Oceánico (21 page)

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Authors: Greg Egan

Tags: #Ciencia ficción

Esto era pura desesperación; bien se podía afirmar que todas las personas del mundo, excepto uno mismo, eran zombis, pero que uno también se convertía en zombi jueves de por medio. A medida que estos experimentos fuesen replicados por otros grupos en diversas partes del mundo, la gente que apoyaba la teoría de Penrose como hipótesis científica en vez de adoptarla como una especie de dogma místico, gradualmente aceptaría que dicha teoría había sido refutada.

Abandoné el edificio de neurociencia y atravesé el campus a pie, de regreso a mi oficina en el departamento de física. Era una mañana templada y clara, con estudiantes echados en el césped, dormitando, con libros apoyados sobre sus rostros como tiendas de campaña. Todavía había algunas ventajas en el hecho de leer anticuados volúmenes de e-papel. Yo mismo me había hecho colocar chips oculares hacía apenas un año, y aunque me había adaptado a la tecnología con bastante facilidad, todavía me resultaba desconcertante despertar un sábado por la mañana para descubrir a Francine leyendo el
Herald
con los ojos cerrados.

Los resultados obtenidos por Olivia no me sorprendieron, pero fue satisfactorio que la cuestión quedara resuelta de una vez por todas: la conciencia era un fenómeno puramente clásico. Entre otras cosas, esto significaba que no había motivos concluyentes para creer que el
software
que funcionaba en una computadora clásica no pudiera ser consciente. Desde luego, todo lo que existía en el universo obedecía a la mecánica cuántica en algún nivel, pero Paul Benioff, uno de los pioneros de la computación cuántica, había demostrado, ya en los ’80, que se podía construir una máquina de Turing clásica con partes mecánico-cuánticas; durante los últimos años, en mi tiempo libre, me había dedicado a estudiar la rama de la teoría de la computación cuántica que se ocupaba de
evitar
los efectos cuánticos.

En mi oficina, esbocé un esquema del dispositivo al que yo llamaba Procs: el procesador cuántico singleton. El Procs emplearía todas las técnicas diseñadas para evitar que las computadoras cuánticas de última generación interactuaran con su medio ambiente, pero las utilizaría para fines muy diferentes. Una computadora cuántica poseía un escudo que le permitía realizar una multitud de cálculos paralelos, sin que cada uno de ellos originara una historia independiente, que permitían acceder a una única respuesta. El Procs llevaría a cabo un solo cálculo a la vez, pero mientras avanzaba hacia ese único resultado sería capaz de atravesar a salvo las superposiciones que incluían un número indeterminado de alternativas, sin que esas alternativas se hiciesen realidad. Desconectado del mundo exterior durante cada etapa computacional, mantendría la ambivalencia cuántica temporaria en un estado tan privado e inconsecuente como una ensoñación, sin verse forzado a concretar todas las posibilidades que se atreviera a considerar.

El Procs, de todos modos, necesitaría interactuar con su medio ambiente cuando reuniera datos sobre el mundo y esa interacción, inevitablemente, se dividiría en diferentes versiones. Si uno adosaba una cámara al Procs y la apuntaba a un objeto común y corriente (una roca, una planta, un pájaro), difícilmente podría esperarse que ese objeto poseyera una sola historia clásica, y tampoco sería un sistema combinado formado por el Procs más una roca, el Procs más una planta, el Procs más un pájaro.

El Procs mismo, no obstante, jamás iniciaría la división. En un conjunto dado de circunstancias, únicamente produciría una sola respuesta. Una IA que funcionara con el Procs podría tomar decisiones tan caprichosamente o con tanta deliberada seriedad como quisiera, pero para cada escenario en particular que confrontara, finalmente elegiría una sola opción, sólo seguiría un curso de acción.

Cerré el archivo y la imagen se desvaneció de mis retinas. A pesar de todo el trabajo que había invertido en ese diseño, no había hecho ningún esfuerzo por tratar de construir el dispositivo. Había estado usándolo, más bien, como un talismán: cuando me descubría imaginando que mi vida era como una casa tranquila construida sobre un matadero, recurría al Procs como símbolo de esperanza. Era la prueba de una posibilidad, y una posibilidad era todo lo que se necesitaba. Ninguna ley de la física podía impedir que una pequeña porción de la descendencia humana escapara de la disipación de sus antecesores.

Sin embargo, hasta el momento había esquivado todo intento de ver esa promesa cumplida con mis propios ojos. En parte, por miedo a escarbar demasiado profundo y descubrir un defecto en el diseño del Procs, lo que me arrebataría la única muleta que me mantenía de pie cuando el horror me arrasaba. También por una cuestión de culpa: era el hombre al que se le había concedido la felicidad tantas veces que ya parecía inconcebible aspirar a conseguir ese estado una vez más. Había noqueado a tantos de mis desventurados primos, sacándolos del cuadrilátero, que ya era hora de regalar la pelea y dejar que el trofeo se lo ganara mi oponente.

