Nubosidad Variable (24 page)

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Authors: Carmen Martín Gaite

Tags: #Narrativa

Apunte usted sus sueños.

—Claro, se dice pronto —como me contestó un día una viuda ya no demasiado joven, atormentada por la urgencia de sus frecuentes deseos sexuales y la necesidad de prohibírselos—, o son sueños y se toman como son, o se apuntan, y entonces ya no son sueños. Además yo bastante tengo con ejercer por el día de viuda, en vez de cantar a voz en cuello cuando me apetece, y por la noche no poder tirarme a la calle a buscar un tío, porque no me han educado para eso, y luego el miedo a cogerte lo que no tienes, y qué dirán los hijos, que quieras o no se acaban siempre por enterar. Pero en mis sueños, pues es eso lo que sale, qué otra cosa va a salir. Que me caso vestida de blanco y que hago recados y visitas y comidas y maletas y que voy al cine siempre con el mismo señor, con eso nunca sueño, porque es una pesadez, y otros veintitantos años aguantando mecha no los querría ni loca, pero un poco de juerga sí. Son cosas que no se pueden decir y por eso acaba una mal de los nervios, pero yo a Luis lo echo de menos sólo por las noches, lo de la cama sí, lo de la cama me encanta.

Se llamaba Almudena, de condición social inferior a la de su marido. Lo tengo en una cinta que resumí a máquina en Puerto Real, trabajo atrasado, y ayer estuve leyendo la ficha, cuánto trabajo atrasado se amontona, y total para qué. Almudena Sánchez viuda de Portillo. Vino muchas veces y su discurso era liberador, adulterado y exuberante, me dejaba como de palo y, desde luego, sin argumentos.

—Se lo cuento —me dijo un día— para que usted lo escriba, porque así no lo desperdicio y un poco para desahogarme, por eso hablo con usted, que no se escandaliza de nada, como es natural, y me resulta cómodo. Pero no para que me cure, eso ni por las entretelas del cerebro se me pasa, porque la vida, doctora, no tiene cura.

No, no la tiene. Anoche precisamente lo pensaba yo, porque estuve oyendo la cinta que me grabó Manolo Reina con su voz, una voz que me sigue poniendo los pelos de punta, y me acordé de Almudena, que, por cierto, es una paciente antigua que ya no ha vuelto, de cuando decía que lo más difícil para ciertas mujeres es resignarse a no adornar una pasión, simplemente sufrirla o disfrutarla, pero comérsela en crudo sin más aderezos.

—Debe ser —me dijo— porque como nos dan de pequeñas tantas recetas de guisos y leemos tantas revistas que tratan del adorno, pues anda, adorno y guiso también para justificar aquello de «hasta que la muerte nos separe» que además es mentira, porque luego la muerte nos separa y como si nada, ya ve usted lo que me está pasando a mí.

Era graciosísima aquella Almudena, parecía una actriz de cine italiano, y lista como un rayo, de las que te ven pensar. Y anoche, cuando estaba oyendo la voz de Manolo en la terraza y mirando las estrellas, se me cruzó su imagen sin saber por qué: me pareció volverla a ver mirándome con aquella especie de cachondeo:

—¿Y a usted qué le pasa? ¿Es de corcho? Porque los de su oficio nunca sueltan prenda. Sería mejor que también usted me contara algo.

