Read Otoño en Manhattan Online
Authors: Eva P. Valencia
—Gracias.
—No hace falta que me lo agradezcas, no
tiene importancia...
—De todas formas... gracias.
Gabriel sonrió y Daniela se
despidió.
Antes de entrar en el
despacho de Jessica, se pasó la mano para peinar el pelo y disimular así algún posible
mechón rebelde. Tocó con sus nudillos la puerta y sin esperar respuesta, entró.
Abrió los ojos sorprendido al encontrarse a Robert Andrews sentado en la silla
y no a Jessica.
—Cierra la puerta al entrar.
—¿Dónde está Jessica? —la
buscó con la mirada.
—Las preguntas las hago yo si no te importa y siéntate.
Gabriel enarcó una ceja. Su
tono austero y maleducado le alertó de que algo no iba bien. Le hizo caso y se
sentó. Y sin darle tiempo a acomodarse al asiento, Robert lanzó una carpeta
sobre la mesa que cayó en el lado de Gabriel.
—Léelo y fírmalo.
Acercó sus manos a aquella
carpeta. La abrió. En su interior había varias copias de unos documentos.
Comenzó a leer:
«
Renuncia del acuerdo
contractual del señor Gabriel Gómez con la empresa Andrews&Smith Arquitects
...»
Cesó de leer al instante y
alzó la vista. No daba crédito. No entendía cuáles eran los motivos por los
que le estaban despidiendo.
—¿Qué significa esto?
—Significa que Jessica te
está salvando el culo —apretó la mandíbula con firmeza—. De no ser por ella
estarías con la mierda hasta el cuello. Tienes a Peter Kramer muy cabreado y
con sus abogados queriendo patearte el culo. Intentar abusar de la hija de uno
de los hombres más poderosos de Manhattan ha sido una soberbia estupidez.
Gabriel abrió los ojos
desconcertado.
¿Abusar?
Se quedó sin aire. Y después
el corazón comenzó a bombearle con fuerza en el interior de su pecho. ¿A eso se
refería Caroline cuando le advirtió que lo iba a lamentar? ¿Inventarse una
burda mentira para lapidar su carrera profesional y de paso también su vida y
su honor?
—Jessica ha llegado a un
acuerdo con el señor Peter Kramer. Si te despedimos, no interpondrá una demanda
judicial.
Robert le ofreció su pluma
para que firmara. Pero Gabriel no la aceptó, miró de nuevo los documentos y sin
titubear comenzó a romperlos con rabia delante de sus narices.
—No pienso firmar.
Significaría que admito haber intentado abusar de Caroline... Y eso es una
injuria.
Gabriel se levantó de la
silla indignado.
—No seas memo. Ya encontrarás
otro trabajo —se levantó también colocando las palmas sobre la mesa—. No tienes
ni la menor idea de la influencia que tiene el Señor Peter Kramer. Si no
firmas... estás sentenciado... No dudes en que te llevará ante el juez... Y te
aseguro que conseguirá que te caigan varios años... ¡Por Dios, Gabriel!
¡Estamos hablando de una menor...!
Salió
raudo de aquel despacho, como alma que llevaba el diablo. Arrancó de su
bolsillo la Blackberry y empezó a teclear el número de Jessica. Un tono, dos tonos...
cinco tonos.
«¡Joder!
¡Coge el puto teléfono!».
Pasó
por recepción como un ciclón. Alexia se levantó de su silla abriendo mucho los
ojos. Jamás había visto a Gabriel con esa expresión en sus ojos verdes. Estaban
encharcados en cólera.
Bajó a la calle y allí retomó como pudo
el aliento. ¿Cómo era posible que en solo unos segundos alguien pudiera
destrozar la vida de otra persona?
Intentó sacar un cigarro de la cajetilla
pero tenía las manos tan temblorosas que no atinó y se le cayó al suelo. Se agachó
a recogerlo y cuando lo tenía entre sus manos, lo aplastó como si se tratase de
un repugnante escarabajo. Estaba fuera de sí. Encolerizado.
Cerró los puños con fuerza, tensando los
tendones y comenzó a caminar sin destino por las calles. Sin detenerse. Solo el
zumbido de su Blackberry le trasladó de nuevo a la amarga realidad.
