Read Otoño en Manhattan Online
Authors: Eva P. Valencia
La semana pasó como una exhalación, rápida y sin grandes
acontecimientos. Ya era viernes por la mañana y Gabriel como caso excepcional,
se presentó puntual a la oficina.
Tras colgar su chaqueta en el guardarropía, fue a la sala
de juntas. Jessica había reunido a primera hora a todo su equipo para
informarles de los últimos cambios producidos en la compañía.
Al entrar, echó un vistazo a toda la sala. Sentados
alrededor de la mesa estaban Robert, Patrick y Frank. Por lo visto Jessica aún
no se había presentado.
Tomó asiento junto a Frank y saludó al resto de asistentes.
Patrick hizo un gesto con la cabeza y Robert ni siquiera se dignó a levantarla.
Continuó mirando a la pantalla de su iPad ignorando intencionadamente a
Gabriel.
De repente, se abrió la puerta y todos desviaron sus
miradas hacia las dos personas que entraban en aquel preciso instante. Era
Jessica acompañada de Alexia, quién sujetaba un bloc de notas entre sus manos.
—Buenos días a todos —saludó Jessica con seriedad.
Caminó con paso firme hacia la mesa. Tres pares de ojos
seguían sus movimientos en silencio. Poco después los miró uno a uno y
permaneciendo en pie, comenzó a hablar.
—Primero de todo, agradezco vuestro tiempo y atención.
Todos andáis muy ocupados por lo que no os robaré mucho tiempo.
Hizo una breve pausa y luego prosiguió.
—Os he reunido a todos para hacer oficial una información
que lleva toda la semana rondando por la oficina.
Jessica inspiró hondo y miró a Gabriel unos instantes. Él
la observaba tratando de mantener el temple todo el tiempo que le fuese
posible. Durante toda la semana había intentado convencerla de que no marchara
a trabajar a Londres y en su lugar lo hiciera otro miembro de la compañía. Ella
insistió por activa y por pasiva, de que eso no era viable, ya que los socios
ingleses la habían reclamado a ella y la última decisión por desgracia, no
estaba en sus manos.
—Vuelo a Londres este fin de semana y permaneceré allí los
próximos meses. Por ello, tras deliberarlo con Robert —dijo lanzándole una
mirada cómplice— Hemos decidido que Frank Evans ocupe mi lugar en mi ausencia.
De repente, Jessica sintió como la sala empezaba a girar a
su alrededor como un tiovivo. Cerró los ojos angustiada y se llevó las manos a
la frente tambaleándose de lado a lado. Gabriel y Robert se levantaron como un
resorte y corrieron a su lado, sujetándola cada uno por un brazo.
—Cariño, ¿te encuentras bien? —le preguntó Robert con
un deje de preocupación en sus palabras—. Siéntate y relájate... ¡Alexia...
mueve ese culo y trae un vaso de agua, a ser posible antes de que llegue el
domingo!
Gabriel frunció el ceño y fulminó a Robert con la mirada.
Su comportamiento había estado fuera de lugar además de ser del todo
humillante.
—No es necesario que trates así a Alexia.
Robert apretó los labios convirtiéndolos en una fina línea
y luego le escupió a la cara:
—¡La próxima vez que cuestiones una sola de mis órdenes
delante del resto de los empleados... te irás directo a la puta calle!...
—gritó con los ojos inyectados en ira— ¡¿te ha quedado claro?!
—Cristalino... —respondió cerrando los puños con fuerza
preparado para partirle la cara.
Jessica abrió los ojos aturdida.
—¡Basta! ¿Se puede saber qué coño estáis haciendo?... Tengo
debilidad unos segundos y al momento después esto parece una jodida pelea de
gallos... ¡Por el amor de Dios!... tratad de comportaros como adultos... —dijo
elevando el tono de voz.
Alexia se acercó sigilosamente por la espalda a Jessica. El
atropello verbal de Robert le había afectado tanto que al dejar el vaso sobre
la mesa, por accidente derramó un poco de agua sobre sus papeles.
—Lo siento... —se disculpó retirando las gotas de agua con
la mano tratando de arreglar aquel contratiempo.
—Alexia...
Jessica le cogió de las manos.
—No te preocupes. No son documentos importantes. Siéntate y
te ruego disculpes el comportamiento desafortunado de Robert —dijo lanzándole
una mirada desafiante— ¿Y bien?
