No los abrí hasta que, al cabo de no sé cuánto tiempo, le oí decir, dirigiéndose al taxista: «Pare un momento aquí, si hace el favor, que a mi novia le gustan mucho las lilas.» Fue como salir de un túnel. Estábamos en la glorieta de Alonso Martínez, ya cerca de su casa, hacía mucho sol y en el paso de peatones había una gitana vendiendo flores. Raimundo vino con un ramo de lilas, y todavía huelen como en aquel momento en que salí del túnel, ahora las pondré en agua para que presidan mi viaje, es lo único que me he traído como recuerdo de las horas pasadas con él en su casa, unas treinta según el reloj, pero yo de esas cuentas no hago caso.
Raimundo vive en un piso disparatado en la calle de Covarrubias. Muchas veces me he quedado a dormir allí. O mejor dicho, a lidiar con sus insomnios, a derrochar energía para convencerle de que vale la pena seguir viviendo, aun a riesgo de perder pie y acabar convencida yo de lo contrario, cosa que ocurría con cierta frecuencia. Solía salir de madrugada y generalmente con la moral por los suelos, cuando él ya había conseguido conciliar el sueño. Le dejaba una nota. Podían pasar días, semanas y hasta meses sin volver a tener noticias de su vida más que a través de amigos comunes. Y esas noticias no siempre me tranquilizaban, ni me eran nunca indiferentes.
Al entrar en el portal, cuando estábamos esperando el ascensor, me miró sonriendo y dijo: «Júrame una cosa, que te vas a olvidar de la doctora León, ¿te apetece el plan?.» Y yo, abrazada a mi ramo de lilas, hundiendo en él la cara, recité la primera frase de mi nuevo papel: «No hay nada en el mundo que me pueda apetecer más, oh Raymond». Te parecerá de novela rosa, como me lo está pareciendo a mí cuando te lo cuento. Y también entonces, según ola como entre sueños bajar el ascensor, pensé que esa doctora León tenía resonancias de protagonista de Carmen de Icaza, y que ya no estamos en edad. Pero fueron los últimos ramalazos de lucidez hasta esta tarde. Había decidido meterme en la función.
Las horas que hemos pasado en Covarrubias los dos solos, sin atender al teléfono ni al reloj, entreverando con música, café y poemas algunos ratitos de sueño, sin parar de hablar, de reírnos y de acariciarnos, son una creación de Raimundo, que sólo precisaba de mi asentimiento para tomar cuerpo en ese escenario gastado y renovarlo. Era él quien llevaba la batuta en aquella sinfonía de resurrección dedicada exclusivamente a mí. Notaba que me estaba fascinando y eso le espoleaba sus dotes de improvisación verbal, que desde luego no son pequeñas. Se me olvidó que es un ciclotímico, que hace poco más de una semana le dio por mandarles objetos y muebles a varios amigos en plan recuerdo póstumo, que luego tuve que llevarlo casi en coma al hospital, se me olvidó que ni a él hay quien lo aguante ni en su casa hay quien pare, y se me olvidaron, por supuesto, todos mis compromisos y citas pendientes. Hacía años que no lo había visto así, empleado a fondo en gustarme, en echarle cuento al cuento del
coup de foudre
entre almas gemelas, tan sabio, tan provocador y deslumbrante que llegué a decirle en un momento determinado «¡Max, no te pongas estupendo!.» Era como descubrirlo otra vez, como acabar de conocerlo, pero más, una sensación más intensa todavía, porque aunque lo estaba olvidando todo al precio de entregarme a aquella borrachera, siempre hay algo que a los borrachos se les queda en las entretelas del recuerdo por mucho que beban. Y yo lo único que no podía olvidar era la causa que divinizaba aquella borrachera y la hacía distinta de cualquier otra: que Raimundo había estado a punto de morirse, y que mirar sus ojos negros y fulgurantes era como resucitar con él.
Recobrar siempre ha sido más excitante que cobrar, aunque también más propenso a espejismos. Y por cierto, ahora que escribo esto, me pregunto si no será igualmente un espejismo imaginar que te he recobrado a ti. De todas maneras, bendito espejismo, Sofía, caso de que lo sea. No sabes lo bien que me está sentando pensar en ti como la única destinataria posible de esta carta, que es a su vez mi única tabla de salvación. Y no tengo prisa por terminarla, me pasó lo mismo con la de hace una semana. Tengo toda la noche por delante. Con la ventaja de que hoy no caben interrupciones, porque nadie sabe dónde estoy en este momento. Ni siquiera tú.
