Nubosidad Variable (49 page)

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Authors: Carmen Martín Gaite

Tags: #Narrativa

—En un cuarto independiente de ahí —dice señalando con la barbilla en la dirección de su mirada—, estoy de puta madre, pero provisional, claro, aquí no me voy a quedar para siempre.

Y siento ganas de decirle que nadie se queda en ningún sitio para siempre, y me entra como miedo porque me parece que voy a ver salir por ese hueco a Adela vestida de negro, y cierro los ojos con una sensación de mareo. Pero no —me digo, mientras sigo escuchando a Antonio como en sueños—, acógete impasible al instante presente, ahora estás en el refu, refugio para tortugas como su propio nombre indica, y este chico al que ha dado asilo Lorenzo debe ser el rubito al que venían dirigidos los jarrones que porteó Cayetano Trueba, enviados por un vecino de la calle Covarrubias que, o mucho me equivoco, o es el mismo Raimundo a quien tanto menciona este refugiado del refu y del que ahora mismo está diciendo que no piensa más que en lo suyo y que es un egoísta de tomo y lomo. Los jarrones no los he visto, y eso que dijo Consuelo que eran enormes, pero descarto esta pesquisa de los jarrones, que bastantes cabos me quedan todavía por atar, y además el susto de Adela vestida de negro no se me acaba de pasar del todo. Hubo un momento en que me tuve que agarrar al fregadero porque las piernas me flaqueaban.

—Eso sí —sigue Antonio—, cuando aparece gente nueva, se pone en plan maravilloso y le come el coco a Michael Jackson que entre por esa puerta, porque sí, porque puede, porque es un genio el tío. Como hoy, ya lo has visto, pico de oro a tope. Pero es del último que llega. En cambio a la hora de hacer un favor a los colegas que estamos café café al quite de lo suyo, ahí ni p'atrás, o sea, yoyeo total. Y es muy fuerte eso, ¿no?, que te echen así el cierre. Mira a mí si no podía tenerme fijo en su casa, que no es ningún chabolo, con más motivo él que nadie, pues ni un amago, nunca. Te llama sólo cuando se aburre o le da la neura, se lo decía yo antes en el salón, ya harto, porque es que te harta, así que los demás no tenemos derecho a la neura, ¿no te jode?, pero no se le puede decir nada, no veas cómo se pone, le entra un cabreo de mono. Claro, en cuanto se queda sin público. Desde hace un rato ha caído en picado, todo lo ve marrón. Y no se quiere ir a su casa. No sé qué hacer porque Lorenzo ya se ha dormido. ¿Por qué no me echas un cable tú, que tienes carisma?

De pronto me quedo en suspenso, mis ojos resbalan huérfanos por unas superficies exentas de significado y percibo una especie de amenaza, como si la casa entera estuviera a punto de desintegrarse con todos los fantasmas que contiene, planeta ciego girando en el vacío, a no ser que un eslabón la conectara de repente con la vida. Y acabo de localizar ese eslabón. Noc. El jardín de la casa de Suances.

—¿Dónde está Encarna? —pregunto—. ¿No ha venido a dormir?

—No, que yo sepa. Pero ha llamado antes, creo.

—Ya, ¿y con quién ha hablado?

Nombrar a Encarna es tomar aire, medidas, referencias, inyectarse suero en vena. Salirse de la campana de vacío. Ella vive en esta casa, estoy en este refugio que ha preparado para mí con balcones al mar, es mi capitán. Va a venir.

—Raimundo se puso, me parece —dice Antonio—. Pero ella no puede arreglar nada, aunque venga. Se llevan fatal. Raimundo por quien ha preguntado es por ti. Mogollón de veces.

—¿Por mí? Perdona, vete cosa por cosa, a ver si me aclaro.