Hubo un momento de tensión y Robert asintió a regañadientes
para luego mirar a Alexia con desdén.
—Te ruego mil disculpas.
Alexia asintió en silencio y se sentó de nuevo en la silla
junto a Jessica. Robert hizo lo mismo y Gabriel se arrodilló colocando sus
manos sobre la falda de ella.
—Estás muy pálida.
—Gabriel, no ha sido más que una bajada de azúcar, lo tengo
todo bajo control, créeme.
Ambos se sostuvieron la mirada unos segundos más y tras
respirar hondo Gabriel le besó en el pelo y se sentó ocupando de nuevo su
puesto.
Cuando el ambiente parecía haberse relajado, Jessica se
levantó. Soltó el aire lentamente y mirando al frente, retomó la palabra.
—Ruego me disculpéis. Me siento un tanto indispuesta —dijo
con franqueza— A partir de este momento Frank Evans tomará mi relevo.
Jessica sonrió mirando a Frank quién le devolvió la sonrisa
a la vez que asentía agradecido.
—Si nadie tiene nada más que añadir, me retiraré a mi
oficina.
Acompañada de Alexia salió de la sala de juntas. Los otros
cuatro restantes salvo Gabriel, permanecieron sentados y charlando alrededor de
la mesa.
Sin pensar, Gabriel salió tras ella, dándole alcance a la
mitad del pasillo.
—¡Jessica!
Ella se giró.
—Por lo visto, no hay nada que pueda hacerte cambiar de
idea.
—No, Gabriel —negó con la cabeza con un deje de tristeza—.
Por desgracia no soy quién toma las decisiones finales.
Gabriel se sintió abatido. Permaneció allí frente a ella,
mirando a sus increíbles ojos azules sin saber qué más decir. Sentía que aún
tenían tantas cosas pendientes por compartir y por descubrir.
Jessica le acarició la mejilla con su mano, tratando de
memorizar sus ojos, su nariz, su boca... y antes de mostrar fragilidad, retiró
la mano y la cerró con fuerza.
—Debo ir a guardar mis pertenencias —suspiró hondo— te
rogaría que esta noche no vinieras a casa. Necesito estar a solas para...
Gabriel la interrumpió con un beso lento pero con mucho
sentimiento. Ella se rindió y cerró los ojos. Él sintió que su beso tenía sabor
de despedida.
Al poco después Gabriel separó sus labios y apoyando su
frente en la de ella, le susurró cerrando los ojos:
—Te quiero Jessica... y ni la distancia, ni el tiempo jamás
cambiarán eso... Eres lo mejor que me ha pasado en mi vida y eres lo más bello
que jamás han visto mis ojos —su voz empezaba a debilitarse poco a poco—. Te
necesito a mi lado para siempre...
—No me hagas esto Gabriel... te lo ruego...
Los ojos de Jessica empezaron a llenarse de lágrimas. Pero
no iba a permitir que Gabriel la viese llorar y mucho menos mostrándose tan
vulnerable, así que dio unos pasos hacia atrás y tras girarse sobre sus talones
comenzó a retomar el camino hacia su despacho.
Gabriel la siguió con la mirada hasta que la perdió de
vista. Luego se frotó los ojos con las manos y se encerró en su despacho de un
portazo.
Jessica tras entrar, cerró con llave y apoyó su espalda en
la puerta. Desolada dejó caer su cuerpo deslizándolo hasta sentarse en el suelo
y allí, se desahogó. Abrazó sus piernas y enterrando la cara entre sus rodillas
pudo llorar en soledad y sin tratar de contener por más tiempo esa angustia que
tanto le oprimía el pecho.
Al atardecer, Gabriel regresó solo a su apartamento. Al
entrar en la portería del edificio se encontró de nuevo con su misteriosa
vecina esperando el ascensor. Era “la misteriosa pelirroja” como él la solía
llamar. De hecho ese apodo era bien merecido, porque era el único vecino del
que no sabía absolutamente nada. Ni su nombre, ni su edad, ni a qué se
dedicaba. Ni siquiera figuraba un nombre en su buzón de correos. Era toda una
incógnita, sin duda.
Él se acercó dando unos pasos. La joven sujetaba tres
bolsas en una mano y otras cuatro en otra. Gabriel se situó tras ella y antes
de entablar una conversación, observó que tenía el pelo recogido en un moño
alto, el cual dejaba al descubierto un diminuto tatuaje en su nuca. Era una
especie de inscripción en símbolos chinos.