* * *
Releo lo anterior y continúo, al cabo de dos horas que he pasado en el coche restaurante. Me había entrado hambre y además comprendí que me estaba liando y que necesitaba una pausa para ordenar la historia que te quiero contar. Tiene demasiadas ramificaciones que no conoces, y no es cosa de caer en el «relato a perdigonadas.» Cogí un cuadernito, y según avanzaba de un vagón a otro siguiendo al camarero de la campanilla, se me ocurrió que podía hacer una especie de guión para no perderme y también para que no te pierdas tú. Son rutinas adquiridas en mis viajes a congresos o simposios, aprovechar el avión o el tren para tomar notas sobre una conferencia que llevo sin preparar del todo, prendida con alfileres.
Pero luego, mientras cenaba y veía caer la noche a plomo sobre el campo, lo único que he hecho ha sido pensar en ti, en lo extraño de tu reaparición, y en los incógnitos azares que pueden haber guiado tus pensamientos y tus pasos a lo largo de esta semana. Y también en que la única alternativa que nos cabe a estas alturas es la de perdernos cada una por su lado, sin andar soñando con que vamos a juntar nuestros respectivos perdederos, por mucha noticia que nos demos de ellos. Tu vida, aunque sólo la atisbo a través de una rendija, está claro que lleva un ritmo distinto de la mía. Y es que hemos crecido. Crecer es empezar a separarse de los demás, claro, reconocer esa distancia y aceptarla. El entusiasmo de aquellos encuentros juveniles con personas que despertaban nuestro interés se basaba en que dábamos por supuesta una permeabilidad continua entre nuestra vida y la de ellos, entre nuestros problemas y los de ellos, parecía posible la anexión. Es cierto que aún se dan momentos en que surge esa ilusión de permeabilidad, pero son momentos extraordinarios y fugaces, a los que no se puede pedir continuidad, vigencia permanente. Yo de jovencita —y a ti te pasaba lo mismo— estaba segura de que las gentes que me querían nunca se iban a desentender de mí, que mi vida era indispensable para la suya. Pero, en el fondo, lo que quería es que no me dejaran nunca de necesitar. Pues no. Luego ves que no, y además es mejor que nadie te necesite mucho.
Pensaba con nostalgia en lo fácil que me resultaba escribirte tiempo atrás, cuando no había que hacer un «resumen de lo publicado» cuando bastaba con simples alusiones, con echar mano de un lenguaje común que reflejaba gustos, bromas y emociones comunes. Yo ahora, aparte de que tienes problemas de fontanería, tres hijos y un marido del tipo «ejecutivos al poder» de tus últimos treinta años sé bien poca cosa. Este viaje interrumpe, además, la posibilidad de recuperar una cierta sincronía entre lo que tú me vayas contando y lo que te cuento yo, porque cuando recibas esta carta, sabe Dios el sesgo que habrán tomado tus deberes, caso de que hayas tenido ganas de seguirlos. Se me ha olvidado decirle al portero que me mande el correo a Puerto Real. Bueno, la verdad es que ni siquiera he visto al portero. Me he pasado un rato por casa a meter cuatro cosas en la maleta, a buscar las llaves de la calle de la Amargura y a encargar el billete por teléfono. Ya en el portal, volví a subir para dejarle una nota apresurada a Josefina Carreras, mi suplente. No me ha dado tiempo a otra cosa, perdía el tren.
