—No me acuerdo. Me lo cuentas luego, ¿eh?, si no te importa. Voy a llamar a Soledad sin perder más tiempo. ¡Vaya por Dios! Lo siento mucho. Es que estoy tan nerviosa.
Al retirar su mano de la mía con cierta brusquedad, había derramado un vaso de vino.
—Da igual, no te preocupes. Corre a ver si la encuentras, anda.
Me quedé sola, mirando la mancha roja sobre el mantel. Casi enseguida volvieron a sonar los timbrazos amortiguados en el teléfono del office. Ni siquiera puse de pie el vaso volcado, tanta era mi apatía. De pronto no tenía ganas de nada más que de irme. La simple idea de recoger la cocina se me hacía una montaña, y otra todavía mayor esperar a que volviera Amelia y esforzarme por compartir sus emociones. Necesitaba salir, concederme una tregua.
Agarré el cuadernito donde apunta Daría si hay que comprar leche, azúcar o patatas y le arranqué la segunda hoja, que estaba limpia. «Gran Jefe, ahogado pozo doméstico, largarse calle.
Be happy
» escribí. Luego llevé la nota al cuarto de Amelia y se la dejé encima de la cama.
Salí, sin peinarme siquiera, sin cambiarme de pantalones, sin bolso. No había cogido más que las llaves y el monedero, como cuando bajo al bar a comprar tabaco. Crucé el portal casi corriendo.
—¿Va usted a volver ahora? —me preguntó el portero, que estaba hablando con otro hombre.
Quería preguntarme cuándo nos viene bien que nos pase la factura de los gastos del mes. Es verdad, ya estamos en los umbrales de mayo. Le dije en tono cortante que tenía prisa, que se lo preguntara a mi marido. Una reacción histérica. Pero es que al bajar en el ascensor había visto parada en el séptimo a la señora Acosta y la cosa que menos me apetecía en este mundo era encontrarme con ella, hay pendiente un recibo de no se qué, no quería saber nada del pozo ni de sus pobladores. De todas maneras, al decir «mi marido» ya me había asomado al pozo sin darme cuenta, y su visión furtiva me paralizaba. Miré el reloj, habíamos quedado en ir al teatro con su hermano y su cuñada, tendría que subir a dejar otra nota. ¿Es posible que no me hubiera acordado de Eduardo en todo el día? Y además me daba cuenta de algo que me dejaba aún más confusa: de que Amelia ni siquiera me había preguntado por él. Demasiadas perplejidades. Tenía que ventilarlas en la calle, eso es lo único que quedaba claro. Gran Jefe pozo no volver ahora.
—Perdone —dijo el portero—. Este hombre creo que pregunta por usted.
Le miré. Era un hombre fornido, un poco calvo, de mirada franca. ¿Lo conocería de algo? Me tendió la mano con cierta familiaridad.
—Cayetano Trueba, para servirla —dijo.
El ascensor había subido y estaba volviendo a bajar. No, ver a la señora Acosta sí que no.
—¡Ah, ya, el transportista de lo de mis hijos! Mucho gusto. Si no le importa, venga conmigo, entramos en el bar a que me cambien y allí le pago. Vamos.
Las últimas palabras las dije ya en pleno trotecillo hacia la salida, sin comprobar si él me seguía o no, hasta que llegué a la puerta del bar y me paré. Lo tenía junto a mí. Llevaba una chaqueta de pana.
—Sí que anda usted ligera, mujer —comentó sonriendo.
Pero era un comentario limpio, gracioso, desde fuera. Algo que no requería explicaciones. Y era grato oír la voz de un desconocido que ya a primera vista inspira confianza y hace compañía.
En cuanto empujé la puerta del bar y empecé a oler a gambas a la plancha y a café, me sentí provisionalmente a salvo y se me apaciguó el agobio. Había bastante gente y se oían fragmentos de conversaciones ensordecidas por un chirriar de máquinas tragaperras. Todos estaban allí buscando alivio a algo, restañando la herida de la media tarde. Los miraba con curiosidad serena, no incidían en mis humores ni yo en los suyos, nos admitíamos unos a otros sin exigirnos nada.