Era Jessica.
Gabriel contestó. Estaba tan exaltado
que ni siquiera le permitió hablar.
—Jessica... ¡¿En qué coño estabas pensando,
cómo pretendes que acepte semejante encerrona?! —le gritó exasperado.
Vio que varias de las personas que
caminaban a su lado, le sortearon mirándole casi con cara de terror, así que
corrió a refugiarse entre las paredes de un callejón umbrío.
Cuando estuvo a solas pudo retomar la
llamada. Inspiró profundamente para intentar relajarse antes de proseguir.
—Perdona Jess... —se pasó las manos por
los cabellos estirando algunos de sus mechones—. No era mi intención
gritarte... Sé que tu intención era protegerme...
—Eso nunca lo cuestiones. —su tono de
voz era conciliador y relajado.
Gabriel apoyó la espalda en el muro
repleto de pintadas de grafiti.
—¿Has firmado la renuncia?
—Joder Jess... —dijo crispado—. Ni
siquiera me has preguntado, si es cierto que haya intentado abusar de Caroline
o no...
—No me hace falta —aseguró con voz
firme—. Sé que esa niñata miente...
Gabriel la escuchaba en silencio.
—Hazme caso, por favor... —le susurró— Firma
la renuncia o me veré obligada a despedirte y no quisiera hacerlo. Por el
trabajo no te preocupes, tengo varios contactos importantes y en menos de tres
días estarías de nuevo trabajando. Confía en mí —enfatizó aquellas últimas tres
palabras.
Una enorme losa dejó de oprimir el pecho
de Gabriel cayendo contra el suelo. Necesitaba escuchar aquellas palabras
saliendo de su boca: "Confianza". Que confiara en él era lo único que
le importaba en ese momento.
—Ahora... vete a casa, date un baño o lo
que hagas para relajarte... pero sobretodo, debes prometerme que lo vas a
pensar cuando tengas la mente bien fría.
Sus sabios consejos apaciguaron poco a
poco su ira. Pocas eran las opciones: Renunciar a su trabajo y a su dignidad o
arriesgarse y demostrar ante el juez su inocencia.
Vagó por la acera en dirección a su
apartamento. Comprobó la hora en su reloj, calculando la diferencia horaria,
serían cerca de las seis de la tarde en Barcelona. Salió al balcón y se sentó
en una de las dos sillas de madera de teca. Se encendió el último cigarrillo
negro que le quedaba. En esos momentos de soledad absoluta era cuando más
necesitaba sentirse arropado por su familia. Necesitaba como el aire para
respirar escuchar una voz familiar. Marcó el número de teléfono de su padre. A
esas horas debía estar saliendo de su despacho camino a casa. Era lunes, y los
lunes no impartía clases de inglés en la academia en Sants.
Cuál fue su sorpresa cuando no fue su
padre quien respondió a la llamada, sino una voz femenina.
Gabriel frunció el ceño perplejo.
Era la voz de Marta, la prometida de su
hermano Iván.
—¿Hola? —Preguntó—. ¿Gabriel... eres tú?
La imagen de Marta asaltó su mente.
Cerró los ojos, la imagen era nítida
como si estuviese delante de él. Era capaz de sentir su perfume, el canto de su
risa, el roce de sus dedos entre sus cabellos, sus labios sensuales... y sus
preciosos ojos almendrados.
Se había quedado helado. No esperaba
escuchar su voz, al menos no tan pronto. Apenas habían transcurrido dos semanas
desde su último encuentro en el que ella le confesó que esperaba un hijo de su
hermano Iván y en ese momento murió cualquier resquicio de esperanza con ella.
—¿Gabriel...? —insistió.
Marta comenzó a inquietarse. El teléfono
mostraba en la pantalla el número de Gabriel, pero él no daba señales de vida.
Salió corriendo del hospital, por si no había suficiente cobertura. En la calle
estaba oscureciendo y llovía a cántaros.
—Marta... —logró pronunciar por fin.
—Gabriel, gracias a Dios... —inspiró
hondo dejando escapar un quejido llevándose la mano al pecho.
Se creó un molesto silencio entre ambos
que solo duró unos segundos.