Y aquí me tienes, bebiendo y pensando en ti, acodada en la mesita de un coche restaurante mientras cae la noche. ¡Qué graciosa eras a los trece años, cuando te peinabas con aquellas trenzas sujetas en lo alto de la cabeza, que tantas veces te deshice y te cepillé, las noches que te dejaban venir a dormir en mi casa de la calle de Serrano! «No os quedéis hablando hasta muy tarde, que luego mañana no hay quien os despierte» decía mamá cuando entraba a darnos un beso. Pero nunca le hacíamos caso, y ella sabía que no se lo íbamos a hacer. Hablábamos incansablemente, en un cuchicheo de cama a cama, ahogando las risas unas veces debajo del embozo y otras notando, aunque estuviéramos a oscuras, que las lágrimas se nos estaban escapando al mismo tiempo. Hablabas sobre todo tú, tus palabras despegaban hacia exóticos territorios de ficción, decías que la noche te soltaba la lengua. Y la noche, como todo lo que nombrabas, se convertía en personaje de cuento. Era el duendecillo Noc, lo sentías revolotear con sus alas irisadas y negras, bajar dulcemente hasta ti, hasta tu boca abierta, y meterse en tu cuerpo; te desataba los lazos de la lengua, irrumpía casa adentro por los pasillos de los pulmones, del corazón y de los intestinos, y notabas cómo a su paso iba apagando los interruptores que dan calambre y encendiendo los que dan luz de luna. Y en todos tus cuentos había luz de luna. Te gustaba, más que nada, fabular situaciones de futuro, enriquecidas con tantos detalles, que oírte era como leer una novela. Un tema recurrente en esas historias era el de nuestro reencuentro cuando fuéramos mayores, después de haber estado largo tiempo separadas por circunstancias de la vida. Tanto estas circunstancias como las del reencuentro tomaban las variantes más inesperadas, según patrones de novela gótica o de caballerías, que eran los géneros que más nos atraían en ese tiempo. Pero mi vida siempre había sido más peligrosa y más romántica que la tuya, y tan pronto me veía atrapada en un castillo del que me resultaba muy difícil salir, como se provocaba una pelea a espada entre dos de mis amantes, como estaba a punto de tomar un transatlántico para no volver nunca al continente. Y en un momento determinado nos volvíamos a encontrar, variaba el paisaje pero había siempre luz de luna, y yo te contaba una historia muy larga que luego tú te ponías a escribir. «Porque yo soy Per Abat —decías—, el transcriptor del Poema del Cid.» Y era una risa oír cómo ahuecabas la voz para dar teatralidad a ese personaje borroso del pasado, que acabó convirtiéndose en tu mote. «Anda, cuéntame un cuento, Per Abat.»
Por eso me sonreía en el coche restaurante. ¡Qué gusto que hayas resucitado, mi buen Per Abat! Date cuenta de una cosa, de que en el fondo soñábamos con lo que nos está pasando, ¿cabe mayor felicidad? Solamente prestamos atención a lo que ya vivimos o a lo que esperamos vivir; a lo que nos está pasando casi nunca le hacemos caso, contamos con ello como algo normal. Pero no es normal, Sofía, no es nada normal lo que nos está pasando. Una carta tan especial como ésta nunca habrías sabido inventarla para adornar tus versiones de futuro, y sin embargo, ¿a que te habría encantado leerla? Pues ya ves. Va dirigida, en realidad, a la niña de las trenzas, para su archivo.
Y por ahí derivé a pensar en lo enredoso de cualquier empeño de escritura que pretenda coherencia sin renegar de lo anacrónico, y en lo que dijiste de los espejos rotos, y en la relación que guarda el argumento de un mensaje con la situación del que lo recibe, y en Roland Barthes —
Le plaisir du texte
—, en fin, un absoluto pire que me hizo olvidarme de Raimundo.
Porque es que además, fíjate, ¡hace un rato hemos pasado por Aranjuez, mi buen Per Abat! ¿Se puede pedir más? De repente la excursión que hicimos juntas a Aranjuez el otoño anterior al ennegrecimiento de nuestro oro se convirtió en polo magnético de todo el discurso interior que se me venía desbaratando. Ya ves qué momento para pasar ahora por Aranjuez, una peregrinación en plan conmemorativo no podría venir mejor traída ni más a cuento.
