Y ya completamente espabilada debajo de la ducha, las palabras provisionales del diario de la Mansfield, desnudas de retórica como los quejidos de un enfermo, me vuelven a traer su añoranza de infinito, su rebeldía inexpresable e inútil. Todo lo diferido se va pudriendo, ella lo sabe, se desespera de saberlo, de no tener tiempo para dejar en el mundo algo parecido a una huella; y esta noche en el sueño lo que ha hecho ha sido pasarme la antorcha de esa inquietud candente. «No le deis de comer» claro, ahora me acuerdo, se desdobla en otra que le manda escribir y desatender las coartadas de la inercia. «Una de las K. M. está triste —escribe—. Pues dejadla. No le deis de comer.» Esa era la clave: No dar pasto al desánimo.
Clave de sombra, Sofía, ahí la tienes, escondida bajo ese tropel discontinuo de imágenes que la doctora León aconseja controlar. Imágenes que cabalgan por pasadizos abovedados en cuanto cerramos los ojos y quitamos el dique que la voluntad o el reloj suponen para su vocación de desbordamiento. Porque han nacido para desbordarse y luego perecer. Y también son caducas las arengas que dirigimos —y por el orden en que se las dirigimos— a los fantasmas de nuestro teatrito particular. Personajes variables y ambiguos, que en el caleidoscopio de ese desbordamiento van cambiando de rostro, de nombre y condición, disfrazándose, con ropajes que sus antecesores han dejado caer.
Siempre, hasta en sueños, funciona en mí la metáfora del teatro. Abandonarse al sueño o a la ensoñación es como entrar en el teatro y al salir recordar la función sólo a medias, a sabiendas de que se va a borrar si no tenemos ocasión de comentarla con alguien. Hasta que, claro, se borra.
Toda esa riqueza camina en espiral y haciendo remolinos a sumideros invisibles, conjurada por la luz que pone en fuga a los murciélagos, disuelta con el agua de la ducha que me resbala por la piel.
El día es un cheque en blanco, pienso de nuevo cuando, ya duchada y vestida, le abro la puerta a la camarera que viene con el desayuno y el periódico local.
—¿En la terraza, como siempre?
Y yo le digo que sí, que como siempre, y la palabra «siempre» me hace cosquillas porque me pregunto cuánto tiempo llevo aquí. Y veo que la camarera, al avanzar, echa una mirada incrédula hacia la mesa supletoria cada vez más atiborrada de papeles.
—Tenía usted razón que le hacía falta, y yo decía que por qué no se arreglaba con la de mimbre, no le cabe ni un alfiler.
Y vuelvo a acordarme de la Mansfield y noto en la desgana con que merodeo por esa zona, como quien hace cola en una oficina de desempleo y no sabe siquiera de qué color es el impreso que tiene que rellenar, que pocas veces he tenido menos claro el tipo de trabajo que he venido a hacer aquí, cuando, por otra parte, la urgencia por meterme a trabajar a fondo me inyecta una olvidada sensación de fe ante este propósito de escollos y perfiles cambiantes. Y pienso que todo sigue pendiente, y que lo que tendría que hacer es…
Y me aparto para que pase la camarera, porque no sé lo que tendría que hacer, de momento espabilarme un poco. Y la sigo a la terraza, y vislumbro al pasar varios papeles que dejé escritos anoche a modo de recordatorio con consejos y advertencias para aprovechar mejor el tiempo de hoy, como si adivinara que iba a necesitar contrarrestar el opio de esta retahíla provocada por las fragmentarias imágenes nocturnas.
Imágenes mestizas, que son sin embargo —y eso es lo único que he sacado en limpio— la misma vida que en vano lucho por apresar en mis escritos diurnos, organizados y sensatos. En ellas late el pulso del tiempo que se me va, en ellas se adivina su verdadero rostro. Lo que quizá tendría que hacer es atreverme con un texto poético donde diera rienda suelta a todas estas contradicciones, con una novela quizá, y dejarme de tanto psicoanálisis. Y siento la tentación como una punzada muy intensa. Tal vez empezando por describir la puesta de sol de aquella tarde cuando Manolo Reina me señaló este hotel por vez primera. Seguramente es lo que harías tú, Sofía.
La camarera ya ha dejado el desayuno en la terraza y me está mirando perpleja, porque le corto el paso para salir.
—¿Quería usted algo más?
—No, gracias.
—Pues nada, hasta luego y que aproveche. Me han preguntado en la sauna que si va usted a bajar antes de las once.
—No sé. Ahora llamaré.
Desde la terraza se ve el recinto lujoso de la piscina y se vislumbra el interior de otras habitaciones que, como la mía, se asoman a ella. En casi todas las terracitas hay toalla y bañadores. Otro día te hablaré de mis vecinos de la 204. Ellos solos dan para otra carta. Hace un día glorioso, y un empleado con mono naranja está limpiando fondos en la piscina aún solitaria.
