El chico terminó de enjuagar unos vasos.
—¿Qué han dicho? —preguntó sin mucho interés.
—Nubosidad variable con algún chubasco en todo el Suroeste —sentenció Rafa, tras paladear con deleite el primer trago de whisky—. Viene de África.
—Ya —comentó el chico—. Tenemos la tormenta encima. Con lo bueno que amaneció esta mañana.
Y acto seguido se puso a tararear un tema de Presuntos Implicados.
A medida que decaía la luz, empezaba en efecto a soplar un viento fuerte y húmedo, que arrastraba abajo, en la playa, plásticos, envoltorios, un periódico desbaratado y cajetillas de tabaco vacías. Entre las nubes de un cárdeno casi negro, el sol asomaba a rachas, trabajosamente, un rostro congestionado por la fiebre.
Pero las dos mujeres sentadas una frente a otra de cara al mar, junto al extremo de la barandilla, no parecían advertir la inminente llegada de la lluvia ni de la noche. La única mesa de la parte exterior que seguía ocupada era la suya. Aunque, a decir verdad, ocupaban dos. En una tenían las consumiciones, el tabaco y algún folio y cuaderno. Pero era en otra más grande, que habían arrimado, donde se amontonaba el grueso de papeles, cuadernos y carpetas de que echaban mano continuamente. El gesto precavido de coronar aquella montonera por piedras o algún cenicero de cristal gordo, a modo de improvisados pisapapeles, parecía haber sido su única reacción ante la ventolera que se estaba levantando. Totalmente embebidas en la labor de leer aquellas páginas y de apuntar algo en sus márgenes, solamente interrumpían su tarea para intercambiar comentarios que solían desembocar en risa. Si una de ellas se quedaba silenciosa mirando al mar en actitud pensativa, la otra no tardaba en quebrar su silencio gesticulando expresivamente, o pasándole el papel que estuviera leyendo, mientras le señalaba con el dedo índice alguno de sus párrafos. Se inclinaban una hacia otra por encima de la mesa de tijera. Tenían las mejillas encendidas y esgrimían en la mano derecha sendas plumas estilográficas de punto grueso, una negra y otra verde, con el capuchón desenroscado. El aire, cada vez más bravo, les alborotaba el pelo y agitaba sus ropas.
—Por lo menos que se vinieran a una de las mesas de aquí, ¿no? Estarían más resguardadas —dijo Rafa—. Porque, además, ahí dentro de poco ya no van a ver ni torta. Que ésa es otra.
El chico interrumpió su letanía melódica, donde se quejaba repetidamente de que alguien era la piedra en su camino y la cruz de su destino, para replicar con desgana:
—Pues hombre, díselo. Tú a la más alta parece que la conocías, ¿no?, yo por lo menos eso es lo que te entendí ayer.
—Sí, es psiquiatra. Lleva ya bastante tiempo en el hotel. La otra no. La otra se ha presentado hace tres días. De repente. Debe ser una amiga, no me preguntes. Y ahí las tienes, hijo. Tú mismo lo ves.
El chico puso una cara de cómica sorpresa.
—¿Pero qué veo? Yo no veo nada. Menuda monserga te traes con ellas, tío. Déjalas en paz.
Rafa, sin quitarles los ojos de encima, dio otro trago a su vaso. Luego se encogió de hombros.
—Por mí bien dejadas están. Pero lo que no entiendo es el plan que se traen, la verdad. Porque dices, algún trabajo, pues bueno, de acuerdo, pero trabajando no se le pone a uno tanta cara de cachondeo, o no sé…, como de estar en el cine. Y además, en qué cabeza cabe, teniendo como tendrán una habitación de la hostia, porque bueno es ese hotel, ya lo conoces, venirse aquí como a la oficina. Y pedirme que les baje el volumen de la música, ¿tú lo entiendes? Tres tardes llevan igual. Y que hoy se mojan, Paquito, te lo digo.
—Pues bueno, allá ellas, tío Rafa. Les gustará el aire libre. Caprichos de ricos. Que con eso de cuidar locos se tiene que sacar un pastón, no creas.
El otro, por toda respuesta, desvió los ojos velozmente hacia la culebrilla de un relámpago formidable que acababa de dibujarse en el horizonte, sobre las negruras de un cielo ya irremisiblemente encapotado. Recalcó su mirada con una sacudida del dedo índice y esa sonrisa de suficiencia típica de los seres cargados de razón.
—¡Santa Bárbara bendita! —murmuró Paquito, tapándose los oídos, para atenuar el estallido del trueno que siguió y cuyos ecos dieron paso inmediato a un chaparrón de gotas gruesas que no tardó en arreciar.
—Si te lo he dicho —remachó su tío—. Pero es lo de siempre, nadie se acuerda de Santa Bárbara hasta que truena. Y así va el país. Vamos a echarles una mano a esas dos, anda, que lo van a necesitar. ¡Madre mía! No les faltaba más que haberse traído el Espasa.
Las dos mujeres se habían levantado y estaban recogiendo a toda prisa, aunque con gestos armoniosos, sus cuadernos y carpetas, y metiéndolos en una bolsa grande de lona. Pero ni aun ahora aquellos rostros, por los que empezaba a resbalar la lluvia, daban muestras de cansancio, contrariedad o apuro, sino que parecían, más bien, iluminados por un resplandor interno de serenidad.
Recibieron con afectuoso alborozo la llegada de aquellos dos ayudantes espontáneos, entre los cuatro despejaron rápidamente las mesas y enseguida emprendieron regreso a paso vivo hacia la zona cubierta del chiringuito. Ellas iban las primeras, tapándose la cabeza cada cual con su chaqueta, sonriendo, atentas a los bultos que porteaban.
De una de las carpetas, mal cerrada, se escapó un folio y salió volando en remolinos. Paquito, que escoltaba el grupo, dejó en el suelo una bandeja con tazas y vasos que traía, y salió corriendo por las escaleras que bajaban a la playa en persecución de aquel papel fugitivo, azotado por la lluvia.
Lo repescó, bastante sucio ya y mojadísimo, al borde del último escalón, tras dos intentos fallidos de ponerle el pie encima.
Estaba recién escrito y la tinta se había desteñido sobre una de las palabras en letra mayúscula. No eran más que dos. La primera,
NUBOSIDAD
, casi no se leía.
Madrid, abril de 1984-enero de 1992