Read Otoño en Manhattan Online
Authors: Eva P. Valencia
Gabriel salió del edificio y se dirigió a su apartamento
como un tornado. Estaba tan cabreado, que lo único que necesitaba era estar
solo y no pensar en nada para mantener la mente en blanco. Subió de dos en dos
los escalones hasta llegar a la séptima planta. Abrió la puerta y tras
cruzarla, le dio un puntapié clavándola de un golpe seco en el marco.
Se fue desvistiendo y dejando un sendero de ropa esparcido
por el suelo hasta el cuarto de baño. Encendió la radio y desde la emisora
K
M K Fone One Five Krock
empezó a escucharse la última canción de
Miley
Cyrus “Wrecking ball
”:
“Agarramos y
encadenamos nuestros corazones en vano
Saltamos, sin
preguntar por qué
Nos besamos y
caí en tu hechizo
Nuestro amor
nadie lo podía negar
No vuelvas a
decir que yo simplemente me alejé
porque yo
siempre te querré...”
—¡Joder! con la cancioncilla de los cojones... ¡qué
inoportuna...!
“Vine como una
bola de demolición
nunca me enamoré
tan fuerte
Todo lo que
quería era romper tus paredes
Y todo lo que
hiciste tú fue destrozarme
Te puse en lo
alto del cielo
y ahora, no
bajas
esto cambió
lentamente, me dejaste quemar
y ahora, somos
cenizas sobre el suelo...”
Se metió debajo de la ducha sin esperar a que el agua
tomara temperatura, sintiendo como su piel se estremecía al contacto con el
agua helada, pero estaba tan ofuscado que no le importaba, ni siquiera escuchó
cuando su teléfono empezó a sonar insistentemente.
Al rato después, algo ya más relajado, se secó y se tumbó
en la cama, mirando al techo, con los brazos doblados y las manos cogidas a la
nuca.
Cuando quiso cerrar los ojos para dormir, algo le
interrumpió. De nuevo sonó el teléfono, pero esta vez, sí que lo escuchó. Se
levantó de un salto de la cama y caminó desnudo hacia el salón. Buscó sus
pantalones entre la montaña de ropa tirada. Metió la mano en uno de sus
bolsillos y miró la pantalla. Había tres llamadas perdidas de su madre. Arrugó
el entrecejo verdaderamente extrañado y marcó el número sin perder más tiempo.
Varios tonos después, su madre Ana, contestó.
—Gabriel, cariño.
—Hola, mamá... ¿cómo estás?
—Bien, mi vida —sonrió brevemente— ¿Y tú cómo estás? ¿Comes
bien? ¿Te tratan bien?
Gabriel se echó a reír.
—Claro mamá. Como bien y me tratan de maravilla.
Él se quedó unos segundos en silencio.
—Te echo de menos, mamá.
—Y yo, mi cielo... Estás tan lejos...
Se escuchó suspirar con resignación al otro lado del hilo
telefónico.
—Desde la muerte de papá, Iván y Marta no me han dejado
sola ni un solo día.
Gabriel sonrió al oír esas palabras. Para él era muy
importante que alguien se ocupara de su madre en su ausencia y nadie era mejor
que su hermano Iván.
—Por cierto, Marta ha mencionado que te envió una carta
importante hace unos días y que a pesar de ser ella la remitente, no la
escribió ella, sino Iván.
Él no respondió recordando lo que había hecho con la carta
en cuestión: romperla y tirarla al fondo del cubo de la basura.
—Dile a Marta que aún no la he recibido —le mintió
piadosamente.
—Muy bien, se lo diré.
Gabriel se peinó el pelo mojado con los dedos y se levantó
a coger una cerveza de la nevera.
—¿Cómo va con el embarazo? ¿Sigue con náuseas y pérdidas de
sangre? —le preguntó abriendo la chapa con un abridor.
—Hace ya unos días que dejó de quejarse, al parecer los
gemelos empiezan a portarse mejor.
