Orgullo Z (19 page)

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Authors: Juan Flahn

Tags: #Terror

Miguel dejó de mirar y subió los tramos de escalera hasta el tejado a toda velocidad.

Calle Costanilla de los Capuchinos 11. Local. 2:33 AM del miércoles 6 de julio.

—¿Todavía no ha venido? —quiso saber Belén.

La joven apareció en el umbral de la puerta del despacho. Toñi se fijó en que no tenía buena cara.

—¿Por qué no duermes un poco?

—No quiero dormir hasta que Miguel esté de vuelta.

Toñi se levantó del suelo y avanzó hacia la chica.

—No creo que vuelva, Belén. Han pasado más de dos horas y media y la farmacia está aquí al lado. No va a volver…

—Pues entonces tendremos que salir a buscarle, ¿no?

—¿Estás loca?

—Él no nos habría dejado tiradas.

Toñi habría pagado por atreverse a zarandear a Belén y abofetearla para que no fuera tan pava, para que se dejara de sentimentalismos y despertara al mundo de una vez. Como solía hacer, se reprimió y le sonrió todo lo dulcemente que sus cínicos pensamientos le permitían.

—Escucha, tenemos un montón de comida y bebida aquí dentro. Y medicinas. Estamos aisladas de la calle y del peligro por una persiana de metal, tenemos la suerte de que aún no se ha ido la luz en esta parte concreta de Chueca… ¿cómo vamos a abandonar este refugio? Sería una locura.

Belén bajó la mirada, asintiendo.

—Pero estoy segura de que volverá. Lo verás.

—Sí, sí, claro… Ahora, ¿por qué no intentamos dormir?

Cuando Toñi cogió de los hombros a la chica para acompañarla al despacho de nuevo, notó el calor que desprendía.

—¿Cuándo te tomaste el ibuprofeno?

—No sé, hace unas tres horas.

—Pues parece que vuelves a tener fiebre. Te voy a dar otro.

Calle Pelayo. Tejados. 2:50 AM del miércoles 6 de julio.

A tientas, ascendiendo la interminable escalinata de madera cuyos peldaños eran tan bajos que casi se diría que más que una escalera era una pendiente, Miguel llegó al último piso del edificio. Allí una puerta de metal abierta daba acceso a una amplia terraza en la que había tendidas varias piezas de ropa interior y calcetines negros que alguien había dejado olvidados. Tras las cuerdas de tender se extendían los tejados de Chueca.

Miguel sintió un cierto ahogo que precedió a una extraña explosión de júbilo; el frescor de la noche, el aire limpio, alejado de olores de putrefacción y de goma quemada y el hecho de ocupar una posición tan elevada, dominando los edificios y las calles, le provocaron algo parecido a la esperanza, a la libertad.

Desde su atalaya, vio que todo Chueca estaba sumido en las tinieblas, incluido el enorme edificio de Telefónica que se elevaba imponente a su derecha, delimitando la frontera suroeste del barrio. A lo lejos, pequeños islotes de luz aquí y allá; algunos provocados por las escasas farolas del alumbrado público que aún funcionaban y otros por fuegos y explosiones de origen desconocido. Se fijó que, a lo lejos, demarcando perfectamente el perímetro de la zona, en las calles limítrofes del barrio, brillaban potentes focos blancos. Asumió que se trataba de las barreras con que las autoridades pretendían aislar Chueca del resto de la ciudad. Miguel se esforzó por localizar todos los puntos de luz blanquísima y comprobó que la totalidad de las calles de salida del barrio estaban iluminadas por esos focos. Quizá hacia el norte, hacia Alonso Martínez, le dio la sensación de que no, de que por allí había más oscuridad y más luces naranjas, cálidas, propias de las simples farolas de la calle. ¿Es posible que el perímetro de aislamiento fallara por aquella zona?

Continuó escrutándolo todo, intentando memorizar qué calles parecían más tranquilas, en cuáles había fuego o trémulo resplandor de disparos, cuáles estaban sumidas en la negrura más absoluta, qué zonas podrían ser más seguras y cuáles sería una temeridad atravesar. Entonces con algo parecido al alivio se fijó en que a lo lejos, casi en el horizonte, brillaban miles de pequeños puntos naranjas: las ciudades dormitorio del extrarradio. Madrid parecía seguir vivo y ajeno al apocalipsis que estaba aconteciendo en Chueca. Aparentemente el resto de la ciudad continuaba con su rutina, por lo tanto las noticias que Belén oyó a través del desagüe de la tienda de
delicatessen
eran ciertas.

"Las noticias que llegaron a través del desagüe de la tienda de
delicatessen"
, repasó el pensamiento y la estrambótica combinación de palabras le hizo esbozar una sonrisa, hasta que un temblor discreto del edificio cortó la broma de forma radical. El ominoso traquetear de un helicóptero a sus espaldas. Se dio la vuelta. En la azotea vecina, un aparato negro brillante, ovalado y manejable lanzaba un rayo de luz blanca sobre unas pequeñas figuras humanas cuyo pelo parecía vivo al moverse con el viento de las aspas. Miguel no distinguió si eran seres humanos o no humanos; creyó oír palabras y alguno levantó la mano hacia el aparato pero casi enseguida las siluetas empezaron a caer una por una. Las estaban abatiendo a disparos desde el helicóptero que, flotando inclinado sobre su morro, a escasos tres metros de las azoteas, se asemejaba a un enorme colibrí ruidoso o a una libélula malvada y acechante. Estaban eliminando a la gente que se refugiaba en las terrazas.

