Authors: Ana María Matute
Sikrosio le acompañó hasta el borde de la tundra. Como clavado en el suelo, la cabeza alzada y los ojos ansiosos, le vio marchar, hasta que desapareció el último de sus hombres. Luego, un viento furioso lanzó aquel misterioso polvo gris sobre él y, cuando lo sacudió de su traje y montura, le pareció que una lluvia de ceniza intentaba sepultarle. Volvió grupas y galopó, desazonado, durante todo el día. Al anochecer, a su vez, bebió mucha cerveza: porque aquella ceniza se había pegado a su paladar y no parecía borrarse fácilmente. No obstante, una intensa alegría le llenaba, y su risa rodó como un trueno por las orillas del Oser, estremeciendo a quien halló en su camino.
Tal vez pasó mucho tiempo. Tal vez varios años. Un día, el Conde regresó por el camino de la tundra. Hasta el momento, Sikrosio y sus hermanos habían defendido solos los ataques vecinales, y cuando vieron de nuevo el rostro ceñudo y los ojos grises de su padre, el primogénito supo que por fin llegaba un tiempo provechoso, aunque muy duro, para él. No había logrado aplacar el talante belicoso de sus vecinos, ni había sometido al Margrave -ya soberano- del País de los Desfiladeros, pero el Conde Olar halló sus tierras ni un palmo más allá ni uno más acá de como las dejó. Ni una viña había engrandecido las viñas que crecían junto a su Torreón, pero ni una sola echó de menos en ellas. Tal vez aquel estado de cosas superaba sus mejores esperanzas y, acaso, ésa fue la razón de que por vez primera y última en su vida tomara por los hombros a Sikrosio y, tras mirarle un rato con sus intensos ojos grises, le estrechara fuertemente entre sus brazos.
Pero Sikrosio, aun valorando el gesto en su medida, estaba demasiado intrigado, y aun receloso, para abandonarse a las delicias de aquella casi dolorosa explosión de amor paterno. Porque antes que a ningún otro, de entre la nutrida, bien trajeada y aún mejor armada tropa que escoltaba a su padre -insólita en aquellas tierras, donde únicamente a latigazos y terror podían lanzar al enemigo su leva reculona, harapienta y mal pertrechada de horcas, hoces y desdentados cuchillos-, su ojo avizor descubrió la presencia de un muchacho enclenque y, según pensó, «vestido como una cortesana». Claro está que la idea que se había hecho Sikrosio en lo tocante a cómo vestía una dama -y sobre todo una dama de la Corte- tenía como base más sólida la pura nada. Para colmo de suspicacias, el propio Conde Olar escoltaba, como quien vigila el más preciado tesoro o, aún más, el hilo que le une a la vida, a aquel chiquillo que, a juicio de su primogénito, no sobreviviría a un cuarto de bofetada.
Sikrosio no tendría grandes conocimientos del mundo que se agitaba más allá de las inhóspitas tierras donde nació, ni su imaginación podía ofrecer, aun como muestra de su desenfreno, imagen más rica que la de un lechón rodeado de cerveza y ciruelas, pero no era estúpido y sí estaba, en cambio, habituado al acecho y la sospecha. No le costó rumiar demasiado tiempo hasta llegar a la conclusión de que el pequeño -a su juicio- adefesio no era otro sino el hijo único y único heredero del Rey. Para llegar a esta certeza, las cejas de Sikrosio se unían, se enarcaban y parecían querer saltarle de la piel a causa del esfuerzo hecho por comprender: ¿para qué y por qué le traía su padre al Príncipe Heredero?
Apenas quedaron a solas, no pudo contener su curiosidad. Sin ambages -y en esto agradaba mucho a su padre-, repitió en voz alta la pregunta que le desazonaba. «Para cuidar y atender su educación -respondió el Conde Olar con voz reventante de orgullo, y una chispa de maligna socarronería-. Para adiestrarlo en el arte de la caza y de las armas.» Era la primera vez que Sikrosio oía llamar a su padre arte a aquella suerte de desesperación colectiva que les obligaba a lanzarse unos sobre otros, espada en mano, en defensa de un palmo de tierra. Esto, de por sí, hubiera bastado para enmudecerle, pero aún su padre añadió:
«Y en cuanto a conocimientos del espíritu, en fin, en cuanto al resto -al decir resto dobló los labios con un leve tinte despectivo-, está el Abad Abundio. Eso no nos atañe». El Conde miró hacia la lejana tundra, y murmuró: «El Rey se muere, hijo mío. Pero el Rey me quiere. He aquí la prueba de su afecto y de su confianza. Sólo en mí confía».
