Read Otoño en Manhattan Online
Authors: Eva P. Valencia
De nuevo Gabriel captó toda la atención de su amigo, quién
regresó a su lado en el sofá atando cabos.
—Has mencionado que Jessica está gravemente enferma, por lo
que deduzco que Daniela puede jugar un importante papel en su recuperación.
Asombrado por sus dotes adivinatorias aprovechó para
explicarle que ella necesitaba un trasplante de médula ósea para sobrevivir,
que habían agotado todas las opciones posibles y que la esperanza recaía única
y exclusivamente en Daniela.
De repente, Eric transformó su semblante, negando repetidas
veces con la cabeza.
—Gabriel... quiero que me escuches, quiero que no me
interrumpas hasta que acabe, por favor... luego, haz lo que quieras... podrás
cabrearte porque estarás en tu derecho... pero sobretodo quiero que sepas que
siempre y repito, siempre, me tendrás como amigo, te lo ruego... recuérdalo
siempre...
—Dispara... —inquirió preocupado.
Eric respiró hondo y esbozó una tímida sonrisa.
—Eva y yo por fin nos separamos de mutuo acuerdo. Los niños
estarán con ella de lunes a viernes y los fines de semana, conmigo y con
Daniela —Argumentó con reticencia.
¿Daniela? ¿Qué pintaba Daniela en todo aquello? Sus hijos y
Eva vivían en Madrid.
Gabriel tras darse cuenta de lo que Eric trataba de
decirle, no pudo evitar esconder el rictus. Por consiguiente, eso significaba
que ambos se trasladarían a vivir a España.
—¿Y cuándo se supone que dejáis Manhattan?
—Mañana.
—¿Mañana? —repitió con una sonrisa indolente—. ¡No me
jodas, Eric!
—Además, Daniela va a marcharse sin saber que Jessica es su
madre. Porque ni tú ni yo, vamos a decírselo.
—De eso nada... Ambas tienen derecho a saberlo.
—Ahí te equivocas.
—¡Serás cabrón! —exclamó en tono exabrupto y reclinándose
hacia el cuerpo de Eric en forma amenazante—. Esperaré a que venga Daniela y
luego le diré que Jessica es su madre y que necesita de un donante para vivir.
La conozco y sé que hará cuanto esté en sus manos, para salvarla. Ella no es
como tú, no es una hija de puta, egoísta y sin sentimientos —alzó la voz
escupiendo aquellas palabras con odio.
Eric negó con la cabeza. Dejó transcurrir unos segundos de
incertidumbre hasta que por fin pudo añadir:
—Daniela y yo esperamos un hijo. Está embarazada de tres
meses...
Eric apoyó de nuevo su mano en su hombro con cautela. La
noticia cayó como un jarro de agua fría sobre Gabriel.
—¿Entiendes ahora por qué no puedes decírselo? Está muy
ilusionada por ser madre y no es justo que ahora vengas tú y le pongas entre la
espada y la pared. No permitiré que le hagas decidirse por su madre o por
nuestro hijo.
De repente, en aquel preciso instante el montacargas se
detuvo en aquella planta y una Daniela sonriente y cargada con bolsas en ambas
manos, apareció tras abrir la persiana de tijeras.
Gabriel sostuvo con frialdad la mirada de Eric y luego se
levantó del sofá y en varias zancadas, llegó junto a Daniela.
—¿Has venido a pasar la nochebuena con nosotros? —le preguntó
ella con amabilidad.
Gabriel bajó la vista hacia su vientre y luego se giró para
mirar una vez más a su amigo.
—No. Yo ya me iba —dijo con desdén.
Daniela lo miró extrañada.
—Hay cena suficiente... por favor, quédate... —insistió
cogiéndole de la mano— Eric y yo...
Gabriel no le dejó acabar la frase, la abrazó con dulzura y
cerrando los ojos le susurró al oído:
—Prométeme que serás feliz... prométeme que cuidarás de tu
bebé...
Luego la besó en la mejilla y mirándole por última vez en
la profundidad de sus ojos añadió:
—Te echaré de menos...
Y dicho esto, desapareció sin mirar atrás.
Al llegar a la planta subterránea, no pudo aguantarlo más y
toda la angustia, la frustración y la rabia se cernieron apoderándose por
completo de su ser. Lanzó el casco violentamente contra la pared y de
cuclillas, llevándose ambas manos a la cabeza, lloró con desesperación. Ya nada
tenía sentido. Todo estaba perdido... Jessica había firmado su sentencia de
muerte.
