Read Otoño en Manhattan Online
Authors: Eva P. Valencia
—Y ahora... voy a hacerte el amor en calidad de
marido
...
Jessica sonrió divertida.
—¡Hum!... Señora Gómez... Suena raro...
—Ya te daré yo raro... —soltó una sonora carcajada.
La llevó a cuestas hasta el dormitorio, abrió la luz con
una mano y tras dejarla sobre la cama, se empezó a desvestir.
—Cómo me gusta mirarte mientras te desnudas, Gabriel...
—aseguró mordiéndose el labio inferior.
Él se deshizo de toda la ropa en un instante y se arrodilló
frente a ella para quitarle los zapatos de tacón y luego el vestido.
Luego, le miró con ojos hambrientos de pasión y añadió:
—¿Me quieres?
Ella sonrió seducida por sus palabras.
—Siempre...
FIN
La Saga continúa…
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Recuérdame_Saga Loca Seducción-2
Prólogo
Sobresaltada,
se despertó con la respiración entrecortada y los latidos de su corazón
zumbando en sus oídos. Rápidamente, sus pupilas comenzaron a dilatarse
acostumbrándose a la luz proveniente del exterior de aquella pequeña ventana.
Alzó
la cabeza y mirando con recelo a su alrededor, se incorporó permaneciendo
sentada varios minutos. No se atrevía a moverse, no sin antes, averiguar dónde
se encontraba y cómo había llegado hasta allí.
De
repente, un terrible dolor de cabeza se apoderó de ella. Cuando quiso colocar
la mano sobre la sien para apaciguar aquel malestar, descubrió un vendaje que
rodeaba parcialmente su frente.
Lo
palpó con cuidado. Daba la impresión de que bajo el apósito, había varios
puntos de sutura. Confundida, quiso salir de la cama y al apoyar el peso en una
de sus manos, una pulsera de plástico asomó entre las mangas de su pijama.
Conmovida,
retiró la tela para poder leer las palabras que había inscritas de color negro:
«
Anderson, Noah
Albert Einstein Medical
Center
Philadelphia
Fecha ingreso: 24/12/2013
»
Abrió
los ojos desconcertada.
«¿Quién
demonios es Noah Anderson?»
Capítulo 1
Philadelphia, 6 enero 2014
—¡Clive!
¡Clive! ¡Noah ha despertado!
Clive abrió los
ojos como platos y tragó saliva ruidosamente al tiempo que se quitaba el gorro,
la bata y los guantes de operaciones, sin dejar de mirarse al espejo con un
deje adusto y desabrido en su semblante.
—¿Estás hablando
en serio? —preguntó con la voz tan grave y amenazante que hasta incluso Jim dio
un paso atrás a modo de defensa.
«
¡Maldita
zorra! ¡Tenía que haber vaciado todo el cargador en su puta cabeza!
», pensó
para sus adentros, sin poder evitar apretar la mandíbula con tanta fuerza que
hizo chirriar sus muelas.
La presión
arterial se le disparó de tal forma que un apreciable tic asomó en la comisura
de su ojo derecho.
—Sí, Clive... Es
un milagro —dijo su compañero tan perplejo como emocionado. Conocía a su mujer
desde hacía más de cinco años y por supuesto, la tenía mucho aprecio.
Clive por fin alzó
la vista y buscó los ojos de Jim a través del espejo.
—¿Y qué es lo
primero que ha dicho?
Jim se encogió de
hombros.
—Nada. No ha dicho
nada.
Clive enarcó una
ceja extrañado mientras acababa de lavarse las manos y luego las secaba con una
de las toallas limpias que cogió del estante. Jim, después prosiguió:
—No recuerda nada.
«
¡Joder!
»,
se echó a reír para sus adentros, aliviado.
«
Soy un puto
afortunado...
»
Jim, sostuvo la
puerta para que su compañero de fatigas atravesara el umbral y darle un par de
palmaditas en la espalda.
—Clive. Nuestras
plegarias han sido escuchadas. Dime, ¿Cuantas probabilidades hay que una
persona sobreviva a un disparo en la cabeza? ¿Una entre...?
—Veinte... —acabó
su frase.
—Exacto —le miró
de reojo. Por extraño que parecía, Clive no daba saltos de alegría. ¡Por el
amor de dios!, era su mujer y pese a su amnesia, estaba viva.
El joven siguió
caminando a su lado por el largo pasillo y luego prosiguió:
—Su padre está de
camino.
—¿George? ¿No
estaba en Roma?
—Tan pronto como ha recibido la noticia, ha cogido el
primer vuelo.
—¿Y Charlize?
—Ella, de momento, se ha quedado allí.
Clive tosió y luego carraspeó para aclararse la voz. El
catarro que arrastraba desde hacía días, había dejado secuelas en sus pulmones
y en su garganta.
Empezó a acelerar el paso.
—A ver si de una vez dejas el dichoso vicio. Tienes
cuarenta y cuatro años, ya no eres un crío.
Él se rió.
Durante los seis largos meses de intensiva búsqueda por el
paradero de su mujer, había aumentado el número de cigarrillos negros. A día de
hoy, se fumaba tres paquetes y esa cantidad iba
in crescendo
vertiginosamente
.
