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Authors: Guillermo del Toro,Chuck Hogan

Oscura (42 page)

—Eso ya no importa. Ya estás libre de ellos —señaló Setrakian—. Fuera de su control.

Gus se volvió hacia el anciano.

—Ninguno de nosotros estará libre por mucho tiempo.

—Tendrás la oportunidad de liberar a tu madre.

—Si la encuentro.

—No —dijo Setrakian—. Ella te encontrará.

—Así que nada ha cambiado —dijo Gus, asintiendo con la cabeza.

—Sí, una cosa. Si hubieran tenido éxito en hacer retroceder al Amo, te habrían convertido en uno de sus cazadores. Te has librado de eso.

—Si todo sigue igual para ti —dijo Creem—, entonces podemos dividirnos. Ya sabemos cómo trabajar. Pero todos tenemos familias con las cuales reunirnos, o tal vez no. De cualquier manera, todavía tenemos que asegurar algunos lugares. Gus, si alguna vez necesitas a los Zafiros, simplemente ven a por nosotros.

Creem le estrechó la mano. Ángel permanecía de pie, sumido en la incertidumbre. Miró a los dos pandilleros, alternativamente. Le hizo un gesto de asentimiento a Gus. El gran ex luchador había decidido quedarse.

—Ahora soy uno de tu equipo —dijo Gus, dirigiéndose a Setrakian.

—Ya no necesitas nada de mí. Pero yo necesito algo de ti —afirmó Setrakian.

—Simplemente dilo.

—Un empujón. El último.

—Ésa es mi especialidad. Hay más Hummers en el garaje del edificio. A menos que, ¡mierda!, también se hayan evaporado.

Gus fue a buscar uno de los vehículos. Fet había encontrado un maletín lleno de dinero en efectivo en los cajones de una cómoda. Arrojó los billetes al suelo para que Ángel depositara las cenizas de los Ancianos. Había escuchado la conversación de Gus y Setrakian.

—Creo saber hacia dónde nos dirigimos.

—No —objetó Setrakian, con aire distraído, como si sólo una parte de él estuviera allí—. Sólo yo. —Le entregó el
Occido lumen
y su cuaderno de notas a Fet.

—No quiero esto —dijo Fet.

—Debes quedarte con él. Y recuerda.
Sadum, Amurah
. ¿Recordarás eso, Vasiliy?

—No necesito recordar nada; iré contigo.

—No; lo más importante ahora es el libro. Debe estar en un lugar seguro, fuera de las garras del Amo. No podemos perderlo.

—No podemos perderte.

—Ya estoy casi perdido —observó Setrakian, ignorando
el comentario.

—Por eso me necesitas a tu lado.

—Sadum. Amurah
. Dilo —le indicó Setrakian—. Eso es lo que puedes hacer por mí. Déjame oírlo. Permíteme saber que recordarás esas palabras...

—Sadum. Amurah
—repitió Fet con obediencia—. Me las he aprendido.

Setrakian hizo un gesto de aprobación.

—Este mundo se convertirá en un lugar duro y terrible, donde la esperanza no tendrá cabida. Protege esas palabras, el libro, como una llama. Léelo. Las claves están en mis notas. Su naturaleza, su origen y su nombre: todo era uno...

—Tú sabes que no doy pie con bola en materia de lectura.

—Entonces llama a Ephraim, los dos podréis hacerlo juntos. Debes ir a buscarlo ahora mismo. Id —dijo, con la voz quebrada.

—Nosotros dos somos menos que tú. Dale esto a Gus. Deja que te lleve, por favor... —le suplicó casi el exterminador con los ojos humedecidos por las lágrimas.

Setrakian agarró a Fet suavemente del antebrazo con su mano retorcida.

—Ahora es responsabilidad tuya, Vasiliy. Confío en ti plenamente... Sé valiente.

La cubierta
de plata era fría al tacto. Finalmente accedió a recibir el libro, por la insistencia del anciano, semejante a la de un moribundo que le entrega su diario a un heredero renuente.

—¿Qué vas a hacer? —le preguntó Fet, consciente de que aquélla era la última vez que vería a Setrakian—. ¿Qué puedes hacer?

—Sólo una cosa, hijo mío —respondió Setrakian, soltándole el brazo.

Oír esa palabra —«hijo»— fue lo que más conmovió a Fet. Contuvo su dolor mientras veía al anciano alejarse.

 

 

A
unque Eph sólo había corrido algo más de un kilómetro por el túnel del North River, sintió como si hubieran sido diez.

