Nubosidad Variable (8 page)

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Authors: Carmen Martín Gaite

Tags: #Narrativa

Pues bueno, ayer Raimundo lo notó. Y supongo que era eso lo que le hacía sentirse tan feliz, tan excitado y seguro de sí mismo. Y también lo que le llevó a cansarse antes de que en mi actitud se reflejara el menor síntoma de cansancio. Tomar la delantera, ¡cuánto gusta! A partir de las cinco de la tarde, sin una transición justificada, la euforia que le producía saberse dueño de la situación empezó a canalizarla por vías más tortuosas.

El antecedente fueron dos llamadas por teléfono entre las que mediaría un cuarto de hora, y a ninguna de las cuales se atendió. Pero Raimundo las recibió de una manera distinta de cómo había recibido todas las anteriores, que o no le habían inmutado o le provocaron comentarios de hartazgo, rematados a veces por la decisión de dejar el teléfono descolgado durante un rato. Luego lo volvía a colgar porque decía que era peor, que la señal de estar comunicando significaba ya de por sí un indicio que podía animar a algunos amigos a presentarse. Se resiste a poner contestador automático.

Estas dos llamadas, sin embargo, sí lo inmutaron, aunque no dijo nada. Lo sumieron en un silencio que presagiaba extrañas mudanzas. Cuando se inició la segunda, insoportablemente tenaz, Raimundo se levantó bruscamente y se puso a pasearse por la habitación. Se acercó al tocadiscos, donde sonaba la Quinta Sinfonía de Beethoven, dirigida por Von Karajan, y la quitó, sin consultarme si me gustaba o no seguirla oyendo. Se quedó de pie junto al teléfono, con las manos en los bolsillos, mirándolo, aunque no lo descolgó. Cuando se hizo el silencio, que para mí fue un enorme alivio, fingió que estaba buscando un libro en esa parte de la habitación. Se demoró bastante. Yo no me atrevía a preguntarle nada. Al cabo volvió a sentarse en la butaca enfrente de la mía. Se acariciaba el pelo voluptuosamente, mirando distraído hacia la ventana. Lo más bonito que tiene Raimundo es el pelo, suave, ondulado y casi completamente blanco. Presume de pelo, sabe que es su primer reclamo erótico.

—Supongo que tendrás que hacer algo —dijo de pronto—. No nos vamos a pasar así toda la vida.

Era un comentario totalmente lógico, pero me pilló desprevenida. Además no me miraba. Seguía acariciándose el pelo.

—Bueno, claro que tengo qué hacer, ya lo sabes, montones de cosas. Pero no me lo recuerdes ahora.

No contestó. Entonces me acerqué a su butaca y me arrodillé sobre la alfombra.

—Raimundo, ¿qué te pasa? No me digas que no te pasa algo. Por favor, mírame.

Me miró, disimulando torpemente su impaciencia detrás de una sonrisa de mal actor.

—¿Qué me va a pasar, mujer? No lo eches todo a perder, no empecemos con interrogatorios.

Bajé los ojos a la alfombra. Estaba muy sucia, incluso había colillas pisadas. A saber el tiempo que lleva Covarrubias sin que entre una mujer a limpiar. Y de repente me sorprendí imaginándome con un mandil y un escobón, abriendo las ventanas y entonando coplas alegres, mientras de la cocina venía un olor a guiso casero, y yo me acercaba a la mesa grande, casi con devoción, a poner en orden los papeles de Raimundo.

—No, es que me pareció que me estabas echando —dije en un tono algo mimoso, sin levantar los ojos de la alfombra.

Estaba empezando a resbalar por la pendiente y lo sabía. Ahora le tocaba a él pedirme que lo mirase, pero se saltó el turno. El cuarto olía a cerrado, a tabaco, a sudor.

—No te echo, reina, quédate si quieres —dijo con voz desenfadada—. Lo único es que voy a salir un rato. Empiezo a sentir un poco de claustrofobia y necesito darme una vuelta. Me imagino que lo comprenderás, ¿no?

—Sí, claro. ¿Te apetece que te acompañe?

