Nueva York (49 page)

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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

—El señor Albion es un amigo personal nuestro, Hudson —le explicó—, y prefiero tener como invitados a un par de oficiales jóvenes que tener que ceder la casa a algún coronel.

El joven señor Albion se veía ciertamente muy educado, y los otros dos oficiales tampoco causaron problemas.

Esa noche, en todo caso, se portaron muy bien. Enseguida lo organizaron todo para que llenaran de agua todos los recipientes disponibles en la casa. Hudson mandó a Salomon afuera, a accionar la bomba de agua. Al poco rato ya habían subido cubos y tinas de agua al piso de arriba y previsto otros junto a todas las ventanas encaradas al suroeste. Albion se había reservado una posición en el tejado, donde ya había obturado los tubos de desagüe y llenado de agua los canalones.

—Por suerte el tejado es de pizarra —se felicitó—. Eso ayudará.

—Me da miedo que se quede atrapado allá arriba —confió Abigail a Hudson.

—No os preocupéis, señorita Abigail —la tranquilizó éste—. Seguro que sabe cuidar de sí mismo.

Mientras tanto, el fuego se acercaba. La brisa lo impulsaba en una amplia franja de dos manzanas de casas. El hecho de que, con el paso de las décadas, se hubieran ido sustituyendo las antiguas tejas de cerámica holandesas por tablillas de madera contribuía a la propagación. Las llamas avanzaban rápidamente, consumiendo los edificios situados entre Whitehall y Broad Street. Hacia la una, se encontraban ya a menos de dos manzanas de distancia. Media hora después, al mirar por la puerta principal en dirección al Bowling Green, Hudson vio que las llamas se extendían al último tejado de la calle Beaver.

Por el lado sur de la calle llegaba un gran nubarrón negro, cargado de relucientes ascuas que caían con un repiqueteo sobre los tejados de las casas cercanas. En el otro lado de la calle, una vivienda comenzaba a arder. El estruendoso rugido producido por la colosal hoguera cobraba intensidad. Master lo llamó para que cerrase la puerta, de modo que se apresuró a entrar.

El joven Albion trabajaba con frenesí. Los otros oficiales habían montado una polea para subirle cubos de agua. También tenía un cepillo con un mango largo con el que quitaba las brasas del tejado. Puesto que las paredes de la casa eran de resistente ladrillo, lo esencial era mantener empapada la carpintería y los postigos. Con suerte, el agua de los canalones apagaría las ascuas antes de que éstas pudieran prender fuego a los aleros, además uno de los jóvenes había subido al desván con más cubos de agua para tratar de impedir la propagación a las vigas del tejado. Abigail estaba con su padre junto a una ventana. Salomon todavía bombeaba agua.

—Si yo lo ordeno, todo el mundo deberá abandonar la casa de inmediato —advirtió Master.

Hudson no estaba muy seguro de que fueran a obedecerlo. Los jóvenes parecían divertirse de lo lindo. Albion les hizo saber que más de la mitad de la calle Beaver estaba en llamas.

Eran casi las dos cuando el fuego comenzó a crepitar en la casa de al lado. Arriba en el tejado, Albion se afanaba con denuedo. Hudson subió a ayudarlo. Viendo que las llamas lamían un lado de la casa, arrojaron cubos de agua en esa parte del tejado para que el canalón desbordara por la pared. El calor se volvía abrasador. Albion tenía la cara tiznada. Al percatarse de que le habían caído diminutas ascuas en el pelo, Hudson le echó un cubo de agua a la cabeza provocando carcajadas por su parte. Entonces oyeron abajo la voz de Master, que les ordenaba salir. Hudson miró a Albion, que le respondió con una sonrisa.

—Yo no alcanzo a oír nada, Hudson. ¿Y tú?

—Yo tampoco.

Se habían puesto a barrer unas brasas del tejado cuando Hudson se percató de algo y señaló la columna de humo. Al mirarla, Albion lanzó un grito triunfal.

—Rápido, Hudson. Diles que vuelvan. Todavía podemos salvar la casa.

El viento había cambiado de rumbo.

