Otoño en Manhattan (37 page)

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Authors: Eva P. Valencia

Capítulo 56

 

Al
atardecer empezó a diluviar con intensidad bajo la ciudad de Manhattan. 

Gabriel continuaba durmiendo, pasando la borrachera
mientras que la joven vecina preparaba algo de cenar en la cocina. Ella ya
hacía varias horas que permanecía en guardia en su apartamento. Por desgracia,
su vocación de doctora le impedía marcharse y dejarlo solo a su suerte.

Cuando el agua de la cazuela alcanzó su hervor, echó la
pasta, una pizca de sal y bajó la intensidad del fuego a la mitad. Mientras
tanto, se dedicaba a lavar unas hojas de lechuga bajo el grifo y reservándolas
en el escurridor para la ensalada.

Alzando la mirada de vez en cuando hacia la pantalla del
televisor para no perder detalle de los vídeos musicales que emitía la cadena
MTV, cortó con destreza un par de tomates a rodajas bien finas. No le
entusiasmaba demasiado cocinar, pero después de tres meses viviendo sola, tuvo
que aprender, por narices.

Miró de nuevo la pantalla del televisor al tiempo que
aliñaba la ensalada, con aceite, sal y vinagre, moviendo sus caderas al ritmo
de la canción “
I don't want a lover”
 del grupo 
Texas
.

Poco después, se desplazó hacia su derecha, alzándose de
puntillas y estirando el brazo para poder abrir la puertecilla de la alacena.
Echó un vistazo rápido, escogiendo un par de platos y llevándolos a la mesa,
para colocarlos estratégicamente con el resto de utensilios.

Ya casi, prácticamente lo tenía todo preparado: La pasta
estaba 
al dente
, la salsa carbonara recién hecha y la ensalada de
frutos secos, tomate y queso, en un bol de plástico. Aunque, faltaba lo más
importante... 
 
el otro comensal.

Al regresar para apagar el fuego y volcar la olla de pasta
en el escurridor, sintió la mirada de Gabriel fijada en ella.

—¿Tienes hambre?

Gabriel que estaba apoyado en el marco de la puerta con las
manos en los bolsillos, dio un paso al frente y luego otro más, hasta quedar
justo detrás de ella. Levantó la barbilla por encima de los hombros de la joven
para mirar lo que ella estaba cocinando. Olfateó como si fuera un perro y
luego le dio el merecido aprobado.

—Tiene buena pinta pelirroja.

Sonrió burlón y abrió la puerta de la nevera buscando una
cerveza. Ella que le observaba de reojo, se anticipó y se la robó de las manos.

—¡Ni lo sueñes!

La volvió a dejar donde estaba y cerró la puerta con
determinación.

—¡Joder...! Qué eres, ¿mi madre?

—Siento ser una aguafiestas, pero beber es lo que menos
necesitas en este momento.

Gabriel alzó las cejas. Menuda marimandona era la
pelirroja. Cualquiera le llevaba la contraria. Cuando ponía esa cara de pocos
amigos y esa voz intimidante, no había quién la reprendiera.

Buscó algo en el bolsillo trasero de la falda tejana y se
lo entregó.

—Tómate esto, sentirás mejoría enseguida.

—¿Ibuprofeno?

—Ajá —asintió traspasando la pasta del escurridor a una
bandeja de porcelana.

Gabriel abrió de nuevo la nevera. Y ella chasqueó los dedos
para llamar su atención.

—El agua está en la mesa —dijo con un movimiento de cabeza
señalando la jarra—. Ni lo intentes. La cerveza se queda ahí custodiada.

Él negó con la cabeza a la vez que sonreía para sí mismo.
Se sentía espiado en su propia casa. Era el colmo. Pero por lo menos algo bueno
podría sacar de todo aquello: compañía. Bien mirado, desde el punto de
vista 
egoísta
, estar solo era lo que menos le apetecía, daba por
sentado que a su lado se distraería y que también era muy probable que dejase
de pensar en Jessica por un rato.

