Authors: Ana María Matute
Pero Almíbar no halló ni aquella sonrisa ni ninguna otra sonrisa más en lo que le quedaba de vida. Y así, silencioso, discreto y lleno de pena, se sumió en la soledad. Y en ella pasaba los días, y en ella veía cómo avanzaban el invierno y su tristeza.
Hasta que ya no salió más de su cámara: allí le era servido su escaso yantar -del que antes tan gozosa como puerilmente gozaba- y su escasa bebida -que antaño libaba con alegre ánimo-. Y vino a enflaquecer tanto, que sus ropas caían desmayadamente sobre sus carnes. Buscó el viejo traje de terciopelo verde que, en ocasiones, prestara a Predilecto. Y probándoselo, vio que volvía a ceñírsele con holgura. Pero no tuvo ánimos para alegrarse de ello, pues ni un solo día vino a visitarlo Ardid, ni una sola vez se acercó a compartir su comida, como en tiempos más felices. Poco importaba, pues, que ella viese cuánto había adelgazado, y poco importaba nada: excepto pasar su tiempo junto al fuego, viendo, en su recuerdo y en su memoria, a aquella Ardid suave, cariñosa y cómplice que guardaba en lo hondo de su corazón como su único bien en este mundo. Dejó que sus cabellos se deslizaran naturalmente sobre sus hombros, sin rizos ni tinte; dejó libre su cuello de encajes y dorados; en verdad, nadie hubiera reconocido en tan sobria y enjuta criatura al antaño atildado, robusto y sonriente Almíbar.
Pero no sólo a él llegaba la Tristeza: la Tristeza moraba en el Lago, se acercaba a las costas, inundaba la luz y se filtraba en el viento. Y la Tristeza -que fue algún día Ondina, sonriente y enamorada criatura- flotaba aún sin memoria, trocada en doliente e inundado corazón, y entraba por rendijas, ventanas, puertas, ojos y labios: hasta posarse, lentamente, sobre conciencias y corazones. Y Tristeza-Ondina también llegaba a Ardid; y Tristeza-Ondina llegaba al Hechicero; y Tristeza-Ondina llegaba al Trasgo que, martillo en mano, horadaba sin cesar, y no tanto buscaba brotes de viejas vides como deseaba alcanzar un escondite, donde creía que alguien había ocultado al pequeño Príncipe Gudú, que no se apartaba de su memoria, sin reconocer al Rey adulto. Porque el vino tiene esta doble vertiente: confunde y adivina a un tiempo, y recuerda y olvida en un sueño común. De tal forma que, ni tan siquiera un Trasgo tan experto como él lograba hallar aquel escondite. Aquel racimo que brotara, verde y tierno, en el centro de su pecho, se volvía granado, dorado, maduro y repleto. Y con el invierno, crecían todas estas cosas, y se hacían más patentes; aunque no pudieran verlas ojos humanos.
También la Tristeza, en su vagar, penetró en las estancias que un día fueran de Tontina y hoy pertenecían a Gudulina. Y en ella anidó y arraigó con creciente intensidad. Encerrada en aquel Castillo sombrío y, pese a los esfuerzos de Ardid, eternamente inhóspito y mal aseado, Gudulina veía avanzar el invierno. Conoció por vez primera un llanto que nada tenía en común con sus llantos de niña caprichosa, irritada o rebelde. Y las enjutas ventanas no ofrecían otra vista que el oscuro y frío erial donde -según oyó- floreció, en tiempos, un bello jardín que pertenecía a la Reina Ardid. En vano intentó descubrir un Árbol de cuya historia oyó peregrinas y contradictorias versiones: pues en el lugar donde se había alzado, al decir de camareras y doncellas, sólo un oscuro montón de tierra, semejante a cenizas petrificadas, se mantenía visible. Y al tiempo que crecía la Tristeza en ella, también crecía un violento y cada vez más arraigado amor y deseo hacia Gudú. Y ese amor y deseo no la reconfortaban ya, como al principio de su matrimonio: antes bien, la sumían en un desconocido sentimiento que lentamente la ahogaba. Sólo la Reina Ardid, en su hábil manejo de criaturas y destinos, lograba aplacarlo a medias. Y entre promesas de tiempos más lisonjeros -todo, al parecer, sería mejor en primavera- y súbitos desfallecimientos y desánimos, llegó un día en que descubrió que, al menos, su amor había dado algún fruto: pues, con estupor e indefinible alegría, no exenta de temor, comprobó que, por fin, Gudú tendría un heredero.