Aparte la estupefacción que semejantes declaraciones le causaron, si algo, y muy tempranamente, había aprendido Sikrosio de su padre, era el momento justo y exacto de guardarse preguntas. Así que no hizo más indagaciones, procuró contentarse con las respuestas que le otorgaron -al menos, de momento- y siguió tejiendo el hilo de su cavilar, a solas y en silencio. «Para cuidar de su instrucción -resumió, al cabo-, no entiendo cómo el Príncipe Heredero viene a verificar sus reales aprendizajes a lugar tan apartado. El último y más olvidado rincón del Reino; sin duda alguna, el más peligroso y mísero; entre gentes rudas y torvas y en un Torreón que no dispone de la más modesta comodidad o simple bienestar.»
La palabra lujo carecía allí de significado, y es probable que el mismo Sikrosio la ignorase, pero tenía idea de la dureza de sus vidas. Más allá de la tundra, hacia el interior, hacia Occidente, existían familias nobles -según había oído- rodeadas de toda clase de riqueza y cuanto ésta acarrea: blanditos, bien vestidos, gentiles, graciosos, incluso cultos y con verdaderos modales; cosas de las que oyó hablar a su madre, siendo niño -antes de que ésta muriera de una indigestión de compota-, aunque no tuviera una exacta idea de su verdadero sentido, excepto la seguridad de que él, por lo menos, no las poseía. «Esas criaturas de alcurnia y vida muelle están dotadas y provistas de todo lo necesario para encarnar a los educadores del Príncipe -rumiaba a seguido y para sí, entre sorbo y sorbo de cerveza-. A buen seguro, se matarían los unos a los otros hasta el puro exterminio con tal de apoderarse de semejante privilegio. Eso les honraría hasta reventar.» Sin matanzas, Sikrosio no podía imaginar discusión razonable o reparto posible. No era, en todo caso, su culpa. En estos ejemplos y enseñanzas fue criado, y no de otra manera.
«Cualquiera de entre ellos sería adecuado para llevar a cabo la famosa educación -concluyó para sí, tras un rato de meditación-, cualquiera antes que mi padre. Antes que este desdichado y exprimido Conde Olar, relegado y otrora protegido, que no hoy» Usado y abandonado como puede hacerse con un arma o un enser, según convenga a los reales intereses; tristemente recompensado al fin con la franja de tierra que habitaban: casi siempre ensangrentada, en su mayor parte estéril y siempre amenazada; envenenado, en suma, con el señuelo de una remotísima y sin duda jamás cumplida esperanza.
Sikrosio aplastó pensativamente un hambriento mosquito de los que infestaban las proximidades del Lago. Los mosquitos solían invadirlo todo por aquellas fechas: verdes, azulados, entre oro y malva, zumbaban su fiebre en torno a fatigados campesinos y no menos agotados y sudorosos señores. «Ignorante, infestado de plagas y de fiebres, acosado por jinetes esteparios, estremecido por la proximidad del Desfiladero, duerme con un ojo cerrado y otro abierto, recelando de cualquier hombre de estas tierras: porque el vecino más manso en apariencia, cuando llegue la noche, caerá sobre tu casa, degollará a tus gentes y no dejará vivo ni al más pequeño de tus hijos.» ¿Dónde había oído eso? Tal vez era una canción. Tal vez algún juglar, de los escasos que hasta allí llegaron, lo recitó una noche de invierno, a cambio de su refugio bajo la escalera del Torreón. «En todo caso -levantó la cabeza-, ésta es mi tierra.» Al decirlo sentía un orgullo oculto, pero muy poderoso.
