dármelas —dijo con el mismo tono seco—. Por cierto, te he escrito una carta. Te la he enviado por vía aérea al Campo del Gitano. Si regresas a Inglaterra por vía marítima, probablemente la encontrarás allí cuando llegues. Te deseo una travesía agradable.

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