—¿Te pasa algo? —me preguntó—. No sueles despertarte tan temprano.
—Es que he tenido un sueño muy raro y estaba tratando de acordarme de cómo era. Me duele un poco la cabeza.
—¡Qué manía tienes de no tomar la pastilla!
—Algún día tendré que desacostumbrarme. Además, los sueños no son siempre desagradables. El de hoy era muy bonito.
Busqué su mirada pero no la encontré. Vi que se estaba haciendo el nudo de la corbata delante del espejo. Pero su voz no era tan imperturbable como su actitud cuando me preguntó a qué hora me había dormido.
—Oí dar las tres, me parece. No habías llegado tú todavía.
Cambió de conversación, y en el fondo se lo agradecí. Pero otra de las cosas que ha perdido es aquella gracia que tenía en tiempos para inventar una conversación atractiva, cuando quería distraerme de otra que amenazaba con no serlo tanto. Podría haberse sentado unos minutos en la cama y preguntarme con qué había soñado. Ya sé que es pedir gollerías, pero me hubiera gustado, y también lo siento por él, porque daba mucho juego aquello de cultivar la interpretación de los sueños, cuando lo hacíamos.
No se prestó a ello, como era de esperar. Así que el nombre de Mariana León no salió a relucir ésa mañana entre nosotros. Tal vez fuera mejor. Y si fue peor, da lo mismo. Las cosas que pasan —como dice mi hijo Lorenzo—, pasan y punto, mamá, no le des más vueltas.
De reojo, le miraba demorarse en la labor de dejarse impecable el nudo de la corbata, y aunque no dejaba de hablar, sospeché que en su verborrea estaba influyendo el deseo de conjurar mi silencio. Me dijo que no contara con él a la hora de la comida, y que por la noche no tenía más remedio que ir a una exposición de pintura que inauguraba su amigo Gregorio Termes. Gregorio Termes es el arquitecto que dirigió las reformas del cuarto de baño, una persona con la que nunca he tenido buenas relaciones, aunque me haya tocado padecerla. No sabía que fuera también pintor. Eduardo se enfadó. Al parecer ya me lo ha dicho otras veces y yo no me he enterado. No me extraña. Lo encuentro tan bobo, tan vanidoso y encima tan pesetero, que si me ha contado algo de él, habré hecho lo mismo que con todo lo que no me interesa: desenchufar la pila. Conmigo, al principio, intentó hacerse el delicioso y epatarme con su cultura de ejecutivo traspasado por las más recientes corrientes europeas, pero luego, como yo no entraba al trapo, me empezó a tratar con altivez desdeñosa, no sé cómo no notaría que me estaba riendo un poco de él cada vez que tiraba de plano y se quedaba embebido, como en trance; que en eso tenía razón el señor Acosta, ni que fuera el arquitecto de San Lorenzo de El Escorial. En fin, que me relegó en su mente al reducto de las amas de casa adocenadas y carentes por completo de sentido estético. Ya ves tú. Si me hubiera oído la parodia que, para desahogarme, les hacía a los chicos cuando los iba a ver. Encarna, sobre todo, se moría de risa. Y eso que no conoce a Gregorio Termes, y no puede saber lo bien que le imito. Pues nada, ahora, además, pintor. Un pintor fabuloso, un fuera serie. Me empezó a entrar curiosidad por aquellos cuadros, tampoco está bien prejuzgar como chapuza algo que no se ha visto. Pero la adjetivación me resultaba sospechosa. De un tiempo a esta parte son tantos los «fuera serie» que triunfan de la noche a la mañana, que no puede uno por menos de preguntarse si no serán artistas en serie, atentos a las expectativas de mercado que les marca una computadora. Iba a ir mucha gente importante a la exposición, incluso la esposa del jefe del Gobierno. De otros nombres que mencionó Eduardo, unos me sonaban y otros no. Según él, yo últimamente he perdido todo interés por la actualidad cultural.
Había acabado de anudarse la corbata, y con la punta de su zapato italiano empujó la novela que consoló mi insomnio y que se había caído abierta al suelo. Me dormí cuando la señora Dean empieza a sospechar que Heathcliff ha vuelto a merodear como una sombra amenazadora por la Granja de los Tordos.
—¿No comprendes —dijo Eduardo— que seguir leyendo
Cumbres borrascosas
es quedarse enquistada?
Me aburría romper una lanza a favor de Emily Bronté, y me pareció más prudente no decir nada, porque además acababa de tener una fulminante revelación que casi se convirtió en certeza: el paisaje al que nos habíamos escapado Mariana y yo era el de los pantanos de Gimmerton. Y sin embargo, no lo reconstruía, no lograba volver a meterme en aquel escenario. Se me borraba todo. De pronto, la luz primaveral en la ventana volvía más opaco, por contraste, el bulto del día con el que me tocaba cargar, y me traía a la memoria una serie de recados y compromisos anodinos, que desplazaban ya definitivamente el argumento del sueño. Algunos despertares son como ácido sulfúrico.