Acaso, de poder hacerlo, no habría elegido otra tierra. Claro está que tampoco otra forma de vida: el peligro, la sangre, la desazón, la rebeldía y la saña de las venganzas constituían lo más sustancioso de ella. Tenía, por entonces, dieciocho años, y aún no se había topado con rival que pudiera superarlo en cosa alguna. Probablemente, por aquellos días, Sikrosio era feliz. Y es lástima, pero no lo sabía. Ni tampoco lo poco que esta felicidad iba a durarle.
Siete velones ardían en torno a la mesa -rarísimo alarde en el Torreón del Conde Olar- para alumbrar la comida del Príncipe Heredero. El fuego ardía permanentemente, día y noche, junto a él, y sin embargo, temblaba de continuo. Tenía los ojos asustados, miraba con recelo hacia los rincones oscuros, apenas pronunciaba una palabra, menos aún una orden.
Noche tras noche, desde su llegada, Sikrosio le servía la mesa y guardaba su persona. Tácitamente, sin que mediaran explicaciones el Conde le había designado como su escudero y, si bien Sikrosio se desazonaba por la oculta y secretísima orden que adivinaba en la mirada de su padre apenas le confió esta encomienda, tenía la certeza de que su designación no estaba movida únicamente por el hecho de ser el mayor de sus hijos, el más valeroso, fuerte y astuto. Pero no sabía cuál era aquella orden, aquella confianza demostrada hacia su persona, que iba más allá del afecto paterno o su conocimiento de los propios méritos: él debía hacer algo, si bien no acertaba qué cosa era la que se esperaba de él. No obstante, abrigado por su innata prudencia y recelo, Sikrosio se guardaba muy bien de averiguarlo. «Ya lo descubriré -rumiaba-. Entonces, lo llevaré a cabo.»
Pero pasaron varios días y aquella misteriosa encomienda no se le revelaba. Pensaba y pensaba en ello, escudriñaba -espiaba, en verdad- cada gesto, mirada, silencio o palabra de su padre. Miraba al Príncipe, a solas, en la noche, rodeado de aquellos siete velones que en lo profundo le dolían -a la fuerza desde muy niño Sikrosio aprendió a economizar, en previsión a los nada raros días de forzosa austeridad- como un despilfarro inútil y sin sentido alguno, ya que su destinatario no parecía ni apercibirse de semejante alarde de generosidad. Le contemplaba comer, despacio, el labio superior apenas cubierto de una pelusa rubia, los labios rojos como los de una joven plebeya. El cabello caía desmayadamente sobre los costados de su rostro flaco, y rodeaba sus hombros. El cabello del Príncipe le recordaba la mies, cuando las malas y prematuras heladas frustraban su lozanía y color, jóvenes y tempranamente secas. «Como todo él -se decía-. Es joven, casi niño, y sin embargo, a veces, parece que ya está muerto, o que se haya instalado en su futura vejez para que le dejen tranquilo, sin obligaciones, ni deseos, ni memoria.» Súbitamente, un rayo atravesó su pensamiento y entendió. Sintió un escalofrío, en verdad inusitado, pero no era horror, ni miedo -era incapaz, aún, del miedo- ni placer. Era, simplemente, el soplo de una muy remota y hasta el momento jamás experimentada sensación de amenaza: desconocida, porque no sabía a ciencia cierta qué clase de amenaza se cernía sobre ellos. Y también, a seguido, le invadió una suerte de cólera apática, ligera como espuma, pero tal vez más desazonante que todas cuantas desazones conociera hasta el momento. «Estúpido niño -pensó-. Has caído en la trampa.»
Mientras estas cosas sucedían en tierras del Conde Olar y en el propio seno de su familia, más allá de la tundra, hacia Occidente, el Rey agonizaba.
Apenas apuntada la primavera, un hecho verdaderamente inusitado -habían oído hablar a los viejos campesinos y siervos de ellos, pero hacía muchas generaciones nadie les había visto en esa región- estremeció las tierras del Conde Olar. Una horda de piratas norteños, navegantes, rubios y verdaderamente sanguinarios -sólo comparables en su ferocidad a los temibles jinetes del Este-, descendió aguas abajo, por el Oser, y cayó por sorpresa sobre ellos.
