Orgullo Z (18 page)

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Authors: Juan Flahn

Tags: #Terror

Miguel le dio un codazo que, a juzgar por el sonido, le rompió la mandíbula y después rodó sobre sí mismo. Cuando se libró del pesado fardo sobre su espalda, se puso de pie con esfuerzo. Siempre avanzando hacia la débil luz de la salida de la farmacia, saltó el mostrador y cayó al otro lado, de bruces sobre las cajas de medicamentos y los crujientes blisters rotos que alfombraban el suelo. El polvo de los antigripales con olor a naranja le hizo estornudar, lo que los dio una pista a sus perseguidores de su posición. Oyó cómo, a sus espaldas, se revolvían y pugnaban por seguirle el rastro.

Gateó hacia la salida velozmente. Mientras lo hacía, seguía oyendo a sus cazadores detrás, pisándole los talones; no eran veloces pero sí insistentes y se preguntó por qué demonios no se dedicaban a pacer del cadáver del farmacéutico, que estaba ahí echado tras el mostrador, a su completa merced. Tenían que haberlo visto al entrar y ahora al salir también. ¿Por qué no se "alimentaban" de él? Supuso que quizá sólo los servía la carne fresca, sólo los atraía el calor de la gente viva, o quizá fueran sádicos que disfrutaban aterrorizando y despedazando a gente que fuera consciente de ello; quizá, antes que de la carne, se alimentasen del terror y el sufrimiento crudos y, claro, no podían comer cadáveres porque estos ni sienten ni padecen.

En medio de estos pensamientos que, mientras los cavilaba ya le parecían absurdos, salió a la oscura calle Hortaleza.

Calle Hortaleza 50. Local. 1:17 AM del miércoles 6 de julio.

El fresco aire de la madrugada le sopló en el rostro. La calle Hortaleza casi parecía iluminada en comparación con la negrura de la farmacia. Se detuvo un segundo para recuperar el aliento y nada más poner los pies sobre el oscuro asfalto, oyó un golpeteo líquido en el pavimento, a sus pies. Se fijó que grandes goterones de sangre caían desde su brazo izquierdo, resbalando por sus dedos, manchando el suelo. Sus pantalones estaban desgarrados en ambas perneras, tintados también de sangre. Le dolía el cuerpo y supuso que debía tener múltiples heridas por todos lados; pero no se podía detener porque los tres chaperos putrefactos ya surgían del interior de la farmacia tambaleándose y se dirigían hacia él.

En décimas de segundo pensó que si volvía a la tienda, al seguro escondite de un par de calles más abajo, iba a atraer a esos seres hacia el refugio, poniendo en peligro a Belén y Toñi. Pero si no acudía pronto allí es muy posible que muriera desangrado. Por lo tanto decidió dar una vuelta a la manzana, correr todo lo que pudiera y confiar en dejar atrás a los monstruos, coger la suficiente ventaja como para no atraerles hasta la guarida. Ellos no eran muy veloces, sus inseguros y tambaleantes andares no los permitirían ir muy deprisa.

Miguel aceleró todo lo que pudo mientras agudas punzadas de dolor se instalaban en su pecho. No las hizo ni caso, tampoco a las heridas de sus piernas, a la sensación de encharcamiento en sus zapatillas —imaginó que se estaban llenando de sangre—, ni al creciente agotamiento que, minuto a minuto, le invadía el cuerpo y echó a correr, cojeando y renqueando, calle Hortaleza adelante.

Calle de Augusto Figueroa, Calle Pelayo. 1:26 AM del miércoles 6 de Julio.

La luz del alumbrado público en la calle Augusto Figueroa era aún más escasa que la de la calle Hortaleza. Al fondo, a su izquierda, la otrora populosa calle Fuencarral se sumergía en la más impenetrable de las oscuridades, en medio de la cual creyó adivinar siluetas de gente tambaleante; al principio le parecieron dos o tres pero cuando sus ojos se acostumbraron a la negrura distinguió cabezas y cabezas; eran decenas, todos aglomerados, a lo lejos, en la pequeña confluencia de Augusto Figueroa con Fuencarral. Aquello era una ratonera. Miró atrás, sus perseguidores seguían tras él pero los había sacado bastante ventaja.