Fue cuando de repente me puse a hablar con ella. Al principio, me estaba dirigiendo a Manolo. Le había dado al stop del radio-casette para interrumpir su discurso en un momento álgido: empezaba imitando el ronroneo de un gato —que lo hace muy bien, sobre todo al oído—, y luego se oía el mar, «son efectos especiales, Mariana» y ya cambiando el tono seguía repitiendo mi nombre muchas veces, despacito, como si respirara, y tras una pausa, sobre el fondo de olas rompiendo, de nuevo su voz: «Te necesito ahora mismo, ¿te enteras?, a-ho-ra a-ho-ra a-ho-ra, me acuerdo de ti furiosamente, oyes el mar, ¿verdad?.» Y metí una cinta virgen para contestar a eso casi a tres años de distancia, porque la voz es lo que tiene, que te puede emborrachar aunque esté embotellada, hacerte perder la brújula, y fue lo que me pasó, que me sentí como extraviada en un laberinto que anulaba el tiempo y desenfocaba la perspectiva, debió influir el rumor de las olas allá abajo en la playa, tan igual a sí mismo, tan eterno. Me temblaban los dedos al poner la cinta nueva, de pura prisa por aprovechar aquella coincidencia de ritmos, por adecuar mi vértigo al suyo. «Oigo el mar, sí, lo oigo, qué voz tienes, por favor, dime más, pero escúchame también, a-ho-ra a-ho-ra a-ho-ra, yo también te necesito precisamente ahora, ¿te gusta que te lo diga…?.» Y de pronto, sin transición, se me quebró el susurro y pensé: pero bueno, si él ya tiene otra novia, otra vida, si nos separan miles de millas, ¿de qué le estoy hablando y a quién?, es engaño de los sentidos, por no coincidir, ni la hora coincide, porque en Nueva York será media tarde y ni siquiera puede estar mirando estas mismas estrellas que yo miro, y se me empezaron a caer las lágrimas por la cara, se habrá ido al cine con su chica, una yuppie de treinta años, ¿cómo será?, nunca me han mandado fotos, dominante seguro la tal Sheila, no le debe dejar ni respirar, las cinco de la tarde en Manhattan, viven en el East Side, puede que esté tumbado en su apartamento esperando a que ella vuelva de la galería de arte, o tal vez tengan perro y lo haya sacado de paseo, o esté eligiendo latas de conserva en un supermercado, qué más da, en todo caso, —¿a qué soñarlo como receptor de este mensaje intempestivo?, le sonaría a chino.

Y ahí es donde se me cruzó el recuerdo de Almudena, que tantas veces se había quejado de que los psiquiatras no contamos nada, y cambié de interlocutor sin más ni más. Todo eso del perro y del supermercado y de la novia neoyorquina absorbente ya se lo estaba contando a Almudena, presa de un ataque de celos extravagante, pero tan intenso que no dejaba de llorar y tuve que echar mano de un kleenex. «Para que veas, guapa, que los psiquiatras no somos de corcho» concluí, extrañada yo misma de la obsesión que me ha entrado estos días con Manolo Reina, mucho más que cuando lo tenía disponible y se refería con toda convicción a un futuro en el que compartiríamos sueños, lecturas y viajes, que entonces hasta me empachaba un poco, sí, cuando yo le recitaba aquello de «se canta lo que se pierde.» Pero, en el fondo, sus proyectos de futuro me inyectaban futuro, y por eso me podía permitir el lujo de rechazarlos, porque me convertían en alguien que tiene unos cimientos sólidos y la vida por delante. La vida aquel verano, cuando entré por primera vez en la calle de la Amargura, era un camino largo lleno de encrucijadas donde aún iban a aparecer muchas posadas para hacer noche, y también cabía pasar la noche al raso, que así duerme la liebre en el erial, podía escaparme, si lo elegía, y transformarme en liebre solitaria y arisca, mandar yo en mi destino. Lo que no aguanto es la idea de sentirme mandada retirar, ahí está el quid de la cuestión, el amor para mí es un pretexto, me da pie para jugar a todo o nada, para desafiar el riesgo de perder sin dejar de llevar las riendas, retirarme yo de la mesa cuando lo decido, no cuando me retiran. Los hombres, Almudena, siempre han sido un pretexto para mí. ¿Me ves llorando ahora?, pues hace dos semanas lloraba igual por otro, y me parecía que aquello era el fin del mundo, pero sobre todo por eso, porque se me hundió el mundo al sentirme mandada retirar, que qué razón tuvo él al decirme que estaba de psiquiatra.