4
Una y otra vez a lo largo de su vida, cuando el recuerdo le atormentaba, Sikrosio se decía: «¿Qué hice, qué pudo ocurrirme tras ver al dragón? Yo vi a los piratas, sus trenzas rubias y rojas al viento; saltaban por la borda, caían al agua...». Y el recuerdo se ceñía entonces a un chocar rítmico de algo duro contra el agua, y luego su reconocimiento del golpe de los remos, que nunca viera hasta entonces. La vela listada, flamante, avanzando detrás de la enramada negra, surgiendo del mundo misterioso del río. Y después, después, ¿oyó en verdad el grito salvaje, gutural, el brillo de rodelas al sol, cada una en sí misma un sol refulgente, obligándole a cerrar los ojos? ¿Y la monstruosa dulzura, y su caída a una región de niebla y oscuridad, sin apenas conciencia de sentirse vivo, ni muerto, ni herido...? Nunca sabría si había dormido o no, aunque, más tarde, su padre le gritara, casi enfurecido, que no se había dormido, que jamás los vio, que nunca pudo verlos. ¿Se había dormido? ¿Cómo podía haber dormido allí, bajo sus pisadas, y despertar sin un rasguño, como si en verdad se hubiera tratado de un insecto o un reptil, en vez de un joven armado?
Sólo volvió al mundo real, al mundo que él conocía, cuando el resplandor del incendio y el humo llegaron a sus ojos. Sobre él se extendía la noche teñida de rojo: el Torreón de su padre ardía. Se incorporó y contempló el altozano.
«Dormido, dormido. Es una historia rara.» Sikrosio levantaba la jarra de cerveza, temblaba convulsamente, y el recuerdo y el incendio regresaban, y el inexplicable sueño.
Había llegado al incendiado Torreón en carrera desesperada -su montura había huido- cuando, súbitamente, le vino a la memoria el nombre del hermano del Rey. Vio la degollada cabeza del Príncipe Heredero rodando por la escalera de madera, entre llamas. El pelo rubio y ralo se prendió, como mies seca y la convirtió en una bola de fuego que rodaba y rodaba largamente en el convulso temblor que seguía a su recuerdo. Su padre, el Conde Olar, se golpeaba la cabeza con los dos puños, y su risa bronca, hueca, como brotada del fondo de un barril vacío, se fundía al humo y al fuego de la noche.
En el recuerdo de Sikrosio, la mirada ceñuda y el desprecio de la voz de sus hermanos le sacuden como el viento a un joven abedul. «Tú no estuviste en el combate», restalla su propia voz, un grito de lobo, herido, hacia su padre; y su padre le toma la cabeza entre las manos -unas manos enormes, callosas, que nunca olvidará-, le sacude violentamente -como en el confuso temblor del recuerdo- y ve sus ojos grises clavados fieramente en él y oye con estupor su voz -su padre, tan implacable con los cobardes- que le dice: «Tú no pudiste verlos, es imposible, tú saliste a cazar a la taiga, llevabas tres días fuera, cazando; cuando regresaste ya habían sido vencidos, ya habían huido los supervivientes río arriba. No es posible que tú los vieras, tú no los pudiste ver aquella mañana, porque el día anterior ya habían desaparecido...».
«¿Tres días? ¿Tres días de caza?», por más que se golpeaba la cabeza contra el muro, no podía recordarlo. Sólo recordaba el dragón y los guerreros y las rodelas al sol y el chocar de los remos en el agua. Sólo eso. Y su padre decía: «Ellos no estaban ese día, tú no pudiste verlos, vuelve en ti, estúpido, vuelve en ti, estás embrujado». Pero, desde entonces, sus hermanos le escupían su desprecio: «Tú no estuviste en el combate, tú no tienes derecho a heredar un título ni una tierra que se ganó en un combate en donde faltabas». Sabía, por tanto, lo que tras la muerte de su padre le esperaba. Desde ese momento, la guerra había empezado, sorda y ya irrefrenable, entre sus hermanos y él. «Tú no estuviste en el combate...»