—¿Gemelos? —preguntó con cara de sorpresa sin poder evitar
esbozar una divertida sonrisa.
—Sí, ¿no te lo dijeron cuando viniste a Barcelona?
—No —respondió bebiendo de la botella— Que se vayan
preparando, dicen que dos bebés no dan el doble de trabajo, sino el triple.
Él se echó a reír con sorna y luego se sentó en el mármol
de la encimera.
—¿Cuándo te volveré a ver, cariño?, te echo tanto de menos.
Gabriel inspiró hondo y mientras reflexionaba la respuesta,
escuchó unos pasos al otro lado de la puerta que daban a la calle. Se bajó de
un salto y pidió a su madre que aguardara unos segundos, quería ver más de
cerca aquel papel que alguien le había metido bajo la puerta.
Se puso de cuclillas y recogió ese trozo de papel arrugado.
Frunció el ceño al darse cuenta de que se trataba de la misma carta que había
roto días atrás y que ahora tenía todos los trozos unidos en cinta adhesiva.
Gabriel regresó a la cocina y cogió de nuevo su móvil.
—Mamá, te llamo luego.
Se despidió de su madre y sin apenas meditarlo, se colocó
unos tejanos y abrió la puerta. Sacó la cabeza, quién quiera que fuese, tal vez
era posible pillarle aún en el pasillo. Tenía mucha curiosidad por saber quién
había sido el mensajero.
Cuál fue su sorpresa que escuchó cerrarse la puerta de su
vecinito Scott en aquel preciso instante.
Sonrió y poco después llamó al timbre. Nadie contestó, así
que volvió a tocar el botón pero nada, silencio absoluto. Entonces se giró para
volver a entrar en su apartamento y justo cuando iba a entrar, la puerta se abrió
lentamente y una cabecita asomó con unos brillantes ojos saltones que le
observaban desde el interior.
Gabriel se rascó la cabeza y luego caminó hacia Scott.
—Buenas tardes, colega —le dijo doblando sus rodillas para
estar a su altura— Gracias por la carta... estás hecho un manitas... te ha
quedado como nueva...
Scott disimuló una sonrisa en forma de mueca.
—¿Te gustó el Batmóvil?
El niño primero miró atrás, después a ambos lados y luego
asintió con la cabeza.
—Otro día te traeré un muñeco de Joker —dijo
inclinándose un poco más para mirar a sus brillantes ojos— A mí los villanos me
encantan.
De repente, una voz se escuchó gritar en el interior del
apartamento y Scott se sobresaltó abriendo mucho los ojos.
—¡¡Scott... cierra la puta puerta, coño!!
Gabriel arrugó la frente, no soportaba el modo como su
padre le trataba. Cerró el puño con fuerza y justo cuando pretendía contestar a
aquel cabrón, Scott se despidió y le cerró la puerta muy despacio.
—Espera, Scott... —se quedó con las palabras en la boca, el
niño ya se había marchado— ¡Joder...!
Apoyó la oreja en la puerta, necesitaba saber que no
recibiría ninguna reprimenda por haber estado hablando con él o por el simple
hecho de abrir la puerta. Permaneció allí, quieto, durante varios minutos más
hasta que la humeante nariz de un perro pequeño, olfateó sus pies descalzos con
descaro.
—Dana, ven aquí...
Gabriel se giró y vio a su vecina llamando a su perrita.
—Deberías ponerle un collar a este chucho —sonrió— Un día
se meará en mis pantalones.
—Perdona, no sé por qué siempre se escapa para ir a
saludarte.
El perro regresó con su dueña y esta se agachó para cogerlo
en brazos. Comenzó a acariciarle y se acercó un poco más a Gabriel.
—La curiosidad mató al gato —le advirtió ella— Yo de ser tú
no me inmiscuiría en la vida de esa familia, es muy conflictiva.
—Estoy al caso.
—No creo que lo suficiente.
