Nubosidad Variable (9 page)

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Authors: Carmen Martín Gaite

Tags: #Narrativa

—Oye, ¿no has salido tú en la tele hace cosa de una semana hablando de la movida de los drogotas?

Los otros lo habían oído y me miraron también.

—¿En la tele? Yo no. Sería otra.

—Pues se parecía a ti un montón —dijo uno que llevaba una cazadora de tela vaquera con un tigre estampado en la parte de atrás.

—Ella es mucho más guapa —dijo Tino—. Es una tía total. ¿A que ligas de espaldas?

—Bueno, también es que las lilas le dan un toque guay dijo el del tigre.

Me despedí muy recuperada y con la promesa de volver otro día. ¡Qué bien se está a veces en los bares de Madrid a media tarde!

Al salir de aquél y enfilar la calle de Ruiz, me iba diciendo para mis adentros, mientras recuperaba el ritmo de mi habitual caminar, que ni Raimundo ni nadie se merecen un mareo de coco, que cada palo aguante su vela, que más pierde él y que no hay derecho a que me traiga arrastrada por la calle de la amargura. En ese momento fue cuando se me presentó a la imaginación, como dentro de una nubecita de tebeo, la casa de mi amiga Silvia en Puerto Real. Al llegar a la Glorieta de Bilbao, cogí un taxi. Poner tierra por medio, largarse, ¡qué maravilla! A la amargura con lo amargo.

Y hacia allá me dirijo, rumbo a la calle de la Amargura. Ya veremos lo que pasa.

Pero mira, en una cosa tenía razón Raimundo, por mucho que me doliera oírselo decir, que es lo que más me dolió. Ya era hora de que me enterara y de que se me bajaran los humos. Yo estoy necesitando de un psiquiatra más que todos mis pacientes juntos. Y si no, que te lo digan a ti, mi buen Per Abat. Menos mal que has aparecido, que puedo imaginar que me escuchas.

Son las tres y me está entrando sueño. Voy a apagar la luz y a darle coba a la idea de que vas durmiendo en la litera de arriba. Me encuentro muy a gusto.

Buenas noches, donde estés.

Te volveré a escribir desde Puerto Real.

Te quiere mucho,

Mariana

V. PULPOS EN UN GARAJE

Desde que me he puesto a escribir, mi vida ha dado un giro copernicano. Creí que me lo notaba yo sola por dentro, pero me debe salir a la cara.

—A usted le pasa algo, no me diga que no —me ha soltado Consuelo esta mañana, a modo de saludo, cuando me ha visto entrar en la cocina, recién duchada, para hacerme un café.

Lleva dos días viniendo ella, porque su madre tiene un ataque de lumbago. Consuelo dice que le ha arreado «el palo de la bruja» que todo el día está buscando querella y que no se la puede aguantar, mayormente por las mañanas.

—Por eso me he quitado de en medio yo hoy más temprano, porque no vea lo borde que se pone, con una cara de kun fu que se la pisa, como si yo tuviera la culpa de sus achaques, en fin, lo que se dice en plan ciezo.

—¿Y yo también estoy en plan ciezo? ¿Es lo que quieres decir? —la interrumpí, mientras buscaba el bote de café, que no lo veía por ninguna parte.

—¡Qué va! Su rollo no tiene nada que ver con eso. Se ve que yo me explico mal o que usted no coge onda. Si busca el café, lo he visto en el «ofís» encima de un taburete, ahora se lo traigo. ¡Qué cuadro de cocina, válgame san Isidro! Esto parece el refu. No sabe una por dónde empezar.

—Prueba a empezar por explicarte mejor, a ver si cojo onda. ¿De qué va mi rollo?

—Usted sabrá. Yo en su vida no me meto. Pero la veo más esponjada que hace unos días, no sé, como en plan pasota. Ahora, cuando la he oído venir cantando por el pasillo, digo «Será Amelia» porque, a ver, descolgarse a estas horas con «El submarino amarillo» ya me explicará. Era «El submarino amarillo» ¿no? Por cierto, lo entona usted de cine, y luego con esa pronunciación tan propia, «llélou saunmarín» es que es precioso.