Presurosa fue a confiárselo a la Reina. Y estaban las dos tan maravilladas con la nueva, a la par que dulcemente entristecidas -cada una por distintas razones-, cuando otra nueva mucho más turbadora y temible sacudió el Castillo.
Con la arribada de un sudoroso jinete-emisario, les llegó la noticia de que una grave revuelta -más que en revuelta, amenazaba convertirse en guerra- se alzaba en el País de los Desfiladeros. Los desaparecidos Bancio y Cancio, al frente de toda aquella desharrapada muchedumbre que desempeñaba trabajo y cautiverio en las minas, a los que se habían unido parte de los soldados, se alzaban con un largo grito. Y este grito venía, acompañado del incendio de varias aldeas, en dirección a Olar.
No es extraño que la conmoción que causó tal noticia a todo el mundo, dejara ignorante de algo que, en aquel mismo instante, ocurría a poca distancia de la cámara donde la Reina Ardid y la Reina Gudulina se comunicaban la entrañable noticia.
Y sucedía ajena a todos, y más que a nadie, a la propia Ardid. Hallándose Almíbar sumido en su gran pena, vino a notar que sobre sus rodillas se marcaban unas pequeñas y húmedas manchas, y comprobó cuán lenta y suave y silenciosamente lloraba, tanto que ni sabía enjugar en un pañuelo tales excesos. Levantó los ojos hacia la ventana y descubrió, entre lágrimas, una figura grácil y encantadora sentada en el alféizar, balanceando las piernas. Una vaga dulzura llegó a su memoria, que, si no lograba mitigar su pena, sí pareció llenarle de un tibio calor.
—¿Qué haces ahí, Príncipe Once? -dijo, sorprendido-. ¡Hace mucho tiempo que te fuiste!
—No sé -dijo Once-. No estoy capacitado para medir el Tiempo como vosotros. Pero vengo a hacerte compañía.
—Gracias, querido Once -dijo Almíbar. Y viendo que el muchacho se acercaba a él y se sentaba a sus pies, añadió-: Ya ves: estoy llorando, igual que un niño. Pero ya no soy un niño: soy un pobre viejo a quien nadie ama ni recuerda... -su llanto aumentó, y una lágrima vino a mojar la única mano de Once, que contempló con expresión grave la brillante gotita.
—No eres viejo -respondió al fin-. Tú no puedes ser porque si no eres un niño por fuera, yo (que puedo ver el interior de la gente) sí percibo en ti un niño.
—¿De verdad? -dijo Almíbar con escasa fe-. No puedo creerlo, querido Once.
—Pues es cierto -dijo Once-. Te veo del revés, tan claramente como a pocos distingo del derecho. Y veo a un niño muy hermoso: sabe jugar, sabe manejar toda clase de objetos y disponerlos bien, y lee: lee un libro escondido, que encontró olvidado... Y también es valiente, y tiene un corazón particular: pues veo algo en él.
—Es cierto que sabía jugar -dijo Almíbar-. Y que leía bellas historias, sobre todo en un libro que hallé en lo más escondido y perdido del huerto de los Abundios... Pero ya no sé jugar, ni apenas leo nada... En mi corazón no podrías hallar sino heridas y tristeza.
—No es eso lo que veo -continuó Once, aproximándose a él y mirando con atención hacia su pecho-. Ahí dice: «Un corazón leal merece seguir latiendo».
—¿Eso dice? -se maravilló Almíbar-. ¡Es lo que escribió en mi daga mi hermano el Rey!
—Pues lo copiaría de alguna parte -dijo Once-. ¡Los adultos lo suelen copiar todo!
Así, permanecieron callados, y una gran suavidad llegaba a Almíbar. Y de pronto, pareció que la Tristeza iba abandonándole lentamente, tal como la bruma abandona y se desprende del Lago, en el amanecer.
