Read Otoño en Manhattan Online
Authors: Eva P. Valencia
Gabriel cerró la puerta con el talón y un portazo se
escuchó tras de sí. Avanzó hacia el centro de la suite cargando con
Jessica a cuestas y luego la dejó con cuidado en el suelo.
—¿Te apetece una copa de
champagne?
Jessica enarcó una ceja
confundida.
¿Champagne? ¿Estaba de
broma? ¿A quién le interesaba beber nada cuando se estaba al borde de la
excitación?
—Si te soy sincera…
Eso
no
es precisamente lo que me apetece en este momento… —adoptó una expresión
en su cara de lo más perpleja además de muy molesta.
Gabriel disimuló una sonrisa
al tiempo que se mordía la punta de la lengua, para evitar contestarla y así
seguir con su
plan
. Ignorando deliberadamente su comentario, caminó con
chulería hacia el mini bar.
El incidente del ascensor le
había puesto tan cachondo, que no pensaba dejar que se saliera con la suya.
Desde luego, Jessica no sabía con quién estaba tratando. Provocarle de aquella
manera para luego dejarle a medias, merecía sin duda una merecida reprimenda
.
Boquiabierta y frustrada,
examinaba cada uno de sus movimientos.
Su comportamiento le estaba
empezando a crispar los nervios. Cruzó los brazos por debajo de sus pechos
elevándolos por encima del prominente escote y esperó.
Gabriel mientras tanto,
empezó a retirar el alambre y el aluminio que cubrían el cuello de la botella
con absoluta y total parsimonia para después, descorcharla con plena
tranquilidad.
Rellenó un par de copas de
cristal de bohemia y al cabo de unos instantes, regresó a su lado.
—Toma… —se la ofreció
tratando de controlarse, le costaba horrores no arrancar a reír—. Bebe…
Jessica lo miró malhumorada.
Estaba atónita. Su actitud le alteraba hasta límites insospechados.
¿Acaso le estaba tomando el
pelo?
Por el amor de Dios, NO
quería beber, lo que quería era que la follara hasta dejarla exhausta y sin
aliento, volverla loca hasta hacerle perder el conocimiento. Eso era
exactamente lo que quería y por supuesto, era lo mínimo que esperaba de
él.
Le quitó la copa a
regañadientes, retando a Gabriel con la mirada y bebiéndose de un solo trago
todo aquel líquido espumoso.
—¿Satisfecho?… ya me he
bebido todo tu jodido champagne… ¿Piensas follarme ahora? —reprendió en tono
desdeñoso con los ojos llameando.
Gabriel negó con la cabeza
mostrándole una leve sonrisa de medio lado.
—Hum… veamos… déjame pensar…
—sorbió de la copa lentamente mientras repasaba el cuerpo de la joven de
arriba abajo con la mirada—. Te has portado muy mal y por eso mereces un
pequeño castigo.
Jessica frunció el ceño.
¿Un castigo? Eso era ya el
colmo de los colmos. Supuso acaso que estaba tratando con una vulgar
adolescente.
—¿Un castigo? ¿Estarás de
broma? —le preguntó con sorna y se echó a reír a carcajadas.
—Sí, eso he dicho, un castigo —enfatizó—. Antes en el
ascensor has sido muy traviesa. Me has provocado poniéndome la miel en los
labios para después quitármela.
Gabriel chasqueó la lengua y negó con el dedo índice.
—Eso no se hace, has sido
una niña muuuy mala...
Jessica lo fulminó con la
mirada.
Necesitaba pensar algo
rápido para contraatacar. No estaba dispuesta a dejarlo irse de rositas. No
podía permitir que Gabriel continuara adueñándose del control de aquella
situación. Por lo visto a él le gustaba jugar tanto o más que a ella. Y sin
pretenderlo se había encontrado con la horma de su zapato.
Si él tenía ganas de jugar,
pues entonces jugarían, pero con una notable diferencia: Que jugaría a su
juego y a sus propias normas.
Con la sonrisa pintada en su
rostro, movió las piernas y cruzó la habitación en dirección al escritorio que
había junto a la ventana. Se apoyó en la madera y sin dejar de mirarlo, se
inclinó ligeramente para meter su mano bajo la falda de su vestido.
—¿Te excita mirar,
verdad? —le preguntó con una voz hipnótica y tremendamente sensual.