—De seguir así, tendrás que operar con un cigarro en una mano
y un bisturí en la otra —se burló divertido.
Clive no le contestó.
Jim Sanders, era un hombre con un peculiar sentido del
humor y a veces su sarcasmo solía exasperar sus nervios. Clive, en más de una
ocasión, le había advertido que no encontraba la gracia por ninguna parte a sus
estúpidos comentarios y que algún día le partiría la cara, pero aún no lo había
hecho porque significaría dejar de operar durante un tiempo, y su profesión y
su reputación como cirujano jefe, estaba muy por encima de todo aquello.
Clive, necesitaba constantemente tener el control. Ejercer
su control a todo aquel que le rodeaba. Sentirse poderoso y de paso, alimentar
su ya acrecentado ego. Si controlaba a los demás, lograría controlarse a sí mismo.
Era una ecuación pragmática, como que dos más dos, son cuatro. Así funcionaba
la retorcida mente de Clive.
Al llegar a la habitación 423, Jim, cerró el paso a Clive.
—¿Qué coño haces?
—No la atosigues mucho, ¿vale? Está muy asustada.
«
Haré lo que me plazca, capullo. Ella es mía
»
Clive, frunció el ceño.
—Aparta —inquirió quitando el brazo que le impedía entrar
en la habitación.
—Venga, Clive... dale un respiro.
—Tengo ganas de verla.
—Ja, ja, ja... y de otras cosas ¿no? En seis meses debes de
habértela cascado de lo lindo.
Clive le cogió del cuello de la camisa y lo estampó contra
la pared.
Jim levantó las manos en señal de rendición mientras se
ponía de puntillas tratando de abrir la boca para respirar con normalidad.
—Te advertí que un día te partiría la cara, no hagas que
ese día sea hoy.
—Perdona —dijo tragando saliva costosamente—, ha sido
una broma estúpida.
Clive clavó sus ojos en los de color avellana de él y luego
le soltó con desprecio.
—Tú lo has dicho, una estúpida broma.
—Joder, Clive... Relájate...
Éste bufó por la nariz con fuerza.
—Tu mujer está viva ¿qué más puedes pedir?
Negó con la cabeza y resoplando, abrió la puerta para
entrar.
Jim, en cambio, se quedó en segundo plano y tras unos
segundos, descendió a la planta baja a su puesto como jefe de urgencias.
Clive, cerró la puerta a sus espaldas.
Noah estaba sola en la habitación, mirando a través de la
ventana. Al escuchar unos pasos que se acercaban, se giró alimentada por la
curiosidad.
Se quedó observando en silencio a aquel atractivo médico,
de penetrante mirada azul, de pelo ondulado y negro, que la miraba como si la
conociera de toda la vida.
—Me conoces —afirmó ella dando unos pasos al frente—, lo
veo en tus ojos.
Clive, reconocía que estaba muy tenso. Una gota empezó a
surcar su frente.
Por su bien, ella no debía reconocerle, o de lo contrario,
estaba sentenciado. El intento de asesinato con premeditación y ensañamiento,
ocurrió en Nueva York y por lo tanto, le sería aplicada la pena máxima, según
la jurisdicción estatal de aquel estado, o lo que era lo mismo, la traducción
al argot callejero: A veinticinco años a la sombra.
Ella se acercó un poco más, por una extraña razón, no sentía
miedo.
Cuando únicamente les separaban dos metros, Noah entrecerró
los ojos estudiando a su marido y luego pronunció titubeante:
—Lo siento. No logro recordar quién eres.
Clive, sonrió a medias torciendo el labio e inspiró hondo
tratando de paliar su evidente angustia.
—Soy... —se acercó a ella con paso firme—. Tu marido.
Noah alzó las cejas. No recordaba haber estado casada. No
recordaba sus rasgos, ni su voz, ni sus ojos... No recordaba absolutamente
nada.
Bajó la vista a sus manos buscando alguna prueba
fehaciente, sin embargo no encontró ninguna marca que rodeara sus largos dedos.
Ella sintió un escalofrío y luego empezó a temblar.
—Ven. —le dijo él—. Quiero abrazarte.
Alzó la vista con lágrimas en los ojos.
—Lo siento —se disculpó—. No soy capaz de recordarte.
Clive la abrazó y le susurró palabras tranquilizadoras al
oído antes de separarse.
—No te preocupes, yo te mostraré quién eras y quién soy yo.
Ella asintió secándose las lágrimas de los ojos.
De repente, la puerta se abrió de golpe.
Un hombre de unos cincuenta años, vestido con una chaqueta
desgastada de cuero marrón, tejanos que aparentaban haber llenado el cupo de
lavados y unas bambas
Nike
con las suelas enfangadas, enseñó su placa.
—Soy el detective Owen. Abandone de inmediato la
habitación, señor.
—Está usted ante su marido.
—Me la trae floja —dijo guardando su placa en el bolsillo
trasero de su pantalón y tras hurgar en el otro, sacó un chicle que desenvolvió
al poco después para llevárselo a la boca—. Señor, he de interrogar a la señorita
Anderson.