—¿Y qué otra cosa puedes ver en mi envés? -preguntó Almíbar.
—Vas a jugar -dijo Once, despacio-. Vas a jugar ahora, según parece.
—¿A jugar? Niño, creo que te equivocas: ya no tengo gusto por los juegos: ni siquiera en el tablero de damas, ¡tanto como me placía antes!
—Es un juego mucho mejor -dijo Once-. Vas a jugar a No Volver Nunca.
—¿ Sí?
Almíbar quedó pensativo. Y súbitamente recuperó retazos de viejas historias, páginas de aquel libro que halló, medio sepultado, en el huerto de los Abundios.
Entonces dijo, entrecerrando los ojos:
—Ah, temo que no sabré adónde ir... Porque allí (de donde tú siempre vuelves) no me dejarán entrar. ¡No, no me dejarán entrar! -repitió, con un suspiro. Y su voz era igual a la de Tontina cuando pronunció las mismas palabras.
—No -dijo Once-. No podrás entrar.
—Entonces -dijo Almíbar-, ¿adónde iré?
—No lo sé. -Once encogió levemente los hombros-. En verdad, yo no lo sé...
—Dame la mano, al menos -murmuró Almíbar. Once le dio la mano, y Almíbar partió.
En aquel instante, cuando tan desconcertadas, asustadas y conmovidas estaban Ardid y Gudulina, por las dispares y graves nuevas, el Trasgo asomó la cabeza por el hueco de la chimenea. Y con ira extraña, donde también latía un gran dolor, gritó a Ardid:
—¡Oh, Ardid, Señora!, ¿qué es lo que habéis hecho?
Y al mismo tiempo, sin llamar ni dar muestra alguna de respeto ni de ceremonia, entró a su cámara el Hechicero, y clamó, en el mismo tono y con la misma pena:
—¡Oh, Señora!, ¿qué habéis hecho?
Por primera vez ambos la llamaron Señora, en vez de querida niña. De suerte que, ante la sorprendida y aterrada Gudulina -que no vio al Trasgo ni entendió al anciano-, la Reina despertó súbitamente de aquel aislamiento en que se había refugiado. Un súbito dolor, una grande y cruel amargura llenó su paladar, su corazón, sus ojos; y corrió como empujada de negros presentimientos hacia la cámara de Almíbar. Y sólo cuando lo vio allí, con la cabeza inclinada hacia un lado y su única mano extendida -como si en su vacío esperara alguna otra mano, alguna última caricia, algún imposible calor-, comprendió Ardid cuánto había faltado de aquel lugar, cuánto había abandonado aquella mano que -por leal y valiente, y tal vez, más que por ninguna de estas cosas, por niño e inocente- permanecía aún intacta. Y lo vio con tan inútil desesperación, que, arrodillándose junto a él, en sus rodillas abandonó la cabeza. Y lloró. Lloró tanto y con tal sentimiento, y con tan súbito y dulce, y desconocido e inmenso amor, como jamás -ni en tiempos de Volodioso ni en la Isla de Leonia- había llegado a gustar. Pues era tan vasto y singular sentimiento que, si tales cosas fueran posibles -que no lo son-, hubiera podido abarcar la corteza entera de la tierra.
Pero Almíbar ya había partido y, tal y como Once dijo, Nunca Más Volvió.
Mucho sorprendió a la Corte entera, a la Asamblea de Nobles y a la ciudad en pleno -pues cosas tan insólitas y extrañas suelen propagarse con rapidez-, que en momentos tan graves, la eficiente, serena y sabia Ardid prescindiera de cuantas obligaciones y problemas la acuciaran, ante una noticia tan insignificante como la muerte del insignificante y medio olvidado Príncipe Almíbar. Pues todas aquellas cosas quedaron postergadas, por acompañar en su último viaje a aquel que, antaño, tanto gustase de ellos.
