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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Nueva York (8 page)

Pretendía tener a Margaretha esperando. No mucho, sin embargo. Lo había calculado con detenimiento. Como ella le había puesto una fecha límite, pensaba llegar más tarde. Le diría, por supuesto, que los negocios le habían llevado más tiempo del previsto. Ella sospecharía que mentía, pero ¿qué podría hacer? Tenía que dejarla un poco en vilo, era lo mejor. Aunque amaba a su mujer, debía darle a entender que no podía impartirle órdenes, y una semana suplementaria sería suficiente. Por ello, obedeciendo sus instrucciones, los remeros no se cansaron mucho en el lento trayecto hacia el sur. Van Dyck, mientras tanto, contaba los días y mantenía la sangre fría.

Había algo que lo tenía preocupado… algo que había omitido hacer. Se trataba de una menudencia tal vez, pero lo tenía obsesionado.

No tenía ningún regalo para su hija.

El cinturón de
wampum
que ella le había regalado tenía un precio material, desde luego, pero su valor era, no obstante, incalculable. Su hijita lo había hecho para él con sus propias manos, había ensartado las cuentas y las había cosido, hora tras hora, para componer aquel simple mensaje de amor.

¿Cómo podía corresponderle él? ¿Qué podía darle a cambio? No poseía ninguna habilidad manual. «No sé esculpir, ni trabajar la madera, ni tejer —cavilaba—. Soy incapaz de ejecutar este tipo de labores tradicionales. Sólo sé comprar y vender. ¿Cómo puedo demostrar mi amor, si no es con costosos regalos?».

Había estado a punto de comprar un abrigo confeccionado por los mohawk, pero pensó que quizá no le agradaría una prenda mohawk. Además, quería darle algo proveniente de su propio pueblo, cuya sangre, al menos, compartía. Por más vueltas que le daba, no lograba decidir nada, de modo que el problema aún estaba por resolver.

Había entrado ya en territorio algonquino cuando indicó a los remeros que se detuvieran en la orilla occidental, junto a un pueblo donde había comerciado con anterioridad. Le gustaba mantener sus contactos, y aparte, era una buena manera de dilatar el tiempo antes de su regreso.

Recibió una calurosa acogida. La gente del pueblo estaba atareada, porque era la época de la cosecha. Al igual que la mayoría de indios de la zona, habían sembrado maíz en marzo y judías en mayo, para las que servían de puntal las altas plantas de maíz. Ahora los recolectaban a la vez. Van Dyck permaneció dos días en el pueblo con sus hombres, ayudando en la recolecta. Pese a que era un trabajo duro bajo el tórrido sol, disfrutó con ello. Aunque tenían pocas pieles que vender, los algonquinos se hallaban en condiciones de vender maíz al hombre blanco, por lo cual Van Dyck les prometió que volvería al cabo de un mes.

La cosecha se desarrollaba muy bien. El tercer día a mediodía, cuando se habían sentado para comer y las mujeres traían la comida, divisaron una pequeña barca. Un solo hombre accionaba los remos. Van Dyck observó la embarcación que se acercaba. Cuando llegó a la orilla, el hombre saltó a tierra y arrastró la barca fuera del agua. Era un individuo joven de pelo rubio y ojos azules, de poco más de veinte años, dentadura algo prominente y mirada penetrante. Tenía una cara agradable, aunque de expresión más bien dura. Pese al calor, llevaba botas de montar y una chaqueta negra manchada de barro. De la barca bajó una bolsa de cuero, que se cargó a la espalda.

Los indios lo miraron con recelo. Cuando uno de ellos le dirigió la palabra, resultó evidente que no hablaba algonquino, pero con los gestos dio a entender que pedía comida y techo, algo que los algonquinos no solían negar a nadie. Van Dyck indicó con un ademán al desconocido que tomara asiento a su lado.

Al cabo de un momento quedó claro que el joven tampoco hablaba holandés. Se expresaba en inglés, una lengua que Van Dyck conocía bastante bien. Aun así, el joven rubio de la chaqueta oscura se mostraba desconfiado, reacio a decir gran cosa, ni siquiera en inglés.

—¿De dónde eres? —le preguntó Van Dyck.

—De Boston.

—¿A qué te dedicas?

—Al comercio.

—¿Qué te ha traído aquí?

—Estaba en Connecticut. Me robaron. Como me quedé sin caballo, pensé que podía viajar por el río.

Tomando el cuenco de maíz que le ofrecía, se puso a comer, evitando más preguntas.

Van Dyck conocía dos clases de hombres provenientes de Boston. Los primeros eran los piadosos, los rígidos puritanos cuyas congregaciones vivían al amparo de la luz del Señor. Aquella luz era, sin embargo, muy cruda. Pese a que Stuyvesant era intolerante con las personas diferentes como los cuáqueros y los expulsaba siempre que podía, lo suyo no era nada comparado con lo que les hacían en Massachusetts, donde los azotaban hasta dejarlos medio muertos con cualquier pretexto. En cualquier caso, no le parecía que el desconocido fuera uno de aquellos puritanos. La segunda categoría correspondía a los hombres que habían ido a Nueva Inglaterra por el dinero que se podía ganar con la pesca y el comercio. Eran personas duras y curtidas. Quizás aquel joven era una de ellas.

