Y hablando de espejos rotos, tiene que salir a relucir otra vez Gregorio Termes, porque anoche estuvimos en su casa. Daba una cena informal, para celebrar lo de su exposición, que ha tenido, según parece, un éxito mayúsculo. En menos de una semana le han quitado de las manos todos los lienzos aquellos con churretes de huevo frito, y eso que se cotizan de millón y medio para arriba. O, bueno, quizá los haya vendido precisamente por eso. En los tiempos que corren lo barato no gusta nada, está desprestigiado por principio, ya se sabe. Pero anoche me dio la impresión de que además resulta incluso un poco ofensivo en ciertos ambientes hablar de personas, de instituciones o de actividades que no mueven mucho dinero, pero no así como quiera, dinero a paletadas, manejan cifras que es que ya no le entran en la cabeza a un cristiano, qué exageración. Y la unidad de referencia es el kilo.
Gregorio Termes vive en un chalet enorme con piscina que se acaba de construir por Puerta de Hierro; y a través de los comentarios de algunos asistentes a la fiesta (que se daba también para inaugurar este Escorial Posmoderno), me enteré de que todos los objetos, muebles y enseres que componen la decoración y menaje son de dibujo exclusivo, «first class» incluida en el ajuar una rubita muy pálida con gesto displicente y pantalones de seda tornasolada estilo moruno. Yo al principio creí que sería hija del anfitrión, porque era la única que parecía controlar, aunque con mando a distancia, aquella confusa Babel. Pero no. A sus hijos y a su santa esposa se ve que Gregorio los tiene aparcados en otra casa del barrio de Argüelles donde vivían antes de ser él tan moderno. A lo largo de la noche, me fui enterando de eso y de más cosas, basta con escuchar las conversaciones de los demás y poner cara de que ya lo sabes todo. La mujer de Gregorio es hija de un financiero, le lleva cinco años y aluden a ella como «la pobre Fefa.» Se separaron cuando volvió él de Nueva York, donde estuvo un año ampliando conocimientos más o menos por cuenta del suegro. Atando cabos, pienso que entonces es cuando lo debió conocer Eduardo, cuando se empezó a hablar de la entrada en el dichoso Mercado Común. La fecha de aparición de la rubita de los pantalones morunos plantea una incógnita, pero supongo que será cosa reciente, porque no representa arriba de diecinueve años, por mucho que cultive un cierto parecido con Marlene Dietrich y otras pérfidas del cine antiguo. Se llama Aglae y es una diseñadora de modas con mucho futuro. Lo que no sé es si vive fija en el chalet o medio pensionista. Parece como si entre ella y todo lo que la rodea existiera un cristal grueso de tonos ahumados.
Me miró con cierto escándalo cuando le pedí polvos de talco para una mancha de mayonesa que se me había caído en la falda. Luego se echó a reír, una risa pasada por amortiguadores y sometida a una mezcla de efectos especiales.
¿Polvos de talco?
Are you kidding? There are no babies here, oh, thanks
.
Tiene razón Consuelo. El inglés mola cantidad. Pero yo ya tenía algunas copas y preferí desahogarme en la lengua de mis mayores, que la domino mejor.
—Oye, guapa, pero aunque no haya niños chicos. Una casa sin polvos de talco, bicarbonato y un huevo de madera, malos cimientos tiene.
Una señora con chaleco de lentejuelas, que llevaba un rato rondando alrededor mío, me rió la gracia a carcajadas estridentes, tanto que algunas caras se volvieron; pero a Aglae le sentó mal, dijo que para qué estaban los tintes y se fue hacia el buffet mirando al vacío. Me tropecé, de lejos, con los ojos serios de Eduardo y le saludé con la mano, en plan comedia americana:
—¡Enseguida soy con usted, mister Frivoly!
—¿Con quién hablas ahora? —me preguntó la señora del chaleco de lentejuelas, que evidentemente estaba algo trompa.