Gabriel asintió quedándose
mudo, viendo cómo se quitaba el tanga.
Su pene dio un brinco,
parecía tener vida propia.
Levantó la falda a la altura
de sus caderas y sentándose sobre el escritorio, separó poco a poco sus
piernas, mostrándole así todo su sexo.
—¿Te gusta lo que ves? —le
preguntó dirigiéndole una mirada ardiente.
Gabriel asintió de nuevo y
su pene se puso duro como una piedra. Tenía la boca tan seca, que empezó a
tragar saliva con penosa dificultad. Estaba muy excitado y cada vez tenía más
calor.
Jessica se acarició las
piernas lentamente, desde los tobillos hasta la cara interna del muslo,
ascendiendo despacio, poco a poco. Gabriel seguía con atención cada uno de los
movimientos de sus manos. Siendo testigo de cómo ella introducía un dedo por la
hendidura de su vagina y luego se lo llevaba a la boca para chuparlo de forma
muy morbosa, simulando ser una actriz de una película de clasificación X.
—Lección número uno:
El
castigo
puede volverse en tu contra.
Introdujo un par de dedos en
su vagina y luego empezó a moverlos en su interior, dentro y fuera lentamente
mientras que con la otra mano bajaba el escote de su vestido y pellizcaba uno
de sus pezones.
Gabriel notó como le faltaba
el aire.
Estaba tenso e impaciente.
No podía apartar los ojos de
aquellas manos, de aquellos dedos que se lubricaban cada vez más.
Tuvo que aflojarse el nudo
de la pajarita y desabrocharse un par de botones de su camisa, porque se estaba
ahogando.
Ella lo perturbada.
Ella era erotismo puro, la
sensualidad y el pecado hecho mujer.
—Lección número dos: Siempre
puedo darme placer sin la necesidad de ningún hombre.
Dicho esto, se introdujo un
tercer dedo y empezó a masturbarse con más fervor ante la impúdica mirada de
Gabriel.
Le excitaba provocarle, del
mismo modo, que le excitaba saber que la miraban mientras se proporcionaba
placer.
Soltó un par de gemidos
cuando todo su cuerpo tembló, cuando la yema de su pulgar rozó su abultado y
sonrosado clítoris, cuando tensó las paredes de su vagina envolviendo sus
dedos.
Aquello no podía estar
ocurriendo. Era una tortura. Las venas de su pene amenazaban con explotar
en cualquier momento…
La deseaba y tenía que
poseerla. No podía esperar. Se negaba a continuar siendo un mero
espectador sin poder intervenir.
—Ya he mirado bastante… —gruñó. Desvistiéndose, lanzando la ropa
al suelo mientras caminaba hacia ella.
Cuando estuvo desnudo y se puso un preservativo, le separó las
rodillas y colocándose entre sus piernas, clavó los dedos en sus nalgas.
—Ahora ya puede follarme,
señor Gómez.
Gabriel le sonrió
perversamente.
Era una víbora. Sabía que
había logrado su cometido.
Ella le devolvió la sonrisa
llena de satisfacción, pintando la V de victoria en su cara.
—Te pienso follar una y otra
vez, hasta que me supliques que pare...
Arrastró su trasero hasta el
borde de la mesa y luego tanteando el glande en su orificio, la penetró
violentamente de una sola estocada.
Jessica chilló arqueando la
espalda y Gabriel se detuvo para saber si se encontraba bien.
—Sí, mejor que nunca
—respondió recuperando el aliento—. Sigue, ahora no te pares...
Rodeó con las piernas sus
caderas y empezó a acariciar su torso desnudo mientras Gabriel se movía
lentamente en su interior.
Jessica acercó la cara a uno
de sus pectorales. Gabriel gimió, cuando pasó la punta de su lengua sobre el
piercing
que atravesaba uno de los pezones.
—Así, Jessica... así, me
gusta mucho.
Ella realizó la misma
operación en el otro pecho. Lo lamió, lo succionó y lo mordisqueó en ocasiones
mientras Gabriel se clavaba en ella cada vez con mayor profundidad.
—¡Vamos… Jessica…! —jadeaba
casi sin respiración, clavando cada vez más los dedos en las carnes de sus
glúteos.
—¡Gabriel... Ohhh! —gimió.
Sujetándose de los hombros para no caerse.
