Tengo ganas de irme, de volver a la barca, porque no entiendo lo que pinto aquí, ni qué tiene que ver conmigo ya nada de esto. Pero en fin, de todas maneras no deja de ser raro que todas las puertas me las haya encontrado abiertas o entreabiertas, siendo de noche como parece ser. Estaré obsesionada, pero no me gustaría irme sin adivinar algo, huele raro, un olor fuerte que casi marea, y también por otro lado a poca limpieza, como a pensión de provincias. De una de las habitaciones, creo que de la del gabinete, he oído salir un cuchicheo de voces que no conozco, de hombre las dos me ha parecido, y suspiros ahogados. Lo mejor sería irme sin más.
Me detengo en el vestíbulo, aplico el oído al damasco de la puerta, está ya un poco ajado, no me acuerdo de cómo se llamaba el tapicero aquél que la forró, pero en mi agenda verde debe estar, si no la habéis tirado, en la T de «Tapicero» vendrán también las señas, vivía por Legazpi. No lo puedo remediar, ya me estoy metiendo donde no me llaman, qué más dará que dure más o menos una tapicería o se ensucie, parece mentira que siga sin entrarme aquello de
pulvis eris
, y mira que me lo repetía siempre en los funerales, que a unos pocos asistí: «No vuelvas a tomarte, Encarna, tan a pecho lo de planchar y sacar brillo y quitar manchas, ¿no ves cómo termina luego todo?» pero era una meditación fugaz, lo que duraban el
dies irae
, los sones del órgano y el desfile delante de los familiares para dar el pésame. Claro que menos mal, porque también si se pasara una todo el día machacando en lo de
pulvis eris
, ni una paella se podría comer a gusto.
Agarro el cerrojo con intenciones de descorrerlo y escapar escaleras abajo, pero desisto porque he creído oír el ascensor, que ahora suena distinto, más metálico, desde que suprimieron la cabina aquélla de caoba y cristales esmerilados con su banquito de terciopelo rojo, no vaya a venir alguien a este piso y me encuentren aquí como un fantasma, que es lo que soy, y no sepa qué explicación dar. Claro que igual no me veían, porque los fantasmas pueden ver pero a ellos no se les ve, por lo menos en las películas. Me acuerdo de una muy divertida de Myrna Loy y William Powell,
La pareja invisible
, en blanco y negro, aunque no sé si hacían propiamente de fantasmas, desde luego trabajaban muy bien, qué modernos me parecían, creo que ya los dos se deben haber muerto. Si es que todos acabamos igual, es tontería andar pensando lo contrario, ilusionándose con la idea de que a lo mejor va a constituir uno la excepción y quedarse aquí para simiente de rábanos, además que sería aburridísimo, ya sin conocer a nadie y estorbando en todas partes.
Doy la vuelta y regreso a tientas, pero ligera, al espacio de donde creo que partí. Sí, nuevamente la estantería con sus barrotes y pirulís de madera, tendré más cuidado esta vez, no vaya a volver a tirar algo. He cerrado la puerta y avanzo con las manos extendidas para no tropezar, como en el juego de la gallina ciega, porque aquí he entrado atraída por la certeza de que la clave de lo que ando rondando y no entiendo me va a salir al paso en esta habitación. Y voy pisando con pies de plomo, intentando recordar al mismo tiempo por qué estaba yo aquí antes, y en qué postura y por dónde entré.
