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Authors: Carmen Martín Gaite

Tags: #Narrativa

Nubosidad Variable (18 page)

—¿Tú y yo de acuerdo, así por las buenas? Lo dices para que me calle. Me das la razón como a los locos. Ella entiende mucho de locos, es su oficio, ¿sabes, Norman?

Al dirigirse al profesor americano, se dio cuenta de que no me quitaba los ojos de encima. Como yo no sabía en qué plan estaba con él ni cuáles eran sus propósitos, tuve miedo de que me montara un tiberio sobre mis posibles intenciones de conquista. Y me dirigí a la puerta, dispuesta a cortar por lo sano.

—Vamos a dejarlo, por favor, qué más da todo. Seguro además que a tu amigo estas cuestiones no le interesan nada.

—Me interesan mucho, por el contrario —aseguró él, imperturbable.

—No es mi amigo —intervino Silvia secamente—, le he dicho que si se quiere quedar a dormir, eso es todo. Tengo tanto sitio que puedo recoger a quien me dé la gana. ¡Amigo!, qué más quisiera yo. Venía diciendo que tenía un sueño horrible. Se debe haber espabilado.

Se acercó a mí en plan confidencial, y me abrazó junto a la puerta, tratando de retenerme. Estaba ya muy borracha. Pero era absurdo esperar que lo reconociera. Dijo algo entre dientes acerca de que, si me gustaba Norman, podíamos llegar a un acuerdo. Fingí ignorar la cuestión.

—En cambio a mí, me está entrando sueño, ya ves —dije en tono conciliador—. Mañana será otro día. Me subo. Buenas noches.

—Pero mañana no querrás verme. Has dicho que lo que te gusta es estar sola. ¿O lo he dicho yo? Por favor, no te vayas, Mariana.

Nos miramos, y su rostro se nubló con una expresión torva. El mío —lo pienso ahora— no debía emitir más que rechazo.

—¡Ni falta que nos haces! —exclamó—. ¡Vete de una vez! ¡No quiero verte!

Y se adentró en la habitación, tambaleándose. Fue a caer en los brazos de Norman, que en aquel momento estaba sentado en el sofá y se incorporó para recibirla.

—Ella no te quiere —decía Silvia con voz pastosa—. No quiere a nadie. Pero yo sí. Eres muy guapo,
darling
. Bésame.

De pronto me quedé mirando la habitación llena de cortinajes y de cuadros antiguos y sentí mucha tristeza. Me pareció que los tres seres que la ocupábamos éramos unos fantasmas anacrónicos equivocados de teatro. Acepté mi strep-tease solitario y comprendí que no tengo más refugio que el de la escritura. Silvia sabe mejor que nadie que siempre estamos solos, y mis intentos fallidos por hacerme entender eran la mejor prueba. Intentos que, por otra parte, habían ido perdiendo progresivamente su aleteo, como las mariposas gordas de noche que, mientras hablábamos, se metían por la reja a revolotear en torno a la lámpara y algunas caían al suelo como fulminadas por un ataque mortal. Aquella visión fugaz pero intensa es la que me he traído en la retina como símbolo de la segunda cárcel que en pocos días he rechazado.

Me escurrí a la habitación de arriba, hice mis maletas y esperé la madrugada, acechando los ruidos de la casa, hasta que cesaron. En algún momento reconocí la voz de Brígida y me pareció escuchar sus pasos por la escalera hasta la puerta de mi apartamento. Pero tenía la luz apagada y, si era ella —que no lo sé—, no se atrevió a entrar.

Pocas veces he esperado con mayor angustia un amanecer. Dejé una breve nota encima de la mesa con un poema de Pessoa; que a ti, Sofía, te gustaba mucho.

Hoy por la mañana salí muy temprano

por haber despertado aún más temprano

y no tener nada que me apeteciese hacer.

No sabía qué camino tomar,

pero el viento soplaba fuerte

y me empujaba de espaldas;

así que seguí ese camino.