Cayetano Trueba es de un pueblo de la Alcarria, de familia de mieleros. Me lo contó mientras nos tomábamos unas cervezas en la barra por iniciativa mía. El está muy apegado a su tierra y a sus parientes y ahora tiene encima un disgusto horrible porque se ha extendido por toda España una plaga que se llama barroasis y que no está dejando abeja sana; hay familias enteras —y no sólo la suya— que se van a quedar en la miseria. En toda la comarca de Las Hurdes, por la parte de Salamanca, la gente anda llorando por las calles. Un dolor.
—Porque además, fíjese usted, es visto y no visto. Llegas un buen día a visitar las colmenas, un poco como a ver si sigue durmiendo un niño, porque ya sabe usted que todo el invierno los avichuchos se lo pasan en letargo, y nada, que no están. Busca por arriba, busca por abajo, ¿pero cómo que no están?, no puede ser, pues nada, ni rastros, ni siquiera el consuelo de verlas muertas, porque es que cuando las ataca el mal ése se escapan y se van a morir por el campo, fuera de la colmena, ¿qué instinto las empujará?, debe ser que no quieren funerales. Dicen que es un acárido, yo no sé lo que es eso, pero vamos, que no hay remedio, como una especie de sida, hablan de que están inventando una vacuna, ¿pero quién ha vacunado nunca a las abejas?, ¿de cuando acá?, si es que no puede ser, las dos vaquerías que hay en mi pueblo parecen farmacias de tanto potingue para que no se les pongan pachuchos los animales, y los peces de los ríos muriéndose y muchas especies del coto de Doñana, que ya las tienen como entre algodones, lo habrá usted oído decir. Y, claro, es que está todo envenenado, el aire, el agua, todo. Yo eso de la barroasis, ya ve, en mi vida lo había oído y ahora de la noche a la mañana ¡toma barroasis!, es una palabra que te la tienes que aprender quieras o no, yo por lo menos la tengo metida en los sesos.
Me dijo que antes de casarse él también era mielero, se vino porque a su mujer le tiraba la capital. Aquí ha trabajado el camión hasta hace unos años, pero era una vida mucho más dura; prefiere los transportes, por lo menos se conocen casas distintas y se ven gentes muy particulares, da lugar a un trato, a una cavilación. Y luego, como ahora el personal se muda tanto, porque es que nadie para, pues trabajo no falta, gracias a Dios.
Me dio una tarjeta donde ponía: «Un rayo soy y donde me llaman voy: Transportes EL OSO.» Así se llama su furgoneta, la suele aparcar junto al Palacio de los Deportes. Ahora ha comprado otra para su hijo, un chaval muy majo, no tiene más que ése. Vive con ellos.
—Usted ¿cuántos hijos tiene? —me preguntó.
—Yo tres, pero ya no viven en casa.
—Vaya, tan joven. Pues ahora lo que hace falta es que los vea bien casados. ¿O está ya casado alguno?
—No, ahora la gente joven no se casa tan fácil. Son más listos que nosotros.
—Ya, tiempo tienen, en eso lleva usted razón. Y luego con el paro que hay.
—Pues sí.
Me cambiaron cinco mil pesetas y le pagué, pero no consintió que le invitara a las cañas. Los de la Alcarria no tienen por costumbre dejar que pague la mujer; se verá antiguo, pero a él le parece una cosa bonita. Dijo que había pasado un rato muy bueno. En las capitales se va perdiendo el gusto por la tertulia, cada cual va a lo suyo, pero de todas maneras siempre aparecen personas tratables. Ya se lo había advertido la chica pelirroja, que yo era muy tratable. Una chica bien simpática, por cierto, un cascabel. El a lo primero creyó que era de la familia por cómo hablaba de nosotros, con esa confianza.
—Sí, claro, es que Consuelo ha crecido en casa, como aquel que dice.