—Siéntate, que se enfría.

—¿Te han dicho alguna vez que eres muy mandona?

—Cientos de veces, ¿alguna objeción? —disimuló una sonrisa.

Gabriel soltó una carcajada y acto seguido, se sentó en una
de las dos sillas junto a la mesa. Poco después ella sirvió la pasta a partes
iguales en cada uno de los platos.

—¿Me comporté como un gilipollas?

Ella dejó la bandeja sobre la mesa y le miró a los ojos.
Había captado toda su atención.

—Lo justo.

«
Me conozco y cuando bebo...
—pensó para sus
adentros—
suelo comportarte como un verdadero cabrón. Espero no haberla
obligado a hacer nada que no quisiera... ¡Joder! no recuerdo una puta
mierda...»

La vecina observó a Gabriel y se dio cuenta por los gestos
de su cara que estaba librando una batalla interior consigo mismo.

—Tranquilo Batman, te comportaste como un caballero —dijo
sonriendo— a excepción del pellizco que me llevé en la nalga.

—¿Eso hice? —sorprendido enarcó ambas cejas.

—Sí. Y a esto estuve de mandarte derechito a la ducha y
abandonarte bajo el agua congelada —aseveró realizando un gesto con los dedos.

Gabriel se rió con ganas y luego pinchó unos cuantos rizos
de pasta llevándoselos a la boca.

—Tienes mucho carácter.

—Vivir o morir. Ese es mi lema... —afirmó con rotundidad—.
Cambié mi forma de pensar no hace mucho tiempo. Sobrevivir a toda costa...

La joven agachó la cabeza y luego volvió a mirarle con
cautela. Era muy consciente de que se estaba yendo de la lengua, por segunda
vez consecutiva aquella misma tarde. Pero por una extraña razón que aún no
lograba comprender, confiaba en él, no sabía por qué, únicamente sentía que
confiaba, sin más. Por primera vez en tres meses no necesitaba esconderse de
nadie. Estaba cansada de huir, de esconderse, anhelaba con todas sus fuerzas
ser ella misma de nuevo. La misma que había sido mucho antes de que Clive
entrara a formar parte de su vida.

—Estás muy callada.

—Estaba pensativa —le contestó con una mirada indolente.

—Y, ¿en qué pensabas? —le preguntó suavemente.

Ella esquivó la pregunta con otra pregunta.

—¿Por qué te has emborrachado?

Él entornó los ojos.

La chica era rápida evitando situaciones incómodas y como
si le hubiera leído el pensamiento, ella respondió por él.

—Tu chica te ha abandonado...

Gabriel tardó unos segundos en responder.

—Al parecer salta a la vista de que así es —siseó pegando
un bocado al pan y masticando muy despacio sin dejar de mirarla a los ojos.

Ella se quedó en silencio, algo incómoda y desvió la mirada
al plato. Su intención no era ofenderle en absoluto, únicamente estaba tratando
de ser agradable. Quizás había ido demasiado directa al grano.

Vio como Gabriel se levantaba y caminaba hacia la nevera,
la abría y cogía una cerveza. Esta vez no trató de impedírselo. Tal vez sí que
la necesitaba para ahogar sus penas.

—¿Me traes una a mí también?

—Claro.

Hizo saltar las chapas del cuello de las botellas y luego
se volvió a sentar frente a la joven.

—Por lo visto no soy afortunado en el amor —aseveró
bebiendo a morro un trago largo de la botella.

—¿Y quién lo es?

—Pues vaya par de gilipollas nos hemos ido a juntar.

Gabriel le entregó la cerveza y ella bebió despacio.

—Y la misteriosa pelirroja ¿tiene nombre?

Ella se puso tensa al instante. No esperaba esa pregunta.
Abrió los ojos como platos y empezó a dar un repaso rápido a la cocina en busca
de algún nombre que le sirviera. No podía confesarle el suyo, eso sería
exponerse demasiado. Eso sería muy peligroso además de una tremenda estupidez.