Al notar una presencia masculina tras de sí, ella se
sobresaltó y pegó un grito al mismo tiempo que se tapaba la boca con las manos,
dejando caer al suelo las bolsas de la compra. Segundos después, tres kilos de
naranjas empezaron a rodar por todas partes.
Gabriel se preguntó por qué se habría asustado tanto.
Era muy extraño. Ella en cambio, le seguía mirando confundida. Era como si en
realidad esperase que fuese otra persona y no él.
—Perdona, no era mi intención asustarte —le dijo Gabriel
pausadamente.
Ella recuperó el aliento y luego se agachó a recoger las
naranjas.
—La culpa es mía. No sé por qué he gritado... —trató de
excusarse.
Gabriel le ayudó a recoger la fruta, así que pronto
volvieron a estar dentro de la bolsa.
—Espero que toda tu compra fuese irrompible —sonrió
divertido.
La joven tras recordar, se golpeó la frente con la palma de
su mano.
—¡Los huevos!
Fue abriendo una por una todas las bolsas hasta encontrar
la que contenía los huevos. Todas las cáscaras de la media docena que había
comprado estaban rotas.
—¡Qué desastre...! —Murmuró—, adiós a la tarta...
Ella negó con la cabeza y arrugó la nariz decepcionada.
El ascensor llegó a la planta baja y ambos entraron en su interior.
Gabriel se ofreció a llevarle todas las bolsas, en gesto caballeroso. En cierta
forma se sentía responsable de la rotura de aquellos
huevos
.
Cuando salieron del ascensor, ella abrió la puerta de su
apartamento y Dana salió a recibirla como de costumbre.
—Pasa, no te quedes ahí plantado... —le sonrió
mientras cogía a la perrita en brazos.
Al entrar al salón echó un rápido vistazo. Aquel
apartamento era algo más grande que el suyo, a diferencia de que apenas había
muebles. Pero lo que más le sorprendió de todo fue la ausencia de fotografías.
—Puedes dejar la compra en la cocina mientras yo voy a dar
de comer a Dana.
—Claro.
Gabriel entró en la cocina y dejó las bolsas sobre el
mármol. Ella apareció al poco después.
—¿Te apetece beber algo?
—¿Tienes cerveza?
—No suelo beber alcohol.
—¿Cerveza sin alcohol? —le dijo bromeando.
Ella se echó a reír y abrió la nevera.
—Tengo agua y zumos.
—Un zumo me parece bien.
—Vale.
Abrió el tetrabrik y vertió el líquido en dos vasos de
cristal. Luego le ofreció uno a Gabriel.
—¿Qué coño es esto?... —preguntó con desazón al ver que era
de color verde.
Ella sonrió.
—Pues es: kiwi, espinaca y lechuga... Sirve para quemar
grasas, además de ayudar a desintoxicar el cuerpo.
Gabriel enarcó una ceja.
—Pruébalo, no está tan malo. —dijo bebiendo un sorbo—. Al
principio sabe a rayos, pero luego te acostumbras...
—¿Quieres matarme con esto?
Ella se rió con ganas.
—Te he visto fumar —añadió volviendo a dar un nuevo sorbo—.
Yo antes era una fumadora compulsiva, ahora en cambio lo soy de estos zumos.
Gabriel seguía sin convencerse. Se lo acercó a la nariz
para olerlo. Y no olía a nada. Ella le observaba divertida apoyada en la pared.
—Ya sabes el dicho: lo que no mata, engorda... —se burló—
en este caso, ni te matará, ni te engordará...
—¿Alguna vez te han dicho que eres muy cabezota?
—Muchas... —se rió.
De repente, el teléfono sonó y ella dejó de reír al
instante. Gabriel aprovechó que cambiaba de habitación para tirar el zumo por
el desagüe. Poco después, ella regresó.
—Deberías irte.
—Claro. Tendrás cosas que hacer...
Ella asintió. Cruzó el salón a grandes zancadas y le abrió
la puerta para despedirle.
—Gracias por ayudarme con la compra.
—No hay de qué.
—Como siempre Batman al rescate de los más desvalidos...
Gabriel se echó a reír. Luego juntó los dedos y llevó la
mano derecha a la sien en forma de saludo militar.