Busco la pared, me pego a ella y enseguida las piernas topan con algo que me agacho a palpar. Es una superficie blanda, cama turca o sofá; subo los dedos para explorarla y, bajo una manta de tacto suave, hay un bulto humano que inmediatamente reconozco, un cuerpo hecho un ovillo, vuelto de cara a la pared, con un pie fuera y la cabeza casi tapada. Así dormía ella siempre, desde pequeña. «¡Qué calamidad! ¿Pero no ves que dejas el embozo de la sábana hecho un acordeón? ¡Qué artes de cama, hija!, más parece la de un gitano que la de una señorita» y ella que la dejara en paz, que por qué entraba en su cuarto sin avisar, que cada cual tiene su manera de dormir, ¿se metía ella con la mía?, y que estaba harta de aquello del gitano, que era un racismo, igual ellos dormían que daba gloria o por lo menos los dejaban dormir sus madres, contestaba refunfuñando, tapándose los ojos con el brazo como si la luz del sol fuera una flecha envenenada, «¡con el sueño tan bonito que tenía!.» Y de pequeña hasta lloraba desconsolada, siempre le había estropeado algún sueño maravilloso, y a mí me extrañaba, porque daba la impresión de que lo decía en serio, de que para ella era como para mí que la asistenta me rompiera una copa de la cristalería buena, y la miraba como a un bicho raro. «Claro, no lo puedes entender, como tú nunca sueñas con nada.» Pero de lo que más protestaba era de que, con tantos años como llevábamos viviendo juntas, no hubiera aprendido a despertarla con dulzura, sino tipo cuartel, levantando de un solo golpe la persiana, hala, ¡ras!, sin más contemplaciones, y empezando a hablarle acto seguido de asuntos enojosos que pertenecen al despiadado mundo del día, para los que la mente de un dormido no está aún preparada —«acuérdate de que… acuérdate de que… acuérdate de que…» una lluvia de avisos sin la transición de una caricia, de una taza de café, de un rascadito de espalda previo, en fin, algo.
Me tropiezo con una serie de libros tirados en desorden por el suelo junto a un almohadón y los zapatos. Es ella, no cabe duda. Recojo dos o tres que estaban abiertos, los cierro y trato de apoyarlos en algún estante, mesa o reborde. Encuentro una superficie fría, como de mármol, y al depositarlos allí palpo una lamparita de mesilla, busco esperanzada el interruptor, en el hilo no, en la base tampoco…, a ver tirando de esta cadenita, ¡vaya, menos mal!, ¡
fiat lux
!, Es una luz tenue, pero, hija, qué alivio. Reconozco, aunque está muy cambiado, mi cuarto de costura. El armario de luna de tres cuerpos, por ejemplo, ha desaparecido como por arte de magia, no sé cómo se las arreglarían para desarmarlo, porque no era ningún grano de anís.
Lo que no me explico es lo que hace ella durmiendo aquí, y se diría que en plan provisional, porque sábanas no tiene, sin compañía de nadie. Me arrodillo en el suelo para remeterle la manta y taparle un pie, que le asoma desnudo por el borde de un pantalón de pana, y de pronto me doy cuenta de que no está sola. Hay un gato dormido a los pies del sofá-cama, porque es un sofá-cama. ¡Jesús, qué susto me ha dado! Gatos no hubo nunca en casa, éste parece mansito y casi recién nacido, es gris atigrado, muy mono, y ha ronroneado y cambiado de postura al tocarlo yo. En cambio ella no se ha movido ni cuando he dado la luz, ni al taparle el pie que se le estaba quedando frío, ni ahora que he dicho en voz alta «¡Ay madre, qué gato!» bueno, a mí me parece que lo he dicho en voz alta, pero vaya usted a saber.
Me siento en el suelo a su lado, dispuesta a hacer lo posible para que no tenga un mal despertar. La moqueta es la misma que había, rosa sucio, ¡y tan sucio!, ésta sí que está estropeada, hasta quemaduras de pitillo tiene; aquel tapicero de Legazpi moquetas creo que también ponía, y linóleum, bueno, ahora lo llaman sintasol. Apoyo la espalda contra el almohadón tirado por el suelo, que es grande y muy mullidito, respiro hondo. Lo que no veo por ninguna parte tampoco es la máquina de coser, una Singer de manivela que fue de mi madre, de las primeras, decía Santi que ésas ahora valen mucho. La habrán vendido en el Rastro.
—Sofía —digo dulcemente, mientras le acaricio como con miedo el pelo que le sobresale de la manta—. Sofía, hija, despierta. ¿Qué estás haciendo tú aquí? ¿Por qué duermes vestida? ¿Ha pasado algo malo?
