Read Otoño en Manhattan Online
Authors: Eva P. Valencia
Después
de una reconfortante ducha, Gabriel buscó las escaleras para dirigirse a la
planta de abajo mientras que Jessica permaneció en el cuarto de aseo acabando
de secarse el pelo.
Nada
más entrar en la cocina, se encontró con Geraldine, quién preparaba con esmero
la guarnición de lo que aparentaba ser un delicioso asado. Atravesó la estancia
descalzo y al llegar junto a una mesa, alargó la mano a la manzana más roja que
había en un cuenco de cristal, frotó la piel en su camiseta y le pegó un gran
mordisco.
—Tiene
una pinta deliciosa... —se inclinó observándolo más de cerca.
—Buenos
días Gabriel.
Geraldine,
le sonrió amablemente y le dio una palmada en la mano cuando quiso coger un
trozo de zanahoria.
—Buenos
días —añadió llevándose de nuevo la manzana a la boca y sentándose sobre el
mármol—. ¿A qué se debe tanto festín? Dudo mucho de que Jessica y yo nos
zampemos todo eso.
Gabriel
se rió con ganas, dándole un nuevo bocado a la fruta.
—Es
el plato preferido de la Señora.
—Entiendo...
—asintió encestando los restos de comida en el pequeño contenedor de residuos
orgánicos.
—Hoy
cumple treinta y cinco años.
Él
tras escuchar esas palabras estuvo casi a punto de atragantarse, se golpeó el
pecho con el puño y tosió varias veces. ¿Por qué Jessica no se lo había dicho?
Obviamente, tendría sus motivos. Pero para qué negarlo, sentía verdadera
curiosidad por saberlo, y bajando del mármol de un salto se aproximó un poco
más al ama de llaves para averiguarlo.
—Jessica
no suele celebrar su aniversario, ¿verdad? —arrugó la frente.
—No,
Gabriel.
Geraldine,
continuó rellenando el pavo, luego lo salpimentó y lo reservó a un lado, sin
embargo, él quiso insistir:
—Conozco
a Jessica y sé que le encantan las reuniones con la jet set neoyorquina y toda
clase de fiestas.
Gabriel
buscó los ojos almendrados de la mujer buscando respuestas:
—¿Por
qué no lo celebra?
Ella
carraspeó y dejó de mirarle a los ojos.
Abrió
la puerta de la nevera y cogió varias naranjas. Luego lavó las pieles, las secó
con un paño de cocina y comenzó a cortarlas por la mitad. Su silencio empezó
envolver el ambiente y a crispar poco a poco los nervios de Gabriel, quién
cruzó los brazos y se colocó aún más cerca, apoyando su cuerpo en el
mueble.
—Lo
siento señor, pero no me permiten hablar sobre el tema... —subrayó agachando la
cabeza un poco más, sin dejar de preparar el zumo.
—¿Tan
grave debe ser para que incluso hayas dejado de tutearme?
Ella
negó con la cabeza mientras exprimía las naranjas, una a una.
—Tan
solo puedo decirle que tenga paciencia con la señora —su voz era casi un
susurro—. Todo en esta vida tiene un porqué.
Geraldine
se giró para mirarle a los ojos y colocar la palma de su mano sobre la mejilla
de un Gabriel muy sorprendido.
—Siga
conociéndola y descubrirá que detrás de esa apariencia fría e insensible, se
esconde una niña insegura.
Gabriel
le colocó su mano sobre la suya y le sonrió dulcemente.
—Geraldine,
quiero a Jessica y aunque me deje la piel en ello, voy a conseguir que vuelva a
ser feliz.
Ella
suspiró y sus ojos comenzaron a vidriarse rápidamente. Gabriel se
enorgulleció al saber que personas como Geraldine la querían tanto.
Buscando
un pañuelo en el interior de su bolsillo, se secó las lágrimas con cuidado para
luego sonarse la nariz y volverlo a guardar.
Gabriel
se giró al escuchar como unos pasos se acercaban hacia allí. Era Jessica, con
su cabello suelto cubriéndole la espalda. Negro y brillante como el pelo de una
pantera. Vestida únicamente con su bata de mangas japonesas, anudada a la
cintura. No llevaba ropa interior, ni siquiera el sujetador.
Él
se removió en el sitio, cargando el peso de su cuerpo de un pie al otro. Su
perversa mente comenzó a hacer horas extras, esperando ansioso el momento de
arrancarle aquella jodida bata.