—Sí, es que la gente se ha ido dando el pire. En cuanto tú te fuiste a echar, se acabó el
happening
, se aburrían. Y a él le ha dado por beber y por escribir poesías muermo y enfadarse porque yo no caigo en trance. Dice que sólo tú las entenderías. Desde luego lo has dejado alucinado, se nota que lo motivas. Bueno y él a ti lo mismo, tenéis un rollo parecido los dos, se os notó desde que entrasteis por la puerta, como que yo creí que os conocíais de toda la vida.

Me quito el delantal del Pato Donald, lo vuelvo a colgar en su escarpia, y de las nieblas de mi cerebro va surgiendo poco a poco, como de una foto de la Polaroid, la figura de un señor de pelo blanco y voz muy bonita que estaba llamando al telefonillo de abajo cuando yo llegué a esta casa, escapada de la mía. Me gustó su gesto entre ampuloso y delicado para dejarme entrar delante en el portal y que subiéramos juntos en el ascensor, ya hablando con una complicidad inmediata desde que supimos que veníamos al mismo piso. Me dio un cierto respaldo, lo noté enseguida, aunque parezca raro que necesite yo del respaldo de un extraño para entrar aquí, venga Dios y lo vea, como diría mamá. Pero es que no había nadie conocido, ni se fijaron en si entraba o no, y yo ya llevaba un rato vagando sola por las calles del barrio, bebiendo en un par de bares, indecisa, igual llego y los molesto, y no sabía qué decir, tenía unas ganas de llorar horribles. Acababa de oír en un bar la voz de Ana Belén: «… será que una vez más estoy haciendo/el camino de vuelta hacia el infierno» y si no llega a estar Raimundo en el portal igual paso de largo, camino del infierno, prendida en esa retórica de las flores del mal que tanto daño ha venido haciendo de Baudelaire a esta parte. Menos mal que él se dedicó desde el primer momento a hacerme caso, como un anfitrión un tanto irreal, porque desde luego las cosas que dice son francamente extravagantes, pero me gustaba meterme con él en aquella ficción balsámica que me evadía de mis problemas. Sí, puede que tengamos un rollo parecido. Estuvimos hablando de literatura, de Pessoa, me parece. Y que me desdoblara —me decía—, que construyera en sueños las calles de mi nuevo país, y las casas, ladrillo por ladrillo. Se había dado cuenta de que estaba triste, perdida. Y poco a poco lo dejé de estar, creó para mí una pequeña patria de palabras, un albergue provisional.

Luego vino Lorenzo con más gente, y me llevó un rato a su cuarto, muy cariñoso, que me quede aquí todo el tiempo que quiera, pues no faltaba más, yo antes que nadie. Que les cerrara en las narices la pared de mampostería a él y a la tal Magdalena; noté que conocía el nombre de antes. Las cosas pasan y punto, mamá, no le des más vueltas. Y que no me consentía llorar, que soy lo más guapo del mundo, la reina del refu, y que Encarna diría lo mismo. Pero el primer cable me lo había echado el anfitrión del pelo blanco. Luego ya salimos otra vez al salón, y se lió la cosa.

—Es que cuando os pusisteis a imitar las fiestas de la gente fina —seguía comentando Antonio— erais como Martes y Trece, menudo show, con ensayo no os sale mejor, pero tú dominando, que quede claro. Yo creí que serías alguna actriz, como anda tanto con los del teatro, pero no, tú tienes otro apresto. La gente se ha ido flipada, eres demasiado. Y eso que dice Lorenzo que hoy traías los cables un poco cruzados. Pues quién lo diría.

Termino de recoger también la mesa y le paso una bayeta húmeda por el mármol. Esto ya parece otra cosa. Creo que voy a buscar una lámpara de flexo, en el salón tiene que haber alguna, y me voy a venir aquí a escribir, porque es que ya no me caben en la cabeza las cosas que se me ocurren para apuntar. Llevo mucho atraso.

Antonio sonríe.

—¡Qué guay ha quedado la cocina! La Consuelo no trabaja como tú, se escaquea.