Fue allí donde te hablé por primera vez de Guillermo, ¿te acuerdas?, donde empezamos a ser dos y no una, a crecer. Los resplandores de esa tarde a orillas del Tajo, después de haber estado paseando por los jardines reales, coinciden con los últimos brillos de oro puro que nimban nuestra simbiosis de adolescencia, oro en los árboles, oro en las nubes, oro en tu pelo. Y un deseo agudo, casi doloroso de que el tiempo no pasara. Pero tú me notabas distinta y me empezaste a sonsacar. «¿Distinta, cómo?.» «Pues distinta, no sé, como si estuvieras metida dentro de un cuadro de la escuela flamenca, con las manos apretadas escondiendo una cosa que no me quieres enseñar.» No, no te la quería enseñar. Le daba largas. Me parecía que algo se iba a estropear si abría las manos y te la enseñaba. Y cuando, al final de la tarde, merendando en La Rana Verde, las abrí por fin y pronuncié el nombre de Guillermo, me di cuenta de que mis recelos eran fundados. No me había gustado decirlo; durante una semana no se lo había dicho más que a él en voz baja y secreta, para recibir a cambio el mío, un intercambio de respiración intransferible, insuflado boca a boca, y ni siquiera tú tenías nada que ver con esa historia. Hubo un silencio incómodo, y el nombre de Guillermo se quedó cruzado entre las dos ya para siempre. Hasta entonces nos habíamos dado parte puntual de nuestros escarceos amorosos con absoluta naturalidad, consciente cada una de que lo más bonito era dejárselos compartir a la otra, y en cierta manera aquellos brotes tomaban cuerpo al comentarlos, se inventaban. Pero no. Tú notaste que aquello era otra cosa, sólo por cómo dije el nombre de Guillermo y cómo inmediatamente me retraje. Te quedaste muy callada mirando al río. Luego me preguntaste que cómo era. «No sé, nunca he conocido a nadie como él. No es muy simpático. Tiene cara de lobo.» «Me das envidia.» dijiste.
Pues ya ves lo que son las cosas, Sofía, también Raimundo tiene cara de lobo. Te lo tenía que haber dicho antes de nada. Y mira por donde, sin necesidad de tomar notas, he reenganchado con la historia.
Ya hace bastante rato que estoy acostada en la litera, con las piernas en pico donde apoyo este bloc de papel avión, la lucecita encendida y la cortinilla de la ventana levantada para ver la noche contra la que se dibujan perfiles fugaces. El duendecillo Noc se me ha metido en la sangre y la luna está en cuarto creciente. Me abandono al traqueteo del tren que me lleva en volandas.
Pues sí, tiene cara de lobo. Y yo creo que eso fue lo que me pasó ayer, ahora lo he entendido, que le vi como por primera vez la cara de lobo y se me fue la cabeza. Porque lo raro es que había dejado de tenerle miedo, y hasta su cubil, del que he renegado tantas veces, que me ha llegado a producir repugnancia, me atraía como una promesa gloriosa de pasión y desorden, como la cueva de un brujo que te está dando a beber elixir de juventud en una pócima amarga. Sí, se me fue la cabeza. ¡Qué gusto! Estoy harta de mantenerla en su sitio, de aguantarla sobre los hombros en equilibrio inestable; se echó a rodar por debajo del sofá, a rebotar contra las paredes, a posarse encima de la librería, y sobre todo a acurrucarse entre las patas de ese hombre lobo que está en su derecho de destruirla o someterla a mutaciones inquietantes, cabeza loca, sí, desaforada, entregada al hechizo de una alimaña antojadiza y cruel. Que hiciera con mi cabeza y con mi vida lo que le diera la gana, con tal de que no dejara de dedicarme todos sus aullidos de placer y de dolor, todas sus miradas, con tal de ser su única presa, de que no volviera a necesitar a nadie más que a mí. En modalidad de copla gitana: «Si tú me pidieras que al fuego me echase,/ igual que madera me consumiría./ Si tú me pidieras que abriera mis venas,/ un chorro de sangre te salpicaría.» Y en jerga psicoanalítica de la doctora León: Inmolarse en aras de la discutible felicidad que la disgregación de uno mismo puede proporcionar a otro. Pero no es broma, Sofía, lo malo es que no es broma. ¡Qué condena llevamos las mujeres con esta retórica de la abnegación, cómo se nos agarra a las tripas, por mucho que nos pasemos la vida tratando de reírnos de ella! Yo, aunque me dé vergüenza, te tengo que confesar —porque esta carta va de confesión— que mis ensueños eróticos más secretos se abrasan en el deseo de disolverme en otro, de entregarme a alguien sin reservas para que disponga de mí a su capricho; deseo analizado luego despiadadamente en mis horas de vigilia y amordazado sin más contemplaciones. Porque sé que es una pendiente resbaladiza. Y más que caer en ella lo que me espanta es que alguien lo note.