Guiado sólo por el monocular
de visión nocturna que le había prestado Fet, sobre el paisaje verdoso de las vías del tren, la entrada
de Eph a las profundidades del río Hudson fue un verdadero descenso a los infiernos. Mareado, jadeando y completamente desesperado, comenzó a ver manchas blancas y brillantes
a lo largo de los raíles del tren.

Se detuvo para sacar la lámpara Luma de su bolsa. La luz ultravioleta captó la explosión de color de la sustancia orgánica expulsada por los vampiros. La mancha era reciente, y el olor a amoniaco le hizo llorar los ojos. Esos residuos indicaban una alimentación masiva.

Eph corrió hasta ver el último vagón del tren descarrilado. No escuchó ruidos; todo estaba en silencio. Caminó por el costado derecho y vio la locomotora —o el primer vagón de pasajeros— descarrilado en la distancia, asentado en diagonal contra la pared del túnel. Se escabulló por una de las puertas y subió al tren en tinieblas. Vio los restos de la carnicería a través de su lente verde. Cadáveres desplomados sobre las sillas y sobre otros cuerpos tirados en el suelo. Eran vampiros, que se levantarían con el próximo crepúsculo. No tenía tiempo para liberarlos a todos. Ni de mirarlos cara a cara, uno por uno.

Él tenía la certeza de que Nora no estaba entre ellos; era demasiado inteligente y astuta.

Retrocedió de un salto, se dirigió
al otro lado y vio a los merodeadores. Eran cuatro, dos a cada lado, y sus ojos se reflejaban como cristales en su monocular. Su lámpara Luma le permitió verlos con claridad, los rostros hambrientos y lascivos mientras retrocedían, permitiéndole avanzar.

Eph sabía lo que debía hacer. Caminó entre ellos, contando hasta tres antes de sacar su espada de la mochila y darse la
vuelta.

Cortó en dos a los primeros agresores desprevenidos; luego hizo lo propio con el otro par de chupasangres y
los decapitó sin contemplaciones.

Regresó al rastro de los residuos líquidos que se extendían por los travesaños
antes de que sus cuerpos cayeran sobre las vías. Conducían a un pasaje al lado izquierdo, en dirección a los trenes que venían de Manhattan. Siguió los colores ondulantes, tratando de dominar
su asco e internándose en la oscuridad del túnel. Pasó junto a dos cadáveres mutilados —bajo la luz negra, la fosforescencia de la sangre derramada indicaba que se trataba de unos
strigoi—
y más adelante escuchó un alboroto estridente.

Se encontró con unas nueve o diez criaturas agolpadas frente a una puerta. Se dispersaron al detectarlo, y Eph agitó su lámpara Luma para que ninguno lo siguiera. La puerta. Zack estaba dentro, pensó Eph.

Presa de sus instintos homicidas, atacó a los vampiros antes de que pudieran coordinar un asalto. Los rebanó y achicharró con los rayos de la Luma. Su brutalidad animal sobrepasaba la de ellos. Sus instintos paternales
eran más fuertes que la sed de sangre de las criaturas.

Era una batalla por la vida de su hijo, acometida por un padre llevado al límite, así que la muerte no tardó en imponer su oscuro destino. Matar era un juego de niños. Se dirigió a la puerta y la golpeó con la empuñadura de su espada.

—¡Zack! ¡Soy yo! ¡Ábreme!

La mano que aferraba el pomo lo soltó, y Eph destrozó la puerta. Allí estaba Nora, con los ojos abiertos y tan brillantes como la bengala que sostenía en la mano.

Ella lo miró largamente, como asegurándose de que era él —el ser humano que había en él—, y entonces se precipitó en sus brazos. Detrás de ella, sentada en una caja cubierta con su bata, sus ojos tristes fijos en un rincón, estaba la madre de Nora.

Eph la rodeó con sus brazos lo mejor que pudo, evitando tocarla con la espada salpicada de sangre blanca. Retrocedió al ver que el resto del cuarto estaba vacío.

—¿Dónde está Zack? —preguntó.

 

 

G
us cruzó rápidamente el perímetro de la entrada, las siluetas oscuras de las torres de refrigeración se erguían
en la distancia. Los sensores de movimiento, ubicados en los altos postes blancos como cabezas insertadas en una pica, no detectaron al Hummer. El camino era largo y serpenteante, y avanzaron sin encontrar resistencia.

Setrakian viajaba en el asiento del copiloto con la mano en el corazón. Vio las altas vallas, rematadas con alambre de púas, las torres escupiendo un vapor semejante al humo. Un ramalazo del campo de concentración lo estremeció como una náusea.

—Federales
—dijo Ángel, desde el asiento trasero.