—Cuando vuelvas a necesitar mi ayuda, tan solo has de
caminar varios pasos y llamar a mi puerta.
—Descuida, lo tendré en cuenta.
Ambos se despidieron y Gabriel tras cruzar el umbral de la
puerta de su apartamento, recordó que continuaba sin conocer el nombre de
su misteriosa vecina pelirroja.
Gabriel
no pegó ojo en toda la noche, dando vueltas sin parar entre las sábanas de su
cama. La imagen de Jessica alejándose para siempre de su lado, le torturaba
cada vez que trataba de cerrar los ojos para conciliar el sueño, viéndose
inmerso en un constante bucle sin fin.
Entre
penumbras se frotó la cara con las manos y miró el reloj despertador. Eran las
cuatro de la madrugada del sábado.
Bajó
de la cama y tras ponerse los primeros pantalones que encontró, salió al balcón
a fumar.
La
noche estaba estrellada. No se divisaba ni una sola nube en el cielo, únicamente
la luna en cuarto menguante. Se sentó en una de las sillas de madera y sacó un
cigarrillo de la cajetilla. Tras encenderlo, echó la cabeza hacia atrás, cerró
los ojos y empezó a degustarlo sin prisas.
—Mataría
por uno de esos en este momento... —se escuchó murmurar al otro lado de la
pared.
Sorprendido,
abrió los ojos. Se levantó y caminó hacia la voz.
—Pelirroja,
¿qué haces trasnochando a estas horas?
Ella
se rió.
—Supongo
que en estos momentos no estás en potestad para pedirme explicaciones, Batman.
—Gabriel...
mi nombre es Gabriel —aclaró.
—Ya
lo sé. Pero te pega más Batman...
Él
rió a carcajadas. Después alargó su brazo por fuera de la barandilla y le
ofreció la caja.
—Mmm...
No deberías tentarme...
—Tranquila,
será nuestro secreto —añadió— No sé por qué, pero intuyo que necesitas uno con
urgencia...
Ella
resopló y mirando los cigarrillos, cogió uno.
—¡Dios...!
qué débil soy...
Gabriel
sonrió y le dio un mechero.
—Tres
meses sin oler uno... no puedo creerlo.
—Tómatelo
como un mero desliz...
Volvió
a resoplar frustrada.
—En
tal caso, me lo fumaré tratando de no pensar en que luego me tiraré varios días
con remordimientos de conciencia.
—Eso
es... buena chica...
La
joven lo encendió y se lo llevó a la boca. Al dar la primera calada, tosió
bruscamente. Gabriel sonrió zarandeando la cabeza.
—Tranquila...
fúmatelo despacio... el primero después de un tiempo de secano, acostumbra a
ser repugnante...
—Vaya...
podrías haberme avisado antes de morir por asfixia... —le contestó sentándose
en el suelo y llevando las rodillas al pecho. Luego se tapó con una gruesa
manta de lana.
—Es
preciosa, ¿verdad?
—¿El
qué?
—La
ciudad... los rascacielos... la gente...
Gabriel
entornó los ojos y después se encendió otro cigarrillo.
—¿No
eres neoyorquina?
Ella se quedó en silencio. Dudó en contestar. No solía dar
información personal a nadie, aunque ese
alguien
se tratara de
su guapo y sexy vecino del apartamento de al lado.
Gabriel al ver que no respondía, formuló la pregunta de
otra manera.
—Tu acento es del centro ¿me equivoco?
—Pues no te equivocas... Has dado de lleno en la diana.
—¿De Minnesota?
—Jaque mate
—dijo
poniendo los ojos en blanco— ¿Para todo eres tan observador o solo con
damiselas pelirrojas en apuros?
Él se rió una vez más. Desde luego su vecina no dejaba de
sorprenderle. Era una chica muy despierta y tenía la lengua un tanto
suelta
—al
igual que él—. Entonces, Gabriel estornudó.
—Salud.
—Gracias —contestó él frotándose los brazos para entrar en
calor— Creo que será mejor que entre dentro o mañana por la mañana deberás dar
parte al Samur tras encontrarme semidesnudo y congelado por gilipollas...
—¿Al Samur? —preguntó arrugando la nariz.
Gabriel se dio una colleja imaginaria y después aclaró su
comentario.
—El Samur es el servicio de asistencia allí en Madrid...