Al mirar a la despensa, vio una caja de cereales entre unos
tarros de mermelada. Agudizó la vista y achinando un poco los ojos, pudo leer
desde la distancia el nombre de la marca 
Kellogg's. 

“¡Genial! —
sopló—
eso
podría servir”

Le volvió a mirar a los ojos, pero esta vez con convicción.
Creyéndose cada una de las palabras que iba a pronunciar:

—Me llamo Kelly.

Gabriel sonrió agradecido. Por fin, podía ponerle nombre a
aquella cara.

Al acabar de cenar ella se levantó para recoger los platos
y llevarlos al fregadero. Gabriel le acompañó en aquella tarea y en un momento,
la mesa estuvo limpia.

Ella abrió el grifo y puso el tapón en el fregadero. Echó
un chorro largo de detergente líquido al agua y pronto se formó una espesa capa
de espuma.

—Ya te ayudo a fregar los platos —se ofreció colocándose a
su izquierda.

—Pero si solo hay cuatro cubiertos...

—Insisto.

Ella se encogió de hombros y luego se remangó las mangas a
la altura de los codos. Gabriel abrió los ojos sorprendido al descubrir unas
marcas transversales en la cara interior de cada una de sus muñecas. Se las
quedó mirando sin saber qué decir, imaginándose los motivos que la llevaron a
desear morir.

Con ese pensamiento rondando por su mente, acabó de
enjuagar el último plato.

—¿Tienes algo que hacer mañana domingo?

—¿A parte de nada? —dijo burlona.

—A parte de nada.

—No —sonrió.

Gabriel sacudió sus manos en el fregadero y luego se las
secó con una servilleta.

—¿Has probado la tortilla de patatas?

—¿Qué es eso? —preguntó arrugando la nariz.

Él se rió y después de sentarse en el mármol y encenderse
un cigarrillo, respondió:

—Mañana lo sabrás. Ven sobre la una.

Ella se lo pensó solo un instante.

—Acepto —dijo ilusionada.

Miró las agujas del reloj que había colgando de la pared de
la cocina y luego le miró abriendo mucho los ojos.

—¡Dios... Dana debe estar desesperada! tenía que haberla
sacado a hacer sus necesidades hace más de dos horas... —farfulló corriendo
hacia el salón.

Gabriel saltó del mármol y se apresuró a seguirla.

—Mañana a la una —repitió mientras abría la puerta para
salir del apartamento.

—¡Espera! —exclamó él.

Ella se quedó sujetando el pomo con la mano al tiempo que
giraba la cabeza en aquella dirección.

—Te dejas el anillo.

Gabriel llegó a su lado y se lo entregó, no sin antes
echarle un vistazo rápido. Parecía una alianza de compromiso. En su interior
habían unas letras gravadas que no le dio tiempo a leer.

—Gracias —dijo entre dientes.

Cogió la alianza y empezó a deslizarla en su dedo anular,
pero cuando llegó a la primera falange, la sacó rápidamente colocándola en el
dedo índice.

Gabriel miró disimuladamente los movimientos de la alianza
y se quedó algo confuso por la rareza de aquel acto. ¿Estaba casada y quería
ocultarlo? o ¿hacía poco tiempo que había roto una relación y por ello dudaba?

Ambos se despidieron y Gabriel tras cerrar la puerta hizo
un repaso mental de las cosas que ella le había confesado y de las que había
descubierto por sí mismo: Se llamaba Kelly, al parecer huía de algo o de
alguien, su lema era:
“vivir o morir”
, tenía marcas en ambas muñecas y
una alianza que se empeñaba en cambiar de dedo... ¡Ah! y que era médico...

Capítulo 57

 

Tras el baño, Eric envolvió el cuerpo de Daniela con una
toalla para secar las gotas que revelaban por su joven piel. Le encantaba
cuidarla y mimarla y ella se dejaba hacer. Cuando acabó, cogió un cepillo de
púas naturales y después de arrastrar una silla y dejarla en el centro, tomó
asiento.