Al despedirse, ya en la calle, me preguntó si tampoco, entonces, era familia nuestra don Raimundo.
—¿Qué don Raimundo?
—El que manda los jarrones ésos. Por cierto, ¡qué casa más rara tiene! ¿Ha visto usted su casa?
—Yo no, si no lo conozco. Debe ser un amigo de mis hijos.
—Es un señor muy nervioso —se limitó a decir.
No le fui tras la pregunta: le tendí la mano y le dije que le llamaría cuando tuviera algún traslado que hacer. Ya eran muchos trocitos de espejo. Demasiados.
Eché a andar por la acera sin rumbo fijo, a buen paso. Se había quedado una tarde muy fría. Yo iba a cuerpo, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, en plan «pordio» y me sentía libre.
Necesitaba pensar, por lo menos durante media hora, exclusivamente en Mariana León. Había huido para pensar en ella, para tratar de recordar su voz y reproducir sus gestos. La otra tarde hubo momentos en que me pareció la misma de antes, pero no sé, la vida nos cambia tanto. Al acordarme de la seguridad con que se mueve y de toda la gente a la que conoce, me arrepentía de haberle mandado mi primera tanda de deberes y sentía una punzada de celos. No podré descansar hasta que me escriba.
7 de mayo, camino del Sur
Querida Sofía:
Está anocheciendo y te escribo sentada en un compartimento de coche-cama, mientras al otro lado de la ventanilla se suceden barriadas modestas, cementerios de coches, huertas, fábricas, desmontes, vertederos de basura y chatarra y esos grupos de chabolas que se van desplazando cada día más allá, propagándose como los labios de una llaga, a medida que los especuladores del terreno baten en retirada con sus excavadoras la miseria del extrarradio, como si quisieran negarle la existencia al apartarla de su vista. El sol se estaba poniendo justo al salir de la estación de Atocha, pero todavía quedan sobre las nubes oscurecidas algunos resplandores de color naranja.
Este tren va a Cádiz, pero yo me bajaré un poquito antes, en Puerto Real, meta de mi viaje. Ya he estado otra vez el año pasado y me encontré a gusto. Una amiga mía de sesenta años, marquesa por más señas, tiene allí una casa grande en la calle de la Amargura, de verdad, se llama así la calle, y a mí me ha dado un juego de llaves de esa casa. Ella la habita poco porque no da abasto a desplazarse de acá para allá y tomar decisiones sobre las muchas fincas y negocios que le cayeron encima a la muerte de su padre, un terrateniente andaluz como de novela decimonónica; así que me agradece que venga yo a Puerto Real cada vez que necesite descanso. Dice que mis ojos, al mirar como refugio la casa deshabitada, la limpian de fantasmas y la desembrujan de tanto tedio y rutina como ha albergado. Hasta en una ocasión, bajo los efectos de la bebida, me propuso regalármela, y creo que iba en serio. Pero yo procuré hacerle entender —lo entendió enseguida porque es muy lista, y cuando bebe, más— que en tal caso los fantasmas empezarían a esclavizarme a mí y adiós refugio provisional; yo miro esos cuadros y esos muebles y lo que me gusta es que no me recuerdan nada, que no me importa el precio que tienen ni a quién han pertenecido ni adonde van a ir a parar cuando yo esté en el otro mundo. Silvia se echó a llorar y dijo que me envidiaba, que cómo le gustaría poder mirar así su propia casa. «Para ti es un novio, claro, y para mí un marido enfermo, y ni siquiera le puedo desear la muerte porque eso lo castiga Dios.» Se la desea, sí, como a todas las fincas que tiene, pero es un deseo esquizoide, en lucha con los principios de lealtad al patrimonio familiar que le inculcaron desde niña. Esa contradicción entre el arraigo y el desarraigo forma el núcleo de la neurosis que la trajo a mi consulta cuando se quedó sola en el mundo. Unas veces decide que se va a desprender de todo y otras que no se puede desprender de nada, son rachas, y ella lo sabe. Te diré que la relación con gran parte de las personas que trato actualmente me viene por la vía del diván, lo cual a la larga resulta empobrecedor y fatigoso. O, por lo menos, falto de armonía. Pero bueno, dejemos ahora a Silvia; supongo que ya tendré ocasión de volverte a hablar de ella cuando venga a cuento. Ahora lo que necesito es que escuches el mío.