—¿Español?
—Hasta la médula —le respondió orgulloso—. Aunque mi
familia y mi negocio están en Barcelona.
Cuando Gabriel estornudó de nuevo, ella le sugirió que
tenía café recién hecho.
—Como ambos sufrimos de insomnio... qué mejor que una
trasfusión de cafeína...
—Me has leído el pensamiento, era justo lo que necesitaba
—le respondió él—. Me pongo una camiseta y voy.
En cuanto apagó la segunda colilla en el cenicero, entró y
cerró la puerta del balcón. Juntó las palmas, exhaló aire caliente sobre ellas
y luego las frotó. Tenía los dedos completamente congelados. Luego corrió a su
habitación y tras coger la primera camiseta de la pila, se vistió y salió al
pasillo. Y justo cuando pretendía golpear la puerta de su vecina, ella la abrió
lentamente para hacer el menor ruido posible y así no despertar a ningún vecino
impertinente. Especialmente al padre de Scott.
—Hola, vecino.
—Hola, pelirroja.
Ambos sonrieron y ella hizo un gesto con la mano
invitándole a pasar. Gabriel le acompañó hasta la cocina.
—¿Te gusta solo o con leche?
—Acaso ¿no lo sabes?
Ella frunció el ceño sin comprender.
—No. ¿Cómo iba a saberlo?
Se encogió de hombros.
—Porque al parecer sabes más de mí, que yo de ti —dijo
irónicamente.
—Es posible, aunque ya te dije el otro día... que la
curiosidad mató al gato. No quieras saber tanto, ni tan pronto...
Gabriel levantó una ceja y de un salto se sentó en el
mármol.
—Solo.
—Yo también lo tomaré solo.
Tras verter el café en dos tazas, se las dio a Gabriel.
—Cógelas por el asa o te quemarás.
—Gracias por la advertencia... —se burló.
Luego abrió una caja de galletitas saladas, cogió una y se
la llevó a la boca.
—Mmmm... Están buenas ¿quieres? —le preguntó mientras
saltaba sentándose junto a él.
—Claro. Siempre y cuando me devuelvas mis manos.
—¡Dios...! los cafés... lo siento... —dijo mirándole a las
manos y cogiendo una de las dos tazas que sujetaba.
Gabriel por primera vez vio como se ruborizaba lentamente.
Entonces al tenerla tan cerca, pudo fijarse mejor en su aspecto. Sus ojos eran
azules con sutiles pinceladas grises y tenía unos labios sonrosados que
mordisqueaba en ocasiones. Se había soltado la coleta de tal forma que se
habían formado unas ondas en su pelo que le daban un aire un cierto aniñado.
Ella al darse cuenta de cómo Gabriel la mirada algo más
detenidamente, se puso tensa.
—¿Qué haces? —le increpó.
Él la miró a los ojos sin comprender.
—Me estás estudiando.
—No. Solo te estaba mirando.
Ella se removió incómoda encima del mármol y luego le
respondió.
—Por favor, no hagas eso. No estoy acostumbrada a que nadie
se fije tanto en mí. Haces que me sienta completamente desnuda.
Obviamente Gabriel se sorprendió de la reacción de su
vecina. Simplemente sentía curiosidad, sin ninguna intención oculta por su
parte. Ella era una chica preciosa, por lo tanto era del todo lícito que
cualquier hombre se sintiera atraído por su belleza.
La joven saltó del mármol y lanzó su café a la pica. Luego
regresó junto a Gabriel y le pidió amablemente que se marchara.
Él seguía sin comprender. ¿Qué era lo que había hecho mal?
¿En qué se había equivocado?
—Perdóname. Estoy convencida de que eres un buen chico.
Con la esperanza de borrar de su cara esa mirada apesadumbrada,
Gabriel trató de explicarse.
—No, perdóname tú a mí. Si en algún momento te he hecho
sentirte mal, te aseguro que no ha sido de forma malintencionada.
Ella le abrió la puerta de la calle pero Gabriel aguardó un
poco más a la espera de respuestas. Las cuales no llegaron.
—Buenas noches Gabriel.
Al escuchar cómo le llamaba por su nombre de pila y no por
el nombre del personaje de ficción, asumió que de momento no tenía nada más que
hacer. Así que se despidió y regresó a su apartamento para tratar de dormir lo
que quedaba de noche.