La última excusa era idiota. Cuanto más enérgica fuera mi determinación de construir el Procs, habría más universos en los que tal cosa se haría realidad. Debilitar mi decisión no era un acto de caridad, cediendo los beneficios a otra persona; sencillamente, empobrecía a todas las futuras versiones de mí mismo y a todos los que estuvieran en contacto con ellas.

Tenía una tercera excusa. También era hora de enfrentarla.

Llamé a Francine.

—¿Estás libre para el almuerzo? —le pregunté. Ella dudó; siempre tenía trabajo que hacer—. ¿Para discutir las ecuaciones de Cauchy-Riemann? —sugerí.

Ella sonrió. Era nuestro código, cuando la solicitud era especial.

—Está bien. ¿A la una en punto?

—Te veo a la una —asentí.

Francine llegó veinte minutos tarde, por lo que debí esperarla menos de lo acostumbrado. Hacía dieciocho meses la habían nombrado sub-jefe del departamento de matemáticas y, además de sus nuevas labores administrativas, todavía dictaba algunas horas de clase. Durante los últimos ocho años, yo había firmado una docena de contratos para trabajos breves con diversos organismos —departamentos del gobierno, corporaciones, ONGs— antes de recalar en el departamento de física de nuestra
alma mater,
con un cargo de muy bajo escalafón. A decir verdad, envidiaba el prestigio y la estabilidad del puesto de Francine, pero estaba contento con la mayoría de los trabajos que había hecho, aunque me había diversificado en demasiadas disciplinas diferentes como para forjarme una carrera tradicional.

Le había comprado a Francine un plato de emparedados de queso y ensalada y ella los atacó ávidamente apenas se sentó. Le dije:

—Como máximo, tengo diez minutos, ¿verdad?

Se cubrió la boca con la mano y respondió a la defensiva:

—Podrías haber esperado hasta esta noche, ¿no?

—A veces no puedo posponer las cosas. Debo actuar mientras tenga el valor.

Ante este preludio de mal agüero, se puso a masticar más lentamente.

—Esta mañana hiciste la segunda etapa del experimento de Olivia, ¿verdad?

—Sí. —Había discutido todo el procedimiento con Francine antes de ofrecerme como voluntario.

—¿Entonces deduzco que no perdiste la conciencia cuando tus neuronas se volvieron marginalmente más clásicas que lo habitual? —Sorbió leche chocolatada con una pajilla.

—No. Aparentemente nadie pierde nada jamás. Todavía no es oficial, pero…

Francine asintió, para nada sorprendida. Compartíamos la misma postura sobre la teoría de Penrose; no había necesidad de discutirla otra vez.

—Quiero saber si vas a hacerte la operación —dije.

Ella continuó bebiendo unos segundos más, luego soltó el sorbete y se limpió el labio superior con el pulgar, innecesariamente.

—¿Pretendes que tome esa decisión aquí y ahora?

—No. —Las lesiones de su útero por causa del aborto se podían reparar, habíamos discutido la posibilidad durante casi cinco años. Ambos nos habíamos sometido a una terapia exhaustiva de quelación para limpiar cualquier resto de U-238. Podíamos tener hijos de la manera habitual con un grado de seguridad razonable, si eso era lo que queríamos—. Pero ya te has decidido; ahora quiero que me lo digas.

Francine parecía dolida.

—Eso es injusto.

—¿Qué cosa? ¿Implicar que es posible que no me lo hayas dicho apenas lo decidiste?

—No. Implicar que todo depende de mí.

—No me estoy lavando las manos —dije—. Sabes lo que siento. Pero también sabes que te apoyaría de principio a fin si me dijeras que quieres quedar embarazada. —De verdad lo creía. Puede que el mío fuera un doble discurso, pero no podía considerar el nacimiento de un bebé común y corriente como una especie de atrocidad y rehusarme a ser parte de ello.

—Muy bien. Pero ¿qué harás si no es así? —Examinó mi rostro con calma. Pienso que ella ya lo sabía, pero quería que yo lo dijera en voz alta.

—Siempre queda la opción de adoptar —observé con despreocupación.

—Sí, podríamos hacerlo. —Sonrió ligeramente; sabía que eso me hacía perder la habilidad de fingir mucho más rápido que cuando me miraba con superioridad.

Dejé de simular que quedaba algún misterio entre nosotros; ella había adivinado lo que yo pensaba desde el primer momento. Dije:

—No quiero hacer esto y luego descubrir que te sientes estafada en lo que realmente deseabas.

—No me sentiría así —insistió ella—. No descartaría nada. También podríamos tener un hijo natural.

—No sería tan fácil. —No sería como tener padres adictos al trabajo, o un hermano o hermana normales compitiendo por la atención.

—¿Sólo quieres hacer esto si te puedo prometer que es el único hijo que tendremos en la vida? —Francine meneó la cabeza—. No voy a prometerte algo así. No tengo intención de hacerme esa operación en el futuro cercano, pero no pienso jurarte que no cambiaré de opinión. Ni voy a jurarte que, si lo hacemos, no influirá en nada de lo que ocurra después. Será un factor. ¿Cómo podría no serlo? Pero no lo bastante importante como para incluir ni descartar nada.