Ahora emite un leve quejido, como de fiebre infantil, desplaza de una patada al gato, que se va a acurrucar en el cuenco de su vientre, y quedan los dos ovillados en semicírculo contra la pared.
En esta pared había muchos retratos familiares puestos en fila a diversas alturas, «el túnel del tiempo» lo llamaba Santi de broma, recuerdos de mi boda, de mi primera comunión, de ellos dos cuando niños jugando en el Retiro con aquella miss tan fea a quien Sofía bautizó «miss Nelly» por la que sale en
Celia lo que dice
, varias fotos, ya en color, de ella misma con sus hijos en distintas fases de crecimiento, de mi padre con uniforme militar, y otro retrato que ése sí sentiría que se hubiera perdido, muy romántico, me encantaba de vez en cuando mirarlo y verme con aquella cara de felicidad. Era una instantánea que me hizo el hermano de una amiga mía recién cumplidos los dieciséis años. Estoy contra una pared un poco desconchada, junto al quicio de una puerta, mirando a lo lejos, y a mi lado se ve un caballo. La puerta era de esas que hay en las cuadras de algunos pueblos, que se puede abrir sólo la hoja de arriba si se quiere. Pues bueno, por ese hueco abierto asomaba la cabeza blanca del caballo casi rozando la mía, yo peinada con raya al medio y de luto por la abuela Carmen. «Pobrecita, déjenla venir a pasar unos días con nosotros —le había pedido a mamá la madre de mi amiga—, a ver si se desimpresiona.» Porque a la abuela Carmen me la había encontrado yo muerta en su butaca, con la labor de ganchillo en el regazo, y hasta que le fui a dar un beso y noté aquel frío de la cara no me di cuenta de que estaba muerta, y salí gritando. Luego me puse malísima, no sé cuántos días con fiebre, y me vino la regla. Es el primer muerto que vi en mi vida, ahora ya ni las cuentas tengo ganas de sacar. Total, que en casa accedieron a la invitación. Mi amiga se llamaba Herminia y estábamos en una finca que tenían ellos en la provincia de Salamanca y a la que habíamos llegado en un Buick negro antiguo muy alto con su chófer, gente de mucho dinero, el hermano de Herminia era mayor que nosotras, estudiaba para médico y estaba enamorado de mí. Nadie lo sabía, Herminia creo que tampoco, y ni siquiera recuerdo cómo me enteré yo, esas cosas entonces se adivinaban más que se sabían, yo lo adiviné en el momento de la foto. Era un atardecer de verano, iba a meterse el sol y yo apoyada en aquella pared blanca, quieta junto al caballo, sentía mucha emoción con los ojos fijos en la puesta de sol y pensando que dentro de un rato iban a arrancar a cantar los grillos y llegaría la noche. «No te muevas —me dijo él—, te voy a sacar una instantánea» y mi gesto soñador es de los que pone una de joven sabiendo que te embellecen y que alguien, al que ni siquiera miras, te está mirando a ti. Los hombres andaban en la trilla y se les oía cantar algo de surcos y gañanes, «si echas el surco derecho a mi ventana, labrador de mi padre serás mañana» y Lucas dijo, se llamaba Lucas, que esa canción se refería a que la hija del amo de la finca que fuera se había enamorado de un bracero, alguien de condición inferior a la suya; entonces salía mucho en el argumento de las coplas y de las novelas aquello de la desigualdad entre los enamorados, la señorita y el torero, la institutriz y el marqués, y era muy emocionante, porque la familia ponía obstáculos casi insalvables, luego se han perdido esos tabús casi por completo, la familia de Eduardo, sin ir más lejos, era gente de bien poco pelo, de un pueblo perdido de Teruel, y nadie dijo ni pío, claro que también, como pasó lo que pasó. El cielo estaba rojo, y luego salió la primera estrella, llevábamos un rato los dos solos, sin hablar nada, oyendo las canciones de trilla, y Lucas dijo: «Mira, Encarna, la primera estrella» y yo: «Ya la he visto, es el lucero de la tarde, hay que pedirle algo.» «Bueno —dijo él—, pero algo para los dos» y el corazón me parecía que se me iba a salir por la boca. Me puse a decir bajito, como rezando: «Estrellita, la primera que en el cielo divisé, haz que sea verdadera la gran dicha que soñé.» Nadie más que yo se acuerda de aquel atardecer que no volvió ni volverá a repetirse nunca, me lo he llevado conmigo al reino de las sombras, ya ni la foto queda.