—Ven, Daniela —palmeó su muslo dos veces para invitarla a
sentarse sobre su falda. 

Ella sonrió. Conocía aquel ritual. Eric acostumbraba a
desenredar su pelo mientras lo acariciaba con la mano libre. De igual forma que
si se tratara de una niña pequeña. 

La vida de Eric había cambiado radicalmente tras conocerla.
Daniela era única, especial. Diferente. Las estancias en Madrid al lado de su
esposa Eva, eran una constante tortura. No la amaba. De hecho, dejó de hacerlo
hacía ya mucho tiempo. Incluso se había llegado a convencer de que ella tenía
el mismo sentimiento hacia él: Indiferencia.

Daniela ajustó la toalla alrededor de su pequeño cuerpo y
se cercioró de que esta no se abriera, agarrándola concienzudamente a la
altura de sus pechos. Luego se acomodó entre sus piernas desnudas y musculadas,
mirándole con algo de timidez.

—¿Por qué te gusta tanto peinarme?

Eric le miró a los ojos y luego sonrió. 

—Me encanta cuidar de ti. Eso es todo —contestó pasando el
cepillo por el pelo mojado— Cuando estoy contigo me siento diferente. Me haces
ser diferente. Ser mejor persona.

—A mí me pasa lo mismo.

Tras su confesión Daniela sintió como el rubor empezó a
apoderarse de sus mejillas lentamente e inquieta se removió sobre sus muslos,
de tal forma que al hacerlo, comprobó como su pene había aumentado
considerablemente de tamaño. 

Eric rió al darse cuenta que pese a que se habían acostado
en varias ocasiones, aún sentía pudor por ciertas prácticas o situaciones. Y
eso en cierta forma le excitaba aún mucho más. Era tan inocente pero a la vez
con tantas ganas de explorar y de dejarse llevar y él con tantas ansias de
enseñarle a volar. 

—Mírame.

Ella hizo lo que le pidió. Ladeó la cabeza y unió sus ojos
verdes con los suyos. 

—Ahora, mírala —le ordenó bajando el tono de su voz ronca y
varonil.

Tragó saliva y tras respirar un par de veces, agachó la
cabeza ligeramente y miró a su miembro sin reparo, el cual se alzaba orgulloso
y al mismo tiempo tan erecto, tan grueso y tan viril. Estaba duro como una roca
y de su glande brillaba una diminuta gota de líquido preseminal. Ella sintió
como su vagina se contraía y poco después se humedecía, sin previo aviso. 

—Acostúmbrate a ella. Ya te dije que debes ir
familiarizándote poco a poco —cogió su mano y la colocó alrededor de su pene.
Ella abarcó con su mano la enorme envergadura de su miembro. Era tan
exquisitamente suave y a la vez daba la sensación de ser tan poderoso— Cuando
una persona deja atrás todos sus prejuicios y abre su mente, se muestra ante sí
un amplio abanico de posibilidades y es cuando uno logra disfrutar de verdad en
cuerpo y alma del sexo... 

Eric apretó un poco más su mano alrededor de la suya y ella
sintió la rugosidad de las venas hinchadas, luego poco a poco empezó a deslizarla
a lo largo de todo el tallo.

—No te imaginas lo que me excita que me toques, que me
acaricies... que me masturbes tan lentamente... —soltó un gruñido cuando ella
llegó hasta el glande y luego volvió a recorrer de arriba abajo hasta la base
del pene—. Así... no pares... me encanta...

Él entonces soltó su mano para saber si ella sola sería
capaz de continuar hasta el final. Daniela al dejar de sentir como su fuerte y
enorme mano guiaba la suya, se detuvo. No se sentía segura, es más, se sentía algo
ridícula.

—No puedo... —apartó la mano y la ocultó entre sus piernas.

—Daniela, no quiero que lo veas como algo sucio... forma
parte de mí cuerpo... —se señaló a sí mismo mostrando su desnudez—. Solo soy
yo... soy lo que ves, tan solo soy un hombre...