Torció a la derecha, bajó un pequeño tramo de calle para volver a torcer a la derecha e internarse en Pelayo, que también estaba sumida en la oscuridad excepto por una solitaria farola parpadeante al fondo de la calle, en la esquina con San Marcos. A la luz de esa trémula bombilla vio otro grupo de esos seres. Deambulaban en círculos, con indolencia, muy despacio, todos juntos en una romería sin fin, como si tuvieran un objetivo común, un cerebro colectivo que los guiara en su "no vida", en su existencia sin sentido.

Miguel se ocultó de inmediato en la esquina de un portal. Esos seres aún no le habían visto pero estaba claro que por allí no iba a poder pasar. Miró hacia atrás, al lugar del que venía: sus perseguidores, desorientados, torcían la esquina en ese momento. Tampoco le veían. Miguel se dio cuenta de que sobre el suelo iba dejando un rastro de gotas de sangre bastante claro. Era cuestión de tiempo que sus perseguidores se percataran de que estaba allí, aunque Miguel no tenía muy claro que fueran lo suficientemente listos como para seguirle la pista gracias al rastro de sangre… pero no quería quedarse a averiguarlo.

Por suerte se conocía la calle al dedillo; Pelayo era la vía principal de Chueca, la pionera, la calle con más garitos clásicos de todo el barrio, donde él había empezado su carrera de pincha-discos. De hecho se había recorrido la travesía de sur a norte cientos de veces, desde la calle San Marcos al fabuloso palacio de Longoria, sede de la Sociedad General de Autores, y sabía que los pisos bajos del edificio en cuyo portal se había ocultado, poseían consistentes rejas de hierro forjado en las ventanas. Se sentía débil y cansado pero estaba seguro de que podía escalar por ellas hasta llegar a un balcón alto. Quizá con suerte podría alcanzar los tejados y a través de ellos, saltando de azotea en azotea, acercarse lo más posible a la tienda de
delicatessen
, que estaba muy cerca de su posición.

Calle Costanilla de los Capuchinos 11. Local. 1:45 AM del miércoles 6 de julio.

Toñi miró el reloj de pared de la tienda. Ya hacía más de hora y media que Miguel había salido en busca de antibióticos. La farmacia de la calle Hortaleza no estaba a más de cien metros de allí, de modo que supuso que ya no regresaría. Seguro que le habían atrapado los militares o devorado uno de esos seres sin cerebro; o quizá se había convertido por fin en uno de ellos. "Ya está. Se acabó", pensó Toñi. "Mejor que su transformación haya sucedido lejos de mí".

Calle Pelayo 13. 1:57 AM del miércoles 6 de julio.

A pulso a través de los barrotes de las enormes ventanas del bajo, con enorme esfuerzo, Miguel consiguió llegar al balcón del primer piso. Se preguntó cómo demontres iba a lograr ascender por la fachada tal y como estaba, herido y cansado; ni que fuera el hombre araña.

Se sentó en el suelo del estrecho balcón para recuperar el aliento y miró al interior oscuro de la casa. Un apartamento pequeño, amueblado con utensilios de Ikea, baratos pero funcionales, con cierto gusto por el cliché, una gran librería con muchos huecos, figuritas criando polvo, fotografías enmarcadas que no alcanzó a distinguir bien, todo iluminado por pequeñas velas llenas de lágrimas derramadas en formas caprichosas… Y en medio del salón una cuna un tanto anacrónica, con bordados y gasas, con un enorme velo traslúcido derramándose sobre la banasta como una cascada blanca. A Miguel le pareció el decorado feo de una película de serie Z filmada en vídeo por aficionados.