* * *
Un vehículo patrulla de la policía de Nueva York aparcó
justo a varios metros de distancia de donde estaban ellos. Por lo visto, había
un par de bandas callejeras discutiendo a tan solo unos metros, doblando la
esquina. Clive, aguardó paciente hasta que la acera se despejó y todo volvió a
su normalidad.
Noah escuchó como las sirenas de la patrulla se
desvanecieron sin poder hacer nada. Empezó a sollozar desconsoladamente...
Resignándose a su desdicha, a su inminente destino.
—He esperado seis meses y ahora te tengo como una puta
rata, pidiendo clemencia...
Clive colocó el silenciador y acto seguido, encañonó el
revólver en la cabeza de Noah.
Ella notó el gélido acero acariciando su pelo.
En aquellos momentos previos a su muerte, Noah cerró los
ojos y respirando con dificultad, retuvo un último pensamiento en su mente:
Frank.
Poco después escuchó el sonido de un click cuando su marido
quitó el seguro del arma.
—Dale recuerdos a tu madre... de mi parte, zorra...
Apretó el gatillo y cuando la bala atravesó el cráneo de
Noah, su cuerpo se desplomó cayendo al suelo tiñendo la nieve de rojo.
Frank esperaba en la comisaria con inquietud mientras el
agente introducía los datos en el ordenador.
—Repítame el nombre otra vez, por favor.
—Kelly Sullivan.
Los dedos teclearon de nuevo aquellas letras.
El agente negó con la cabeza.
—¿Está seguro de que ese es su nombre?
—Completamente —respondió frunciendo el cejo extrañado.
—Ehm... Señor Evans... —inquirió anotando algo en su
informe e instantes después alzó la vista para observar detenidamente
el comportamiento en sus ojos—, ¿Está usted bajo los efectos de algún tipo
de estupefaciente?
Frank se puso a la defensiva.
—¿Cómo se atreve?
—Disculpe —apresuró a entonar—de no ser así, entonces usted
debe de tener una imaginación desbordante, porque... —giró la pantalla para
mostrarle la imagen—, sí que existe una tal Kelly Sullivan...
Frank abrió los ojos como platos al ver la mujer de aquella
fotografía. El agente se encogió de hombros y luego prosiguió:
—Pero, a no ser que tenga setenta y tres años y viva en
Ohio... no estaremos hablando de la misma persona.
—No es posible... ¿lo ha comprobado correctamente?
—¿Acaso está cuestionando mi profesionalidad?
Frank pidió disculpas, no era su intención ofenderle, pero
estaba demasiado nervioso. Su chica llevaba seis horas desaparecida y sin dejar
rastro de su paradero.
—Aunque Kelly Sullivan parezca ser una invención de un loco
chiflado, quisiera interponer una denuncia por su desaparición.
—En ese caso, deberá esperar 48 horas al tratarse de una
persona mayor de edad.
—Pero... tengo sospechas de que su vida puede que corra
peligro...
—Explíquese —dijo con seriedad.
—Ella estaba huyendo de su marido, estaba siendo
maltratada.
El joven uniformado se inclinó hacia delante con apreciable
curiosidad en su mirada, Frank sin duda acababa de captar toda su atención.
—¿Y sabe el nombre de ese individuo?
—Solo se su nombre de pila —negó con la cabeza y luego
añadió—: Se llama Clive.
El agente se rascó el mentón algo molesto, en aquel condado
lo más probable es que hubiera cientos de personas con ese nombre. Por lo
visto, la historia volvía a perder toda la credibilidad.
—Bueno —carraspeó y cerró la carpeta para zanjar de una vez
por todas, aquel absurdo asunto—. Preséntese de nuevo en esta misma comisaria
pasadas 48 horas y entonces veremos qué podemos hacer...
Frank se levantó de la silla con desánimo, cogió su
cazadora y su bandolera de piel dispuesto a salir de allí cuando el joven le
retuvo unos segundos:
—Es navidad, estoy convencido de que cuando usted regrese a
casa, ella le estará esperando allí...
Eso era precisamente lo que ansiaba con todas sus fuerzas,
pero al mismo tiempo no podía evitar sentirse estafado. Ya ni siquiera reconocía
a la persona con la que había estado compartiendo su vida durante más de tres
meses. Kelly Sullivan... ¿quién coño era Kelly Sullivan?... Se sentía
utilizado. ¿Acaso todo había sido mentira? ¿Su identidad? ¿Sus caricias? ¿Sus
besos? ¿Las veces que le había dicho que le amaba? Ya ni siquiera sabía de
quién había estado enamorando.