—No me han informado.
—Lo estoy haciendo ahora. Así que si me permite... —le hizo
un gesto señalando a la puerta, invitándole a salir.
Resopló con fuerza y cruzando una última mirada desafiante
con el detective, salió de allí.
Jack Owen, miró de arriba abajo a Noah mientras hacía
crujir sus nudillos y mascaba ruidosamente.
—Veamos... Toma asiento —miró a su alrededor. Únicamente
había una cama y una butaca.
Ella pestañeó varias veces antes de sentarse en una de las
esquinas de la cama.
Jack sacó su pequeña libreta y buscó una hoja libre de
anotaciones. Después hizo un garabato en el papel y al ver que su bolígrafo no
escribía, lo humedeció con la lengua.
—Jodido invento húngaro... —maldijo entre dientes.
Dio unos golpecitos a la punta y por arte de magia el
aparato empezó a funcionar sin problemas. Luego se sentó en la butaca y empezó
a anotar varias palabras que luego subrayó.
—Noah Anderson, veintiocho años. Nacida en Minnesota, con
residencia en Philadelphia.
Le escuchaba con atención, tratando de retener en su mente
aquellos datos que eran nuevos para ella.
El detective, alzó la vista y pasándose la mano por la
escasez de su pelo y las incipientes entradas en su cuero cabelludo, la miró
con aquellos ojos azules y avispados para preguntarle:
—¿Sabes de qué huías?
—¿Perdone? —le preguntó tensándose sin saber porqué—.
¿Huía?
Jack empezó a anotar en su libreta y luego hizo una pompa
con el chicle, al explotar ésta, levantó de nuevo la vista.
—O sea, que es cierto. —cruzó las piernas—. No recuerdas
nada.
Ella negó con la cabeza.
Poco después, dejó la libreta y el bolígrafo sobre la
superficie de una de las mesitas junto a la cabecera de la cama y la miró
directamente a los ojos, como estudiando sus gestos, esperando alguna reacción
por lo que le iba a explicar:
—Llevabas seis meses desaparecida y cuando todo el mundo te
daba por muerta... ¡
tachán
! —hizo un gesto con las manos como si se
tratara de un prestidigitador—, apareces en un callejón con un disparo en la
cabeza. Moribunda —sopló por la nariz sin dejar de observarla con detenimiento.
Y sí, la expresión de sus ojos no mentía. Lo que le estaba diciendo era del
todo nuevo para ella—. Te robaron, te dispararon a quemarropa y te abandonaron
a tu suerte.
—¿Y no sabe quién o quienes me atracaron?
Jack aguardó unos segundos antes de proseguir:
—Lo que creo es que no fue un atraco fortuito.
Ella arrugó la frente y abrió la boca, asombrada.
—No existe un crimen perfecto... —murmuró casi en un
susurro.
—¿Cómo dice?
—Nada, nada... cosas de un loco chiflado... llevo muchas
horas sin dormir y de permiso —dijo levantándose de la butaca. Ella también se
incorporó—. ¡Joder! no sé por qué siempre en los hospitales ponen la
calefacción tan alta... —sopló, secándose el sudor de la frente y luego se miró
las axilas que también estaban empapadas.
Jack sacó una tarjeta de su cartera y se la entregó.
—Llámame si recuerdas algo. Aunque pienses que no es
importante, todo puede servir para esclarecer los hechos.
—Gracias —le estrechó la mano, acompañándole hacia la
puerta.
—Ah, una última cosa. —le dijo girándose—. No comentes con
nadie que he estado aquí. Los federales no deben saberlo. Ellos y yo... digamos
que somos como el perro y el gato...
Ella enarcó una ceja y luego se guardó la tarjeta
rápidamente en el bolsillo del pantalón del pijama.
—Quiero ayudarte, Noah.
Jack poco después desapareció y ella se quedó muy
pensativa. ¿Qué trataba de insinuar? ¿No había sido un robo? Entonces... ¿Quién
odiaba tanto a Noah Anderson como para desear su muerte?
Se abrazó con fuerza, esperando a que regresara de nuevo su
marido. De momento era la única persona con la que se sentía a salvo y...
protegida.
Jack salió al pasillo y lanzó la bola de goma en una de las
papeleras.
Clive, le esperaba apoyado en la pared junto a una de las
máquinas expendedoras de aquella planta.
—He realizado unas llamadas, detective Owen —instó en tono
amenazante—. Por lo visto, no deberías estar aquí... De hecho, ni en esta
ciudad... Estás suspendido de empleo y sueldo. Te han retirado la placa y la
pistola. Así que esa que nos has mostrado, debe tratarse de una falsificación.
Jack soltó una carcajada.
—Sí, es del juego de ladrones y policías de mi hijo Malcom.
—No quiero volver a verte hablando con mi mujer. ¿Te ha
quedado claro?
El detective enderezó la espalda y se acercó a su oído.
—¿De qué tienes miedo, Clive?
Se retiró lentamente y luego le dio una palmadita en la
espalda.
Clive le observó alejarse hasta perderse por las escaleras.