—¿Cómo estás? —susurró con su
característica voz dulce.
—Muy bien... me tratan bien estos pijos
de Manhattan... —se burló divertido intentando reprimir las emociones.
Ella rió contagiada.
—¿Cómo llevas el embarazo? —le preguntó
algo más serio.
Marta sintió una punzada en el corazón.
—Los mareos persisten pero cada vez son
menores. Y ya no tengo vómitos matutinos.
—Me alegro —sonrió a medias—. Y en
Barcelona... ¿cómo andan las cosas?
—Por aquí... —titubeó cerrando los ojos.
No podía mentirle. No a él—. Gabriel...
Su padre había sufrido un infarto
cerebral hacía apenas tres horas y estaba ingresado en la UCI con pronóstico
reservado. Su madre e Iván, habían decidido no informarle de momento hasta
poder hablar de nuevo con el neurocirujano. Pero Marta pensó que para entonces,
quizás ya sería demasiado tarde. Ella que se encontraba entre la espada y la
pared no sabía qué hacer.
—Y...
¿Cómo es que tienes el teléfono de mi padre? —empezó a atar cabos.
—Gabriel... creo que deberías saberlo.
De nuevo el silencio. Solo se escuchaba
el vago sonido de la lluvia rebotando contra las puertas acristaladas de la
entrada del hospital.
El cigarrillo de Gabriel se acaba de
consumir entre sus dedos, cayendo las cenizas al suelo.
—Marta... ¿Qué ha pasado? ¿Dónde está mi
padre? —la incertidumbre le corroía por dentro.
Ella tragó saliva y cerró los ojos. Las
palabras que iba a pronunciar le dolerían en el alma. Deseaba poder estar allí,
en Manhattan, para abrazarle y decirle que todo iba a salir bien, aunque el
pronóstico era demasiado incierto.
Se tomó unos segundos más antes de
responder, sintiendo como sus ojos se empezaron a humedecer.
—Tu padre está ingresado en el hospital.
Esta tarde ha sufrido un infarto cerebral.
El teléfono se le resbaló de las manos,
partiéndose al chocar contra el suelo. Una amarga sensación empezó a
estrangularle el pecho. Nervioso, unió las piezas que yacían esparcidas por el
suelo, con tal mal infortunio que al recomponer de nuevo el teléfono, este no
volvió a funcionar.
Corrió al rellano de su apartamento y
aporreó la puerta de su vecino Charly. Necesitaba localizar un teléfono
rápidamente. La puerta se abrió poco a poco. Scott, su nieto, sacó la cabeza
tímidamente.
—Hola Scott... ¿está tu abuelo?
Él negó con la cabeza sujetando con
fuerza el pomo de la puerta.
—Y... ¿podría entrar y hacer una
llamada?
Él niño volvió a negar con la cabeza.
—Supongo
que tu abuelo no quiere que abras la puerta ni que hables con extraños,
¿verdad?
Él asintió.
—Vale... —Gabriel pensó—. Hacemos un
trato... Me dejas entrar y te compro el muñeco de súper héroe que más te
guste... —le sonrió—. Te he visto jugar con Batman... ¿Es tu preferido?
Asintió de nuevo con la cabeza.
—Vale... Te prometo que cuando venga de
España, te traeré el Batmóvil.
El crío abrió mucho los ojos.
Y poco a poco le abrió la puerta.
Gabriel entró. Los cuatro gatos siameses
corrieron a su encuentro, enroscándose por sus pantorrillas.
Cuando sus ojos vagaron por el salón, se
dio cuenta en las condiciones infrahumanas que vivían sus vecinos. Los muebles
eran viejos y mal cuidados, aparte de una gran falta de higiene. Había excrementos
de gato por todas partes y un hedor pestilente envolvía el ambiente.
Entre tanto desorden, le costó reconocer
el teléfono. Estaba entre una montaña de ropa sucia.
Scott lo observaba desde un rincón.
Gabriel se fijó en su vestimenta. Tenía
los pantalones mojados a la altura de la bragueta. Se había hecho pis.
—Scott —le dijo en un tono bajito y
relajado—. ¿Tienes otros pantalones limpios? ¿En tu cuarto, tal vez?