—Lo siento...

Se disculpó y se levantó algo angustiada. Sabía que él lo
hacía con toda la buena intención del mundo, pero quizás ella aún no estaba del
todo preparada.

—Nena... —se levantó de la silla y la abrazó por la
espalda— A tu ritmo, ya lo sabes... como te digo siempre.

—Eric, yo quiero... pero, no puedo... —se llevó las manos a
la cara y la toalla cayó al suelo como un suspiro mostrándose completamente
desnuda ante él.

Daniela alzó la vista y vio ambos cuerpos desnudos
reflejados en el espejo. Negó con la cabeza y se tapó los ojos con las manos.

—No debes avergonzarte —cogió sus manos y aunque ella
apretaba con fuerza contra su cara, poco a poco pudo retirarlas lentamente—
Abre los ojos...

Ella volvió a negar con la cabeza. Además de avergonzada se
sentía un verdadero fraude. Eric era muy paciente con ella, tanto que, hasta el
punto de quedarse en más de una ocasión con ganas de probar muchas más cosas
con ella. Daniela conocía con detalle sus necesidades sexuales, él se lo había
explicado. Le consideraba una persona muy morbosa y a la vez muy ardiente y,
sin embargo, ella no se sentía capaz de darle lo que él bien ansiaba.

—Abre los ojos —le insistió esta vez con más severidad—
Daniela, solo somos tú y yo. Y nada más. Dos personas que se respetan y que se
están empezando a conocer mutuamente.

Daniela le obedeció y abrió lentamente los ojos para
enfrentarse al reflejo en el espejo. Trató de agachar la cabeza, pero en ese
intento fallido Eric le sujetó de la barbilla, manteniéndola firme.

—Mírate sin pudor... Eres una mujer preciosa. Eres todo lo
que un hombre desearía poseer.

Eric soltó su mejilla y empezó a acariciar su rostro con
delicadeza.

—Tu cara es perfecta... tus ojos, tu nariz... —le susurraba
al oído con voz ronca y su aliento rozaba de vez en cuando su lóbulo derecho—
Tus labios son un pecado... me perdería en ellos eternamente...

Eric deslizó su pulgar por la comisura de su boca,
resiguiéndola con lentitud. Ella notó un repentino escalofrío.

—Eric... por favor... —dijo suplicante.

—Tus pechos son exquisitos...

Él estudiaba con detalle cada uno de sus gestos lanzando
miradas furtivas de vez en cuando al espejo. En este se reflejaban dos cuerpos
desnudos, jóvenes y bellos. Todo un despliegue de sensualidad. Ella permanecía
en pie mientras que él la rodeaba con sus fuertes brazos por la espalda.
Obligándola a mirarse.

Sin previo aviso, sus manos abarcaron los pequeños senos de
ella y comenzó a manosearlos sin recato. Daniela gimió tímidamente y abrió un
poco la boca para dar cabida a más cantidad de aire en sus pulmones. De nuevo
se sentía excitada, de nuevo Eric estaba consiguiendo su propósito. Sin dejar
de susurrarle cosas calientes al oído atrapó un pezón entre sus dedos índice y
pulgar y luego realizó la misma operación con el otro pezón. Empezó a
presionarlos y a girarlos. Daniela ahogó un jadeo y echando la cabeza hacia
atrás la apoyó en el hueco de su cuello. Eric aprovechó para besar y morder
suavemente la vena carótida emulando a un sediento vampiro.

—Eric... ¿qué haces?

—Huelo tu piel y me vuelvo loco de atar... —dejó de besarla
y de nuevo le agarró de la barbilla para que continuara mirándose en el espejo.
Tiró de uno de los pezones y ella soltó un grito— ¿te gusta?

