—No tengo ni idea. Sólo he venido otra vez a esta casa. Además, gracias, pero tu fe no me vale. Se trataba de una apuesta conmigo mismo, ¿sabes?, y la he perdido. Eso es todo.
—Lo siento —dije.
—Yo no.
Je ne regrette rien
. Era un fuego condenado a apagarse.
Se puso de rodillas en el sofá, mirando hacia el jardín oscurecido a través de la ventana. De perfil era todavía más guapo.
—¿Te gusta Rabindranath Tagore? —me preguntó después de un silencio bastante largo.
—Sí. Pero no está de moda. Me extraña que te guste a ti.
—Ni yo pretendo estar de moda ni he dicho que me guste.
—¿Y entonces?
Me puse de rodillas yo también y me abracé al respaldo del sofá. Daba la impresión de que se avecinaba un cuento.
—Verás —empezó—, de niño me gustaba muchísimo… Mejor dicho, le gustaba muchísimo a mi abuela.
—¿La de los gurruños?
—Esa misma. Y de tanto leérmelo, me aficioné a aquel lenguaje poético, que se me hizo familiar como el de la calle. Ya ves qué absurdo, y me sabía trozos enteros de memoria. Así me pasé gran parte de la infancia, fanático perdido de Tagore. Luego, como a todos mis amigos les parecía muy cursi, cosa de señoritas remilgadas, me llegué a avergonzar de que me hubiera gustado tanto. Bueno, también puede ser que de verdad me empachara. El caso es que renegué de aquella pasión.
Hablaba muy despacio, como para sí mismo, y ahora se había callado.
—Pasa mucho —dije yo—. A mí me ha pasado con Hermann Hesse.
—Pero de lo que se ha llevado tan adentro, siempre quedan huellas. Por ejemplo, muchas veces me he preguntado…
Se interrumpió súbitamente y se encogió de hombros, sin dejar de mirar a la ventana.
—¿Qué?
—Bueno, una tontería, en realidad. Que cómo sería sonreír con máscara de ausencia plena, que es una frase de Tagore, no sé si la recuerdas. Durante mucho tiempo soñé con encontrar ese gesto en la cara de alguna niña; sabía que lo reconocería, a pesar de tratarse de unas señas bastante inconcretas. No apareció nunca aquella niña, claro. Y de la frase me había olvidado ya. Llevaba años sin acordarme, eso es lo raro.
Hubo un silencio que parecía definitivo. En el piso de arriba aumentaba el jaleo. Ahora estaban poniendo música de jazz.
—¿Por qué me cuentas eso? —pregunté al cabo con un hilo de voz, mientras pensaba que el duendecillo Noc era evidente que se había pasado al otro bando.
—Porque antes, cuando se me apagó el fuego, y me volví, y estabas ahí tumbada con los ojos cerrados y ese vestido rojo, llorando y sonriendo al mismo tiempo, se me vino de repente a la memoria la frase de Tagore, pero reciente, igual que si la leyera por primera vez o la estuviera inventando yo, «¡cómo sonríes con tu máscara de ausencia plena!» parecías estar tan lejos y tan cerca… Pero, además, cambias.
—Tú también.
No me miraba. Pero era maravilloso oírle hablar.
—Y encima un encuentro tan anacrónico, ¿no? —añadió, ahora ya en otro tono—. Es evidente que la ausencia plena se ha equivocado de escenario.
—¿Tú crees?
—Y tanto que lo creo. En esta casa seguro que les nombras a Tagore y te llaman pequeñoburgués… Y a propósito, ¿qué has venido tú a hacer aquí? Y con ese traje… No te pega nada.
Ahora me estaba mirando de plano. Y no sólo a la cara.
—¿El traje o haber venido aquí?
—Haber venido aquí. El traje… Bueno, el traje es de escalofrío… Las de arriba llevan todas pantalones o ropas flojas.
Me congracié repentinamente con el vestido rojo, con mi cuerpo, con mis ansias de aventura. Ahora me tocaba el turno. Tenía que lanzarme con una réplica de cine en blanco y negro. Eché mano a mis dotes imitativas.