Eduardo se despidió. Pero antes le pregunté, sin saber yo misma por qué se lo preguntaba, que dónde iba a ser la exposición de Gregorio Termes y a qué hora, por si me animaba a ir. Me miró sorprendido y con un asomo de incomodidad. El no iba a tener tiempo de venir a buscarme. Me salió entonces ese ramalazo de desparpajo madrileño que Encarna siempre me está aconsejando cultivar más.
—Oye tú, ¿y qué importa? ¿Me supones con los rumbos tan perdidos como para no saber llegar por mis propios medios a la calle Villanueva? Jolines, Edu, me está usté ofendiendo. Un respeto.
Trató de reírse un poco y no sabía. Es horrible, su religión se lo impide.
—Creí que no te gustaban esas cosas —dijo, mientras se ponía la chaqueta—. De todas maneras, si te animas, yo encantado, nos vemos allí. Pero ponte guapa, no vayas disfrazada de pordiosera.
Sentí una extraña sacudida y nuestros ojos se encontraron un segundo, como pájaros asustados. Los suyos, más precavidos, levantaron el vuelo inmediatamente. Ir de pordiosera es una frase correspondiente a lo que llama Natalia Ginzburg «léxico familiar.» Fue acuñada por el mismo Eduardo y en su versión primera, de hace unos treinta años, «ir de pordiosera» equivalía a actitud independiente, no tenía la menor connotación peyorativa, todo lo contrario. A él entonces le gustaba que yo no me maquillara, le gustaba mi disponibilidad inmediata, mi forma de vestirme, de moverme y de dar una opinión contra corriente, me decía que era gitana y que no se me ocurriera nunca convertirme en paya; y una vez me contó que cuando me estaba esperando y me veía venir a lo lejos, decía para sus adentros: «mi pordio, allí viene mi pordio.» O sea, que «ir de pordiosera» llegó a desembocar en una especie de piropo; yo era «la pordio» , y me encantaba serlo. Ahora la expresión, evidentemente, se había vaciado de aquella carga semántica.
—No te preocupes —le dije—, me buscaré un disfraz digno de Gregorio Termes and Company.
No fui disfrazada de pordiosera. A las seis llamé por teléfono a Encarna para pedirle un vestido suyo de seda india que me sienta muy bien. Bueno, la verdad es que antes era mío. Me lo trajo, y también unos cosméticos, pero no se pudo quedar ni a tomar una taza de té, porque tenía prisa. La vi distraída, con mala cara, y algo excitable. Le molestó que le preguntara que si le pasaba algo. A mí también me molestaba cuando me lo preguntaba mi madre.
—Bueno, siempre pasan cosas, mamá, pero da igual. Tú vive tu vida, por favor, te lo digo siempre, no te preocupes por la nuestra. Que te diviertas, bonita. Y tranquila. Simplemente es que tengo un día un poco «atra.»
Dicen «atra» por atravesado, ya lo sé de otras veces.
Cuando se fue, la asistenta me planchó el vestido, y a las ocho, después de algunas vacilaciones, cogí un taxi y le di las señas de la galería donde expone Gregorio Termes. Seguían quedando en el cielo unos leves resplandores de luz primaveral. «La sorpresa es una liebre, y el que sale de caza, nunca la verá dormir en el erial.» Esto lo escribí en uno de mis diarios de juventud. Lo que no sabía es que no era yo sola quien recordaba la frase y que al poco rato alguien me iba a saludar citándola textualmente. Quién podía imaginarse que, después de los años mil, en ese local rebosante de famosos iba a encontrarme contigo, lo que son las cosas, con Mariana León en persona.
Aunque ahora, mientras escribo esto, me pregunto: ¿te encontré en persona o en personaje?
(Continuará, Mariana, aunque no sé por dónde.)
Madrid, 30 de abril, noche
Querida Sofía:
A pesar de los años que hace que no te escribo una carta, no he olvidado el ritual a que siempre nos ateníamos. Lo primero de todo, ponerse en postura cómoda y elegir un rincón grato, ya sea local cerrado o al aire libre. Luego, dar noticia un poco detallada de ese lugar, igual que se describe previamente el escenario donde va a desarrollarse un texto teatral, es de día, en primer término sofá, por el lateral derecha puerta que da al jardín, lo que sea, para que el destinatario de la carta se oriente y pueda meterse en situación desde el principio. Son pautas que sugeriste tú —lo recordarás—, como marcabas, casi sin que se diera uno cuenta, las reglas de todos los juegos.
Pues bueno, ya me he puesto cómoda, y además he descorchado una botella de champán francés que tenía en la nevera desde Navidades. Con taponazo hasta el techo. Ha habido motivo, y no pequeño. Si supieras el milagro que es para mí volver a tener ganas de escribir una carta no de negocios, no de reproches, no de consejos, no para resolver nada. Una carta porque sí, sin tener de antemano el borrador en la cabeza, porque te sale del alma, porque te apetece muchísimo. Me había olvidado. Es lo más urgente del mundo, pero también lo menos obligatorio. De eso que dices, bueno, son las once y tengo toda la noche por delante, salga el sol por donde quiera, no voy a mirar la agenda de mañana y que se hunda el mundo, yo a lo mío, y te da pena de la gente que está cenando en restaurantes de cinco tenedores o se ha sentado a mirar la televisión o a eternizarse hablando por teléfono. En fin, lo que suelo hacer yo misma muchos viernes a estas horas.