Varios camiones de la Guardia Nacional estaban apostados en la entrada de la zona interior de seguridad. Gus redujo la velocidad a la espera de alguna señal.

No escuchó ninguna indicación al respecto, así que avanzó hasta la puerta y se detuvo. Se apeó del Hummer con el motor encendido y fue a inspeccionar. El primer camión estaba vacío. También el segundo; sin embargo, Gus vio manchas de sangre roja en el parabrisas y en el salpicadero, y una costra pegajosa en el asiento delantero.

Fue a la parte trasera del camión y levantó la lona. Le hizo señas a Ángel, que llegó cojeando. Examinaron juntos la provisión de armas. Ángel se colgó una ametralladora en cada uno de sus hombros, sosteniendo un rifle de asalto en sus brazos.

Guardó municiones en los bolsillos y en la camisa. Gus llevó dos subametralladoras Colt al Hummer.

Dejaron atrás los camiones hasta llegar al edificio principal.

Al salir, Setrakian oyó unos motores que hacían mucho ruido y advirtió que la planta estaba funcionando con generadores diésel de respaldo. Los sistemas de seguridad estaban operando de forma automática para impedir que el reactor abandonado se apagara.

Cuando entraron en el edificio principal, fueron recibidos por un pelotón de vampiros vestidos con trajes de faena. Con Gus delante y Ángel cojeando detrás, se abrieron paso entre las filas de soldados recién convertidos, mutilando sus cuerpos sin la menor compasión. Las balas hicieron tambalearse a los vampiros, pero no serían aniquilados a menos que les cercenaran sus vértebras cervicales.

—¿Sabes adónde vamos? —preguntó Gus por encima del hombro.

—No —respondió Setrakian.

Pasaron los controles de seguridad, atravesando varias puertas repletas de señales de advertencia. No había vampiros soldados, únicamente trabajadores convertidos en guardias y centinelas. Cuanta más resistencia encontraban, más certeza tenía Setrakian de que estaba cerca de la sala de control.

Setrakian
.

El anciano se agarró de la pared.

El Amo. Aquí...

La «voz» del Amo se oía más poderosa dentro de su cabeza que la de los Ancianos, como si una mano lo sujetara de la base del cráneo, y agitara su columna como si se tratara de un látigo.

Ángel ayudó a Setrakian a incorporarse y llamó a Gus.

—¿Qué pasa? —preguntó, temiendo un ataque al corazón.

Ellos no habían oído nada. El Amo le hablaba solamente a Setrakian.

—Está aquí —respondió Setrakian—. El Amo.

Gus los miró, completamente alerta.

—¿Está aquí? De poca madre. Vamos
a
por él.

—No. Vosotros no lo comprendéis. No os habéis enfrentado a él. Él no es como los Ancianos. Estas armas no son nada para él. Bailará entre las balas.

—Estoy curtido. Nada me asusta —dijo Gus, cargando de nuevo su arma con el cañón humeante.

—Lo sé, pero a él no se le puede ganar de esta manera. Aquí no, y menos con armas para matar personas. —Setrakian se acomodó el chaleco, y se enderezó—. Sé lo que quiere.

—Muy bien. ¿Qué es?

—Algo que sólo yo puedo darle.

—¿Ese libro?

—No. Escúchame, Gus. Regresa a Manhattan. Si te marchas ahora mismo, es posible que puedas llegar a tiempo. Trata de buscar a Eph y Fet. Recomiéndales que se refugien bajo tierra. Cuanto más profundamente mejor.

—¿Este lugar va a explotar? —Gus miró a Ángel, que respiraba con dificultad, agarrándose su pierna dolorida—. Regresa entonces con nosotros.

—No podrás derrotarlo aquí. No puedo detener esta reacción nuclear. Pero... tal vez pueda incidir en la reacción en cadena de la infección vampírica.

Una alarma se activó, y los bocinazos atronadores comenzaron a sonar con insistencia. Ángel observó asustado los dos extremos del pasillo.

—Me parece que los generadores de respaldo están fallando —señaló Setrakian. Agarró a Gus de la camisa, levantando su voz en medio de las explosiones—: ¡Marchaos ya! ¿Queréis asaros vivos aquí?

Gus permaneció al lado de Ángel y el anciano salió caminando, desenfundando la espada de su bastón. Gus miró al otro hombre que tenía
a su cargo, al luchador achacoso empapado de sudor, con sus ojos abiertos de par en par interrogándole, esperando
que le dijeran qué hacer.

—Vamos —dijo Gus—. Ya oíste.

Ángel lo detuvo con sus fuertes brazos.

—¿Vamos a dejarlo solo aquí?

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