Miguel corrió para alejarse lo máximo posible del aparato, que volvió su penetrante haz blanco hacia el lugar que él había ocupado una décima de segundo antes. El ágil y fornido negro saltó por entre tejados de uralita, esprintó por superficies inclinadas llenas de tejas viejas que se desprendían a su paso, superó muros y arrancó tendederos, mientras intuía al enorme helicóptero tras él como un ave rapaz depredadora.

Cuando estaba a punto de darse por vencido de puro agotamiento, junto a uno de los tejados más viejos, se topó con una construcción cuadrangular casi incrustada entre dos paredes de sendos edificios. Era un viejo palomar de madera apolillada, con puertas de rejilla, casi derruido, pero oscuro y resguardado. Dando una patada a la tela metálica se coló en el interior. Olía a detritus y mierda de pájaro pero era un buen refugio.

Se acurrucó cuanto pudo en la esquina más oscura del receptáculo, cubriéndose con los desperdicios del suelo, paja, papeles y basura. Las numerosas heridas abiertas de su cuerpo le escocían terriblemente pero prefería eso a exponerse a los disparos del helicóptero que pasó cerca de su escondrijo, haciéndolo temblar. El haz de luz plateada inundó el palomar durante largos segundos y después la oscuridad total.

La oscuridad pero no el silencio. El pájaro de metal se quedó por allí, flotando cerca del tejado, rastreando como un sabueso. "Me están buscando", pensó Miguel.

Se acurrucó aún más en la infecta esquina de la maloliente caseta, decidido a esperar lo que fuera necesario antes de salir de allí.

Calle Costanilla de los Capuchinos 11. Local. 3:19 AM del miércoles 6 de julio.

El potente ruido de las aspas de un helicóptero llevaba minutos oyéndose desde la tienda en la que Toñi y Belén trataban de dormir sin éxito. También habían oído disparos lejanos que se fueron acercando hasta escucharse casi encima del edificio y se asustaron por si su refugio era invadido por el ejército. ¿Las habrían descubierto? Toñi intentó tranquilizar a Belén diciéndole que no había razón para pensar eso pero sin embargo tampoco ella las tenía todas consigo. Las dos habían decidido dormir juntas al lado de la persiana, esperando un hipotético regreso de Miguel; regreso del que Belén estaba segura pero que Toñi sabía que no se produciría. Así que ahora las dos se habían acomodado con unos pocos cojines y mantas en el suelo de la tienda, a la entrada, atentas a cualquier ruido que llegara del exterior.

Y los ruidos ahora eran los del helicóptero que, insistente, se quedaba por la zona, sobrevolando sus cabezas, provocando temblores en los cimientos de los viejos edificios del barrio.

Confluencia Pelayo, San Marcos. Tejados. 3:30 AM del miércoles 6 de julio.

El helicóptero, en círculos cada vez más anchos, empezó a alejarse del palomar. Aún así Miguel no tenía pensado salir del refugio hasta estar convencido de que era seguro hacerlo. La tienda de
delicatessen
estaba muy próxima, justo debajo, atravesando la calle, a escasos veinte metros, y había corrido muchos riesgos para no llevar a los monstruos antropófagos al refugio; no quería estropearlo todo ahora que estaba tan cerca, exponiendo la integridad física de Belén o Toñi atrayéndoles un helicóptero militar armado con toneladas de munición. Así que optó por esperar semienterrado en las pajas y las basuras del palomar y de paso recuperaría fuerzas.

Por suerte, poco a poco, sus heridas le molestaban menos o quizá es que se fue acostumbrando al dolor. Se dio la vuelta para cambiar de postura y algo duro en su bolsillo le llamó la atención. Metió la mano y sacó el iPod de Belén. Creyó haberlo perdido en el fragor de la batalla de la farmacia pero tuvo que habérselo metido en el bolsillo por instinto. Lo que no encontró fueron los cascos. Qué lástima, escuchar un poco de música para hacer menos monótona la espera no habría estado mal.

Aún así, como se trataba de un aparato que también reproducía vídeo, se puso a rebuscar en él por si había video clips o películas que pudieran entretenerle, que le pudieran transportar con sus colores y los gestos y vestidos de sus protagonistas, a una realidad más amable, la de la ficción de siempre, esa realidad que contemplamos acurrucados desde el sofá con una manta.