Miguel percibió unos lamentos amortiguados; eran los lloros de un bebé. Más que lloros, parecían quejas o aullidos… Una mujer apareció en el umbral de la puerta del salón. Ojerosa, alta y delgada de pelo muy largo a la espalda, negro, vestida con un camisón de flores minúsculas inmaculado. La mujer llevaba, aferrada con fuerza entre sus manos, una almohada con puntillas. Desde el exterior, en el balcón, al otro lado del cristal, Miguel lo presenciaba todo como si de pronto el decorado hubiera cobrado vida, como si asistiera al rodaje de una de terror o a una representación teatral de instituto. De hecho los movimientos cadenciosos y lentos de la mujer parecían los de una actriz cursi. Sin casi tocar el suelo se acercó a la cuna con la almohada en las manos y la colocó sobre el bebé, dispuesta a apretar.

En décimas de segundo Miguel reaccionó y cascó con el codo el cristal de la doble ventana.

—¡No! —gritó a la vez.

Al oír los cristales rotos, la mujer alta se le quedó mirando con el almohadón en la mano, paralizada. Miguel no podía entrar por el estrecho hueco de las puertas del balcón, había hecho un agujero muy pequeño en el cristal y tampoco tenía fuerzas para agrandarlo, así que desde el exterior a través de la pequeña abertura dijo:

—Por favor, no lo haga…

La mujer, sin poner ninguna expresión en su cara, soltó la almohada y se acercó a las puertas dobles del balcón. Las abrió. Extendió su mano a Miguel:

—¿Ha venido usted a salvarme?

Miguel, jadeante, agarró la mano de la mujer y entró en el salón. Una fuerte vaharada de calor y de olor a podrido atacó sus pituitarias. Ella miró las múltiples heridas del cuerpo de él y creyó comprender. Abrió mucho los ojos.

—Es usted uno de ellos.

Miguel se acercó a la cuna del bebé y miró en su interior: al niño le faltaba una pierna, que había sido arrancada de cuajo; por su piel acartonada y verdosa se veían venillas azules diseminadas por todos lados; más que llorar, gritaba, gritaba con rabia, abriendo su pequeña boquita sin dientes, en una mueca ansiosa y moviendo sus manitas cerúleas arriba y abajo con insolencia.

La madre se acercó con una vela, iluminó el interior de la cuna para que Miguel viera mejor el engendro en su interior.

—No hay electricidad desde hace dos días. Ni teléfono. Ni nada.

La mujer loca volvió su mirada a Miguel. Tenía ojos de muñeca de cera a la luz temblorosa de la candela.

—Su hermano mayor vino de por el pan. Le habían mordido y se puso enfermo… Ya no era un niño, era una bestia y… se comió la pierna del bebé. Yo me volví loca. Y saqué del armero la escopeta de mi marido…

La mujer señaló una esquina del salón tras Miguel, cerca de las puertas del balcón. Había un niño de unos ocho años, vestido con un trajecito de pana, sentado en el suelo con las piernas extendidas. Y en forma de ave fénix con las alas extendidas, un enorme manchurrón en el papel pintado ocupaba el lugar donde debía haber estado la cabeza.

—El teléfono no funcionaba, la calle era un caos, no me atreví a salir. Mi bebé… se convirtió en eso. No para de gritar, no para de aullar a todas horas. Sé que tiene hambre pero escupe todos los biberones que le doy… Sólo quiere morder. No puedo más, no se calla ni de noche ni de día, ni desfallece… ni se muere.

Miguel no se atrevía siquiera a hablar. Tras unos segundos de incómodo silencio, con un hilo de voz, manchado por un inoportuno gargajo en la garganta, dijo:

—¿Y… y su marido?

Ella sólo respondió:

—No lo sé.

Miguel y la mujer se volvieron a quedar en silencio en ese oscuro salón de clase media. Desde el exterior llegaron sirenas lejanas, disparos y el crepitar de un helicóptero. De la cuna inmaculada, los gritos ásperos del pequeño monstruo.

La mujer de pronto, se relajó y sonrió.