Jessica movía las caderas
acompañando cada una de las embestidas que a su vez eran cada vez más
devastadoras.
Gabriel ya no podía aguantar
más, estaba tan cerca que aunque sabía que a ella aún le faltaba, se dejó ir
gritando su nombre y luego sin descanso, siguió con las tremendas
embestidas.
Pronto, un nuevo gemido
indicó a Gabriel que ella estaba al borde del orgasmo. Acercó el pulgar para
acariciar su clítoris y así ayudarla a llegar cuanto antes.
Momentos después, entre
frenéticas convulsiones alcanzó el éxtasis.
Gabriel necesitó de unos
segundos más para recomponer su aliento. Las piernas le flaqueaban tras el
coito. Saciado y realmente complacido, salió de ella.
Se quitó el preservativo, lo
anudó y lo tiró a la pequeña papelera que quedaba justo debajo del escritorio.
Luego regresó a su lado y la
miró fijamente.
Jessica estaba preciosa,
radiante y con un brillo especial en sus ojos. Con el rostro tan relajado que
parecía incluso el de una niña. Varios mechones sueltos del recogido caían
enmarcando su mejilla y Gabriel los cogió colocándolos tras de la oreja.
De nuevo volvió a sonreír
como un tonto, sin darse cuenta.
¿Qué era lo que aquella
mujer estaba haciendo con él? Se sentía por completo embelesado... hechizado
por sus encantos.
—¡¿Qué…?! —le preguntó
Jessica resucitándole de su profundo letargo—. Gabriel, no me gusta nada tu
mirada…
Jessica lo miró confusa a la
vez que asustada.
—¿A qué te refieres?
Jessica se cubrió las
piernas desnudas con la falda. Bajó de la mesa y empezó a pasearse nerviosa por
la habitación. Estaba intranquila y a la vez decepcionada. Podría
estar equivocada pero… creyó ver a través de los ojos de Gabriel, un
sentimiento más allá de una mera atracción física.
¡No! Esa no era una opción
válida. Ni viable. Ni siquiera remotamente aceptable. Nadie podía
enamorarse de ella… ¡Jamás!
Sujetó la cabeza con sus
manos y la zarandeó con ímpetu para que aquellos absurdos e inconcebibles
pensamientos, salieran despedidos de su mente.
—Jessica… —agarró su brazo
pretendiendo que se detuviera y lo escuchara—¿Qué es lo que te pasa…? —le
preguntó aún sin comprender aquel drástico cambio de actitud: Habían compartido
sexo y al instante siguiente, un desolador rechazo.
Ella inspiró hondamente.
Después se giró y lo miró directamente a los ojos.
—Entre tú y yo,
solo
puede
haber sexo... —su voz, al igual que sus gestos eran totalmente inexpresivos— Yo
no tengo relaciones, solo tengo amantes.
Gabriel arrugó el cejo.
—Si quieres seguir follando
conmigo, debe quedarte esto muy claro desde un principio...
La confesión de Jessica lo
descolocó momentáneamente.
Él tenía muy claro que lo
que sentía por ella no era más que una mera atracción física. Saltaba a la
vista que encajaban perfectamente en la cama.
Es más, ni siquiera se había
llegado a replantear a corto plazo nada más.
Era evidente que ambos
bailaban al son de la música. Ambos buscaban lo mismo: Darse placer y pasárselo
bien juntos. Nada más... Al menos, de momento.
Gabriel se acercó a ella y
asintió.
—Estoy de acuerdo contigo.
Nuestro sexo es fantástico ¿Por qué estropearlo con una relación de pareja? —su
tono era firme y serio. Trataba de convencerla. Levantando cualquier resquicio
de duda.
—¿Estás seguro? —preguntó ella con insistencia.
—Completamente seguro —afirmó con rotundidad.
La frialdad de nuevo se cernió sobre el rostro de Jessica.
Aquella dulce niña que había sacado la cabeza curioseando el
mundo, volvió a rezagarse para esconderse temblorosa bajo la cama del desván.
Resurgiendo, como el ave fénix, la mujer de mirada gélida y mente calculadora.
Y sin embargo, quería
creerle, Gabriel le gustaba demasiado, tanto como para estar dispuesta a seguir
dándole el beneficio de la duda.
Eso sí, al más mínimo error…
lo expulsaría de su vida.
