Nueva York (5 page)

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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

En cualquier caso, Margaretha no tenía motivos para suponer que Pluma Pálida era su hija. Eso descontando su intuición femenina, desde luego.

—No la traigas a casa —le dijo en voz baja Margaretha.

—Por supuesto que no —respondió de manera mecánica.

Lo había adivinado; estaba casi seguro de ello. ¿Lo iba a abrumar con acusaciones cuando llegara a casa? ¿Le haría una escena? Era posible. En tal caso no tenía más que negarlo con aplomo, con lo cual ella quedaría como una necia. Margaretha era demasiado orgullosa para exponerse a eso.

De todos modos, esperaba no haberla herido.

—Mándala a otro lado —le indicó con firmeza Margaretha—. Tus hijos te están esperando.

Después dio media vuelta para marcharse.

No podía reprochárselo. En realidad, admiraba su actitud. Estaba reaccionando con dignidad, preservando la unión de su familia.

Entonces miró a Pluma Pálida. Aunque seguía con la mirada tendida a lo lejos, la consternación de su expresión era inconfundible: lo había captado todo a partir del tono de las voces y las caras. El tiempo mágico que le había prometido se estaba transformando en pena y dolor. Sin quererlo, la había traicionado. Asaltado por una intensa oleada de remordimientos, sintió que no podía abandonarla de ese modo.

Margaretha se alejaba. El dolor que pudiera haberle causado se lo había infligido ya. Además, ella era un mujer adulta y fuerte, mientras que la niña era un ser inocente, arguyó para sí mientras trataba de idear una estrategia.

—Todavía me quedan cosas por terminar, Greet, después de que se vayan los indios —le dijo, elevando la voz—. Tengo que ir a la
bouwerie
de Smit; ya sabes que una cuarta parte de las pieles son para él. —Era verdad que debía ir a ver al granjero, aunque en principio no tenía intención de hacerlo ese día—. Diles a los niños que iré a casa mañana.

—¿Y cuándo tienes pensado volver a marcharte? —planteó ella, volviéndose.

—¿Marcharme? —Esbozó una sonrisa—. Dentro de unos meses.

Margaretha asintió. ¿La habría tranquilizado la respuesta?

—Hasta mañana entonces —dijo.

Permanecieron callados un rato. Tenía ganas de abrazar a Pluma Pálida, de consolarla, pero no se atrevió. Caminaron pues en silencio por la calle, hasta que por fin ella habló.

—¿Es tu esposa?

—Sí.

—¿Es una buena mujer?

—Sí, una buena mujer.

Siguieron andando unos pasos.

—¿Me vas a enviar de vuelta ahora?

—No. Ven conmigo, hija mía —le dijo, sonriéndole.

Tardó menos de una hora en tenerlo todo listo. Mandó a uno de sus empleados a buscar su caballo. También compró comida y dos mantas. Luego, después de administrar instrucciones a los indios, se puso en marcha en compañía de Pluma Pálida.

La vía principal de salida de Nueva Ámsterdam era una ancha carretera que tenía su inicio en el mercado, delante del fuerte, y atravesaba la mitad occidental de la ciudad hasta llegar a la empalizada.

Van Dyck cabalgaba despacio. Pluma Pálida caminaba satisfecha a su lado. Las casas holandesas pronto dieron paso a primorosos terrenos de cultivo y huertas. Luego salieron de la ciudad por una puerta de la empalizada dotada de un baluarte de piedra. El amplio camino se prolongaba en línea recta durante un centenar de metros, dejando atrás un cementerio y un molino, y después giraba a la derecha. En la orilla del East River pasaron junto a una pequeña plantación de tabaco y un pantano. Poco después encontraron, a la izquierda, un gran estanque. A partir de allí, la carretera seguía en dirección norte hasta el extremo de la isla.

La isla de Manhattan era un lugar extraño: sólo tenía un par de kilómetros de ancho más o menos, pero una longitud de cuarenta y cinco. En su estado original, compuesta de pantanos, prados y bosques salpicados de cerros y riscos, había sido un magnífico territorio de caza para los indios. De hecho, aquella misma ruta por la que transitaban había sido ya un antiguo sendero indio.

Los indios que había ocupado la isla se llamaban manates. Eran tan sólo uno de los numerosos grupos de pueblos de lengua algonquina que tenían asentamientos en la zona. Al otro lado del East River, en Brooklyn, estaban los indios canarsi; en el otro margen de la bahía, en la amplia franja de tierra a la que los holandeses denominaban Staten Island, vivían los raritan. Un poco más al norte, junto al gran río, se encontraban los hackensack y los tappan. Había una veintena de grupos distintos. Desde el comienzo, los blancos habían advertido que todas aquellas gentes eran bien parecidas: los hombres eran altos y airosos y las mujeres tenían unas facciones delicadas. Al bajar la mirada hacia la niña que caminaba a su lado, Van Dyck experimentó un sentimiento de orgullo.