—Pero al fin estás aquí… Tú puedes ayudarme…

—Estoy refugiado aquí cerca, con dos personas más; si quiere venir conmigo… Tenemos comida y bebida. Supongo que podremos salir al tejado a través del portal. ¿Hay una trampilla en el último piso para acceder a él?…

—¿Irme contigo? —preguntó extrañada.

—Sí pero él… —señaló al bebé— no puede acompañarnos.

—No me iré a ningún lado. Lo que quiero es que me conviertas.

—¿Qué?

—Tú eres como ellos. Estás lleno de heridas… —la mujer señaló el cuello despellejado de Miguel—. Te han mordido muchas veces, ya estás contagiado. Sólo quiero quitarme este peso de encima y ser como los demás. Como mi hijo…

—Pero señora, yo no puedo… No…

—¡Sí puedes! —la mujer habló como una alucinada—. Todo ha acabado. Sin mis hijos no puedo seguir. Al menos si soy como ellos podré vivir su vida, una vida de monstruo, será horrible pero algo es.

—No sabe lo que dice, señora.

La mujer se recogió un mechón de pelo grasiento tras la oreja, dejó la vela en una balda y se acercó a Miguel, contoneándose.

—No me trates de usted… Casi tenemos la misma edad… —subió sus manos desde el pecho de Miguel a sus hombros—. Sólo necesito un pequeño mordisco… Funciona así, ¿verdad? Es un poco como los vampiros, qué romántico.

Miguel la apartó de sí con demasiada brusquedad. Ella fue a parar al suelo de culo. Sin mirarle, desde el suelo, avergonzada, le dijo:

—Claro, tenía que haberlo supuesto…

Miguel miró a su alrededor, localizó la puerta de salida. Tomó la decisión de irse de allí sin despedirse, sin ayudarla, sin pensar en lo que dejaba atrás. Mientras se acercaba despacio a la puerta, oyó a la mujer, que seguía hablando.

—Mi marido fue el que tuvo la idea de mudarnos a Chueca. Con tanto marica por todos lados… Llegué a pensar que a él también le iban los tíos y durante una temporada esa sospecha me atormentó, fui a psicólogos y todo… Sufrí lo indecible. Ahora todo eso me parecen bobadas.

La mujer se levantó del suelo y miró a Miguel, que se detuvo con la puerta a medio abrir.

—Es posible que todo este horror le haya pillado en cualquier cuarto oscuro chupando pollas y a estas horas ya sea uno de ellos. ¡Si yo también lo fuera, podría descansar! ¡Ya no tendría miedo de salir a la calle, de ser atacada!

Miguel terminó de abrir la puerta y salió al oscuro descansillo. Antes de subir las escaleras miró hacia atrás. La mujer sacó al niño de la cuna y lo sostuvo en brazos.

—Tú no sabes lo que es oír a mi hijo gritar noche y día, a todas horas… ¡No para nunca! Ojalá tuviera el valor para matarlo —y como si se le hubiera ocurrido algo añadió—: O para que yo…

Y se interrumpió con los ojos muy abiertos, brillantes como ascuas a la luz de las velas. Miguel comenzó a subir los peldaños de la escalera y se internó en las sombras del portal ocultándose a la mirada de la mujer.

Ella, en cuanto Miguel desapareció, rompió a llorar sin lágrimas, a gemir más de cansancio que de pena. Con una mano desanudó el lazo de su vaporoso camisón, sacando a la luz dos pechos exiguos.

—Toma mi amor… Te daré el pecho. Es lo que has querido todo el tiempo, ¿verdad, pequeño?

Arropado por las sombras, desde la entreplanta, Miguel vio cómo la mujer ofrecía su pecho al bebé monstruo que, al notar el calor de la carne viva, comenzaba a morder sin dientes y a desgarrar con sus manitas. La mujer mantenía al niño pegado a su pecho, mientras gemía o lloraba o reía —Miguel no estaba seguro— y estrechos regueros de sangre se deslizaban por su abdomen manchando el camisón.

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