A la mañana siguiente, cuando los primeros rayos de sol
invadieron lentamente la habitación 225 del
hotel Bellagio
en
Las
Vegas
, Gabriel empezó a removerse en aquella cama tan espaciosa. Abrió
costosamente un ojo y luego el otro. La cabeza le dolía como si le estuviesen
taladrando el cerebro. El alcohol y la falta de sueño habían hecho mella
aquella noche.
Las imágenes invadían su mente como pequeñas instantáneas.
Recordaba el perfume de Jessica, su silueta perfecta, su piel canela, sus
pechos tersos, la calidez de su boca… pero sobretodo recordaba el azul zafiro
de sus ojos.
Y no cabía mencionar que
obviamente también recordaba al dedillo, las diferentes formas de follar con
ella: En la cama, contra la pared, sobre el suelo, entre las burbujas de la
bañera de hidromasaje… Y mientras lo recordaba su entrepierna se tensó dándole
los buenos días.
Se incorporó rascándose la
nuca.
Zarandeó la cabeza, no sin
antes observar el lado de la cama que debería de estar ocupado por Jessica,
pero que sin embargo yacía desértico y en su lugar había un pequeño trozo de
papel manuscrito.
Frunció el ceño mirando
aquella nota impersonal, directa y concisa. Jessica utilizaba el mismo
protocolo como si de un extraño se tratase y no con la persona con la que
había intimado hacía apenas unas horas.
Comenzó a leerla:
“Robert y yo hemos tenido que volar a Manhattan a primera hora de
la mañana.
Puedes seguir disfrutando del día en el hotel.
Tienes partido de tenis con el Señor Peter Kramer a las 11:00 A.M.
Tu vuelo saldrá a las 17:00 P.M.
Jessica Orson”
Ante cualquier resquicio de
duda que pudiera existir, con aquella nota, dejaba constancia claramente de
cuáles eran sus intenciones. Podían acostarse, podían intimar, pero una vez
fuera de la habitación, el trato entre ambos volvería a ser frío y distante.
De momento, había pensado
no darle mayor importancia puesto que la quería en su cama y por lo visto
ella estaba en conformidad.
Así que se duchó, se afeitó y
bajó a desayunar a uno de los siete restaurantes del hotel. Unos huevos con
beicon, su café bien cargado y su revista favorita de motos. No tenía ganas de
leer la prensa local.
A media mañana, jugó el
partido con Peter Kramer y de nuevo le ganó bajo la atenta mirada de Caroline
Kramer desde las gradas.
—Buen partido como siempre
Gabriel —le felicitó limpiándose el sudor de la frente con el dorso de la mano.
—Lo mío me ha costado, estás
en plena forma Peter —elogió su juego.
—A ver si en las canchas de Manhattan, puedo por fin robarte un
partido…
—Claro, eso está hecho —le sonrió palmeando su hombro.
Peter miró su reloj. Se le
había hecho tardísimo. El partido había durado más de lo previsto.
—Bueno… Gabriel, nos vemos
en Nueva York —le ofreció la mano—. Me esperan para almorzar, negocios… ya
sabes.
—Claro, no te preocupes. —le estrechó la mano despidiéndose.
Gabriel recogió sus cosas y
entró en los vestuarios para ducharse. Dejó la raqueta y la bolsa con las pelotas
en el interior de una de las taquillas comunes.
Comenzó a desvestirse,
estaba solo.
Abrió la bolsa de deporte
sacando del interior una amplia toalla, el neceser y las chanclas negras.
Su cuerpo brillaba por el
sudor que resbalaba por su piel. Tenía varios mechones de pelo enganchados a su
nuca.
Anduvo hacia las duchas.
Podía escoger cualquiera, la que más rabia le diese. Colgando la toalla en una
de las perchas, sacó el gel y el champú del neceser y luego abrió el grifo del
agua. Para comprobar la temperatura colocó su mano bajo el chorro.
Se metió bajo la alcachofa y
cerró los ojos, había llevado el partido hasta el límite, estaba agotado a la
vez que satisfecho.
Colocó gel en sus manos,
friccionó sus dedos y comenzó a enjabonarse el cuerpo. Realizó la misma
operación con el champú. Luego alzó la barbilla para que el agua mojara su
rostro.