Me acabo de beber la primera copa a tu salud, despacito, mirando al trasluz, entre sorbo y sorbo, cómo suben las burbujas, porque eso es lo importante del champán, que el líquido entre también por los ojos y estalle contra la imaginación. Está riquísimo, tan picante y tan fresco. El champán sin motivo no sabe a nada, ni siquiera es dorado. Pis de gato.
Antes de servirme la segunda copa, me he levantado a por pitillos y a encender el contestador automático. No pienso atender a ningún recado, llame quien llame. También he estado buscando, y por eso he tardado un poco en venir, este papel color garbanzo que estreno para ti y que no sabía dónde lo había metido. Menos mal, si no aparece, me da algo. Caprichos violentos ya no los tengo más que por esas bobadas. Estaba encerrado con sus sobres a juego en una caja de cartón preciosa con la estatua de la Libertad en la tapa. Pero empezaba a ser la tapa del ataúd de la Bella Durmiente. Diez años cerrada, fíjate, tal como la vi en un escaparate de la calle Catorce, durante una de mis primeras estancias en Nueva York. No sé si conoces Nueva York. Es una ciudad en la que me suelo acordar de ti sobre todo por las papelerías.
Bien. Dos referencias para que te sitúes, una de tiempo y otra de luz. Hace un rato han dado las once y media en el reloj de pared que estuvo siempre en la calle de Serrano, al fondo del pasillo. Describírtelo sería absurdo porque una vez dijiste que para ti la noción del tiempo iría siempre unida a ese reloj. Claro que el paso del tiempo puede borrar la misma noción del tiempo que creíamos invariable. Segunda referencia: te estoy escribiendo a la luz de una lámpara que también conoces. Es aquella de mesa que tenía mi abuelo en su despacho, ¿te acuerdas?, una con pantalla de cristal verde billar por fuera y blanco por dentro, con soporte dorado. Te incluyo un plano en papel cuadriculado y marco con una R. y una L. enrojo los lugares que ocupan esos dos viejos conocidos tuyos dentro de la habitación donde ahora paso la mayor parte de mi vida. Ha quedado algo chapucero, ya sabes que el dibujo no es lo mío, pero, en fin, te puedes hacer una idea. En realidad son dos habitaciones grandes, como verás, separadas entre sí por un arco con cortina de terciopelo, que ahora está descorrida. En total cincuenta y ocho pasos de largo (los cuento cuando me paseo de un extremo a otro), y cuatro huecos a la calle. Los tres marcados con una b. son balcones, y el último de allá, con m., un mirador hermoso. Ese espacio del mirador, envuelto en su luz tenue, tal como lo veo a través del arco desde mi mesa, me parece en este momento algo irreal. Lo miro con un despego raro, imaginando que te lo enseño a ti, que lo dibujamos entre las dos a los doce años, y tú me ayudas a poblarlo de objetos fantásticos, un dibujo fugaz y perenne que las nubes se llevan navegando hacia el futuro. Tú en las nubes veías playas desiertas, rostros de niños, dragones. Yo, una casa con mirador.
Consulta el plano. Verás que estoy sentada contra la pared del fondo, en el espacio más recogido, porque no tiene puerta. La tenía pero la tapié. Del pasillo se entra directamente a la parte del mirador, que llamo para mis adentros «la boca del lobo.» O sea, que ese espacio, por bonito que te lo pinte, me angustia un poco, para qué te lo voy a negar, a veces casi como una película de miedo. Es donde paso consulta, y en su día le di muchas vueltas a la manera de decorarlo, tenía que ser acogedor y relajante. Por los resultados, creo que acerté. Los pacientes, si no se encuentran a gusto, no cuentan nada. Así que yo procuro que no noten que a mí me angustia. Guárdame el secreto, que, si no, me hundes.
Te conozco. ¿A que ya le has puesto un diván? Pues sí, hija mía, lo tiene. Allí enfrente, ese rectángulo pequeño que lleva en el centro una d. Y es lo más parecido del mundo a como te lo estás imaginando, con un solo brazo y rollito para apoyar la cabeza, eso, igual que lo dibujaría un niño, tapizado en verde y negro, una ganga maravillosa de esas que aparecían antes por los puestos del Rastro. Fue verlo y producirse el flechazo. Creo que influyó en mi definitiva orientación hacia la psiquiatría.
Aquí me mudé bastante después de comprarlo, cuando empecé a tener una clientela estable, a finales de los setenta. Acababa de romper con un señor que me traía, y aún me trae bastante, por la calle de la amargura. O sea, que lo de romper es un decir. Un escritor con problemas homosexuales, que yo intenté resolverle sin éxito, primero en el diván y luego en la cama. Es una historia que tal vez te cuente otro día. Pero mal del todo no se portó. Me prestó dinero para la entrada de este piso y para los primeros arreglos. En ese terreno del dinero, ya estamos en paz. En otros, no tanto.