No encontró gran cosa, tan sólo un documental de la NASA que se llamaba
Orion Nébula
en el que se veía, con enorme detalle, una gran nube interestelar de color rosa y con forma de pájaro: remolinos ardientes de gases, filamentos encendidos junto a estrellas en explosión. De vez en cuando aparecían carteles en la pantalla que anunciaban datos: las fotos habían sido obtenidas por el telescopio espacial Hubble. La nebulosa de Orion se hallaba a mil quinientos años luz de distancia. Con una edad de "sólo" trescientos mil años, en ella se apreciaban miles de estrellas en formación, que podrían albergar en un futuro lejano nuevos sistemas planetarios similares al nuestro. De hecho el Hubble detectó la presencia de "discos protoplanetarios" alrededor de estrellas recién nacidas…

Miguel no se había interesado nunca demasiado por la ciencia; lo suyo era lo terrenal, la necesidad del día a día, los placeres de la carne y, como mucho, hacer feliz a su novio Fabio. Pero lo real, físico y tangible en ese momento había perdido significado, la realidad de lo cotidiano se había diluido para dar paso a una pesadilla que no parecía tener solución e, inesperadamente, la visión de esa nebulosa llena de estrellas en la pequeña pantalla del iPod le recordó que había otro mundo más amplio. Que allí fuera permanecía impoluto e indiferente el universo, nunca tocado por la podredumbre en la que él se veía inmerso ahora. Algo lejano, algo incógnito, un misterio que nunca jamás se podría desvelar.

Y esa certeza casi le hizo llorar de alegría.

Calle Costanilla de los Capuchinos 11. Local. 3:58 AM del miércoles 6 de julio.

—Me… me duele un poco —dijo Belén y Toñi se alarmó.

Esa mosquita muerta jamás se quejaba por nada, todo le venía bien, se disculpaba constantemente y te pedía perdón cuando le pisabas el pie, de modo que si se estaba quejando, muy tímidamente eso sí, es porque le dolía de verdad.

—Déjame ver la pierna —suspiró con desgana Toñi.

El sueño de Toñi no era cuidar a la gente, no podía soportar pensar en nadie que no fuera ella misma. Una vez tuvo un gato, que le duró una semana cuando fue consciente de que debía de ponerle comida y agua y limpiarle la caja de la tierra con frecuencia. "¿Pero esto va a ser siempre así? ¿Todo el tiempo que viva este gato?". Cuando se enteró de que la esperanza de vida de un gato era de quince años, lo regaló.

Pero ahora tenía delante a una muchacha débil y espigada, blanca como la leche, con ojos brillantes y una expresión irresistiblemente desvalida. Y no iba a salir a la calle pretextando una excusa —estaba infestada de peligros—, así que hizo de tripas corazón y comenzó a desenvolver con cuidado los vendajes grisáceos de la pierna de Belén.

La lesión no tenía buena pinta. La piel estaba caliente y muy inflamada, la herida presentaba un aspecto verdoso. Toñi la tocó levemente; Belén se mordió el puño por el dolor pero no se quejó, ni siquiera emitió un sonido. Pero Toñi percibió al tacto que bajo la piel aparecían suaves bultitos, como ampollas.

—Te voy a hacer una cura, ¿vale?

Toñi no sabía nada de medicina pero no hacía falta ser un licenciado para darse cuenta de que aquello no iba bien; esa herida estaba infectada, quizá tuviera gangrena incluso. Había oído hablar de que los miembros gangrenados había que amputarlos pero… ¿cómo iba a hacer eso ella? ¿Un simple travestí de Chueca sin conocimientos, sin instrumental… sin valor ni coraje…? En ese momento, sintiendo los latidos de su corazón a mil por hora, la garganta anudada por un reflujo de angustia, mientras sacaba del macuto de las medicinas un par de pastillas de ibuprofeno y un bote de Betadine, Toñi deseó con todas sus fuerzas que Miguel estuviera sano y salvo, que no se hubiera transformado aún, que siguiera siendo el mismo negro musculoso y valiente de siempre y que volviera pronto con los antibióticos que había salido a buscar hacía cuatro horas, que volviera como un ángel salvador, como un mesías; él sabría qué hacer en esa situación. Y si por alguna razón no lo sabía, tanto daba; Toñi podría entonces pasarle el marrón a él, desentenderse de esa pobre chiquilla y salir corriendo de esa tienda que era una cárcel, huir de esa mierda de barrio lleno de podredumbre y escoria. Correr y correr, desnuda y descalza, con su melena raída al viento, eso era lo único que quería desde hacía horas. Reprimió el impulso y con una sonrisa que notó falsa, mientras se agachaba a su lado, le dijo a Belén.

—Mira, Miguel tenía Betadine. Te voy a echar un poco y cambiamos la venda, ¿vale? ¿Quieres otro ibuprofeno?

—¿No he tomado muchos ya?

—¿O tal vez un orfidal para dormir? Yo me tomaré dos.

—Tenemos que permanecer despiertas hasta que llegue Miguel, Toñi.

Toñi suspiró, cansada, mientras le echaba el líquido marrón sobre la herida, con un algodón.

—No va a venir, Belén.

—Verás cómo sí. Y traerá los antibióticos.

—No lo creo, hace ya mucho que se fue.

—Que sí que viene, estoy segura.

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