—Pues mucho no, francamente. Veo que no lo has comprendido.

—¿Y adónde vas?

—No sé, igual me paso a ver a gente que a ti no te cae muy bien. Seguro que han llamado muchos de mis amigos. Como no has querido que cojamos el teléfono.

Levanté la cara y noté que me ardía. Se me desencadenaron los demonios.

—¿Yo? ¡Eras tú el que no quería saber nada de nadie! Lo has dicho ayer, acuérdate. Que te bastaba y te sobraba conmigo. Raimundo, por lo que más quieras, contesta. ¿Lo dijiste o no?

Se echó a reír.

—Anda, guapa, no me montes un número ahora, que no te va. Si lo he dicho, ¡qué importa!, habré cambiado de opinión. ¡Quién habló! ¿O es que tú no cambias nunca de opinión?

Ahí ya perdí los estribos. Comprendo que los perdí. Los estribos de la dialéctica, en este caso. Conozco muy bien el fenómeno. Consiste en dejar de escuchar al otro, en cargar las baterías de la propia obsesión y dispararlas como contra una pared, sin atender a más razones. Me abracé a sus rodillas, que de pronto se habían vuelto de piedra. Le pedí que no volviera a meterse en la espiral de buscar a esa gente que lo vampiriza para luego burlarse de él, que por Dios no se dejara arrastrar hacia semejante sumidero de dependencia, que son ellos los que le han anulado la voluntad y lo empujan al hoyo. Llegué a hablar de tortuosos manejos. Un discurso típico de madre acaparadora que pone a su hijo en guardia contra las malas compañías. Y, entrándole por ese lado, Raimundo se resabia y empieza hacer extraños, cosa que, por otra parte, es natural. Cada cual se defiende como puede.

¿Sumidero? ¿Manejos? ¿Vampirismo? Por favor, sonaba a serial radiofónico. Me propuso discutir la cuestión en un plano más teórico, y en ese terreno llevaba las de ganar por la sencilla razón de que él estaba completamente tranquilo y yo, en cambio, fuera de mí. Me acusó de subjetividad y falta de perspectiva, rebatió mis metáforas, que le parecían demasiado elementales, y se enredó en una brillante disquisición sobre la cara y cruz de esa tendencia al dramatismo que caracteriza a los españoles y que los lleva a considerar como pecado el derecho al placer. Experimentar emociones peligrosas no tenía por qué significar caer en un hoyo, sino simplemente explorarlo, sobrevolarlo. Aprender buceando en las sombras, no sólo en la luz. Yo le seguía a duras penas. Lo único que captaba era la altivez de su tono y me daba miedo. ¿Cuántas horas harían falta para que se volviera contra él mismo, hecha añicos, esa dialéctica del explorador de ruinas ajenas?

—Además —concluyó—, ¿tú qué sabes de hoyos?

Pues sí, de hoyos sabía mucho, ¿cómo no iba a saber yo de hoyos y de sumideros y de conductos subterráneos?

—Por los libros, claro —dijo él.

—¡Por los libros y por vosotros que me lo contáis!

No hay mayor torpeza que repetirle en voz alta a un paciente los mismos argumentos que en alguna ocasión él pudo haber empleado para poner en evidencia sus propias contradicciones. Un buen psiquiatra tiene que hacer como que no recuerda ninguna confesión de las que brotaron en sesiones anteriores, fingir que no existieron. Pero a veces no se puede. ¿Por quién sino por Raimundo me he enterado yo de que se mete a sabiendas en callejones sin salida, de que se mezcla con personas que ni le entienden ni le llegan a la suela del zapato? Y encima ni siquiera siempre se ve guapo en esos espejos de alquiler, son como los espejos deformantes del callejón del Gato, él mismo lo ha dicho con esas palabras, no viene en ningún libro de los que yo estudio. Si no quería que me hubiera enterado de los detalles de este proceso que acaba convirtiéndolo en un guiñapo, no habérmelo contado en cientos de versiones ni haberme llamado en su ayuda cuando se ha visto por los suelos. Yo no tengo la culpa de tener buena memoria.