Jessica
puso los ojos en blanco al ver la expresión de su cara. Le conocía
perfectamente y sabía que de nuevo, estaba pensando en sexo.
—Buenos
días señora... —sorbió por la nariz.
—Buenos
días Geraldine, ¿ha dormido bien?
—Sí,
gracias por preocuparse —contestó colocando las copas de zumo sobre una bandeja
para transportarla hasta la mesa.
Jessica
arrugó la nariz. Algo extraño estaba sucediendo. No recordaba que Geraldine
estuviese acatarrada la noche anterior y sin embargo, ahora tenía la nariz tan
roja como un tomate maduro.
—¿Se
encuentra bien? —le preguntó acercándose hasta ella.
—Sí,
señora.
—Está
algo acalorada —le colocó el dorso de su mano en la frente—, vaya ahora mismo a
su habitación y descanse.
Geraldine
negó con la cabeza.
—No
se preocupe, es la dichosa alergia —sonrió para tratar de tranquilizarla.
—De
todos modos, hágame caso. No quiero tener que llevarla de nuevo a urgencias.
Recuerde, el médico le recomendó descanso y usted no hace más que
tomárselo a la ligera...
Jessica le regañó. Le quitó el delantal y acompañándola al
pasillo, le ordenó que no apareciera hasta la hora del almuerzo.
Una vez a solas, Gabriel cogió el relevo en la cocina, se
vistió con el delantal de Geraldine y buscó entre los cajones de los armarios
una sartén y una espumadera.
—Espero que tengas hambre —dijo lanzando aceite de oliva en
la sartén—. Hoy te voy a cuidar porque vas a dejar que yo lo haga.
Jessica frunció el ceño empezando a atar cabos.
Bufó.
—Ya veo. Por lo visto alguien se ha ido de la lengua...
—masculló entre dientes.
—No le culpes, Geraldine se preocupa por ti.
Ella puso los ojos en blanco y resopló.
—Vamos, nena... ¡siéntate!, es una orden...
Gabriel se rió con ganas, señalando el taburete con la
espumadera.
—Eres bobo.
—A veces sí —se volvió a reír—. Venga... que el desayuno
estará pronto...
Jessica a regañadientes se sentó doblando las piernas,
dejando una suspendida en el aire. La bata se abrió deslizándose por sus
muslos, dejando al descubierto sus largas y atléticas piernas.
Gabriel entornó los ojos.
—Si pretendes hacer trampa tratando de perturbarme con tus
encantos, te lo pienso hacer pagar caro.
—¿En serio?
—Muy en serio.
Él trató de ignorar sus “jueguecitos eróticos”, tenía el
aceite hirviendo y el huevo en su mano a punto de romperlo y tirarlo dentro.
Pero era incapaz de no mirarla aunque fuese de reojo mientras separaba sus
piernas lentamente, enseñándole de esta forma su sexo.
Gabriel carraspeó con fuerza. La saliva se le había quedado
atascada en la garganta.
—Ven... —dijo con voz melosa tendiéndole la mano.
—Jess...
Ella comenzó a acariciar sus pechos por encima del satén y
rápidamente los pezones se irguieron como dos duras piedras bajo la ropa.
—Ven... —repitió por segunda vez.
Gabriel que tenía un huevo en una mano y la espumadera en
la otra, se había quedado plantado en el sitio, librando su propia batalla
interior. Resopló con fuerza como un toro bravo, ensanchando las aletas de su
nariz y realizó un mohín con los labios, maldiciendo entre dientes.
—¡A la mierda el desayuno... y a la mierda todo! —su voz
resonó con fuerza creando un sonoro eco en aquella gran estancia.
Lo dejó todo de cualquier manera sobre la encimera, apagó
el fuego y separó la sartén a un lado. Luego, sin más divagación, se sacó la
camiseta con una sola mano y la lanzó contra el suelo mientras cruzaba la
cocina a grandes zancadas.
Jessica esbozó en sus labios una enorme sonrisa triunfal y
acabó de abrir la bata mientras le esperaba.
Al llegar hasta ella, Gabriel le separó más las piernas y
se colocó entre ellas agarrándole con ansia del trasero y sin esperar más, la
sentó sobre el mármol.
—Así me gusta... buen chico —sonrió tremendamente
complacida.
Él la miró y luego la besó, mordiéndole el labio y tirando
lentamente de él, después.
—Te deseo, Jessica... siempre...