Sólo después de que esto sucedió, volvió a ser la Ardid que todos conocían. Y en la fría mañana que sucedió a tan triste día, ella y su fiel Dolinda, y el fiel Hechicero -que sollozaba sin rebozo-, seguidos bajo tierra por el golpeteo de un conocido martillo que resonaba en sus oídos como el más triste lamento, se dirigieron -acompañados de escaso cortejo- al Cementerio Real, y allí, junto a la tumba de su hermano el Rey, fue enterrado con respeto, amor y veneración por la afligida Reina Ardid, aquel que por ella había perdido su humilde y mágico corazón. Sobre la tumba de Volodioso se alzaba su colosal estatua en piedra, que parecía hundirse día a día, más y más, en la húmeda y grasienta tierra. Sus fieles Pájaros Sin Nombre -renovándose sin cesar- se posaban en sus hombros, en su cabeza, en su brazo alzado. Y cuando la última paletada de tierra cubrió a Almíbar, acudieron presurosos hacia él, con lo que Ardid partió de allí con aquella imagen como único consuelo: «Almíbar no está solo: ellos le harán visitas, sin duda. Los pájaros de Volodioso vendrán y marcharán, y volverán y partirán también para él: e irán renovándose, y sucediéndose... en tanto la tierra no resulte demasiado ingrata para ellos».
Y guardó en secreto lugar la mano de marfil, y la daga con su leyenda: «Un corazón leal merece seguir latiendo». Allí, o en alguna otra parte -nadie, ni siquiera Once, sabía estas cosas-, se cumpliría su promesa. Pero únicamente los pájaros hubieran podido asegurarlo.
De regreso a Olar, y tras aquella triste ceremonia, Ardid tuvo las primeras nuevas directamente llegadas de su hijo. Y leyó en su misiva, una y mil veces, hasta entender su significado, algo que la llenó de horror. Pues, como primera medida a los desmanes de sus hermanos gemelos Bancio y Cancio -y por si el asunto del Príncipe de los Desfiladeros servía de pretexto a tal revuelta-, Gudú ordenaba que, sin dilación, se diera muerte al pequeño Contrahecho.
Aún estaba a su lado Dolinda, y aún enjugaba ésta sus lágrimas por el viejo amigo que, en horas tan tristes como al parecer olvidadas, habíales dado luz y esperanza. Ardid la miraba y no acertaba a decirle nada. Y tal era la expresión de los ojos de la Reina, y tal la palidez de su rostro, que Dolinda reparó en ello, y dijo:
—¿Qué ocurre, Señora? ¿Alguna nueva desgracia viene a anidarse a tantas como en pocas horas hemos recibido?
—Así es -dijo Ardid. Y desfallecida, se dejó caer sobre un asiento. Contempló entonces, frente a ella, el pequeño escabel donde el pequeño Gudú solía sentarse para hablar con ella. Y al verlo -a veces, tan nimias cosas, pensó, pueden desencadenar los actos más dispares-, un llanto furioso se adueñó de su voluntad. Y tomando la misiva de su hijo la rompió en mil pedazos y la arrojó al fuego. Enjugándose las lágrimas, dijo a la desconcertada Dolinda:
—En verdad, Dolinda, que por primera vez desobedeceré al Rey; pero te juro, por mi vida y por la suya, que no habré de arrepentirme jamás por ello. Escúchame bien: toma al niño Contrahecho que tienes como hijo, y con gran sigilo y secreto llévalo a través del pasadizo que conoces tan bien como yo, hasta mi cámara... Y luego, muéstrate llorosa y enlutada, como si lo hubieras perdido.
Al ver el espanto con que Dolinda acogía sus palabras, añadió, con tono que demostrase la gran confianza que en ella depositara:
—No temas: aunque Gudú ordene su muerte, con mi vida he de defender a este niño de todo mal. Si en verdad quieres salvarlo, habrás de hacer cuanto te digo, y mostrarte ante todo el mundo -incluso ante tu esposo- como si tal cosa hubiese sucedido.
Dolinda lloró, sin disimulo, y realmente horrorizada. Pero entendía que su Señora tenía sobradas razones para ordenar la prisa en tales cosas, y se apresuró a cumplirlas, aunque su corazón rebosara llanto y horror. Y también por vez primera el odio nació -si bien aún tímido- en aquel corazón que otrora amara al pequeño Gudú casi tan tiernamente como ahora amaba al pequeño y desgraciado Contrahecho.