Se lo solté todo a borbotones, sin método ni cautela, casi gritando, como si se estuviera prendiendo fuego a la habitación y fuera yo el único testigo capaz de ver subir las llamas y de pedir socorro. No podía tratar aquello en plan teórico, que no me pidiera eso, porque no.

Los ojos de Raimundo se fueron ensombreciendo hasta adquirir un tinte casi de ferocidad. Una mirada que ya conoce bien la doctora León y que a veces, a base de tacto y paciencia, ha conseguido desactivar. Pero la doctora León no estaba, no me podía echar una mano. Se habría avergonzado de verme allí derrotada sobre la alfombra, disparando argumentos mal enhebrados, perdiendo pie, abrazándome angustiada a las rodillas del hombre lobo.

—¡Volverás a las andadas, pero entonces a mí no acudas, ya te lo aviso, Raimundo! ¡Tendrás que salir tú sólo de la caverna, te lo juro por Dios! ¡O buscarte otro psiquiatra que te saque, y no te será fácil encontrarlo!

Se desprendió de mí y se puso de pie.

—¡Basta, Mariana, ya está bien! Recapacita un momento, cuando se te pase el ataque, y dime quién está aquí de psiquiatra, ¿tú o yo?

El colmo. Aquello era ya tocar fondo. Comprendí que había que levantarse del suelo y tomar una determinación. Pero no tenía fuerzas. Ahora él había vuelto a acercarse. Vi sus botas cortas de ante que se paraban a poca distancia de mis rodillas, los pantalones de terciopelo gris ceñidos a la pantorrilla recta. Me rozó brevemente el pelo con la punta de los dedos.

—Es que a veces, niña, para que te enteres, los psiquiatras necesitáis de un desequilibrado que os abra los ojos —dijo en un tono superior y condescendiente, bien distinto del que usó en el taxi para pedirme poéticamente que los cerrara.

Escondí la cabeza entre los brazos y la apoyé en el asiento que él había dejado vacío, tratando de evocar el aliento cálido de aquella voz que me susurró al oído: «
Ferme tes jolis yeux, car tout n'est que mensonge
.» Cerrar los ojos. Dormir. Todo es mentira. Todo.

—Estás muy cansada, se te nota —dijo Raimundo—. Lo que te convendría, te lo digo de verdad, es pasarte dos días enteros durmiendo. Pero, en fin, haz lo que quieras. Yo me voy a lavar la cabeza. Tengo el pelo asqueroso.

No contesté. Sus pies volvieron a alejarse de mi campo visual. Oí que sonaba el teléfono y que él lo cogía enseguida. Entonces levanté la vista y agucé la atención. Hay media pared de librería dividiendo el cuarto y el teléfono está al otro lado, de manera que le podía escuchar sin que nos viéramos las caras. Pero la expresión de la suya, a juzgar por el tono de la voz, debía ser de profundo júbilo. Hablaba bajo.

—¡Salve, hombre! ¿Qué pasa…? ¿A mí? A mí nada, me encuentro más en forma que nunca… En plan ave fénix, sí, un cambio de piel… ¿De verdad? No halagues mis bajos instintos,
honey
… Pues solo… Sí, en serio, estoy solo, ¿por "qué…? Ah, ya te entiendo.

Me levanté sin hacer ruido, cogí el bolso y el ramo de lilas y me dirigí de puntillas hacia la puerta. Aún alcancé a oírle decir, ahora más susurrado:

—¿Estás en casa…? Es que me has pillado en la ducha, no hay más misterio que ése… Sí, claro, desnudo… Anda, calla… Te llamo dentro de diez minutos… Que sí, palabra… Palabra de monstruo, sí… ¿Qué dices?

Salí silenciosamente, sin dar portazo, con los gestos lentos y cronometrados del ladrón furtivo de las películas, y, una vez fuera del recinto amenazador, eché a correr escaleras abajo como alma que lleva el diablo, despeinada, con las mejillas ardiendo.

No sé lo que pensaría Raimundo al volver y no encontrarme. No sé lo que habrá sido de él ni si habrá llamado o no, ni a quién estará dedicando esta noche de brisa tibia la letanía gloriosa de su resurrección. No sé nada ni quiero imaginármelo.