Ahora en esa pared tienen enmarcada con un
passe-partout
gris la reproducción en grande de un cuadro bastante feo. Bueno, según lo miro, me va pareciendo extravagante más que feo, y un poco sobrecogedor también. Pero lo cierto es que se me van los ojos y no logro apartarlos de esa escena, si escena puede llamarse, más bien naturaleza muerta, aunque tampoco. Al fondo hay una especie de montaña o acantilado cubista y en primer término, sobre fondo oscuro, una serie de relojes como derritiéndose, doblados y puestos a secar, uno en las ramas desnudas de un árbol, otro en el borde de una especie de mesa, otro encima de una caracola gigante, parecen moluscos, sólo hay uno más normal, con la tapa cerrada, ¿pero qué digo normal?, si después de que te fijas bien resulta que lo que parecían incrustaciones de pedrería adornando la tapa son hormigas, qué horror, es rarísimo. Me quedo un rato mirándolo y me inquieta tanto que me pongo de pie para verlo mejor. Debajo pone, en letras pequeñas, «Salvador Dalí,
PERSISTENCIA DE LA MEMORIA
, 1931, Museo de Arte Moderno, Nueva York.» Me pregunto si será esa memoria tan anormal la que va a persistir, Sofía, ¿no se te ha ocurrido pensarlo?, ya no es la mía, ni la tuya siquiera, un invento del loco de Dalí, pero que algo querría decir con eso, tal vez que los relojes son un engaño, que no sirven para nada, sólo para medir el tiempo obligatorio y trivial de las gripes y las visitas y las comidas del domingo y la declaración de la renta, mi tiempo de dar órdenes, de esperar a que oscurezca para encender la luz, de planchar las sábanas que tú arrugabas y quejarme porque ha caído una mancha en la moqueta y de llamar al tapicero, pero que no tiene nada que ver con el tiempo de aquella tarde del verano en que murió la abuela Carmen; su transcurso, como el de esta noche, se rige sin duda por otras leyes; tal vez eso explica que se derritan los relojes. Si no se derritieran, si conservaran su énfasis inoxidable, no estaría sentada yo ahora aquí velando tu sueño y el de ese gatito gris, preguntándome lo que querría decir Dalí con eso de la persistencia de la memoria. ¿Te puedes imaginar, Sofía, ni remotamente, la clase de memoria que tendrán tus hijos cuando desaparezcas tú? Claro que no, no lo sabremos nunca, yo tampoco sé de lo que tú te acuerdas y de lo que no, ni cómo ordenas y te explicas esos recuerdos dentro de la cabeza, ni cuáles has tirado a la basura, no tengo ni idea. Pero mira, sólo te voy a decir una cosa: que no me imites a mí en ese tipo de inventarios, que lo que te haga sufrir lo descartes, hija.
Y me siento en el sofá y me abrazo al bulto de tu cuerpo y empiezo a acariciarte la cabeza llorando, y a acordarme no sé por qué de cuando te enseñaba a atarte los zapatos y a abrocharte tú sola los botones del abrigo y a cerrar y abrir un imperdible sin pincharte, y a atornillar la tapa de los botes de conserva y a cepillarte los dientes; y también de un día que tuviste fiebre alta y delirabas diciendo que estabas segura de que querías ser mala, que no podías parar de inventar cosas malas, por ejemplo dormir con un gitano sucio en una cama deshecha, todo lo que te prohibía yo, y también que querías desaparecer y olvidarte de esta casa para siempre, y de las ciudades y de la gente, echarte a volar y subir altísimo como las águilas, hasta regiones donde ya no hay aire y se muere uno de frío.