Me voy, como te digo, a vacunarme de mis amarguras a la mismísima calle de la Amargura, trabalenguas que no deja de tener su miga sarcástica. La vida, hasta cuando la vemos más negra, puede ofrecernos estas compensaciones lingüísticas capaces de arrancarnos una sonrisa momentánea.
Más que irme, me largo. Me he liado la manta a la cabeza y he salido de estampía. De momento no pienso en las consecuencias, procuro sacarle placer a la sensación misma de la huida. Veremos lo que me dura, probablemente poco, porque ha sido una decisión a contrapelo de mi propio acuerdo. Siempre que decido hacer un viaje, supedito el proyecto a fechas libres, a compromisos pendientes. O sea, que prevalece la sensatez. Pero lo de ahora es un arrebato, como la espantada de un torero que tira los trastos y echa a correr ante un toro que amenaza con derrotes de muerte. Si has leído mi carta anterior, no te costará mucho entender que ese toro es Raimundo.
Y el caso es que iba todo tan bien; fue de repente. No hace ni siete horas que estaba en su casa, dispuesta a seguir allí con él el tiempo que hiciera falta, me daba igual que fuera una semana como toda la vida si él me lo pidiera, así como suena, y no sabes lo raro que a mí misma me suena ahora, pero era tan feliz.
Es que, no sé, te lo querría contar bien, porque, si no, no lo voy a entender yo tampoco, menos mal que te puedo escribir. Por favor, no te impacientes.
Desde que salió ayer por la mañana del hospital, en un estado de ánimo totalmente distinto del que yo había previsto (lo suyo es salir por registros inesperados), desde que llamó a un taxi y me dijo: «Pasa, vienes conmigo, ¿no?» supe que me estaba abandonando a lo que él decidiera, porque yo no tenía fuerzas para seguir llevando las riendas de nada. Bueno, es que ha sido una semana de infierno. Me sentía como una niña convaleciente de la que alguien, por lógica, se tiene que hacer cargo; y la voz bien templada de Raimundo, mientras se inclinaba hacia delante y le daba al taxista las señas de su casa, invertía radicalmente los papeles de protector y protegido marcados hasta entonces en el reparto. ¡Qué alivio! Recliné la cabeza en el respaldo del asiento y cerré los ojos, segura de que él lo había entendido así. Su primer gesto de pasarme el brazo izquierdo por los hombros ya fue una garantía esperanzadora. Luego, a lo largo del trayecto —un prólogo con más música que letra—, todo fue un crescendo de aciertos.
Yo no hablaba ni casi me atrevía a moverme, me dejaba llevar a ciegas, y él me acariciaba de vez en cuando las manos y el pelo con una delicadeza cargada de electricidad. Acercó los labios a mi oído: «
Ferme tes jolis yeux, car tout n'est que mensonge
» y ahí ya se me empezaron a escapar las lágrimas que a duras penas estaba reteniendo, porque la voz le salía de ese recinto del alma que tienen tan amurallado las personas acostumbradas a fingir y a defenderse. Era una orden bien dulce, la más apropiada para una niña que ha tenido tanta fiebre, tantos delirios, ¿cómo no obedecer? Así que seguí saboreando con los párpados cerrados la vecindad de quien me había recogido y me llevaba con él, el olor de sus ropas y aquellas caricias que ahora se centraban en un recorrido lento de sus pulgares por el surco de humedad que me dejaba el llanto sobre la mejilla, hasta que vomité todo el miedo y el veneno que se me habían depositado durante las noches en vela en el fondo de los ojos.