Me alivió dar ese quiebro: confirmaba mi decisión, anticipaba el gozo de la escapatoria y además significaba un homenaje a tu pasión por la literatura portuguesa. Era como esquivar el aparente destinatario y sustituirlo por otro menos hostil.

Dejé las llaves encima de la nota junto a un ramo de jazmín. Era consciente de que a Silvia le iba a irritar, más todavía que el mensaje, el hecho de que le devolviera las llaves. Pero había decidido romper relaciones y necesitaba aquella rúbrica.

Abrí la puerta con todo sigilo y me deslicé de puntillas escalera abajo, hasta alcanzar el gran portal, que siempre chirría un poco. Y cuando salí, con mi maleta en la mano, no me atrevía a mirar para atrás. El miedo de que me persiguieran aceleró durante un tramo mi respiración, que poco a poco se fue serenando. Era aún casi de noche, y oyendo resonar mis pasos en la calle desierta, camino de la estación, me acordé de un cuadro de Remedios Varo que se titula «Rompiendo el círculo vicioso» y representa a una mujer que lleva dentro del pecho un bosque rodeado de alambradas. Nada me consuela tanto en este momento, Sofía, como pensar que puedas conocer ese cuadro.

De todo esto hace dos días, creo. O tal vez tres. Luego, si merece la pena, echaré las cuentas del tiempo y hablaré del hotel de playa, plagado de turistas alemanes y daneses, donde he venido a parar para seguir dándole coba a mi strep-tease solitario.

Y sin embargo, ahora que acaba de ponerse el sol, dejando sobre el mar como un rastro sangriento, y se inicia ese periplo espinoso por el callejón de la noche, en cuyos recodos siempre pueden estar acechándonos alimañas inesperadas, miro con envidia la silueta de dos jóvenes que vienen paseando descalzos y cogidos de la mano por el borde de la playa. El tiempo es para ellos un jardín encantado e infinito. De vez en cuando se detienen, se agachan a coger algo en la arena, corren cuando los alcanza la marea, se ríen y se abrazan. Luego continúan enlazados por la cintura. Andan muy despacio, a un ritmo acompasado e ingrávido. Inconfundible. Seguro que esta noche no van a separarse.

Acaba de encenderse la luz del faro que está en un promontorio a mano derecha. Termino mi gin-tonic y le pido la cuenta al camarero. Me mira. Sonríe. Esta vez ya estoy segura de que me ha reconocido.

—¿Qué ha sido del señorito Manolo? No ha vuelto por aquí.

Me esfuerzo por pensar que acaba de levantarse para ir a la barra a saludar a un amigo y que va a volver enseguida. Ya viene. Espero su roce en mi hombro. «¿Qué pasa, niña, nos vamos?.» ¡Qué voz tenía! ¡Y qué manera de posar levemente sus dedos sobre el mundo entero de aquel instante, y de mirar de refilón, como si no estuviera mirando!

—Hace bastante que no sé nada de él. Ahora vive en América.

El camarero se echa a reír, mientras me devuelve el cambio.

—¿Y qué se le ha perdido tan lejos? Poco durará ése en América, ya lo verá usted, que lo conozco. Gaditano puro. Si le escribe, mándele recuerdos del Rafa.

—No crea que le escribo mucho.

—Pues eso está mal, que luego igual se lo pisa otra. Chaval más majo. Hacen ustedes muy buena pareja.

Me ha gustado que lo diga en presente. Sonrío, le doy las gracias y me levanto para irme. Y de repente se me clava en el costado la saeta envenenada de una ansiedad antigua que, en contra de todos mis esfuerzos por desactivarla, va a presidir —lo sé— mi insomnio de esta noche. Procuraré paliarla recurriendo al magnetófono. He traído la cinta que me grabó Manolo poco después de despedirnos y me mandó a Madrid. Recuerdo que tenía yo mucho trabajo por aquellos días y tardé en ponerla. Entonces no me hizo tanta impresión como ahora. Como los buenos vinos, gana con el tiempo. De todas maneras, casi nunca, por mucho que cierre los ojos, logro sentir esa voz como reciente y dirigida a mí en el mismo momento en que la escucho. Porque faltan el aliento, el gesto y la mirada.