Gabriel la tendió sobre la gélida superficie y de nuevo, la
hizo suya.
Tras el desayuno, Gabriel fue a buscar algo de ropa limpia
a su apartamento en el centro de Manhattan.
Nada más entrar en la portería, echó un vistazo a su buzón
de correos, el cual estaba a rebosar. Buscó la llave y lo abrió. Cogió el fajo
de cartas y comenzó a pasarlas una a una.
—Facturas, facturas y más facturas... —murmuraba para sus
adentros—. ¡Joder! y también una maldita multa de tráfico...
Gabriel refunfuñó resoplando aire con fuerza. Separó
aquella carta del resto y se quedó muy sorprendido al descubrir que la última
tenía el matasellos diferente. Era español.
Frunció el ceño dándole la vuelta para leer su remitente en
el reverso. Era un nombre escrito de puño y letra, un nombre que conocía
demasiado bien: Marta Soler.
De golpe, una extraña sensación recorrió toda su espalda,
similar a la de una especie de incómodo escalofrío y su pulso comenzó a
acelerarse vertiginosamente.
Inspiró hondo, pasándose la mano por el pelo antes de
encaminarse hacia las escaleras y sentarse en el tercer escalón.
Una vez allí, soltó el aire lentamente dejando el casco en
el suelo de gres moteado. Luego hizo lo mismo con la chaqueta de cuero y la
pila de cartas.
Observó una vez más aquel sobre blanco. Sopesando qué es lo
que debía hacer. O mejor dicho, lo que sería más correcto hacer. Se trataba sin
duda de una tarea complicada, puesto que solo tenía dos opciones: Abrirlo o
deshacerse de él.
Llegada a esta absurda paradoja, Gabriel ni siquiera se lo
planteó, lo rompió en dos mitades y lanzó los trozos al fondo del cubo de la
basura. Después recogió de nuevo sus pertenencias y subió a su apartamento.
Un par de horas más tarde, Gabriel ya estaba de regreso a
la mansión. Vestido con unos oscuros y desgastados tejanos, una camiseta gris
de manga tres cuartos, cuyos botones del cuello había dejado sin abrochar y
unas bambas negras con detalles en tonos grisáceos.
Gabriel empezó a buscar a Jessica por toda la casa hasta
dar con ella. Estaba en la planta baja, en una gran sala junto al recibidor. Al
parecer era una especie de biblioteca. Las paredes forradas de interminables
estanterías estaban repletas de libros. Y junto al enorme ventanal sin
cortinas, un elegante
chaise longue
de color marfil de cinco plazas.
Cruzó la sala sigilosamente, mirando a ambos lados. Vio al
fondo una puerta entreabierta. En su interior había un precioso piano de cola
de color negro, y diferentes instrumentos de cuerda: una guitarra española y un
par de violines.
Gabriel enarcó una ceja. Ignoraba que Jessica compartiese
la misma afición que él: el amor por la música. Hacía ya casi cuatro años que
no había vuelto a tocar una guitarra. Tras el fallecimiento de su novia Érika,
decidió acabar con cualquier lazo de unión que le obligara a recordarla.
Abandonando incluso al grupo musical con quienes solía tocar dos fines de
semana al mes, en un pub en uno de los barrios más céntricos de Madrid.
Sacudió su cabeza y con ella sus pensamientos encaminándose
hacia el sofá. Jessica estaba tumbada, descalza y leyendo un libro. Tan
sumergida en la lectura, que no presenció la llegada de Gabriel.
—Hola Jessica, he vuelto.
Al escuchar su voz, alzó la barbilla mirándole a través de
sus gafas de pasta ovaladas. Colocó el punto entre las páginas y cerró el
libro.
—¿Has ido de compras? —le preguntó mirando las bolsas que
sostenía con ambas manos.
—Sí, pero no es para mí.
Ella arrugó la nariz.
«Entonces es... ¿para mí?»
, se preguntó levantándose del sofá empujada por la
curiosidad.
—Acaso, ¿me has comprado ropa?
Él asintió divertido.
—Sí, ropa para nuestra primera cita...
—¿Me tomas el pelo?
—Claro que no... —Se rió—. Toma, ábrelas.
Gabriel le dio las bolsas y ella miró en su interior. Sacó
unos tejanos desgastados de la talla 38, una camiseta de tirantes blanca con
gravados en plata y unas
Converse
de color gris.
Boquiabierta, se volvió hacia él.