Eran, no obstante, pocos los blancos que se dignaban observar a los indios. Tal vez ni él mismo lo habría hecho, de no haber sido por la madre de la niña.

Hasta el asentamiento de Manhattan había nacido rodeado de confusión. Cuando los indios locales aceptaron un paquete de mercancías de manos de Pierre Minuit, lo hicieron pensando que los blancos les ofrecían el regalo que habitualmente se recibía por el derecho de compartir los terrenos de caza durante una temporada o dos. Según la práctica de los europeos, aquello era comparable a un alquiler. Dado que los indios no poseían individualmente la tierra, ni siquiera eran capaces de concebir la idea de que Minuit pretendiera comprarles el territorio a perpetuidad. De todas maneras, tampoco a los buenos burgueses de Nueva Ámsterdam les habría importado mucho aquello si lo hubieran entendido, pensó con ironía Van Dyck. La noción de derechos sobre tierras que tenían los holandeses era práctica y simple: quien se instalaba en ella, pasaba a ser su propietario.

No era de extrañar, pues, que se hubieran producido fricciones a lo largo de los años. Agraviados, los indios habían atacado. Los asentamientos periféricos de la parte superior habían sido abandonados. Incluso allí en Manhattan, la aldea de Bloomingdale, situada unos kilómetros más al norte en el lado occidental, y la de Harlem, en el norte, habían sufrido graves daños.

Al final, sin embargo, siempre era el blanco el que acababa quedándose con más territorio. A los patronos holandeses se les concedían vastas extensiones de tierra en la zona contigua al río. Un danés llamado Bronck había pagado a los indios para que desalojaran la enorme finca que poseía justo al norte de Manhattan. En los terrenos de Bronck y en las partes más desiertas de Manhattan todavía subsistían algunos reducidos grupos de indios. Eran los últimos.

Después de recorrer unos siete kilómetros, al llegar a una zona boscosa del centro de la isla Van Dyck decidió parar a comer. Por un estrecho sendero que seguía en dirección oeste, entre valles y riscos, llegaron a un claro donde las fresas silvestres daban una nota de color a la hierba. Van Dyck desmontó allí y ató el caballo a un árbol. Después extendió una manta en el suelo e invitó a Pluma Pálida a sentarse.

—Ahora veamos qué ha traído tu padre —dijo, sonriendo.

Había sido bastante sencillo comprar gachas de maíz, pasas, nueces americanas y unos pedazos de carne ahumada… la combinación que los indios llamaban
pimekan
. También había adquirido ensalada de repollo holandesa y pan de centeno. Además, había traído algunas golosinas holandesas, como chocolate y galletas, capaces de hacer las delicias de cualquier niño. Sentados uno junto al otro, padre e hija compartieron con alegría la comida. La pequeña acababa de comer la primera galleta cuando se volvió hacia él para hacerle una pregunta.

—¿Crees que debería hacerme un tatuaje?

Van Dyck calló un momento, observándola con embeleso. Llevaba los piececillos calzados con mocasines y la larga cabellera negra atada con una correa. Al igual que la mayoría de niñas indias de su edad, durante los meses de calor sólo se cubría la parte inferior del cuerpo con una falda de piel de ciervo que le llegaba a las rodillas. En el torso desnudo descansaba sólo el pequeño colgante; aún no habían comenzado a despuntarle los pechos. Su piel, que protegía del sol y de los mosquitos una fina capa de aceite de mapache, era perfecta. Cuando fuera mayor, seguramente se aplicaría un poco de pintura roja en las mejillas y maquillaje oscuro en torno a los ojos. Hasta entonces, él deseaba que siguiera siendo la misma niña encantadora de siempre. Tampoco era que las mujeres indias se adornaran con grandes tatuajes como los hombres, pero aun así…

—Creo que deberías esperar a que te cases —opinó con tacto—, para elegir entonces un tatuaje que sea del agrado de tu marido.

La chiquilla asintió tras un instante de reflexión.

—Esperaré.

Luego permaneció en silencio, pero él tuvo la impresión de que estaba cavilando algo. Al cabo de un poco se decidió a hablar.

—¿Has matado alguna vez un oso?

Ése era el rito iniciático. Entre su pueblo, para convertirse en un hombre todo el mundo debía haber matado un ciervo según el debido procedimiento. Así se demostraba que se era capaz de alimentar a una familia, pero para demostrar que uno era realmente valiente, debía culminar una proeza más difícil y peligrosa: matar un oso. El hombre que lo lograba estaba considerado como un auténtico guerrero.

—Sí —respondió. Siete años atrás, estando en territorio iroqués, los indios le habían avisado de que varios hombres habían sido atacados hacía poco en el sendero de montaña por el que iba a viajar. Los osos no solían atacar, pero cuando lo hacían eran temibles. Se marchó pues preparado. Cuando la fiera apareció de repente y se abalanzó a toda velocidad hacia él, tuvo suerte de matarla de inmediato con un solo disparo de mosquete—. Era un oso negro —explicó—, fue en las montañas.