De todas maneras, su explicación resultaba inverosímil. Tal vez era una especie de fugitivo que se había ido al oeste para deshacerse de sus perseguidores. Quizá la barca era robada. Van Dyck resolvió mantenerlo vigilado.

A Tom Master no le habían ido muy bien las cosas. En su viaje a Boston con la flota inglesa había soportado tempestades. Al llegar fue a la casa de la familia, que ahora ocupaba su hermano Eliot, pero éste lo recibió con expresión horrorizada seguida por varias horas de silencio que a Tom le resultaron más desagradables incluso que los temporales en el mar. Aunque no llegó a echarlo de la casa, con su grave y callada actitud su hermano le dejó bien claro que, aun estando muertos sus padres, les seguían debiendo obediencia y que con su tentativa de volver a integrarse en el círculo familiar faltaba a los dictados de la decencia.

Al principio Tom se sintió dolido, y después enojado. Al cabo de tres días, decidió tomarse el asunto como una broma y cuando no lo veía su hermano, se echó a reír.

Encontrar una colocación en Boston no resultó nada divertido, sin embargo. Ya fuera porque tenía una mala reputación, o porque Eliot hubiera estado precaviendo a todo el mundo en su contra, el caso fue que no halló ninguna reacción positiva entre los comerciantes que conocía. Era evidente que quedándose en Boston no tendría buenas perspectivas.

También se planteó si su padre lo habría tenido en cuenta en su testamento. Cuando después de consultar a su hermano éste le contestó que «Sólo bajo ciertas condiciones, que no cumples», no le cupo duda de que le decía la verdad.

¿Qué debía hacer, pues? ¿Regresar a Londres? Eliot le pagaría seguramente el pasaje si con ello lo alejaba definitivamente de Boston, pero le fastidiaba verse expulsado de la ciudad por su propio hermano.

Aparte, estaban los otros motivos que lo había inducido a ir allí.

La flota del duque de York seguía en el puerto de Boston. El comandante fingía realizar gestiones para el duque, pero la conversación que Tom había mantenido con un joven oficial le había confirmado lo que desde el principio sospechaba: se dirigirían a Nueva Ámsterdam dentro de muy poco.

—Si el duque consigue arrebatar los Nuevos Países Bajos a los holandeses será el dueño de un imperio en este continente —le comentó el oficial—. Transportamos suficientes balas de cañón y pólvora como para reducir a añicos Nueva Ámsterdam.

Las garantías expresadas por el rey de Inglaterra a los holandeses habían sido la puesta en práctica de la táctica favorita de aquel simpático monarca: una mentira descarada.

De ser aquello cierto, las colonias americanas presentarían buenas oportunidades a un joven inglés. Sería insensato por su parte volver a Inglaterra en ese momento. Lo que necesitaba era un plan.

Al día siguiente se le ocurrió la idea. Como muchas de las que concebía Tom era estrambótica, aunque no exenta de humor. En una taberna había conocido a una muchacha, de mala reputación, con la que había conversado un rato. Al día siguiente volvió para hablar con ella. Cuando le expuso lo que quería y precisó la cantidad que le iba a pagar, ella se echó a reír y dio su consentimiento.

Esa tarde habló con su hermano.

En primer lugar le presentó excusas. Le dijo que estaba arrepentido de sus fechorías pasadas. Eliot no dijo nada. A continuación Tom le explicó que quería sentar cabeza, aunque fuera en condiciones humildes, y tratar de llevar una vida mejor.

—Espero que aquí no —puntualizó su hermano.

Ése era precisamente su propósito, le contestó Tom. Y además, había encontrado una esposa. Al oír aquello, Eliot se lo quedó mirando pasmado de asombro.

Era una mujer que conocía de antes, prosiguió Tom, una mujer que tampoco había tenido una trayectoria perfecta pero que estaba dispuesta a arrepentirse. ¿Qué manera había mejor de demostrar la humildad y la capacidad de perdón cristianos que salvándola?

—¿Qué mujer es ésa? —preguntó con sequedad Eliot.

Tom le dio el nombre de la joven y la taberna donde trabajaba.

—Esperaba —agregó— que tú podrías ayudarnos.

A mediodía del día siguiente, Eliot había averiguado bastante. La muchacha era ni más ni menos que una vulgar prostituta. Sí, ella misma se lo había dicho, pero aceptaría con gusto casarse con Tom, salvarse, y vivir allí en Boston aunque no fuera rodeada de lujos; cualquier cosa era mejor que la condición de mujer perdida que soportaba entonces. Aunque se dio enseguida cuenta de que podía tratarse de un engaño, Eliot no le vio ninguna gracia. Tampoco le importó si la historia era cierta o no. Lo que estaba claro era que Tom estaba dispuesto a buscar problemas y a abochornarlo. Eliot dedujo que, como alternativa, Tom estaría dispuesto a marcharse… a cambio de algo. Esa noche volvieron a hablar.