¿Qué voy a hacer después de desayunar? Seguro que, a pesar de los consejos de la Mansfield, la voluntad, como descabezada de su tronco, quedará a merced de errabundos instintos que me sacarán del cuarto y acabarán llevándome a vagabundear por ahí, sin que tampoco mis pasos me deparen un especial disfrute, obsesionada como estoy por la relación que guardan entre sí los papeles de la mesita supletoria, por las preguntas que plantean. Y se me cruza, como un relámpago, la certeza de que en cuanto volviera a Madrid y entrara en mi despacho del mirador desaparecería esta sensación de incertidumbre. Pero rechazo la idea. Desde la cuerda floja por la que avanzo, aquello me parece un bunker. Tengo que afrontar el vértigo de la indecisión, que es de donde podría salir algo que valga la pena, una revisión de mi rumbo.
Desde la piscina se baja a la playa por unas escaleras bastante empinadas. La playa es de arena muy dura y cuando la marea está baja como hoy, se puede llegar al pueblo andando por ella. Unos cinco kilómetros. Pero yo suelo ir por el otro camino interior.
Cruzo las piernas y extiendo con toda parsimonia la mantequilla sobre la tostada. Desayunar en un hotel de lujo cuando seamos mayores… ¡Cómo me gustaría que estuvieras aquí, Sofía!
Pensar es ir saltando de una habitación en otra sin ilación aparente, estancias del presente y del pasado, algunas aún accesibles, otras cerradas para siempre o derruidas, nuestras o no, tan pronto morada estable como refugio eventual del que solamente quedó un olor o una sombra movediza proyectada en el techo, en qué ciudad sería, yo tardaba en dormirme y oía ruidos por el pasillo, hotel, casa de gente conocida, de qué mano entré allí. Habitaciones que se dislocan, bifurcan e intercambian volúmenes y adornos cuando surgen en sueños al servicio de un argumento con pegotes del cine o las novelas, y las transita uno disfrazado, sin atreverse a reconocerlas del todo, luchando por entender qué oscura fuerza nos ha vuelto a traer a esos umbrales y por recordar adonde llevaba el largo corredor que se adivina al fondo.
Los recuerdos están repartidos por habitaciones, que el pensamiento visita cuando se le antoja, a un ritmo imprevisible, ajeno a nuestras riendas. Pensar es ir saltando de una en otra, y a esta aventura, si os veis embarcados en ella, no le pidáis razones cronológicas. Cada habitación lleva cuatro o cinco dentro, como las cajitas chinas, con la diferencia de que de una vez para otra alguien a tus espaldas las revuelve y transfigura. Sólo sabes que la de fuera es esa cuyas paredes estás viendo y tocando cuando la cabeza se dispara y empieza a divagar.
«Está bien eso de las habitaciones, muy poético, ¿qué más? ¡Siga, no lo deje!.» digo entre dientes. Unas veces en tono grave y apagado si el mensaje que mis labios recogen me llega desde un aula, tal vez ya reformada o desaparecida, del Instituto Beatriz Galindo; otras con voz más cálida y cercana («Sigue, Sofía, por donde sea y hablando de lo que sea») , cuando procede de cierto despacho con diván en el que nunca he entrado, aunque albergue un reloj y una lámpara que me son familiares.
Cuánto me gusta que Mariana en su carta haya entendido que lo más importante era describirme la habitación donde trabaja, y que luego necesitara echar la cortina para seguir hablando conmigo de otra manera, porque la visión del diván le torcía el discurso. Claro, qué bien entiendo eso. He tomado muchas notas en un cuaderno pequeño acerca de lo que significa mudar de sitio los muebles o cambiar de cuarto. También he escrito en ese cuadernito auxiliar un poema, «La casa del mirador» inspirado en nuestra interpretación infantil del dibujo cambiante de las nubes. La casa que Mariana niña veía reflejada en ellas va mudando poco a poco de perfil dentro del poema hasta convertirse en esta que de adulta me describe, una casa incorporada ya para siempre a la mía, a pesar de no haber entrado en ella, igual que mi discurso se engarza con el suyo, aunque cada cual lleve su camino, y ni ella ni yo sepamos siquiera si van a encontrarse, ni cuándo.
«Eran los nuestros sueños divergentes/como también ahora nuestras vidas.» Sigue, Sofía, aunque sea en endecasílabos. Sigue por donde sea y hablando de lo que sea. Mariana me lo manda y su carta, tantas veces releída, da pasto continuo a la divagación.
Desde que la recibí duermo en la cama turca del cuarto de Amelia, porque me quedo escribiendo y mirando papeles viejos hasta muy tarde. Enhebrando y tratando de entender historias arrinconadas que convocan el insomnio, mariposas de noche que sólo se dejan perseguir sin testigos y de puntillas. «No suelte usted nunca el cazamariposas, señorita Montalvo.» No, ahora lo agarro bien. Pero lo tenía perdido, guardado, sin saberlo, entre los repliegues de este cuarto, que también ha ido sufriendo transformaciones a lo largo de los años, el último que decoré con ilusión para mi última niña.
Ni siquiera ha sido una decisión quedarme aquí, mientras ella viaja por las nubes. Vino rodado, como todo lo que vale la pena, como cualquier cambio revolucionario de puro simple, inconcebible antes de surgir. Pues nada, he abandonado la alcoba conyugal, así como suena. Y para Eduardo creo que ha supuesto un alivio. De todas maneras, la primera noche acusó sorpresa y se sintió en la obligación de preguntarme qué estaba haciendo.