—¿Lo mataste solo?

—Sí.

Aunque no efectuó ningún comentario, él percibió que le complacía saber que su padre era un verdadero guerrero.

Era poco después de mediodía. El sol entraba a raudales entre las hojas, desparramándose sobre la hierba salpicada de fresas. Con un sentimiento de paz, Van Dyck recostó la cabeza. El plan que había elaborado de forma tan repentina consistía en pasar todo el día con ella. A la mañana siguiente, los indios se reunirían con ellos en la punta norte de la isla y se llevarían a Pluma Pálida en la canoa. Entonces él podría volver pasando por la
bouwerie
de Smit y estar de regreso en casa mucho antes del anochecer. Era un buen plan que les proporcionaba tiempo de sobra. Cerró los ojos.

Debía de llevar unos minutos dormitando cuando, al incorporarse, advirtió que Pluma Pálida había desaparecido.

Miró en derredor. No había rastro de ella. Torció el gesto y, por un momento, sintió que le atenazaba el miedo. ¿Y si le había ocurrido algo? Estaba a punto de llamarla cuando percibió un leve movimiento. A unos cien metros de distancia, entre los árboles, un ciervo había levantado la cabeza. Instintivamente, se mantuvo quieto, sin hacer ruido. El animal miró hacia él, pero no lo vio. Luego agachó la cabeza.

Entonces vio a Pluma Pálida. Estaba a la derecha, junto a un árbol, a contra viento en relación al ciervo. Se llevó los dedos a los labios para reclamarle silencio y después salió de su escondite.

Van Dyck había presenciado muchas veces cómo se acechaba al ciervo, y también lo había practicado él mismo, pero nunca había visto nada igual a aquello. Deslizándose cautelosamente entre los árboles, ella parecía más ligera que una sombra. Aguzó el oído para captar hasta el más tenue roce de los mocasines en el musgo. Nada. A medida que se acercaba, se iba encogiendo igual que un gato en pos de una presa, cada vez más abajo, caminando como en suspenso, ligera como un cabello. Se encontraba ya detrás del ciervo, a tan sólo quince metros… luego diez… cinco. El animal aún no se había percatado de su presencia. Van Dyck no se lo podía creer. La pequeña estaba detrás de un árbol, a tres pasos del ciervo, que pastaba como si nada. Ella esperó. Luego el animal levantó la cabeza y al cabo de un minuto la volvió a agachar. Entonces Pluma Pálida dio un brinco y surcó el aire como un relámpago. Sobresaltado, el ciervo dio un salto y se alejó corriendo entre los árboles… antes, sin embargo, la niña lo había tocado, lanzando un grito de júbilo.

Después, se fue riendo al encuentro de su padre, que la recibió con los brazos abiertos. El holandés Dirk van Dyck tomó conciencia de que nunca había experimentado, ni experimentaría, un orgullo más profundo por cualquiera de sus hijos del que sentía en ese momento por aquella elegante hijita india.

—¡Lo he tocado! —gritó con alborozo.

—Sí —confirmó, abrazándola.

Era increíble que él fuera el padre de una criatura que era perfecta, pensó sacudiendo la cabeza con asombro.

Permanecieron así sentados, juntos, un rato. A ella no parecía molestarle que no hablaran. Él se planteaba si no deberían ponerse en marcha cuando la niña inició una conversación.

—Háblame de mi madre.

—Veamos —dijo a modo de preámbulo—. Era hermosa. Tú eres como ella.

Rememoró su primer encuentro en el campamento del brazo de mar, donde su pueblo solía recoger moluscos en verano. En lugar de las alargadas construcciones comunitarias, su tribu erigía tipis cerca del agua. Después de secar los crustáceos, los raspaban para desprender las conchas, que enterraban, y guardaban las ostras, mejillones y almejas secos para utilizarlos posteriormente para la preparación de sopas. ¿Por qué le llamó tanto la atención aquella mujer en concreto? ¿Porque no tenía pareja? Tal vez. Había estado casada pero había perdido a su marido y a su hijo. Aunque también podría haber sido por el brillo especial de curiosidad que había en sus ojos, desde luego. La atracción fue mutua. Entonces tenía, sin embargo, asuntos que atender y entre ellos sólo medió una conversación antes de que volviera a ponerse en camino.

Una semana después, regresó al campamento.

Fue durante el tiempo que pasó con ella cuando de veras llegó a conocer a los indios. Comprendió, asimismo, por qué algunos colonos holandeses, al no tener mujeres de su país, se casaban con indias y después se negaban a dejarlas pese a la presión de las autoridades religiosas. Ella era ágil como un animal salvaje y, sin embargo, cuando estaba cansado o enojado, podía mostrarse más tierna que una paloma.

—¿La querías mucho?

—Sí, mucho. —Era cierto.

—Y después me tuvisteis a mí.

Según los usos de su pueblo, en la gran familia compuesta por el clan de la madre siempre se hacía un hueco para aquellos niños llegados de forma irregular.

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