Y por ahí ya salió a relucir la historia de Raimundo con menciones a Silvia, y hasta la de Guillermo, aunque de Guillermo, si pretendo ser sincera, hace siglos que no me acordaba, ya cuando fui a estudiar a Barcelona la evocación de su imagen no me producía el menor trastorno, y le confesé a Almudena que si me había sentido impulsada recientemente a novelar ese amor antiguo la causa había sido tu reaparición, Sofía, que me ha removido tantas aguas turbias y me ha puesto en el disparadero del strep-tease solitario. De tal manera que acabé hablándole no sólo de ti y de las cartas que te escribo y no te mando, sino dirigiéndome también a ti cuando venía a cuento, y a Raimundo y a Silvia, y a Manolo, con lo cual cada vez se llenaba de más presencias fantasmales la terraza y mi monólogo tomaba un sesgo delirante, quizá una buena idea para pedir una beca de teatro al Centro de Nuevas Tendencias Escénicas; aunque puede que ya esté inventado esto del interlocutor múltiple.

Pero se me fue desinflando el impulso creativo y al final mi parlamento volvió a los carriles teóricos, como una conferencia impecablemente preparada, donde los nombres propios eran meras citas a pie de página. Echaba mano de ellos para ir orientando el rumbo de mi discurso hacia un final no feliz. Como un niño avieso que se goza en sacarle las tripas a todos sus juguetes, así iba yo haciendo la autopsia del éxtasis amoroso, cada vez más doctora-león ante la distante Almudena, haciendo gala de mi lucidez pero consciente de que obedecía a un resorte defensivo, de que todas mis teorías sobre el amor pretenden ser vacuna contra el veneno incubado en ese agujero negro que excava impenitente la soledad.

¿Y qué le decía, a fin de cuentas? ¿Qué había sacado en consecuencia de mis experiencias eróticas? Pues, en resumen, eso: que no nos podemos meter en la piel de nadie por mucho que nos parezca haberlo logrado mediante un espejismo momentáneo de fusión, eso es lo que creía ver claro acurrucada en la terraza con mi pijama de seda y hablándole bajito al magnetófono, aunque en un tono opaco, bien distinto del que me provocó el espejismo de fusión con Manolo. Que el amor es aventura sin designio, según reza el credo de los agnósticos, una creencia fría, nítida y azulada como la luz de luna sobre las olas agonizantes, que no hay fusión que valga, desengáñate, Almudena, que cada ser es radicalmente distinto de otro cualquiera, aunque a veces estallemos al mismo tiempo, como las olas que se persiguen y coinciden un instante en su cumbre de espuma, sí, exactamente igual que las olas, repetía tristemente acunada por su rumor apagado y uniforme allá abajo en la playa, gozar, deshacerse y dejar paso a las que vienen detrás, y así una vez y otra. Somos seres discontinuos, qué le vamos a hacer. Pero se aguanta mal. Por eso nos agarramos como a un clavo ardiendo al encuentro amoroso, por nostalgia de la continuidad perdida, ya lo dice Bataille, porque nos resistimos a morir encerrados en nuestra individualidad caduca. La plétora sexual es un sucedáneo que trata de remediar el aislamiento del ser, pero sólo lo proyecta fuera de sí. Y aunque, en el mejor de los casos, pueda coincidir con la proyección fuera de sí desencadenada en otro, siempre se tratará de dos individuos que, si comparten algo, es un estado de crisis. La crisis más intensa que se pueda imaginar, pero al mismo tiempo la más insignificante. Lo mismo que las olas, perseguirse, gozar y luego deshacerse por separado.