—A ver si te crees que eres tú la única que sabe cantar.

—Dios me libre, yo no me acampano ni le quito cancha a nadie, al contrario. Si yo le pudiera dar ese toque de inglés, me comía el mundo, jo, pues no me da poca envidia. Se lo decía ayer a Encarna y a un amigo suyo que estaba en el refu, el inglés es lo que más mola. Mola cantidad. Y mira que se empeñaron ustedes en enseñarme, pero yo es que he sido muy burra de pequeña, ahí, ya ve, en eso le doy toda la razón a mi madre. Luego, con los años, te espabilas, no sé cómo decirle, comprendes que hay que estar al loro. Algunas de las letras de los Beatles me las tiene usted que copiar. Es cuestión de paciencia, ¿verdad?

—Sí, hija, todo es cuestión de paciencia.

—Deje, que ya le hago yo el café.

La cocina estaba, efectivamente, muy revuelta. Anoche, cuando volvimos a casa Eduardo y yo, había una nota de Amelia en la entrada diciendo que había venido con Soledad y que se quedaban las dos a dormir en su cuarto, que por favor hasta la hora de comer no las llamáramos porque se dormirían tarde. Nosotros volvimos a las tres y media y al oír la llave en la puerta apagaron inmediatamente la luz. Eduardo no se dio cuenta ni yo le dije nada. Pero enseguida percibimos las huellas del desorden, porque los dos fuimos derechos a la nevera a beber agua. Debía haber estado más gente cenando con ellas en la cocina, y no se habían molestado en recoger nada ni en vaciar los ceniceros. A mí, tratándose de Amelia, que según su hermana lleva camino de solterona maniática, me pareció buen síntoma. La conozco y sé que únicamente se relaja cuando lo está pasando bien, así que me dio gusto pensar que tal vez se hubiera decidido a traer a su novio. Además a mí el desorden, en principio, no me desagrada. Son huellas de vida. Pero Eduardo torció el gesto, y aquello le dio pie para insistir en su obsesión actual predominante: que esta casa no reúne condiciones. ¿Condiciones para qué —pregunto yo—, si apenas para en ella? Pues nada, le da por ahí. Ya en el coche me había venido dando la matraca con lo mismo, y yo poniendo cara de palo, porque si le objetas es peor. Siempre, bajo este tipo de comentarios, late una alusión más o menos velada a que la que no reúne condiciones como ama de casa soy yo. Es un tema que ya viene de antiguo y que se recrudece ante mi rechazo a organizar parties y fiestas similares a las que le dan sus amigos de ahora. Me niego a corresponder, a representar el papel de esposa de alto status, que esconde su cansancio tras una sonrisa, lleva la batuta en conversaciones sin fuste, pasa bandejitas y se siente pagada de su trabajera con la típica frase: «Has estado maravillosa, querida» que le dirige el marido cuando se van los invitados, ninguno de los cuales se ha divertido un pelo. Menos mal que ya me deja por imposible; he conseguido eso, que no es poco conseguir. Y todo a base de actitud pasiva.

—Al señor me lo he encontrado en el portal cuando yo entraba —dijo Consuelo—. Iba de mala leche. O, bueno, no sé si es que la tiene tomada conmigo.

—No, mujer. Es que trabaja mucho.

—Jolines, pero también ganará pasta. El que quiere la col, quiere la hojitas de alrededor, ¿no? Ahora, eso sí, lo que está es muy moderno. Se da un flash a Mario Conde.

Luego me preguntó que si anoche habíamos estado de fiesta.

—Sí, pero no aquí, en casa de otra gente. Una casa a todo tren. ¿Te acuerdas de aquel señor alto que nos arregló el cuarto de baño? Pues allí.