—Lo sé, hijo. No la conozco de ayer. De lo que andáis fatal es de víveres, a ver si mañana le ponemos remedio. Venga, vamos un momento si quieres a ver a Raimundo. Que luego yo tengo qué hacer.

Repite que soy una tía total, le da una patada a la puerta de vaivén y salimos juntos al pasillo.

Está encendido. Una chica cruza del baño al cuarto de Lorenzo, que tiene la puerta abierta. La cierra tras de sí. Iba descalza. Llevaba puesto un pantaloncito de satén, y por arriba nada. Ni Antonio ni yo hacemos comentario alguno.

Raimundo está en el salón tirado en la alfombra como un guiñapo y con una botella de whisky al lado casi vacía. Se retuerce un poco y se queja como si tuviera fiebre o le doliera algo. No se parece en nada al que vi antes, tan preocupado de su aspecto y de sus gestos. Menos mal que al principio no da muestras de reconocerme. Inmediatamente, en cambio, se dirige a Antonio y empieza a reprocharle con voz pastosa lo que ha tardado en volver, y otras cosas más inconcretas y absurdas. Le llama Zajar.

—Voy a despedirte, Zajar, eres demasiado real y demasiado inútil. No me sirves. Llevar vida normal es un delirio.

Antonio tampoco parece el mismo. Se pone agresivo y le dice que o le llama por su nombre o se va acordar, que no le aguanta más fantochadas, que está muy visto, que se largue. Le zarandea con el pie, tropieza y cae al suelo encima de él. Intervengo para separarlos.

—Venga, por favor —digo con voz conciliadora—, parecéis niños chicos. También son ganas de reñir por tonterías.

Raimundo llega, a cuatro patas, a apoyarse contra el reborde del sofá. Me mira con ojos tristes. Leo en ellos el esfuerzo por esconder el reconocimiento súbito de mi identidad bajo una máscara teatral. Engola levemente la voz.

—Zajar me martiriza —dice en un susurro—, me sigue como un perro al que a veces asusto. Dame un pitillo, Zajar. No sé el tiempo que llevo solo en esta oscura mazmorra. Ignoro si esto se está acabando o se acabó ya. Sombras de sombras. Sírvele una copa a la baronesa.

—Yo no te sigo como un perro —protesta Antonio—, ni te necesito para nada. Y me aburres de muerte, además. Y a todo el mundo, para que lo sepas, ya no le haces gracia a nadie, ¡a nadie!, la gente te huye.

—¡Cállate, lombriz! Pidamos disculpas a la baronesa. Ni tú ni yo podemos alardear de que haya sido ésta una de nuestras mejores noches. Ya veo que no se te ocurre nada. ¡Dejemos que nuestros clásicos nos iluminen en una noche como ésta!

Y mientras dirijo una mirada de exploración al entorno en busca de una lámpara que no veo entre el caos reinante, le escucho recitar algo que suena a Shakespeare:

—En una noche como ésta, Tisbe, que marchaba medrosa por el bosque, sorprendió la sombra de un león, antes de verlo, y huyó llena de espanto.

Antonio hace una reverencia y se pone a aplaudir con ademanes de bufón, mientras Raimundo levanta hacia mí unos ojos entre serviciales e implorantes.

—Decidme, noble señora, ¿buscabais algo?

—Sí, tal vez un cuaderno que pudiera sobraros, o cualquier otro recado de escribir. Necesito ser vuestro cronista —digo, tratando de seguirle el juego.

Se le iluminan los ojos, y me alarga la mano para que le ayude a levantarse. Apenas se tiene de pie.

—Es una petición exquisita —dice—, digna de quien ha puesto como vos, señora, su bandera en las nubes.

Y se dirige haciendo eses hacia una mesita llena de libros y papeles. Hay también muchos periódicos apilados.

Antonio ahora se ha acercado a mí y sigue los movimientos de su amigo con una expresión súbitamente tierna y deslumbrada.

—¿Te das cuenta? —me dice casi al oído—. ¿No te he dicho que tú lo motivas? Y eso que está p'allá, menudo colocón. Pero lo has amansado. ¿O.K.? Todo bajo control.