—Con William Powell.
Eduardo me contestó con una sonrisa tensa, parecida a la que traía en el coche. Se ve que mi nueva actitud le desconcierta. Estaba con una chica pelirroja bastante guapa, que también me había llamado la atención el día del cóctel, porque presenta un programa en televisión. Los dos tenían platos de comida en la mano. Se desplazaron de las cercanías del buffet y se orillaron hacia la puerta de la terraza.
El buffet, con sus faldones de sábana y su exhibición de manjares en tecnicolor, unos fríos y otros calientes, estaba instalado a la izquierda del inmenso living, y era lugar de frotación, como un abrevadero al que se acudía a repostar euforia. A eso de la medianoche, la gente se aglomeraba ante él ya sin rebozos. Le dije a la señora del chaleco de lentejuelas que si no le recordaba aquello al metro en hora punta y ella se rió mucho —se reía por casi todo—, pero me confesó que en el metro no montaba desde el día que asesinaron a Carrero Blanco, de esas cosas que se te quedan en la cabeza, y es que se enteró por la calle de Velázquez y le daba un miedo cerval andar por la superficie. Más de quince años ya. Ahora da miedo el metro, lo de arriba y todo, ¡qué hampa! Iba peinada con un moño muy historiado de trenzas y tenía un tic de parpadeo algo inquietante. Pero no era fea ni mucho menos. Le calculé unos cincuenta años. Me di cuenta de que no se encontraba muy feliz allí y de que estaba deseando pegar la hebra con alguien.
—Y tiene que venir más gente —comentó—. Algunos vendrán a la salida de los espectáculos o de otro compromiso. La movida de Madrid, el mogollón, ya sabes lo que son los viernes.
Gente, desde luego, no paraba de llegar. Yo cada vez que veía a la tal Aglae pasar porteando abrigos y chaquetas hacia las habitaciones del fondo, echaba una mirada escrutadora hacia el grupo de los recién llegados. ¿Vendría Mariana? Al fin y al cabo, a mucha de esta gente la conoce ella, fueron los comparsas del otro día, los adornos de espejo alrededor de la gran liebre blanca.
Pero los prodigios es difícil que se den dos veces seguidas. El que sale de caza nunca verá dormir a la liebre en el erial, claro, ¿cómo se me podía haber olvidado eso, después de darle tanta coba? Reaccioné cuando me dijo la señora del chaleco de lentejuelas que por qué miraba tanto a la puerta, que si esperaba a alguien. Le contesté con toda convicción que no y dejé de estar al acecho, es decir de esperar a Mariana. A cambio, me fijaría mejor en todo y le podría escribir deberes divertidos sobre los comparsas. Fue cuando decidí empezar un cuaderno de limpio. Cuanto más chocante sea lo que se mira, mejor. Pero bueno, ¿y aquel cuadro?, si era casi del tamaño de Las Meninas, ¡cuántos huevos fritos desperdiciados!
—Eres más rara que un perro azul —me dijo la señora de las lentejuelas—. ¿De qué te ríes ahora?
—Estaba mirando ese cuadro grande, y por ahí me he puesto a pensar en otras cosas, en lo que es pintar algo y lo que es no pintar nada. O sea, en vez de decir: «Estoy como un pulpo en un garaje; ¿qué pinto yo aquí?» te pones a mirar con atención y ya estás pintando más que nadie.
—¡Chica, qué trabalenguas! ¿Y ese cuadro te gusta? A mí te diré que nada. Es de Gregorio.
—Ya, no hace falta ser ningún ojo de águila.
Me puso la mano en el hombro y su risa se volvió confidencial.
—Todo lo que pinta es lo mismo. Pero si te fías por los títulos, te despistas, dices: será que no he entendido yo. ¿Sabes cómo se llama ése…? «Transformación geométrica con orgasmo» de verdad, me lo ha dicho él antes, y que es su mejor cuadro, que no lo vende ni por tres kilos. Por cierto, ¿de qué conoces a Gregorio?