* * *
De regreso a Baltimore, Gabriel no hizo ninguna parada para
repostar y en menos tiempo del previsto, llegó a Ellicott City.
Aparcó la Ducatti como de costumbre en el mismo lugar y
entró en casa de los padres de Jessica.
Lo primero que hizo, fue correr a la habitación donde
descansaba y tras permanecer varios minutos observándola a través de la puerta
entreabierta, deshizo la maleta y bajó al salón.
Amanda estaba sentada en el sofá con las gafas puestas y
tejiendo una bufanda de vivos colores. Al notar la presencia de Gabriel le
mostró con orgullo aquello que estaba haciendo.
—¡Qué bonita!
Él le esbozó una sonrisa.
—Ven, quiero ver cuánto más he de tejer.
Se acercó y agachándose ligeramente, Amanda se la puso
alrededor del cuello.
—Calculo que para mañana estará acabada.
—¿Es para mí? —preguntó señalándose al pecho.
—¿Para quién sino? —Se echó a reír— ¿para el cascarrabias
de John?
Gabriel rió contagiado por su risa cantarina.
—Hoy te noto más contenta...
Amanda suspiró hondo, dejando la madeja de lana a un lado.
—Sí, estoy más contenta porque tengo depositadas muchas
esperanzas en el Doctor Etmunt y en las pruebas que te ha realizado.
Él apretó los dientes.
Con la desaparición de Kelly y el descubrimiento de que
Daniela era la hija de Jessica, se había olvidado por completo de Amanda. Había
prometido llamarla en cuanto supiera los resultados.
Gabriel sopló y después se sentó a su lado.
—Verás...
No sabía ni por dónde empezar. Ni siquiera por dónde
continuar después. Hubiera preferido no ser el mensajero de tan malas noticias.
Pero sin embargo, era lo que le había tocado. Jugueteó girando el anillo que
rodeaba su dedo pulgar y luego prosiguió sin dar rodeos innecesarios:
—Amanda —murmuró cogiéndole la mano—. No soy compatible. Lo
siento mucho... de veras...
Ambos intercambiaron las miradas en silencio.
Ambos eran plenamente conscientes de la gravedad que
aquello significaba.
Pero, pese a ello, Amanda demostró una vez más su fuerza y
su entereza, regalando a Gabriel la más bella de las sonrisas en muestra de
gratitud por todo lo que había hecho hasta el momento por la vida de su hija.
Para ella, saber que alguien la amaba tanto y que estaría dispuesto a hacer
cualquier cosa, le enorgullecía enormemente el alma.
—Sé que mi hija ha sido muy afortunada al compartir contigo
parte de su vida. Me ha hablado mucho de ti. De cómo irrumpiste en su vida y se
la pusiste patas arriba. De cómo le enseñaste a quererse, a valorarse, a darse
una segunda oportunidad. A abrir su corazón. A ser amada e incluso a amar...
Amanda se dio cuenta de que Gabriel agachó la cabeza porque
estaba a punto de llorar. Sin duda, la pérdida de Jessica ocasionaría un gran
vacío en sus corazones.
—Jessica para mí lo es todo y me niego a perderla para
siempre...
Gabriel se levantó del sofá y salió del salón, rumbo al
jardín. Necesitaba evadirse por unos momentos. Despejar su mente.
La nieve había cuajado por la noche sobre la hierba dejando
un precioso manto blanquecino. Si se prestaba atención, no era posible apreciar
el ulular del viento, ni siquiera el canto de los pájaros. Todo estaba en
completo silencio, como si en aquel lugar perdido del mundo se hubiera detenido
el tiempo.
Se frotó la cara con las manos para luego guardarlas en los
bolsillos y caminar hacia la verja, para dar un paseo.
Al llegar junto a una casita de madera, se detuvo tras
escuchar cómo alguien cortaba leña con un hacha. Se acercó a la puerta viendo a
través de esta a John, el padre de Jessica. Quiso dar media vuelta, pero éste
le llamó la atención con una voz grave y a su vez áspera.
—¡Eh, tú! ¡Acércate!
Gabriel miró a ambos lados y luego se señaló a sí mismo.
¿Era a él a quién se estaba refiriendo? No era de extrañar que se sorprendiera
ya que desde que llegó hacía cuatro días a aquella casa, aún no habían cruzado
una mísera palabra.
—¡Sí! ¡Tú! ¿Quién coño va a ser sino? Ven... ayúdame con
esto.