La entrevista, que tuvo lugar en la pequeña habitación cuadrada que Eliot utilizaba como despacho, estuvo presidida por el fúnebre espíritu en el que éste parecía especializado. En el escritorio que mediaba entre ambos había un tintero, una Biblia, un libro de derecho, un cortaplumas y una cajita de madera de pino que contenía un dólar de plata recién acuñado.

La oferta de Eliot fue la herencia que Adam Master había dejado para su hijo menor sólo si demostraba claramente haberse integrado en la comunidad de las gentes piadosas.

—Con esto estoy desobedeciendo a nuestro padre —reconoció con toda sinceridad Eliot.

—Benditos sean los compasivos —sentenció solemnemente Tom.

—¿Te niegas a volver a Inglaterra?

—Sí.

—En tal caso, esta carta te proporcionará crédito con un comerciante de Hartford, Connecticut. Allí son más tolerantes con las personas como tú —aclaró con sequedad Eliot—. La condición es que no debes volver nunca más a Massachusetts, ni siquiera un día.

—En el Evangelio, cuando regresó el Hijo Pródigo recibió una buena acogida —señaló Tom.

—Él volvió una vez, igual que tú, no dos.

—Necesitaré dinero para el viaje. Con tu carta no recibiré nada hasta llegar a Hartford.

—¿Será suficiente con esto?

Eliot le entregó varias piezas de
wampum
y una bolsa donde había varios chelines. Con algunas de aquellas monedas pagaría a la muchacha de la taberna y el resto seguramente bastaría para el viaje, dedujo Tom.

—Gracias.

—Temo por tu alma.

—Lo sé.

—Jura que no vas a volver.

—Lo juro.

—Rezaré por ti —añadió su hermano, aunque sin mucho convencimiento de que fuera a servir de algo.

Tom se fue a caballo a la mañana siguiente. Antes de abandonar la casa, se introdujo en el despacho de su hermano y le robó el dólar de plata de la caja, sólo para fastidiarlo.

Sin apurarse, cabalgó hacia el oeste, haciendo noche en las granjas que encontraba en su camino. Al llegar al río Connecticut, debía desviarse hacia el sur por la ruta que lo habría conducido a Hartford, pero le irritaba recibir órdenes de su hermano. Así, sin ningún objetivo concreto, continuó hacia poniente durante unos días. No tenía prisa. El dinero, que llevaba en una cartera, le duraría una temporada. Siempre había oído decir que el gran Río del Norte era digno de verse. Tal vez llegaría hasta allí antes de retroceder hacia Hartford.

Alejándose de Connecticut, entró en territorio holandés, pero no vio a nadie. Alerta por si topaba con indios, prosiguió viaje durante un par de días. Al atardecer de la segunda jornada, el terreno comenzó a descender y pronto vio la amplia cinta del gran río. En una explanada próxima al río encontró una granja de holandeses. Era una simple cabaña de una planta con un gran porche, un establo y un pajar a un lado, y un pequeño anexo en el otro. El prado contiguo se prolongaba hasta la orilla, donde había un embarcadero de madera con una barca amarrada.

En la puerta lo recibió un hombre delgado de expresión desabrida, de unos sesenta años, que no hablaba inglés. Cuando Tom le dio a entender que solicitaba abrigo para pasar la noche, el granjero le indicó de mala gana que podía cenar en la casa, pero que tendría que dormir en el pajar.

Después de dejar el caballo en la cuadra, al entrar en la cabaña se encontró con el granjero, dos individuos que identificó como aprendices y un negro que supuso que era un esclavo, reunidos para comer. La dueña de la casa, una mujer bajita y rubia, mucho más joven que el granjero, los convocó a la mesa señalando el lugar donde se debía sentar cada cual. Tom había oído que los granjeros holandeses comían con sus esclavos, y ahora el rumor se demostraba cierto.

La mujer era una excelente cocinera. El estofado, que tomaron regado con cerveza, era delicioso. De postre había pastel de fruta. La conversación, en cambio, fue parca, y dado que él no hablaba holandés, no pudo aportar ninguna contribución.

¿Sería aquella mujer la esposa que había tomado el hombre después de enviudar?, se preguntó Tom. ¿O tal vez era su hija? También podía ser una especie de ama de llaves… Aunque era baja, tenía unos senos prominentes y un aire marcadamente sensual. El granjero de pelo cano la llamaba Annetie. Los demás la trataban con respeto, pero entre el granjero y ella parecía existir una especie de tensión. Cuando se dirigía a los hombres, él lo hacía como si ella no estuviera presente. Cuando ella le presentó el plato de estofado, Tom advirtió que el granjero se ladeó para evitarla. Y pese a que Annetie permaneció sentada en silencio escuchando la conversación, Tom no dejó de notar la irritación contenida que asomaba a su cara. En un par de ocasiones tuvo la impresión de que lo observaba a él. En una de ellas, cuando se cruzaron sus miradas, le dedicó una sonrisa.

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