—Él es un drogadicto ex-convicto, el abuelo sufre de
síndrome de diógenes y alzheimer y luego está Scott, el pobre niño de 10 años
que no tiene la culpa de haber nacido en esa familia.
La chica asintió, dándole la razón.
—Aun así, no pretendas salvar al mundo... Batman —le guiñó
el ojo y dio media vuelta para entrar de nuevo en su apartamento contiguo al de
Gabriel.
Él pegó un silbido y entornó los ojos. ¿Eso había sido lo
que creía que era? ¿Su vecina estaba tratando de ligar con él? No quiso darle
mayor importancia y también se encerró en su apartamento. Una vez dentro, se
dejó caer en el sofá y desplegó la carta, esta vez no tenía otro remedio más
que leerla. Se bebió la cerveza que quedaba en la botella y comenzó a leer el
primer párrafo:
“Antes de romper esta carta, concédeme unos segundos para
saber qué quiero pedirte.
Ambos hemos tenido nuestras diferencias, somos demasiado orgullosos
y demasiado tercos, pero jamás hemos sido unos hermanos rencorosos.
La repentina muerte de papá me ha hecho reflexionar sobre
el camino equivocado que estaba tomando nuestra relación.
Necesito arreglar las cosas contigo, no puedo dejar pasar ni
un solo día más sintiéndome como un miserable.
Echo de menos tus bromas, tus risas, tu optimismo ante la
vida.
Echo de menos los partidos de “básquet”
(1)
de los viernes por la tarde.
Echo de menos las cervezas y las charlas de madrugada,
sentados en nuestro porche.
Pero ante todo, lo que echo más de menos, es a mi hermano.
Te echo de menos y te necesito.
Necesito que vengas el día de mi boda.
Necesito que me acompañes para dar ese gran paso.
Necesito que estés a mi lado.
Por favor, no habrá más reproches, no habrá más odio, solo
seremos tú y yo. Gabriel e Iván como había sido siempre.
Te ruego que lo pienses.
Por favor, necesito que vuelvas a ser mi hermano,
Iván”
Al acabar de leer la carta, Gabriel se frotó los ojos con
el dorso de la mano para retirar varias lágrimas. Luego cogió el álbum de fotos
que tenía en el revistero y guardó la carta entre sus páginas.
Hacia las diez de la noche, Jessica se sentó en una de las
sillas del salón-comedor mientras Geraldine salía de la cocina con una bandeja
entre las manos.
—¿Quiere que sirva ya la cena, señora?
—No —dijo rotundamente— Esperaremos un poco más a Gabriel.
Geraldine no le preguntó nada, pero algo le decía que no
iba a presentarse, así que bajó la vista al suelo y en silencio regresó
de nuevo a la cocina.
Jessica por el contrario, permaneció a solas con la mirada
perdida, mirando hacia ninguna parte.
Básket(1):
Baloncesto
Hacia las once de la noche, Jessica se retiró de la mesa sin
cenar, se excusó de Geraldine y se encerró en la sala contigua a la biblioteca.
Sentándose en el taburete tapizado en terciopelo rojo, levantó la tapa del
teclado y empezó a tocar una de las canciones de
Coldplay
que
le aportaba gratos recuerdos:
“Smallville”.
Jessica cerró los ojos. No necesitaba ver las teclas para
sentir la música bailar entre sus dedos. La solía tocar cada vez que necesitaba
relajar su mente. La música había sido siempre su válvula de escape y la forma
de evadirse del resto del mundo, su mejor aliado y su refugio. Con los años se
había convertido en su pequeña burbuja de cristal.
Al llegar al estribillo notó como alguien se sentó en el
taburete. Jessica abrió los ojos lentamente al sentir aquella presencia junto a
su lado y al reconocer el olor de su peculiar perfume.
Gabriel la miró a los ojos y empezó a cantar. Jessica le
sonrió sin dejar de tocar el piano. Ambos se complementaban. Formaban un
delicioso tándem: La combinación de la grave y sensual voz de él y la perfecta
armonía instrumental de ella.