—Enciendes muy deprisa una hoguera con otra, forastero —dije con voz de doblaje de película.
Había dado en el blanco; se echó a reír. ¡Qué alivio! De pronto éramos amigos de toda la vida. No se sabe lo que había podido pasar para lograr aquel ajuste de ritmo en tan poco tiempo.
—Y tú te sacas de la manga mucha leña menuda, niña. Me gustaría saber de dónde sales.
—Adivínalo. No pretenderás que te resuma mi vida, después de eso de la ausencia plena que queda tan bonito.
—No, por Dios, sería una vulgaridad —dijo—. No me gusta que nadie me resuma su vida ni pretenda que yo le resuma la mía, ni que tenga prisa, ni que me diga «defínete» «hay que ser responsables» o «la unión hace la fuerza.» Ah, y tampoco me gustan las reuniones de mucha gente. El número ideal es el dos. ¿Te adaptas a eso?
—Lo procuraré, jefe.
Se levantó y se agachó a ponerme los zapatos. Luego me cogió de la mano.
—Pues entonces no sé qué pintamos aquí. Vámonos. No tendrás que despedirte de nadie, supongo.
Me dejé arrastrar de su mano hacia la salida.
—No propiamente. ¿Y tú?
—Tampoco.
Cuando ya estábamos en el jardín, miré al cielo. Habían salido las primeras estrellas, y una luna muy grande. Me acordé de que podía llegar a casa a la hora que me diera la gana, respiré hondo, y era tan feliz como no he vuelto a serlo nunca en mi vida.
—¿Sabes adónde vamos? —le pregunté.
—Yo no. Me figuro que tú tampoco.
—No; no conozco este barrio ni tengo coche.
—Me tranquilizas.
Echamos a andar entre chalets, por calles desconocidas. Y pensaba, cogida de su mano, que era un milagro que a él le estuviera corriendo la sangre por las venas al mismo tiempo que a mí, y que hubiera descubierto en mi rostro la máscara de ausencia plena y que aquella luna que nos miraba estuviera iluminando también mares bravíos, montañas solitarias, caminos perdidos, ciudades ruidosas, tejados, valles, aves nocturnas, y los fuera a seguir iluminando en el futuro; y las palabras en mi garganta eran olas contenidas que se preparaban, oh Noc, para— anegarlo todo.
Y él dijo, deteniéndose debajo de un farol, antes de besarme: «¿No te parece que ahora es siempre?.» Y fue cuando supe que aquel amor me iba a asesinar lentamente, porque no era para durar.
Queda contado lo único que puede transmitirse de una historia de amor: los preliminares. Que es donde estalla su verdadero fulgor.
Pero si algún día, Mariana, lees este cuaderno, que en el fondo para eso lo escribo, quiero que sepas que tu nombre no salió a relucir esa noche entre nosotros. Ni durante algún tiempo. Se limitó a decirme de pasada que había roto con una novia demasiado racional y dominante para un lector de Tagore. Y que más o menos esperaba encontrarla en aquella casa, pero que ella no había ido.
—¿La de la hoguera apagada?
—Justo, la de la hoguera.
Pero no le pregunté más porque la noche iba de adivinanzas y de símbolos y de réplicas brillantes. Prohibido indagar.
Y aunque horas más tarde, en un local del Madrid viejo donde estuvimos bailando boleros, el corazón me diera un vuelco raro al enterarme de que se llamaba Guillermo, me tranquilicé pensando que, después de todo, no es un nombre tan infrecuente.
—¿Te pasa algo? —me preguntó—. Te has quedado muy callada. ¿Por qué me miras así?
—No sé, ¿cómo te miro?
—Raro.
—¡Es que eres tan diferente de perfil!
Fijándose bien, y dado que aún no se le podía comparar con James Dean, puede, sí, que Guillermo tuviera algo de cara de lobo. Que era la única seña llamativa que tú me habías dado de tu novio la primera tarde que me hablaste de él. Pero yo a los lobos nunca me los había imaginado rubios.