La vivienda de los Master salió indemne del Gran Incendio de Nueva York. La extensa línea de edificios carbonizados afectaba a toda la parte sur de la calle Beaver. En el norte, sólo quedaban las dos últimas casas, contiguas a Broad Street. El resto de la ciudad corrió peor suerte. Al cambiar el viento hacia levante, el fuego pasó al otro lado de Broadway. Un poco después, al virar de nuevo de rumbo, impulsó el incendio hacia el norte. Nadie podía hacer nada para contenerlo. La iglesia Trinity, con su noble campanario, fue pasto de las llamas y no quedó de ella más que una renegrida armazón. En los barrios pobres situados al norte y al este del templo, las modestas viviendas de madera ardieron como yesca. El fuego prosiguió, imparable, toda la noche y toda la mañana, desde Broadway hasta el Hudson, hasta que por fin, poco después de que la casa de Charlie White se hubiera consumido con un simple fogonazo, se apagó, sólo porque al llegar a los solares vacíos no tuvo más edificios que quemar.

¿Qué había originado el incendio? ¿Fue accidental o deliberado? Si fue deliberado, los culpables debían de ser los patriotas. No obstante, las pesquisas que se llevaron a cabo no sirvieron para llegar a ninguna conclusión clara. Sorprendieron a un oficial patriota en la ciudad, quien admitió haber acudido a espiar, pero negó haber prendido el fuego. El general Howe se vio obligado a ahorcarlo por actividades de espionaje, tal como exigían las reglas de la guerra. La causa del incendio siguió siendo, con todo, un misterio.

Hudson aguardó una semana antes de hablar con su hijo Salomon.

—Cuando salí a averiguar lo del fuego, vi algo curioso —comentó—. Vi a dos personas que salían corriendo de un almacén que había cerca de la taberna. Una de ellas se parecía a Charlie White.

—¿Ah, sí?

—El hombre que iba con él era negro, más joven. En realidad, habría jurado que eras tú.

—Yo estaba en la casa cuando volviste.

—¿Y antes?

—¿No me contaste que a ti mismo te acusaron una vez de haber provocado un incendio de noche?

—Más vale que no te busques complicaciones —le advirtió Hudson, lanzándole una furibunda mirada.

Amor

Julio de 1777

A
bigail se encontraba sentada en un taburete plegable, sosteniendo una sombrilla. Su padre permanecía de pie detrás de ella y Weston estaba sentado en la hierba. En el borde del Bowling Green se había concentrado una multitud de damas, caballeros, oficiales y soldados.

—¡Buen tiro! —gritó su padre, cuando la pelota salió propulsada al aire y todos los presentes se pusieron a aplaudir—. Grey está teniendo una buena racha —señaló, sonriente, a su hija.

En realidad, Albion había tenido casi cincuenta aciertos.

Estaban jugando al cricket.

En Nueva York había entonces dos equipos, uno en Greenwich Village, que quedaba por el norte a corta distancia de la ciudad, y otro en Brooklyn. En todas las calles del barrio rico, los niños jugaban con bates y pelotas. Albion ya había enseñado a Weston a batear y lanzar.

—Aunque no le he enseñado a devolver la pelota —decía riendo—. No me gustaría nada estar de bateador teniendo a Weston en el equipo contrario.

Grey Albion se había ganado las simpatías de John Master la noche del incendio. En realidad, con el transcurso de los meses se había convertido en una especie de segundo hijo para John y de tío para Weston. Pese a que se acercaba a los treinta años, tenía un aire de chiquillo, con su apuesta cara y el pelo siempre en desorden. A menudo jugaba con Weston y a veces hacía que los otros oficiales se unieran a ellos para jugar a la gallina ciega, o de vez en cuando organizaba alguna estrafalaria broma destinada a la propia Abigail que provocaba risas en la casa durante días.

Ella sabía que las otras muchachas lo encontraban atractivo.

—Es injusto —se quejaban— que tú lo tengas viviendo en tu casa…

No obstante si las otras chicas se derretían con aquellos ojos azules, ella había resuelto hacía tiempo que no se iba a dejar impresionar. Además, él la trataba como a una hermana. De hecho, a veces la enfurecía casi… no por nada de lo que hiciera en particular, sino por sus aires de superioridad.

—Esta cuestión con los rebeldes se va a acabar pronto —le había asegurado—. Después de otro par de batallas contra un auténtico ejército, saldrán corriendo como conejos hacia la madriguera. Son sólo chusma capitaneada por individuos que no son caballeros… exceptuando a James, por supuesto.