De repente, escuchó unos
pasos tras de sí. Por lo visto ya no estaba solo.
Abrió los ojos, retirándose
los restos de jabón y se giró.
—Menudo partido le has metido
a mi padre.
Caroline sonrió
traviesa.
Estaba a tan solo un par de
metros.
Gabriel abrió mucho los
ojos.
Caroline estaba como dios la
trajo al mundo, desnuda ante él.
Aunque lo intentó, fue
incapaz de evitar vagar por las formas de su cuerpo. Era bella, de piel
blanca y pura. Sus pequeños y redondos pechos dibujaban una bonita areola
sonrosada y los pezones se alzaban duros como guijarros. Tenía la cintura y las
caderas estrechas, un ombligo diminuto adornado por un
piercing
en forma
de flor con una piedra en el centro de color turquesa y más abajo un perfecto
vello púbico bien depilado.
—¿Qué estás haciendo
Caroline? —le espetó Gabriel.
Ella ni siquiera le
respondió, se limitó a sonreírle con un cierto aire perverso. Tenía las
mejillas ligeramente ruborizadas y no tardó en caminar hacia él reduciendo la
distancia entre ambos.
Sin vacilar, se colocó bajo
la ducha, acercándose peligrosamente al cuerpo de Gabriel.
—No deberías estar aquí…
—No vendrá nadie, lo sé —le sonrió con descaro.
—Da igual… No está bien lo que estás haciendo… —le regañó.
Caroline dio un paso
más.
—Soy una niña caprichosa, no
lo puedo evitar. Estoy acostumbrada a que me lo den todo y a conseguir todo lo
que se me antoje —le sonrió con malicia.
—Creo que deberías vestirte
y salir de las duchas, ahora...
Ella frunció el ceño,
frustrada por sus palabras, pero no desistió.
—Acaso ¿me estás rechazando?
—No. Mírate, eres una chica preciosa además ser muy divertida
—buscó las palabras adecuadas para herir lo menos posible a su ego—. Pero, en
estos momentos estoy conociendo a una persona.
—A mí eso no me importa —le insistió.
—Pero a mí sí, Caroline.
Ella tragó saliva,
indignada.
Jamás había sentido el
rechazo de ningún hombre. Fuera por su dinero o por su belleza, los hombres
solían hacer cola en su vida y por supuesto Gabriel no iba a ser una
excepción.
Con una mirada pícara dio un
nuevo paso más y su vientre acarició suavemente su pene.
Esperó un poco y al notar
que el miembro de Gabriel aumentaba de tamaño, se alzó de puntillas y sin
permiso, le besó con avidez.
Gabriel que era un hombre
ardiente y que por supuesto no era de piedra, al principio hizo ademán de
retroceder pero enseguida aceptó sus labios.
Estos eran cálidos y dulces
con un ligero sabor afrutado.
Caroline se abrazó a su
cuello y metió su lengua dentro de la boca de Gabriel, quién respondió
aprisionando el cuerpo de ella contra la pared.
Ella gimoteó mordiéndole el
labio con fuerza.
Tener a Gabriel a su merced
era cuanto deseaba desde el incidente en la piscina, cuando se derramó la
CocaCola por su cuerpo y mostró su torso al quitarse la camiseta ante sus ojos.
Desde entonces, se las había ingeniado para verle y para coincidir con él.
Manipulando el orden de las mesas, para sentarse a su lado.
Gabriel la sujetó de las
muñecas con una sola mano. Sometiéndola, alzando sus brazos por encima de su
cabeza. Obligándola a permanecer quieta mientras besaba su cuello.
Caroline soltó un grito de
placer cuando le agarró el pecho con la mano libre y atrapó uno de sus pequeños
pezones con los dientes, hiriéndola levemente.
Gabriel entonces se detuvo
en seco.
—Sigue... me gusta...
mucho... —sonrió morbosamente—. Sigue... joder…Quiero mostrarte el tercer
piercing
.
Él abrió los ojos
sorprendido, tras recordar los lugares donde tenía los otros dos: Uno en la
lengua, otro en el ombligo y el tercero... tenía premio, según le explicó en la
cena.
Caroline cogió una de sus
manos y la llevó hacia su sexo. Gabriel palpó el acero que atravesaba su
clítoris.