Y hubo un momento en que resultaba tan descarado que estaba resumiendo lecturas recientes y aprovechando comienzos de un trabajo que no sale, que me paré en seco, creo que fue entonces cuando le di a la tecla de stop, porque me acordé de que a Almudena Sánchez difícilmente se le metía gato por liebre y me imaginé su gesto burlón, mientras entornaba los ojos un poco miopes cercados de arruguitas: «Pero bueno, doctora, se está volviendo a ir usted por los cerros de Úbeda y no me cuenta lo principal, qué tal le iban las cosas con ese chico de la voz bonita. ¿No le gustaría que de repente la llamara desde recepción y le dijera que si puede subir?, con esta luna entrando en el cuarto, vamos, no me diga, por poco que durara el espejismo de fusión, que además no tenía por qué durar tan poco, depende del chico.» No sé si esto o algo parecido lo llegué a decir yo misma en voz alta, tal vez copiando la voz de Almudena, ya me enteraré cuando ponga la cinta, si es que me apetece algún día, la he debido dejar en la mesita supletoria, ahora sólo pensar en volver a oírla me da náusea, ¡son tantos testimonios descabalados, metidos en pequeños ataúdes de cristal!

Estaba completamente desvelada y me quedó una desazón que fue en aumento y me llevó luego, ya en la cama, a coger la novela policiaca y el diario de la Mansfield. Porque necesito más que nunca escribir, Sofía, pero del ensayo me he aburrido, ninguno de los comienzos me sirve, y ando buscando otros modelos literarios para dar salida a todo lo que tengo pendiente, me gustaría consultar contigo estas dificultades, que nos pusiéramos a hurgar juntas en el montón de historias propias y ajenas que guardo sin entender, aunque lo que sí empiezo a entender es que del choque de unas cosas con otras surge esa especie de fosforescencia que me inquieta pero también me guía, la misma que aparece en mis sueños.

Me quedé un rato callada, con la cabeza apoyada en la pared de la terraza, conteniendo un poquito la respiración —«basta, no pienses nada, quieta»—, como si quisiera purgarme de tanta palabrería y dejarme invadir simplemente por el olor del mar y la brisa fresca de la noche, que ya ni de eso sabemos gozar —«cuántas vueltas le das a todo, Mariana, mujer, vas a perder la cabeza, anda, no te importe llorar.», y a la claridad azulada de la luna, que dulcificaba mis lágrimas, se añadían las rachas interminables de luz de un faro que se ve a la derecha de la playa, en lo alto de un promontorio.

A la izquierda de ese faro está el chiringuito al que me llevó varias veces Manolo aquel verano. Le gustaba mucho el sitio. «¿Vamos al bar de Rafa?.» Precisamente fue él quien me dijo una tarde que cerca de allí había un hotel muy bueno, por si algún día me daba por escaparme de los locos y meterme a pensar en ellos, y me lo señaló cuando salíamos a buscar su coche para volver a Cádiz, un Fiat Uno azul con tres abolladuras. Fue la primera vez que vi este sitio, destellando a la luz de un ocaso lento y encendido que nos paramos a saborear con el aire en la cara hasta que se apagaron los últimos resplandores. «Para mañana se barrunta Levante» dijo él. Había sido un día entero al aire libre, con parada y baño en distintas playas de la zona, suero en vena, de esas raras veces en que todo te sabe a estreno y te vivifica minuto a minuto. Y aquel sol rojo, al hundirse en el mar, parecía estar ahuyentando el miedo para siempre, impregnando de libertad todos los momentos que fueran a seguir a aquél. «Pues es un paraíso de hotel, ya te digo, por las noches traen orquestas estupendas, por cierto, ¿te gusta bailar?» le dije que sí, y quedamos en venir a bailar alguna noche, pero luego nunca se terció. Eran los comienzos de nuestra breve historia. Nos quedamos allí juntos a media cuesta, cogidos de la mano, hasta que la última uñita colorada de la bola de fuego se llevó aquel día, cuyas promesas de continuidad tantas veces he querido rescatar sin conseguirlo. Anoche, ahora que lo pienso, es eso lo que intentaba hacer cuando le hablaba al magnetófono: volver a vivir aquellos comienzos, hacer eterna la esencia de lo fugaz. Lo que también pretendía Katherine Mansfield, pobre chica. Está visto: no hay como ducharse para entender las cosas.

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