Querida Sofía:
Ayer por la mañana, cuando fui a dejar la llave de la 203 en el casillero, el recepcionista me preguntó que si ya he decidido por cuánto tiempo voy a prolongar mi estancia. Sonreía al decir «ya.» Tiene unos dientes muy blancos y uniformes, y los luce al buen tuntún, aunque la sonrisa no venga a cuento, como esos locutores de televisión que no meten las pausas al servicio del texto, sino que las padecen a modo de tic nervioso más obediente al mandato de los focos que a las leyes de la prosodia. Lo deben haber contratado por los dientes. Son de anuncio. Yo para mis adentros lo llamo el Profidén.
De todas maneras aquel «ya», intencionadamente o no, resaltaba en la frase como si quisiera llamar la atención hacia su esencia adverbial y alertarme sobre la necesidad de pactar con las fechas. Asunto, por cierto, al que desde que abro los ojos suelo darle bastantes vueltas yo por mi cuenta. O mejor dicho, es su zumbido de moscardón girando en torno mío lo que me despierta, y mis primeros conatos mañaneros de reclutar voluntad se dirigen indefectiblemente a inventar argucias para espantarlo. Así que me molestó mucho aquella pregunta. Era como el recrudecerse de un dolor de cabeza cuando se está empezando a pasar. Además, en un sentido estrictamente literal, aquel ajuste de cuentas con el tiempo no parecía ser la primera vez que me venía sugerido por el joven de la sonrisa impecable.
Yo había bajado un rato a la sauna por ver de paliar la resaca de una noche rica en pesadillas. Me buscaban por un bosque Silvia y Josefina Carreras, montadas en un carricoche raro. El cochero, vestido con pesadas ropas de invierno e inmóvil como una estatua, resultaba ser Raimundo. Era de noche cerrada. Pasaban cerca de mí y yo me escondía detrás de los árboles porque tenía miedo. En la sauna me crucé con la mujer-objeto. Luego, ya en mi habitación, recién limpia y oliendo a ambientador de flores, me había estado maquillando y probándome distintos atuendos, que iba dejando tirados sobre la cama, en busca del más resistente a mi crítica. La neurosis de las ropas. Bajo este epígrafe tengo muchas notas en mi fichero de Madrid. Hay días en que se agudiza la relación neurótica de la mujer con sus prendas de ropa, sobre todo con las de adquisición más reciente, que no siempre tienen entidad cuando pasan unos días. Una especie de lucidez mezclada de impotencia nos lleva a aborrecerlas y a vislumbrar lo que tienen de trampa, de paliativo. El que nunca me defrauda, y por eso acabo de ponérmelo siempre en situaciones así, es el traje sastre de gabardina, que ya tiene sus años y no lo intenta disimular, sin nada debajo y un pañuelo de flores en el escote. Además de ser un viejo amigo del que te puedes fiar, me adelgaza mucho. Lo llevaba —no sé si te fijaste— cuando te encontré en la exposición de pintura de Gregorio Termes. En cuanto al pelo, últimamente creo que me queda mejor recogido. O por lo menos eso es lo que dice Raimundo. Todavía tengo la goma con que me lo sujetó la última noche que pasé en su casa. Cuántas cosas se enhebran y convocan, Sofía, delante del espejo, mientras se busca, a modo de sustento, la figura más idónea para asomarla sin que se desmaye al balcón del nuevo día, que nunca sabemos lo que nos va a deparar.
Este tipo de juegos, encaminados en principio a hacer las paces con el propio cuerpo para que el alma se sienta a sus anchas dentro de él, rebasan enseguida las fronteras del preámbulo y se alzan con el mando de las decisiones posteriores, tomando el timón de su rumbo. Una especie de suplantación de nuestra voluntad, que finalmente se pliega a la evidencia de que hay que amortizar el tiempo gastado en tan minucioso ensayo. Acabamos aceptando, pues, la servidumbre de salir a mendigar el contraste de una mirada ajena que juzgue los resultados conseguidos, porque nuestro espejo se ha quedado sin azogue. Tras vacilar cerca de una hora entre las opciones de despejar la mesa supletoria y sentarme a escribir, tirarme un día inerte de piscina o tomar desde el pueblo un autobús en busca de improbables aventuras, me había inclinado por esta última.