Pero entonces y solo
entonces, la conciencia le tomó el relevo. Gabriel sintió que lo que estaba
ocurriendo, no era correcto. Fuese porque era la hija de uno de los mejores
clientes de su empresa o porque se debía a Jessica, pese a que todavía no
habían concretado qué límites debía de tener su
relación.
Y en
el hipotético caso de que decidieran acostarse con otras personas, ahora mismo
no podía hacerlo con Caroline. Su moral y su integridad, se lo impedían.
Gabriel se apartó con
cuidado y la miró a los ojos.
—Me gustas mucho, pero no
puedo seguir... no sería honesto conmigo mismo, ni contigo... —se disculpó
saliendo de la ducha para buscar una toalla y tapar el cuerpo de Caroline—. Lo
lamento, de verdad...
Los ojos de Caroline
centelleaban, estaba muy furiosa. Se quitó la toalla que él le había colocado
de un manotazo.
—¡Y más que lo vas a
lamentar! —gritó amenazándolo con una mirada glacial.
Al mirarla a los ojos
Gabriel vio reflejado en ellos la indignación.
Caroline tensó con rabia
todo su menudo cuerpo y después se marchó despavorida de aquel lugar.
¿A qué se referiría
exactamente con que lo iba a lamentar?
Pasó por la lavandería para
dejar su ropa de deporte y como eran pasadas la una del mediodía, entró en uno
de los siete restaurantes. Sonrió al ver que había uno de estilo mediterráneo,
más concretamente, de comida catalana. No pudo resistirse. Se sentó en una de
las mesas de dos comensales y disfrutó como un crío de la comida, eso sí, con
cierta añoranza de su país. Probó la escalivada de primero, mar y montaña como
plato principal y de postre la crema catalana.
Con el estómago lleno se
dirigió a la piscina, aún disponía de poco más de una hora antes de coger el
avión a Manhattan. Se sentó en la barra y pidió un café con hielo.
—Aquí tiene señor.
El camarero muy amablemente
se lo sirvió con una sonrisa.
—Gracias.
—¿Está de vacaciones señor?
Gabriel enarcó una ceja.
«
Menuda diferencia este
camarero al francés del otro día
».
Por lo visto, éste sí que
tenía ganas de entablar una conversación.
—No. He venido desde Nueva
York a la cena benéfica.
—¿La cena de anoche?
—Ajá.
Gabriel asintió.
—Vaya, no sé si se habrá
enterado, pero es la comidilla de todo el hotel...
El camarero se le aproximó
para seguir hablando en un tono más bajito.
—Por lo visto, alguien
pagó... ¡50.000 dólares por un baile! —exclamó—. Esa chica es una de dos: o
está loca de atar... o está muy enamorada...
Gabriel torció el labio en
una sonrisa, la imagen de Jessica voló a su mente en un santiamén.
—¿Tú qué crees muchacho? —le
preguntó abriendo mucho los ojos.
—¿La verdad? Creo que está
como una puta cabra...
Con un retraso de veinte
minutos el avión despegó dejando Nevada a sus pies. Gabriel se acomodó en su
butaca de primera clase, estirando las piernas. Se colocó los cascos y decidió
relajarse escuchando música.
Si se ponía a hacer balance
de las últimas horas, lo más probable era que acabara con un fuerte dolor de cabeza:
La cena benéfica, conocer a Caroline, la subasta con sus 50.000 dólares, la
increíble noche de sexo con Jessica, el despertar con resaca en solitario, el
partido con Peter Kramer y el incidente en las duchas con Caroline. ¡Uf!
Difícilmente olvidaría con facilidad Las Vegas.
La azafata le despertó de su
placentero y reparador sueño. No se había dado cuenta, pero a la cuarta canción
Morfeo le había arrastrado al mundo de los sueños.
—Disculpe señor...
—susurró—. Señor...
Gabriel abrió los ojos y se
encontró con unos bonitos y expresivos ojos color miel.
—El cinturón... vamos a
tomar tierra en diez minutos.
Ella gesticulaba con las
manos como si se estuviese abrochando un cinturón imaginario.
—Claro... perdona.
Le mostró una sonrisa amable
y desapareció a través de la cortina. Gabriel bajó las piernas, apretó el
botón para que la butaca regresara a su posición inicial y miró a través de la
ventanilla… Los rascacielos empezaban a dibujarse bajo el cielo anaranjado de
Manhattan.