Cuando los últimos acordes dejaron de sonar, Gabriel rodeó
el cuerpo de ella con sus fuertes brazos atrayéndola hacia él. La fría piel de
ella, contrastaba con la cálida de él.
—Estás helada. Deberías entrar en calor...
—Creía que no ibas a venir... —le interrumpió adustamente.
—Si te soy sincero, lo he decidido en el último momento —le
contestó abrazándola con más fuerza.
Jessica cerró la tapa y hundió su mejilla en el hueco de su
torso.
—Vamos a la cama, estoy agotada. Hoy ha sido un lunes
demasiado largo. Necesito que acabe cuanto antes.
—Pero necesito saber… —dijo apretando los labios en una
fila línea—, ¿qué era aquello tan importante que debías decirme?
Se creó un incómodo silencio durante varios segundos en
aquella sala. Jessica se levantó del taburete y mirándole desde lo alto, le
contestó sin rodeos.
—Me marcho a Londres.
—¿Por trabajo?
Ella asintió.
—¿Cuándo?
—A finales de semana.
Gabriel le cogió de las manos.
—Sospecho que no será solamente para unos días.
—Deduces bien... Estaré de tres a cuatro meses.
Él la miró extrañado.
—Y ¿qué es lo que pretendes decirme con ello? —la interrogó
incorporándose rápidamente— ¿Quieres dejar lo nuestro?
Ambos se miraron, sosteniéndose y retándose con la mirada sin
pestañear, hasta que la respiración de ella se aceleró sin darse cuenta,
Gabriel por el contrario tragó saliva costosamente esperando una respuesta,
mínimamente argumentada.
—No es lo que quiero, pero jamás he creído en las
relaciones a distancia.
Gabriel pensó. Amaba a Jessica y no estaba dispuesto a
renunciar a ella tan fácilmente, sin antes luchar.
—Unos meses tampoco es tanto tiempo. Se podría considerar
una prueba. Es probable que a tu vuelta, nuestra relación esté mucho más
reforzada.
Jessica resopló. Las cosas no estaban saliendo como tenía
planeado. No quería que Gabriel estuviese a su lado en sus últimos días de
vida. Quería que guardara un agradable recuerdo de ella. Y haría cuanto
estuviera en su mano para que eso no sucediera, no lo iba a permitir. Lo había
meditado y lo tenía decidido, ya no habría vuelta atrás.
—Gabriel... Creo que es mejor separarnos estos meses y
luego, ya se verá.
—Robert, ¿tiene algo que ver con tu decisión?
—No.
—Esta tarde no me lo parecía.
—Robert a veces tiende a confundir nuestra amistad con
amor, pero ya se irá haciendo a la idea.
—Mientras tú lo tengas claro...
—No te quepa duda —añadió sin titubear.
Él vio reflejada la sinceridad en sus ojos azules y la
sombra de la duda se desvaneció al instante. Gabriel volvió a relajar los
músculos de su rostro y se acercó para abrazarla en silencio.
—Te acompaño a la cama. Deberías dormir, tienes un aspecto
horrible y sigues tiritando de frío.
—Quédate conmigo esta noche.
Gabriel la besó en la frente y le respondió afirmativamente.
Luego ambos subieron a la segunda planta y tras desvestirse, se metieron en la
cama. Ella se abrazó a su cuerpo y cerrando los ojos, enseguida quedó dormida.
De madrugada, Jessica se despertó angustiada. Su corazón
latía con fuerza y estaba bañada en un sudor frío y pegajoso. Había sufrido una
horrible pesadilla:
“Se encontraba en una iglesia, hacía mucho frío y la
humedad del ambiente se calaba en los propios huesos. Un sacerdote vestido de
rigurosa sotana de color blanco, impartía una misa en honor a un difunto.
Había coronas y flores por todas partes. El penetrante olor
a incienso y a cera quemada, era hasta incluso incómodo.