—¿El del Escorial? Vaya que si me acuerdo. Estaba como para hacerle padre, ¿no cree usted?

—Yo no. Pero gustos son gustos.

La nevera estaba pelada. Me tomé el café y le dejé dinero a Consuelo para que hiciera una buena compra y les preparara algún guiso rico a las chicas, que seguramente se quedarían a comer.

—¿Qué pasa? ¿Que usted se larga?

—Pues sí, hija, me largo. Es uno de mayo y me voy por ahí a celebrarlo a mi manera.

—¿Es el aniversario de su boda?

—De mis bodas con mayo. ¿Has visto qué día hace? Aquí estoy de más y mayo me echa de menos.

Consuelo se quedó mirándome con los ojos muy abiertos.

—¡Qué fuerte!, mayo me echa de menos. ¿Lo ha inventado usted?

—Sí, ya ves.

—Pues es un título virguero para una canción, un título que rompería pana, de verdad se lo digo. ¿Por qué no la escribe?

—A lo mejor, quién sabe. Según sople el aire. Yo ya del aire es de lo único que me fío.

—¡Cuando yo digo…! ¿Ve como está en plan pasota? Y no sabe lo bien que le sienta. Hasta más guapa la veo. Pero algún secreto tiene. Algo le ronda a usted por la cabeza.

—Pues sí, algo me ronda por la cabeza.

Entré en el cuarto de Amelia para dejarle una nota. Soledad estaba durmiendo en el sofá-cama abrazada al osito de peluche, como cuando eran pequeñas. Olía bastante a tabaco y no habían bajado las persianas. El álbum de fotos estaba tirado abierto encima de la alfombra. Me agaché para cerrarlo y me sonrieron las dos en minifalda desde una calle de Brighton. Les hice yo la foto cuando las fui a buscar a fines de aquel verano tan especial, la primera vez que viajaba sola después de muchos años, cuando se me volvió a aparecer Guillermo como la otra tarde Mariana, cuando menos lo esperaba, en plan «liebre en el erial.» Tengo que hacer un ejercicio de redacción sobre aquel viaje mío a Brighton, se podría titular: «Reencuentro con Guillermo en la estación Victoria» bueno, ya no sé la de temas que tengo apuntados para seguir con los deberes, se me salen por las orejas.

Ninguna de las dos se despertó, aunque Amelia ronroneó con gesto voluptuoso cuando me incliné a darle un beso en la frente. Luego bajé las persianas procurando no hacer ruido. En la nota ponía: «Parece que me rondan las musas. Me voy al Ateneo porque en casa me distraigo. Si me necesitáis para algo o queréis pasaros a verme, el teléfono es el 4194939. Consuelo os va a dejar hecha comida rica. Os llamará a la una. Podéis usar El Escorial. Besos: Gran Jefe.»

Ahora son las cuatro de la tarde y acaba de subir a la biblioteca uno de los conserjes del Ateneo, que me conoce de hace mucho, para decirme que me llamaban por teléfono. Era Amelia. Tenía una voz muy dulce y tranquilizadora. Todo en orden. No hay como quitarse de en medio para dejar de ser imprescindible. La comida estupenda. Ningún recado. Se habían reído muchísimo con Consuelo. ¿Y yo qué tal? ¿Me estaba cundiendo? Amelia vuelve a salir mañana de viaje transoceánico y esta noche quiere invitarme a ver una película de Mastroianni que echan de reestreno. Soledad también viene, porque tiene ganas de verme. He quedado con ellas a las diez a la puerta del cine. Me apetece mucho, pero más todavía que falten seis horas. Otras seis horas para mí. Evidentemente mayo me estaba echando de menos.