Aparté la mirada hacia las hileras de mesas, hacia todos los estudiantes envueltos en sus propias preocupaciones. Ella tenía razón; me estaba comportando de manera irrazonable. Quería que esta fuese una elección sin ningún aspecto negativo, una manera de aprovechar al máximo nuestra situación, pero nadie podía garantizar algo así. Sería un juego de azar, como todo lo demás.

Miré nuevamente a Francine.

—Está bien; ya no intentaré convencerte. Lo que quiero hacer en este momento es seguir adelante y construir el Procs. Y cuando esté terminado, si estamos seguros de que es confiable… quiero que criemos un hijo con él. Quiero que criemos una IA.

4

2029

Me reuní con Francine en el aeropuerto y viajamos en automóvil por Sao Paulo atravesando cortinas de lluvia salvaje, torrencial. Me sorprendió que su vuelo no hubiese sido desviado; una tormenta tropical acababa de abatirse sobre la costa, a mitad de camino entre nosotros y Río.

—Olvídate de que te lleve a conocer la ciudad —me lamenté. A través del parabrisas, nuestros verdaderos alrededores eran invisibles; la brillante imagen superpuesta que ambos percibíamos, surrealmente coloreada y detallada, convertía la experiencia algo parecido a examinar un mapa 3D atrapados en una máquina lavacoches.

Francine estaba pensativa, o cansada del vuelo. Se me hacía difícil pensar en San Francisco como un sitio remoto cuando la diferencia horaria era tan pequeña; cuando una vez viajé al norte para ir a visitar a Francine, hasta me había parecido una cosa de nada, comparada con las maratones de un extremo al otro del océano que habían sido mis viajes en el pasado.

Ambos nos acostamos temprano. A la mañana siguiente, Francine me acompañó a mi atiborrado taller de trabajo, en el sótano del departamento de ingeniería de la universidad. Yo había estado a la pesca de subvenciones y colaboraciones en todo el mundo, como un niño en la búsqueda del tesoro, montando lentamente un dispositivo que muy pocos de mis colegas creían que valía la pena crear. Afortunadamente, me las había ingeniado para encontrar pretextos —e incluso aplicaciones derivadas genuinas— para casi todas las etapas del trabajo. La computación cuántica,
per se,
se había estancado a lo largo de los últimos años, obstaculizada tanto por una escasez de algoritmos prácticos como por una limitación de la complejidad de las superposiciones que podían sostenerse. El Procs había impulsado el envoltorio tecnológico en algunas direcciones promisorias, sin hacer ninguna exigencia verdaderamente exorbitante; los estados que se manejaban eran relativamente simples y hacía falta mantenerlos aislados apenas unos milisegundos por vez.

Le presenté a Carlos, María y Jun, que luego desaparecieron mientras le mostraba el sitio a Francine. Todavía teníamos armada, en un banco de pruebas, una demostración del principio de «desacoplamiento balanceado», preparada para la visita de uno de nuestros donantes corporativos la semana anterior. Lo que causaba la decoherencia en una computadora cuántica con escudo imperfecto era el hecho de que cada estado posible del dispositivo afectaba su entorno de una manera levemente diferente. El escudo en sí podía mejorarse, pero el grupo de Carlos había perfeccionado un modo de obtener un poco más de protección a fuerza de pura astucia. En el equipo de demostración, el flujo de energía que atravesaba el dispositivo permanecía absolutamente constante, sin importar en qué estado se hallara, porque cualquier caída en el consumo de energía del grupo principal de portales cuánticos se compensaba con una elevación en un grupo de portales de balance, y viceversa. Esto daba al entorno una pista menos en la que basarse para discernir las diferencias internas del procesador y para romper cualquier superposición en las ramas mutuamente desconectadas.

Francine sabía toda la teoría del derecho y del revés, pero nunca había visto este
hardware
en acción. Cuando la invité a juguetear con los controles, se aferró al dispositivo como un niño a la consola de juegos.

—Tendrías que haberte unido al grupo, de verdad —dije.

—Tal vez lo hice —retrucó ella—. En otra rama de la realidad.

Se había mudado de la UNSW a Berkeley dos años antes, no mucho después de que yo me mudara de Delft a Sao Paulo; era el cargo más conveniente y cercano que había podido encontrar. En ese momento, yo me había disgustado porque ella se había negado a comprometerse a trabajar a distancia; con sólo cinco horas de diferencia, dar clases en Berkeley desde Sao Paulo no habría sido imposible. Al final, sin embargo, yo había aceptado el hecho de que Francine quisiera seguir probándome, probándonos. Si no teníamos la fuerza de seguir juntos durante la difícil prueba de una separación física prolongada —o si yo no me comprometía lo suficiente con el proyecto como para soportar cualquier sacrificio que éste implicara— ella no quería avanzar hacia la siguiente etapa.

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