Y aquí sí que vendrían a cuento mis apuntes sobre el erotismo, que ya empujan para ponerse en primer plano, ansiosos de romper diques y engrosar el caudal de esta carta, si es que puede llamarse así a un discurso que, al haber nacido destinado a desembocar en la carpeta azul, más bien se convierte en afluente del otro.

En el fondo, no se ama ni se habla ni se escribe para convencer a nadie de nada, sino para convencerse uno a sí mismo de que sigue en forma y aún puede permitirse acrobacias que pongan a prueba el cuerpo, la mente, y sobre todo la relación acompasada entre uno y otra. Milagroso equilibrio, como el de respirar, que parece tan fácil, ya ves tú.

Hace un par de semanas, cuando Raimundo estaba en la UVI con respiración asistida, pensé mucho en la poca importancia que le damos al ejercicio inadvertido, tenaz y preciso que se traen a diario los pulmones para alimentarnos de aire. Todo —el ritmo del cuerpo, la mirada, las ideas, los gestos y palabras— depende de esa oxigenación. Pero incluso en aquel momento, cuando lo estaba pensando angustiada, lo pensaba desde el privilegio de poder respirar yo. Y siempre es así. El hecho de que en este momento Raimundo, Silvia, Manolo o tú sigáis respirando se me plantea como una certeza abstracta, de la que no puedo gozar ni dar fe. Porque no me concierne. Si dijera lo contrario, mentiría.

Ya estoy en mi habitación del hotel, que tiene una terracita. He cenado simplemente un sandwich y un vaso de leche, y se ven muchas estrellas. Me sigo acordando furiosamente de Manolo Reina, que para ti, aun cuando decidiera mandarte esta carta tan descarnada, no sería más que un nombre. Porque a nuestra edad, Sofía, pocas cosas ni placenteras ni angustiosas se pueden realmente compartir. Y el amor, claro, menos que ninguna. Por eso le da tanto pasto a la literatura.

Te decía antes que mi patria es la escritura. Algún día te invitaré a visitarla. Como cuando de niñas nos leíamos nuestros respectivos diarios. Pero el gozo de inventarla y las fatigas para cultivarla son míos, sólo míos. Como sólo tuyas son también la decisión y la audacia precisas para crear un paisaje imaginario, el que hace crecer súbitamente un manzano en tu cuarto de baño para poder descansar a su sombra de los problemas de fontanería que te plantea la vecina del séptimo. Una sombra fugaz y anchurosa que sólo te refresca a ti cuando logras convocarla, aunque a mí me haga gracia lo surrealista de la escena. Pero no formo parte de ella.

Nos visitaremos, sí, algún día. Tú vendrás a mi país y yo al tuyo, y cada cual mirará el de la otra con ojos de extranjero, aunque consciente de que lo que reflejen será recogido ávidamente por los otros ojos al acecho. ¿Qué te ha parecido? Pues mira, tal o cual. El comentario puede ser largo y luego nos despediremos. Eso será todo. No quiero decir que vaya a ser desagradable visitarnos, ni mucho menos. Ya hemos hecho una prueba, y por lo menos la tuya (tu primera tanda de deberes, que releo mucho) ha supuesto un abono revitalizante para mi huerto seco y descuidado, porque de entonces acá no paro de podar y de rastrillar cada vez más a fondo, arrancando hierbajos.

Y te di las gracias, aunque no consigo recordar en qué términos. Es un hito que falta en mi carpeta azul y ahora lo echo de menos. Me refiero a mi primera carta, la única que eché al buzón. Supongo que a estas alturas ya la habrás recibido, y me complace pensar que haya podido dar pie a sucesivos envíos.