Era tarde y oí sus pasos que se paraban delante de la puerta iluminada del cuarto de Amelia, como dudando si entrar o no. Por fin lo hizo y se quedó de pie algo violento, mirando la lámpara encendida y los papeles dispersos encima de la mesa. Tenía mal aspecto y ese gesto de perpetua tensión interior que se refleja en la mirada huidiza.
—¿Tan tarde levantada?
—Ya ves.
—¿Y qué haces?
—Escribir. Cosas mías.
No acusó la menor curiosidad. Todo en su persona exhala ahora como una mezcla de prisa contenida e indiferencia.
—Ya. Pues eso no es malo.
—No, que yo sepa, lo hago por prescripción facultativa.
Pareció alterarse ligeramente y me preguntó que si había vuelto al psiquiatra. Yo bajé los ojos hacia la mesa y mi caligrafía me hacía guiños amistosos desde el cuaderno y los papeles sueltos, como la luz de un faro. Sonreí. Me sentía totalmente dueña de la situación.
—No, hombre, no te preocupes. Es que tengo un
alter ego
que me manda escribir. Esquizofrenia, si quieres, pero controlada. Delegas en otro para que te cuente lo que te pasa, y ese otro, que también eres tú, lo mira todo desde fuera. Luego, cuando quieres recordar, se ha separado de ti y acaba existiendo. Fue lo que les pasó a Álvaro de Campos y Alberto Caeiro.
Me miraba cada vez más inquieto.
—¿A quiénes?
—Dos de los heterónimos de Pessoa. Y había otro también… ¿Cómo se llamaba el otro?
—No sé, ¡qué humor tan raro tienes!
Apoyé la barbilla en las manos y me quedé mirando al vacío. La lectura de Pessoa la tengo reciente y me apetecía explorar con ella las aguas estancadas del alma de Eduardo, como si echara una caña con cebo.
—Mi carácter es tal que detesto el comienzo y el fin de las cosas —recité—, por ser lo uno y lo otro puntos definidos. Toda la constitución de mi espíritu es de perplejidad y de duda. Así como el panteísta se siente árbol y hasta flor, yo me siento varios seres…
—Por favor, Sofía —me interrumpió impaciente—, no te hagas la sublime, porque no te sigo.
—Ya veo, ya. Pues nada, no hagas esfuerzos.
Trató de dulcificar su respuesta.
—Es que me estoy cayendo de sueño, compréndelo.
—Lo comprendo. El sueño es libre. Entre el mundo y yo hay una niebla que me impide ver las cosas como verdaderamente son: como son para los otros. No pondero, sueño. No estoy inspirado, deliro… ¡Ricardo Reis se llamaba el tercer heterónimo, me acabo de acordar!
—Vaya, mujer, me alegro de que eso no te vaya a quitar el sueño. ¿No estás cansada?
—¿Cansada? ¡Por favor! ¿Sabes lo que voy a hacer? Quedarme a dormir aquí para no molestarte luego.
Hubo una breve pausa.
—Muy bien, como quieras —dijo.
Repitió que él estaba cansadísimo y que se iba a dar un baño. Nos deseamos buenas noches y oí sus pasos que se encaminaban hacia El Escorial. Eso fue todo.
Luego ha estado dos días de viaje, y a la vuelta ya no ha hecho comentarios sobre mi traslado al cuarto de Amelia, como si diera por aceptada esta tregua provisional. Su hermana Desi le llama mucho. Lo noto rarísimo y sé que amaga tormenta. Pero de momento me deja totalmente en paz.
Mientras no reúna las fuerzas y las ganas —si las llego a reunir— de mantener con él una conversación consistente, capaz de abrir brecha en el muro que nos aísla, o al menos intentarlo, me resulta francamente incómodo seguir acostándome al lado de un señor que cuando llega de madrugada no te dice de dónde viene y a quien mis esfuerzos por disimular los cambios de postura que provoca el insomnio y fingir una respiración regular deben resultarle tan penosos como a mi los suyos por amortiguar el zumbido de sus obsesiones ocultas y teñir de normalidad las pocas palabras que me dirige antes o después de meterse en la cama.
Son dos camas adosadas de pata gruesa y larguero sólido, con cabecera común y cubiertas de día por la misma colcha, regalo de mi cuñada Desi; una tela de dibujo exclusivo, según ella, a quien la palabra «exclusivo» se le derrite en la boca como un tocino de cielo. En rombos rosa y gris. Algo tiesa. Y mala de doblar. Son difíciles de hacer estas camas tan pegadas y que fingen ser una, porque pesan bastante y separarlas cuesta. Se hacen mejor entre dos personas.
—Yo no sé si será por el colchón Flex tan gordo —dice Daría—, pero pesan más que un matrimonio mal llevao.
Lo dice, claro, con intención. Pero lo que encuentra más absurdo es tener que estirar la colcha de los rombos para que parezcan una sola cama, lo ve como una auténtica engañifa.