El niño se encogió de hombros. A Gabriel
no le quedó más remedio que buscar su habitación. El apartamento era algo más
grande que el suyo.
Caminó por un estrecho y oscuro pasillo
hasta dar con tres puertas. Dedujo fácilmente cual sería la de Scott, había un
antifaz de su ídolo colgando del pomo. Abrió la puerta. La oscuridad le seguía
hasta allí. Apretó el interruptor varias veces pero este no funcionaba. Había
una pequeña ventana sin cortinas. Se acercó hasta ella y estiró de la cinta
para levantar las persianas y de paso abrió la ventana para ventilar el cuarto.
Miró a su alrededor. La cama estaba deshecha, y a juzgar por las manchas de las
sábanas, hacía semanas que no se cambiaban.
Reinaba el desorden en consonancia con
el resto de la casa. Había restos de comida en un plato sucio sobre la mesa del
escritorio entre unos papeles que parecían deberes pendientes de hacer.
Hizo de tripas corazón y se acercó a un
mueble cajonero para buscar unos pantalones decentes. Logró encontrar uno entre
más ropa sucia y arrugada.
Cuando regresó al salón, Scott aún
continuaba arrinconado.
—Te dejo aquí estos pantalones —dijo
tras colocarlos encima de la mesa—. Puedes cambiarte mientras hago la
llamada... ¿vale?
—Vale.
Gabriel creyó escuchar su voz en un
débil susurro. Cogió los pantalones y desapareció del salón.
Aprovechó esos segundos para llamar a
Jessica. Sabía que ella podría ayudarle a conseguir el primer billete
disponible para volar a Barcelona.
—Gabriel... —le respondió susurrando—.
¿Qué ocurre? Estoy en la consulta del doctor... ¿Es importante?
—Mi padre ha sufrido un infarto
cerebral... es grave. Necesito volar urgentemente a Barcelona.
—Dame un minuto —dijo alzando el
dedo índice dirigiéndose al Doctor Olivier mientras se levantaba de la silla y
salía de la consulta.
Gabriel aguardó en silencio, esperando
su respuesta.
—Deja que haga un par de llamadas.
Mientras podrías ir preparando las maletas. Te llamo en cuanto consiga el
billete.
—Jess... Mi teléfono ha dejado de
funcionar. No podrás contactar conmigo...
—Entonces... —pensó—. Te recojo en tu
apartamento y te acompaño al aeropuerto.
—Vale —sonrió—. Gracias Jess.
—Ya me lo cobraré cuando regreses...
—contuvo un suspiro y continuó en un tono más serio—. Porque... Regresarás,
¿no?
El tiempo se congeló.
Solo se escuchaba la respiración agitada
de Gabriel.
—No lo sé... —tragó saliva costosamente.
La enfermera salió a la sala de espera
en busca de Jessica.
—Disculpe que le moleste, señorita
Orson.
—Enseguida vuelvo —Jessica se giró y le
sonrió amablemente.
Gabriel frunció el ceño pensativo.
—¿Va todo bien?
—Sí. No te preocupes. Es solo un chequeo
rutinario, nada que no tenga solución —intentó sonreír pero los músculos de la
mejilla se tensaron impidiéndoselo—. Mala hierba nunca muere...
—Entonces ni tú ni yo, moriremos nunca
—se burló.
Cuando se despidieron, Jessica regresó a
la consulta.
Los resultados no habían sido los
esperados. Tras repetir las pruebas de nuevo, el Doctor Olivier Etmunt le
explicó que debía de realizarse cuanto antes unas punciones en el pecho para
descartar el posible tumor maligno.
Pensar en aquella horrible enfermedad la
hizo envejecer diez años de golpe. Pensaba en las cosas que había hecho en su
vida, pero sobretodo en las que no había hecho todavía. Tan solo tenía treinta
y cuatro años y hacía más de diez que no sabía de sus padres. Y por primera vez
se dio cuenta de que se había dedicado a vivir tras la coraza de una mujer
fuerte, independiente y, segura de sí misma, cuando en el fondo no era tan
diferente que cualquier otro mortal, cargado de miedos e inseguridades.