Por otra parte, los demás oficiales a los que conocían pensaban lo mismo. Todos manifestaban el mismo desdén por los rebeldes, como solían llamar ellos a los patriotas. Aun cuando comprendieran que los colonos pudieran tener motivos de queja, en cuanto un hombre se alzaba en armas contra el Rey lo consideraban un rebelde, un rebelde al que había que eliminar. Allí acababa todo.

El que James hubiera optado por el bando de los patriotas causaba una sincera perplejidad en Albion. Abigail apenas hablaba de James delante de él. No obstante, si su nombre salía a colación, Albion le hablaba siempre de él con respeto y cariño.

—Para seros franco, señor —oyó que le confesaba una vez a su padre—, no entiendo qué le llevó a tomar esa decisión. Si ahora mismo entrara en la habitación, no sé qué le diría.

En una ocasión Abigail intentó hacerle preguntas sobre la esposa de su hermano. A finales de año, John Master había recibido una carta de Vanessa. En ella le decía que había recibido una misiva de James en la que le comunicaba que estaba con los patriotas y que Weston se encontraba en Nueva York. No se esforzó lo más mínimo en disimular sus sentimientos. Con letra firme, destacaba en mayúsculas las palabras: vergonzoso, traidor, villano. Daba gracias a Dios, al menos, de que su hijo se hallara a salvo en leales manos y expresaba la esperanza de que llegara el momento en que pudiera reunirse con Weston. No precisaba, en cambio, nada sobre el momento o la manera como ello pudiera llevarse a cabo.

—¿Cómo es Vanessa? —había interrogado a Albion.

—Ah, una dama muy guapa —respondió él.

—Me refiero a su carácter.

—Bueno… —Pareció vacilar—. Yo no me muevo a menudo en esos círculos de la alta sociedad, así que no la conozco bien. Pero cuando nos vimos, ella siempre fue muy educada conmigo. Tiene mucho ingenio. Es famosa por eso.

—¿Quiere a Weston?

—Creo que todas las madres quieren a sus hijos, señorita Abigail. —Abrió una pausa antes de añadir, de manera algo enigmática—: Pero las damas distinguidas no siempre pueden disponer de mucho tiempo para dedicarlo a sus hijos.

—¿Y quiere a mi hermano?

—Estoy seguro de que no se habría casado con él sin quererlo. —De nuevo calló un momento—. Aunque es normal que no apruebe que se haya vuelto un rebelde.

—¿Por qué no viene aquí?

—Hum —murmuró, algo desconcertado—. Sabe que Weston está bien aquí con vuestro padre. Supongo que pedirá que lo envíen a Inglaterra a su debido tiempo. Probablemente piensa que en este momento es demasiado peligroso cruzar el océano por la presencia de los corsarios patriotas.

Dado que la potencia de los corsarios patriotas no tenía ni punto de comparación con la de los convoyes británicos, aquella excusa resultaba un poco floja. De todos modos, advirtiendo que Albion era reacio a añadir algo más, abandonó el interrogatorio.

El otoño anterior habían estado muy preocupados por la falta de noticias de James. Aun avanzando con su habitual paso de caracol, el general Howe no había tardado mucho en obligar a Washington a atravesar el río Hudson con su ejército. Harlem Heights, White Plains y los fortines rebeldes erigidos en la orilla, todo había pasado a manos del enemigo.

Los patriotas habían sufrido fuertes bajas y se contaban por millares los prisioneros retenidos por los británicos. Luego el general Cornwallis había mantenido la presión sobre Washington, que había tenido que seguir hacia el sur y atravesar el río Delaware más allá de Princeton, para adentrarse en Pensilvania. «En tiempos como éstos se pone a prueba la grandeza de alma de los hombres», había declarado Tom Paine.

Por Navidad, en un arranque de bravura, Washington había vuelto a cruzar el Delaware en una temeraria incursión contra las guarniciones británicas y hesianas. Después había logrado esquivar a Cornwallis y asentar el campamento de su ejército en Morristown, desde donde James había conseguido por fin enviar una carta para hacerles saber que estaba vivo. John Master no creía, con todo, que los patriotas tuvieran muchas posibilidades.

—Washington ha ganado una mano, pero los británicos siguen teniendo todas las cartas.

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