Gabriel puso los ojos en blanco y sacando las manos de los
bolsillos, se quedó a unos metros de distancia.
—¿Pretendes ayudarme desde ahí? Hay que joderse —refunfuñó
entre dientes—, jodida juventud, no saben hacer ni la o con un canuto...
Gabriel sonrió, menudo elemento tenía Jessica como padre.
Se arremangó y comenzó a coger los troncos cortados y a colocarlos después en
una especie de carretilla de tres ruedas.
John continuaba cortando leña sin quitarle el ojo de
encima.
—Al menos hoy podrás decir que te has ganado la comida, o
por lo menos algún trozo de pan.
—Aunque no lo creas, de pequeño ayudaba a mi padre en las
tareas del campo. Nunca hemos sido gente adinerada y he tenido que trabajar de
todo un poco... —decía sin dejar de mover la leña de un lado a otro—, y jamás
se me han caído los anillos por ello...
—Ni los
pearcings
... —volvió a gruñir como un oso—,
valiente horterada... Ahora los hombres parecéis nenas...
Gabriel no pudo evitar soltar una sonora carcajada.
—En eso tengo que darte la razón...
John enarcó una ceja al tiempo que abrió las aletas de su
nariz, expulsando aire con fuerza.
—Ya hay suficiente por hoy —siseó dando un golpe seco,
clavando el hacha en el bloque de madera—. Ahora lo llevaremos al garaje.
Ambos atravesaron el jardín siguiendo un camino imaginario
en la nieve y al llegar al destino, John abrió la puerta girando la llave.
Gabriel volcó el carrito y la leña cayó al suelo. Tras acabar de apilar y
barrer las astillas, John le dijo que ya podía marcharse pero él quiso
pronunciar unas últimas palabras:
—Mi padre falleció hace tan solo tres meses y de lo único
que me arrepiento es de no haber podido despedirme de él.
John entrecerró los ojos al tiempo que fruncía los labios
con fuerza.
—¿Qué pretendes insinuar? —le escupió fulminándole con la
mirada.
—El rencor y el orgullo, no conducen a nada —arrugó la
frente—. Pretendo ponerte en sobre aviso. Porque el tiempo pasa y no vuelve.
Además Jessica no vivirá lo suficiente para esperar a que la perdones.
—¿Cómo te atreves? ¿Quién coño eres para presentarte en mi
propia casa haciendo juicios de valor? —Sus ojos estaban encharcados en ira—
¡Lárgate, maldita sea!... ¡lárgate de mi vista! —le señaló hacia el jardín—. No
quiero volver a ver merodear tu culo por mi propiedad.
Gabriel respiraba con rapidez, estaba muy cabreado.
Sintiendo como se le revolvía el estómago, John no merecía la hija que tenía.
—¡¿No me has oído?! ¡Coge tus cosas y tu moto y lárgate de
una puta vez!
Gabriel propinó una patada a la carretilla conteniéndose de
no asestarle un puñetazo a él por respeto a Jessica. Salió corriendo y dando un
portazo al entrar en la casa, subió los escalones de tres en tres. Comenzó a
preparar la poca ropa que tenía y tras besar a Jessica en los labios y decirle
al oído que la amaba, salió sin detenerse de la habitación. Estaba tan ofuscado
que lo único que deseaba en aquel instante era desaparecer de aquel lugar. Más
tarde ya pensaría la forma de conseguir verla.
A media escalera, Amanda se interpuso en su camino.
—Gabriel... ¿qué ha pasado? ¿A dónde vas? —preguntó temblorosa.
—John me ha echado de su casa —contestó apretando con
fuerza la mandíbula.
—También es mi casa y te digo que te quedes...
—Amanda...
—He dicho... que también es mi casa...
De repente, escucharon como Jessica comenzó a toser sin
parar. Se estaba ahogando. Gabriel dejó la maleta al pie de las escaleras y
corrió junto con Amanda a la habitación. Encendió la luz y la vieron cogiéndose
del pecho como si el corazón amenazara con salir. Estaba empapada en un sudor
frío y su piel tenía un horrible tono amarillento.
—¡Jessica! —exclamó Gabriel alarmado, nunca la había visto
toser de aquella forma y con tanta dificultad.
—No-pue-do... me-aho-go... —fue lo único que consiguió
pronunciar antes de toser en su mano, y tras hacerlo, mancharla de sangre.
—¡Amanda! —gritó cogiendo a Jessica en brazos—. ¡Me la
llevo al hospital!...