—Me arregló un cuarto de baño. Mis hijos lo llaman El Escorial. Al cuarto de baño, quiero decir. Pero también se podría titular «Transformación geométrica sin orgasmo» ahora que lo pienso.
La señora aquélla se mondaba de risa, y yo también empezaba a estar de buen humor. Pasó un camarero con copas y cogimos dos de champán.
—Oye —dijo ella—, si no esperas a nadie, yo he venido sola… Me llamo Daniela. ¿Y tú?
—Yo Sofía.
—Estoy un poco trompa. Eres muy guapa, ¿por qué no te maquillas?
—No tengo costumbre.
—Yo, desde que me dejó Fernando, me pinto como un coche. Pero luego, como siempre acabo llorando, se me corre el rimmel. ¿Por qué brindamos? Inventa algo, que se te ve lista.
—¿Te parece bien por los comparsas?
—¡Por los comparsas, eso mismo! ¡A trago matased! —exclamó Daniela levantando su copa.
Se la bebió de una sentada. Luego se le agudizó el tic de los párpados, dijo que la vida era un asco y se empezó a poner un poco patosa.
No dejaba de circular gente con platos de comida en la mano. La habitación, de pronto, me pareció un hangar enorme, y me acordé de que le he oído decir a Lorenzo que ése es el último grito en Nueva York. Los arquitectos de vanguardia se han dedicado a reformar naves y almacenes medio derruidos en el barrio de Soho, y la moda es que sobre mucho sitio por todas partes, alguna columna en medio, desnudez ambiental y vivir como en un garaje. Como un pulpo en un garaje, vamos. Se me ocurrió que podía ser una idea bonita para un collage. El garaje de Gregorio Termes lleno de pulpos pequeños de colores, entre dos más grandes flanqueando los extremos, uno en plateado con mi cara y otro en dorado con la cara de Eduardo. Las caras las recortaría de fotos de carnet. Podía quedar precioso. «Pulpos en un garaje.» El champán se me subía poco a poco y el pulpo-Eduardo me seguía mirando a veces desde lejos, intrigado, como si me quisiera controlar. Pero no se acercaba. No se atreve.
Ya venía reservón en el coche, callado, mirándome de reojo, porque desde hace unos días le pasa lo que a Consuelo, que no entiende lo que me ronda por la cabeza. Le había extrañado que aceptara inmediatamente la idea de acompañarle a conocer el chalet de Gregorio Termes, dando muestras incluso de cierto entusiasmo. Y lo comprendo. De dónde me iban a haber pillado a mí hace unos meses en un festejo así. Habría puesto un pretexto y él no habría insistido, eso seguro. La depresión que se me acentuó a raíz de la reforma del cuarto de baño —aunque ya la venía padeciendo de mucho más atrás en modalidad de desgana generalizada—, le ha debido dar pretexto últimamente para hablar de mí como «la pobre Sofía» dejando traslucir mi edad crítica y mi incapacidad de adaptación al medio. No sé, el caso es que si me invitan con él a algún sitio es por cumplir; deben pensar que estamos medios separados. Y aunque yo, desde luego, por pura apatía, haya dado pie a esa interpretación, anoche me pareció entender que él la fomenta entre sus nuevas relaciones. A mí nadie me preguntó nada, pero sí me miraban bastante. Al fin y al cabo las pobres Fefas y las pobres Danielas son moneda corriente, y como tampoco se estilan las presentaciones, depende de cómo se lo tome cada cual; el que se sienta desplazado será más bien por cosa de su carácter. Eso ya lo noté en el cóctel, que fue también multitudinario. Claro que allí se me apareció Mariana, y quién iba a fijarse en otras minucias, me fijo ahora. Todo se va posando. Yo anoche, para usar la jerga de Consuelo, iba decidida a romper pana.