Eran la seis y cuarto y hacía una tarde muy buena. Anduve bastante rato por la calle sin rumbo fijo, tropezándome con la gente y haciendo eses, como cuando se sale de la montaña rusa. Luego me acordé de que apenas habíamos comido y en cambio no habíamos parado de fumar y de beber. El mareo podía venir de eso. Y de la falta de sueño.

Me metí en un bar de la plaza del Dos de Mayo, pedí un café en la barra, y nada más caerme en el estómago me entró un sudor frío, me dieron arcadas y tuve que salir pitando para el servicio, con la boca tapada por un pañuelo.

Las lilas las había dejado en el mostrador, y volverlas a oler después de la vomitona me dio la ilusión de un cierto restablecimiento. Pero en el espejo que había detrás de las botellas me vi una cara muy pálida y además me notaba las piernas como de trapo, casi no me sostenían. Me acordé del poema de Poe: «Nunca más, nunca más.»

—Me voy a sentar un momento en aquella mesa, oye —le dije al camarero.

—¿Te llevo otro café?

—No, un vaso de agua, por favor.

Cuando me lo trajo, yo había apoyado la cabeza contra la pared, y miraba con los ojos entrecerrados las figuras que se movían perezosamente fuera, al otro lado de la ventana. Trataba de respirar hondo y de concentrarme en la decisión de no montar una escena de llanto, decisión fluctuante, como todos los humores y jugos de mi cuerpo en aquel momento. El camarero dejó el vaso de agua encima del velador y se sentó a mi lado con total naturalidad. Era un chico delgado, muy guapo, con pelo afro. Llevaba un pendiente en la oreja izquierda. Yo seguía oliendo las lilas de vez en cuando.

—¿Cómo va la cosa? —me preguntó sonriendo—. Estás muy pálida.

—Se pasa, gracias.

—¿Es lipotimia o mareo de coco?

—Pues serán las dos cosas. ¡Yo qué sé!

—¿Y ahora te montas el pire a base de jarabe de lila? Pero venga, tía, no llores. Bebe agua, anda. El pulso lo tienes bien.

Me había cogido la muñeca, no me la soltaba y estuvimos así un rato sin hablar. No me resultaba violento ni llorar ni sentirlo tan cerca, atento a mis pulsaciones. Al contrario, me gustaba. La tarde se detenía estática sobre la plaza.

—Oye, ¿y a ti qué te pasa?, ¿qué vas de abstracta por la vida?

—¿Por qué?

—No sé, por cómo lloras, yo es que te veo llorar y alucino. ¿Has visto
Casablanca
?

—Sí, pero allí no lloraba nadie, que yo recuerde.

—Bueno, da igual, tampoco aquí hay piano; se me ocurre eso porque has entrado como Ingrid Bergman buscando al Humphrey. ¿O no? Eres demasiado. Te veo en blanco y negro.

El local estaba casi vacío, sólo había tres chicos en la barra, pero no nos miraban. Me sequé las lágrimas con la mano libre.

—¡Tino! —llamó uno de ellos—, ¿me pones otro cubata?

Tino se levantó y me dio un golpecito amistoso en la rodilla.

—Te dejo para que pienses en tus cosas. Pero no te comas el tarro. ¿De verdad no quieres otro café?

—De verdad, si además me voy a ir enseguida.

—Quédate lo que quieras. Tú tranquila. Y hazme caso, no te comas el tarro, que no vale la pena.

—Gracias. Tienes razón.

Me quedé un ratito arropada por aquella gente desconocida y me iba encontrando cada vez mejor. Sí, era como una escena de cine en blanco y negro. De vez en cuando, Tino me miraba desde la barra y yo le sonreía. Cuando me levanté para pagarle, no me quiso cobrar, dijo que allí los vómitos los daban gratis. Arranqué un ramito de lilas y se lo alargué. Me miraba fijamente al cogerlo, y, sin dejar de mirarme, se inclinó hacia mí a través del mostrador.

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