El cliente de la 204, que estaba hojeando un periódico en el hall, se levantó en cuanto me vio salir del ascensor y se dirigió al mostrador para preguntar si tenía correo. Su pregunta interrumpió la que acababa de hacerme a mí el recepcionista, y eso me ayudó a ganar tiempo. Casi nos rozábamos, olía a colonia de calidad y lo del correo era un pretexto de los muchos que inventa para acercarse a mí o seguirme de lejos con los ojos. La sospecha de que incluso alguna noche pueda espiar desde su terraza las conversaciones que me traigo con el magnetófono da pábulo a sentimientos enfrentados de repugnancia y curiosidad que cargan de un intenso fluido nuestros posteriores encuentros. Aunque quizá todo esté sólo en mi cabeza, que desvaría mucho desde que vivo aquí, con acusada tendencia a la fantasía erótica. No lo he visto en la piscina más que una vez. Las piernas las tiene algo delgadas para mi gusto, pero derechas y firmes. He llegado a la conclusión de que sus relaciones con la mujer-objeto —como posiblemente su propia biografía— carecen de todo incentivo. Debe ser de las que dicen: «Ahora no, por favor, que me despeinas.» Cuando está con ella evita mirarme, y yo a ratos he llegado a persuadirme de que tenemos algo que ocultar.
Me quedé absorta, mirando al vacío y mordisqueándome la uña del dedo pulgar. Un gesto que tú conoces, Sofía, y que bautizaste en tiempos como de «rumbo al Cairo va la dama» por aquella canción romántica que sabía mi madre y cuya música he olvidado. Pero seguro que tú te acuerdas. Menos mal que existes tú.
—Verá usted —dije, pensativa—. El caso es que no depende de mi voluntad.
—Perdone, señora, ¿cómo dice? —preguntó el recepcionista, aunque yo, evidentemente, no me estaba dirigiendo a él.
—La decisión de irme, me refiero. No depende de mí, ¿entiende?, o al menos no exclusivamente de mí. Espero que lo comprenda.
Hubo una pausa. Mi vecino de la 204 alargó una mano para recoger la carta que el recepcionista le tendía, me rozó el brazo y nos miramos fugazmente.
—Perdone —dijo tan bajo que no me sentí obligada a contestar más que con una especie de suspiro.
—Lo comprende, ¿verdad? —insistí.
—Por supuesto, señora. ¿Tal vez mañana pueda decirme ya algo?
Fijé los ojos en el casillero. Siempre se me acelera la respiración al hacerlo. Naturalmente, estaba vacío. Pero esa comprobación no me tranquiliza del todo. El recepcionista, que captó la inquietud de mi mirada, dio la impresión de que no intentaba disculparse.
—Para usted no ha llegado nada —dijo, acentuando la sonrisa—. ¡Qué le vamos a hacer!
—¿Recados no he tenido ninguno tampoco?
Metió los dedos en el hueco, como por cumplir. Los dos estábamos actuando con un grado de complicidad bastante aceptable, incluso para espectadores reticentes.
—Tampoco, señora, lo lamento mucho.
—¡Qué raro!
El sobre de mi vecino venía escrito a máquina y traía un membrete tedioso, de banco o de oficina, no alcancé a verlo bien. Pero el nombre sí. Daniel Rueda. Que no es extranjero lo sabía, porque le he oído a veces discutir con la mujer-objeto. Discuten por cuestiones de dinero sobre todo. Porque ella gasta mucho. Otras conversaciones que he pescado entre los dos, aunque la verdad es que se los ve poco juntos, versan sobre crucigramas, pasatiempo en el que ella se enfrasca con mucho ahínco, pero al parecer no con la base cultural suficiente como para acertar cuál es la doctrina filosófica según la cual todo sucede por determinaciones ineludibles del destino, con nueve letras, o cómo se llama, con cinco, el pariente australiano del perro. Pero en fin, que son españoles.