Estoy sentada en el pupitre 22, que es el que solía ocupar en mis tiempos de estudiante, y me he quedado mirando un rato la claraboya de cristales un poco sucios que forman el techo de esta sala, con esa sonrisa algo embobada que se le pone a uno cuando intenta evocar en bloque tramos de tiempo que no se sabe cuándo se iniciaron ni cuándo dejaron de tener vigencia. Siempre me ha gustado leer y escribir en las bibliotecas públicas, y todavía me sigo refugiando de tarde en tarde en este viejo local que tanto quiero, aunque ya no conozco a nadie de la gente que viene aquí. He comido de bocadillo en el bar y me siento libre y feliz reanudando mis deberes. Empiezo a tomármelos en serio.

Me quedé en lo de Cayetano Trueba. Pero como Mariana todavía no me ha escrito ni sé nada de ella, esta mañana me desperté decidida a pasar en limpio esa última tanda de deberes en preparación para que no se me pierdan los papelitos donde los tenía anotados de mala manera.

Se me ha ido el tiempo sin sentir, porque el mismo gusto que da pasar a limpio los apuntes, sin prisa, tratando de entenderlos, y de que vayan en letra clara, te obliga a corregirlos y adornarlos con historias laterales, que sólo estaban en borrador. Como la de Cayetano Trueba, que si le he dado tanta coba en esta segunda versión del cuaderno es con el propósito de que Mariana se ría cuando la pueda leer. Yo misma me he reído, porque realmente C. T. era un personaje muy gracioso, aunque no vuelva a salir. A Mariana siempre le encantaron los actores secundarios de las películas americanas. Era de los que más se acordaba cuando luego comentábamos el argumento.

De pronto me hace ilusión meter lo que sea, como ella me aconsejó el otro día en el cóctel, como me decía también cuando éramos pequeñas y me pedía que le contara cuentos, sigue, sigue por donde sea. La cuestión ahora es llenar este cuaderno de limpio para poder regalárselo el día que la vuelva a ver. «Mira, te he traído de regalo un cuaderno con deberes, ¿te gusta?.» No sé qué día será ni dónde estaremos ni qué cara pondrá ella. Me basta con imaginármelo. Es un móvil suficiente. Me basta con estar segura de que voy a volver a verla. Antes de la exposición de Gregorio Termes, la idea de volver a ver a Mariana era una esperanza abstracta, como una flor marchita a la que se le ha desvirtuado el olor. Ahora no. Ahora vivo la espera apaciblemente, arrullada por el ruidito de la pluma estilográfica al correr sobre las hojas satinadas. Vivir la espera. Era la retórica imperante en nuestra juventud. Poner los cimientos de un deseo y alimentarlo para que dure. Parecía que la felicidad se iba a desvanecer entre los dedos en cuanto la tocáramos. Yo he deseado pocas cosas con la fuerza con que deseo en este momento volver a ver a Mariana, donde sea, cuando sea (sé que va a pasar), y poderle decir: «Mira, te he traído de regalo este cuaderno» así que me gozo en irlo llenando despacio, esmerándome en la letra. Eso es como estar ya con ella también ahora según lo escribo, un anticipo de felicidad que conjura la muerte del tiempo. Y da también gusto en sí, un placer raro que se basa en lo anacrónico, porque ¿quién estrena ya un cuaderno con tanto mimo?, ni los niños siquiera. Se siente uno a contra corriente en plena era de las computadoras y de las máquinas de pantalla, casi como un artesano fin de raza. Y me parece notar, filtrándose por la claraboya de cristales, además de la luz de primeros de mayo, el alma de los ateneístas contumaces del siglo XIX, algunos de cuyos rostros me miran desde la galería de retratos cuando subo la escalera. Ellos también se sentaron en esta biblioteca a vivir la espera, mientras tomaban notas en sus cuadernos.

El mío es de argollas, tamaño folio, rayado, con las tapas negras. Bastante caro, porque tiene muy buen papel. Lo he comprado en Muñagorri antes de venir aquí, y también un tintero, pegamento y una carpeta con cintas rosas. Hace mucho que no iba de papelerías. En la primera página he pegado el collage de la liebre blanca, aunque está por rematar. De momento, le he añadido los triangulitos de espejo que recorté del forro del Winston.

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