Raimundo se vuelve y nos mira. Me alarga un cuaderno negro con tapas de hule, que previamente ha estado inspeccionando y del que ha arrancado las primeras páginas.

—No conspiréis a mis espaldas —dice—, pues ya todo es inútil. Incapaz de enfrentarse con sus solas fuerzas a tantos ejércitos enemigos, se rinde un hombre acabado. ¡Llorad por el caballero Raimundo de Ercilla!

Se tapa la cara con las manos y se desploma en el sofá llorando. Al principio, creo que sigue haciendo teatro, pero luego no sé qué pensar. Me arrodillo a su lado, mientras Antonio se pone tranquilamente a liar un canuto.

Y de repente sé a ciencia cierta quién es ese hombre que mira al vacío y dice con una voz velada por las lágrimas:

—¡No quiero volver a la UVI! Pero tampoco, ay de mí, soy capaz de bajar al fondo de mi bodega con el candil encendido. Antonio, de verdad te lo digo, llama a la doctora León, es urgente. ¿Dónde se habrá metido esa hija de puta? ¡¡Mariana!!

Antonio da una calada profunda al canuto recién encendido.

—¡Jo! Ya empezamos —dice—. ¡Pues sí!

Me levanto casi de puntillas y desaparezco sin decir una palabra ni que nadie me detenga. Una vez en el pasillo, me dirijo a paso vivo hacia la cocina con el cuaderno negro apretado contra el pecho. No puedo esperar más. Son demasiadas cosas. Ya no me caben.

* * *

No sé el rato que llevaré escribiendo a toda velocidad, sin levantar cabeza, tal vez ya esté clareando, cuando oigo el llavín en la puerta de servicio y unos pasos inconfundibles por el pasillo. Me quito las gafas, clavo los ojos en ese punto y espero verla asomar como quien acecha la salida del sol tras una noche interminable. Entra, se para y nos miramos largamente a los ojos sin sorpresa, recelo ni segundas intenciones, la cosa más natural del mundo, igual que beber agua o comer pan, pero también lo más extraordinario, un alimento cuyo valor sólo se aprecia cuando nos falta.

Viene de minifalda, zapatos planos y chaqueta de hombre.

—Hola, bonita, buenas noches —dice sonriendo.

No me pregunta qué hago aquí a estas horas. Siempre se ha jactado de impasibilidad, de estar al quite y tomar nota de todo, pero sin interrogatorios ni aspavientos, «ni aunque veas aparecer en el ascensor a Carlomagno vestido de torero.» Es su lema.

Pero se le nota que viene de muy buen humor y rumia alguna ilusión reciente. Ya me lo dirá, si quiere. Y si no, da igual. Me basta con verla, oírla, sentir su tacto. Se acerca a darme un beso, la abrazo por la cintura y me quedo unos instantes con la cabeza apretada contra su vientre joven, donde puede que algún día anide la continuación de estas memorias. Se me viene sin querer la imagen de la panadera de Pola de Langreo, aunque le cierro la puerta enseguida, porque si siguen entrando personajes accesorios, esta cocina va a convertirse en el camarote de los hermanos Marx.

Si le dijera esto a Encarna, nos reiríamos muchísimo, pero lleva demasiado preámbulo y hay cantidad de temas más importantes haciendo cola. Me pasa siempre que la vuelvo a ver. No sé por dónde empezar a contarle cosas.

Percibo con fruición el jugueteo silencioso de sus dedos entre mi pelo.

—¡Qué alivio ver la cocina tan recogida cuando llegas a estas horas! —dice—. Parece un milagro. Como si hubiera vuelto la yaya.

Noto un nudo en la garganta que me impide hablar. Encarna se desprende de mí y apoya sobre la mesa una bolsa roja y negra de plástico. Se pone a sacar de ella yogures, cervezas, pan de molde, leche, galletas, envoltorios de albal y unas latas.

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