Ella que apenas lograba mantenerse erguida, le respondió
con un movimiento afirmativo. Eric por contra, sonrió maliciosamente y continuó
descendiendo con calma por su barriga, rozando con sus yemas, casi sin apenas
tocar su piel. A ella eso le provocaba cosquillas pero a la vez una sensación
muy placentera. Eric lo sabía y abusó de ese as en la manga. Aunque Daniela no
lo supiera, era una amante muy receptiva y a la vez, una excelente aprendiz.

Pronto, una de sus manos llegó a su pubis y antes de
perderse más abajo, le dijo:

—Relájate... quiero que disfrutes tanto o más que yo. Quiero
que veas que en todo momento lo que hacemos tú y yo es un acto consensuado
entre dos personas que se respetan mutuamente. Yo no soy el hijo de puta que te
marcó de por vida... Yo jamás te haría daño, nunca y lo sabes...

—Ya lo sé Eric... y me gustaría poder entregarme por
completo a ti, de verdad que quiero...

—Y lo harás, cariño... yo me encargaré de ahuyentar tus
miedos. Pero poco a poco, sin prisas.

Eric la besó en el hombro y luego se separó de ella dando un
paso atrás. Flexionando las piernas, recogió la toalla del suelo para cubrir
con ella el cuerpo de Daniela.

Ella se quedó pensativa. Miró su miembro que yacía flácido
entre sus piernas.

—Quiero compensarte.

Eric buscó sus ojos pero estos estaban mirando a su pene.
Ella alzó la vista rápidamente y luego ladeó la cabeza.

—No tienes que compensarme nada.

—Pero ¿no te duele? Tengo entendido que si no acabáis...
pues... os duelen los...

—¿Testículos?

Él se rió y se rascó la nuca.

—No te preocupes. ¿Quién no ha tenido un dolor de huevos
alguna vez en su vida?... Se me pasará el calentón, tranquila... Además —la
miró de forma insinuante—, tenemos toda la noche por delante...

Ella agachó la cabeza sintiéndose a partes iguales
avergonzada y a la vez excitada. Le deseaba con todas sus fuerzas pero en una
parte recóndita de su ser, aún había ocasiones en que sin saber por qué, le
rechazaba.

—Voy a buscar tu regalo.

Y dicho esto desapareció para al poco después regresar con
una cajita envuelta en papel de celofán en tonos burdeos y un lazo dorado
perfectamente anudado alrededor. Los ojos de Daniela se abrieron mostrándole
agradecimiento con la mirada.

—No tenías por qué...

—Ya te he dicho que me gusta mimarte, y mientras estemos
juntos, lo seguiré haciendo.

Ella le sonrió. En el fondo, le encantaba sentirse así.
Nunca antes nadie lo había conseguido, salvo Gabriel. Por unos segundos, al
recordarle, se quedó pensativa, evadida.

—Vamos... ¿no tienes curiosidad por saber qué es?

—Sí, claro —regresó de su ensimismamiento.

Daniela apresuradamente desanudó el lazo y luego rompiendo
el papel, abrió la caja rectangular. En su interior había un precioso y sexy
conjunto de lencería de la marca 
La Perla 
de color negro y
ribetes en blanco. Se trataba de un corpiño semitransparente y una braguita
brasileña. Observó que había quedado algo en la caja, eran unos ligueros a
juego y unas medias de seda.

—Ya te dije que el regalo era para los dos —le sonrió a
medias esperando su reacción— ¿te gusta?

Ella lo cogía con delicadeza, jamás había tenido entre sus
manos una ropa interior semejante. Tan sugerente, tan sexy y tan cara.

—Es precioso, Eric. Pero, no deberías de gastar tanto
dinero en estas cosas.

—Para mí no es malgastarlo, sino disfrutarlo —solo de
imaginar a Daniela con ese conjunto ceñido a sus curvas, su entrepierna
empezaba a brincar regocijándose de alegría— Vamos a cenar antes de que
continúe pensando lo que ahora mismo haría y vayamos a preparar algo de cenar.

Eric le cogió la lencería de entre sus manos y la volvió a
guardar en la caja, de momento, a buen recaudo. Más tarde otro cantar sería.

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