Jessica estaba sentada en uno de los bancos de la primera fila,
en medio de Gabriel y de sus padres, John y Amanda. Situado un poco más a su
izquierda, Robert y al otro lado, Daniela. Mirando atrás pudo ver a Frank,
Alexia y a Iván
—
el hermano de Gabriel
—
.
La mayoría lloraban, otros sin embargo tan solo se dedicaban
a mirar al suelo y otros tantos se cogían de las manos o incluso se abrazaban
en absoluto silencio.
No sabía por qué, pero de repente, una fuerza desconocida
la obligó a levantarse del banco. Atraída por esa misteriosa energía, comenzó a
caminar hacia el ataúd.
A medida que se aproximaba, sentía como todo su cuerpo
comenzaba a temblar, estremeciéndose ajeno a su voluntad.
Ahora tan solo unos pasos le separaban de saber quién era
aquella persona.
La angustia se apoderó por completo de su mente y de su
raciocinio. No podía evitar sentir a partes iguales curiosidad y horror.
Pero ya estaba demasiado cerca... a solo varios centímetros
de conocer la verdad. Entonces, se detuvo. Necesitaba ver una vez más, los
rostros destrozados de sus familiares. Miró de nuevo a Gabriel, quién tenía la
mirada perdida, completamente ida. Su padre, abrazando a su madre quién
sollozaba tratando de buscar algún tipo de consuelo. Robert de riguroso negro,
yacía con la cabeza agachada, con los cabellos más grises que de costumbre y
una barba descuidada.
Entonces y armándose de valor, logró dar aquel último paso.
Inspiró hondo y luego soltó el aire lentamente. Había llegado el momento, la
cubierta del ataúd estaba a un lado, dejando ver su interior.
Jessica se asomó tan solo un poco más... Solo un poquito
más...
Abrió la boca desconcertada. Un gélido vaho salió de sus
entrañas hacia el exterior. Su corazón se saltó un latido y el aire de sus
pulmones se congeló al instante.
Estaba petrificada frente a la persona que estaba estirada,
con los ojos cerrados y las manos unidas sobre su pecho. Vestía un elegante
traje blanco y azul cobalto. Su preciosa melena azabache cepillada con esmero y
un suave maquillaje cubría sus delicados rasgos y sus preciosos labios.
Jessica se llevó las manos a la boca con desesperación. La
persona que tenía delante, no era otra que... ella.”
Se despertó de sobresalto respirando con dificultad, bañada
en sudor y con lágrimas en los ojos. Trató de tranquilizarse en la medida que
le fuese posible, pero la imagen de su funeral se repetía en su mente, una y
otra vez.
Salió de la cama lentamente para no despertar a Gabriel
quién dormía plácidamente a su lado. Con la escasa luminosidad que desprendía
la luna en cuarto menguante a través del enorme ventanal, caminó desnuda y
descalza hacia el lavabo, para mojarse la cara con el agua de la pica. Permitió
que las gotas resbalaran por su piel, necesitaba sentirse viva, jamás había
sentido aquella amarga sensación similar al caer al vacío sin llegar nunca a
ver su profundidad.
Por primera vez en su vida, sintió pánico. Estaba
totalmente horrorizada y lo que era peor, creía estar volviéndose completamente
loca. La enfermedad se había convertido en su sombra y en su peor pesadilla.
Tras varios minutos de absoluta soledad, regresó a la cama
junto a Gabriel, quién continuaba durmiendo. Tenía el rostro tan relajado que
simulaba el de un niño.
Jessica se arropó con la sábana y se pegó al cuerpo de
Gabriel. Él se removió un poco y de un acto reflejo, le abrazó.
Ella que aún continuaba temblando, se acercó a su oído y
pronunció unas palabras que surgieron de lo más profundo de su ser:
—Te quiero...
Y cerró los ojos, tratando de que los brazos de él la
alejaran de aquella cruel realidad.