Pero si quieres que te sea sincera, en este momento mi interés por tus nuevos «deberes» no nace del altruismo. Simplemente, me muero de ganas de saber cómo respondes a lo que yo te decía para recuperarlo, porque se me ha borrado, aunque sé que descorché una botella de champán y que me sentía feliz. Mucho más que si te tuviera al lado, porque te estaba pensando a mi manera. Es decir, lo que necesito es que me devuelvas, reflejada en tus comentarios, la muestra de tierra que te envié. Lo espero como el resultado de una biopsia. Porque es muy posible que, oculta en algún repliegue del terreno, hayas descubierto —a ti no se te va una— la mala hierba de la mentira.

Lo comprobaré a mi vuelta a Madrid, que no sé cuándo tendrá lugar, a la vista de cómo se van sucediendo los humores dentro del alambique de mi alma, y teniendo además en cuenta el deterioro de mis relaciones con la doctora León.

IX. A VUELTAS CON EL TIEMPO

Querida Mariana:

Encima de la frase de don Pedro Larroque, que revives al hacerla suya —«siga usted, señorita Montalvo, siga siempre.»—, concretamente encima del «siempre» se me ha caído una lágrima, y enseguida otra, y ya he apartado la carta que tanto había esperado y tan con creces ha colmado mi esperanza, para no dejarla hecha una sopa. Pero también me reía un poco, y al reírme te echaba todavía más en falta que al llorar, porque no me digas que no tiene gracia que salga este nombre a relucir en cuanto pongo «querida Mariana» como si no hubiera pasado el tiempo y se tratara de un personaje actual al que vamos a ver en clase dentro de un rato explicándonos las
Coplas
de Jorge Manrique, cuya lectura le hacía temblar la voz, por mucho que quisiera disimularlo.

Pues si vemos lo presente

cómo en un punto se es ido

y acabado

si juzgamos sabiamente,

daremos lo no vivido

por pasado.

Te copio esta estrofa así en medio y con buena letra, como la tenía escrita en la primera página de mi cuaderno de Literatura de tercero, ¿te acuerdas?, con un flor dibujada a la izquierda y unas hojas secas a la derecha, que gracias a esa página decorada y a lo que te llamó la atención nos hicimos amigas de otra manera. Y yo te dije —creo que fue ese mismo día— que la voz de don Pedro, cuando leía a Jorge Manrique, no se sabía si era de enamorado o de abuelito. Y te reíste mucho. Pero ahora sé que sólo quien ha conocido un gran amor y lo ha perdido puede tener dotes para convocar a aquel friso de damas perfumadas y vestidas de seda, a aquellos caballeros y juglares de la corte del rey don Juan, traerlos al hoy desde el antaño y hacerlos desfilar por el aula inhóspita, convirtiendo la tarima en el campo de un torneo espectacular pero condenado a muerte, fugaz como las verduras de las eras.

¿Qué se hicieron las damas,

sus tocados, sus vestidos,

sus olores?

¿Qué se hicieron las llamas

de los fuegos encendidos

de amadores?

¿Qué se hizo aquel trovar,

as músicas acordadas

que tañían?

Qué se hizo aquel danzar

y aquellas ropas chapadas

que traían?

Yo por primera vez, y a través de aquella voz desvalida y serena, sentí que se me clavaba el enigma del tiempo, como una saeta alevosa, capaz de imprimir las más inesperadas mutaciones. Y me excitaba de un modo inquietante asomarme a aquel abismo, darle coba anticipada a la nostalgia. «¿Cómo seremos a los veinte años, Mariana? ¿Nos acordaremos de esta tarde de sol?» Y tú, siempre sensata y cartesiana: «¡Qué más da! Eso son abstracciones. Para los veinte años queda mucho. Estamos en tercero.» Ya ves, medíamos el tiempo por cursos, cuando ahora de casi todo hace más de tres bachilleratos.

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