La cena, según me dijo Daniela, la habían encargado a un restaurante muy famoso, que la trae a domicilio con dos camareros incluidos, uno para atender el buffet y otro para ir pasando bebidas.
—Y luego ellos mismos lo recogen todo, se termine a la hora que se termine. Lo que le habrán cobrado, fíjate, un pastón. No bajará del kilo y medio…, ¿qué digo…? más. Y Fefa en su casa llorando, como si lo viera. En cuanto dejan a la santa esposa, se desmadran. El vuela muy alto.
El adjetivo de informal aplicado a este tipo de cenas no se refiere, por lo tanto, ni a una improvisación ni a que se haya reparado en gastos. Yo creo que, de referirse a algo, se refiere a la incomodidad. Todo lo que nos dieron estaba buenísimo, y lo mismo la vajilla de porcelana negra y perfiles octogonales como los cubiertos con mango de cristal opaco apilados en el buffet, seguro que serían de dibujo exclusivo. Pero lo malo es que luego, cuando has logrado llenar el plato, esquivando codazos, no sabes si tomarte aquello sentado o de pie. Lo informal consiste en ese deambular por el garaje, entre otros pulpos acuciados por el mismo dilema, a la busca disimulada de un rincón medianamente confortable.
En casa de Gregorio Termes, todos los asientos que hay, en una gama de colores del lila al verde manzana, están bastante lejos unos de otros y son muy bajos, de esos que como te sientes, te hundes sin remisión. Y las mesas —que tiene muchas, aunque cabría holgadamente otra docena—, además de ser también muy bajas y estar, a su vez, lejos de los asientos, es que no sirven para apoyar nada por culpa de las revistas, colecciones de cajitas, fotos enmarcadas y pesadas esculturas abstractas que las atiborran. El camarero pasa recogiendo copas vacías y ofreciendo otras llenas, pero el problema de asentar el plato y la copa no te lo resuelve nadie. O sea, que mucha gente se mancha, claro. Es natural.
Me dieron ganas de preguntar dónde estaba el teléfono y llamar a Encarna al refu sólo para decirle: «Oye, ¿sabes que estoy en una casa de mesitas, de esas donde no se puede apoyar "libro, copa, cenicero, ni aun triste codo" como dices tú?» y para oír cómo se reía. Porque me hacía falta el calor de una risa cómplice. Pero luego pensé que igual la pillaba de humor «atra» o lo más probable todavía, siendo viernes por la noche como era, no la pillaba en casa ni «atra ni contra ni sin sobre tras» que era, por cierto, otro de nuestros trabalenguas surrealistas. De todas las cosas que puede uno llegar a hacer solo en la vida, reírse es la más difícil. Por lo menos a Robinson siempre lo pintan serio, hasta que llegó viernes. «Bueno —me dije mientras me servía otra copa—, hoy tengo un viernes robinsón.» Pero tampoco conseguí reírme.
A eso de la una salí a la terraza, huyendo de Daniela, que ya estaba grogui. Me había referido con toda clase de pormenores las faenas que le había aguantado a su ex marido, del que, por otra parte, juraba y perjuraba que le importaba un rábano. Pero estaba insegura sin él, no se divertía en ningún sitio. Yo le pregunté que si se divertía antes y me dijo que tampoco, pero que había pasado por carros y carretas, y que vale mejor una dicha pagada con llanto. Esto lo dijo canturreando, con música de bolero, y desafinaba notablemente, porque las lágrimas le quebraban la voz. Había caído en el error de sentarme con ella en uno de aquellos sofás bajísimos y no sabía cómo levantarme. Era complicado de por sí y además la cabeza de Daniela, apoyada al final de mi hombro, dificultaba el propósito. El rimmel, como ella misma vaticinó, le empezaba a dejar regueros negros por las mejillas, parpadeaba neuróticamente y el moño lo tenía medio deshecho. Insistía en que yo era muy buena y muy guapa y en que nos teníamos que ver más.