—¿No creerás que voy a disfrazarme con esto, verdad?
—preguntó sosteniendo en alto las prendas y el calzado con ambas manos.
Él se rió con ganas.
—Te vas a montar en mi moto y vamos a ir a cenar, así que
necesitas ir cómoda.
Jessica negó con la cabeza y le devolvió la ropa con mala
gana.
—No pienso ir a ninguna parte con este atuendo y menos con
unas Converse.
—¿Prefieres bambas? —preguntó en tono burlesco.
—Me niego. Por ahí no paso —puso los brazos en jarras—.
Hace tiempo que dejé de tener acné y de comportarme como una quinceañera. Si
quieres ir a cenar, no te lo discuto pero iremos en mi BMW y vestiré con mi
ropa habitual y mis zapatos de tacón. Lo tomas o lo dejas.
—Jessica, no seas tan testaruda —le regañó—. ¿Ni siquiera eres
capaz de divertirte en tu cumpleaños?
Ella le fulminó con la mirada.
—Hoy es un día como otro cualquiera y mi respuesta sigue
siendo un NO rotundo, fin de la discusión —dijo tajantemente.
—Jessica para mí no es un día cualquiera.
—¿A qué te refieres?
Gabriel le retiró un mechón de su pelo que se había quedado
enganchado entre sus pestañas.
—Jessica... Quiero mostrarte quién soy, quiero que me
conozcas fuera de las sábanas de tu cama. Me apetece hacer cosas contigo.
Reírme... divertirme —él le mostró una de sus mejores sonrisas y luego
prosiguió—: Deseo conocerte.
Él le miró ladeando la cabeza y juntando las manos en forma
de ruego.
—Acepta, por favor... Concédeme solo unas horas.
Jessica resopló, mirando las dichosas prendas de vestir y
las Converse.
—Creo que me viene pequeño... —dijo tratando de buscar una
excusa.
—Jess...
—¿Qué?
—Es tu talla, se lo he preguntado a Geraldine.
Por lo visto no tenía opción y reconocía que su curiosidad
era mucho mayor que su obstinada tozudez. Se sentía entre la espada y la pared,
pero aún así lo meditó una vez más. Luego pestañeó y le respondió con total
seguridad:
—Acepto.
Gabriel sonrió dejando ver la perfecta hilera de dientes
blancos.
—Pero... —añadió ella.
—Pero, ¿qué?
—Todo en esta vida tiene un precio. Y tu peculiar antojo,
te va a costar muy caro.
—Hum —se burló—.¿Cuál?
Ella sonrió perversamente.
—Cariño... todo a su debido tiempo —dijo desnudándose y
vistiéndose con la ropa que Gabriel había elegido, luego se calzó—. ¿Qué te
parece?
—Estás preciosa y muy distinta, pareces una quinceañera...
Gabriel se rió a carcajadas y Jessica le dio un puñetazo en
el hombro.
—Estoy a esto de arrepentirme... —hizo un gesto con los
dedos amenazándole—. No me provoques... Gabriel.
Él se rascó la cabeza como un perro sarnoso y después la
cogió de la mano alzando su brazo, pidiéndole que se girase sobre sus talones.
Jessica dio una vuelta y él dio su conformidad.
Cuando salieron a la calle bajo el porche, Gabriel le puso
la chaqueta de cuero sobre sus hombros.
—No me gustaría que por mi culpa te acatarraras.
—Gracias —dijo vistiéndose con ella.
—Te queda muy bien.
Gabriel le subió la cremallera lentamente y después rodeó
su estrecha cintura con sus brazos.
—Me va a costar un esfuerzo infrahumano tenerte cerca y no
follarte en cualquier esquina que me encuentre... —dijo apretando su pene
contra el vientre de ella.
—Pues prepárate, porque ese será uno de mis castigos.
Mantenerte casto.
—¿Y en serio crees que será solo un castigo para mí? —se
burló.
—No me conoces Gabriel, y te sorprenderías al descubrir
hasta donde soy capaz de llegar cuando me propongo algo... y tú... —dio unos
golpecitos con la punta del dedo contra su pecho a modo de advertencia—. Te
aseguro que vas a pagar con creces tu gran osadía.
—Estoy convencido de que mi penitencia, sin duda merecerá
la pena.
La estrechó un poco más acercando su pelvis y la besó con
tanta efusividad que tras separar sus labios de los de ella, estaban muy
enrojecidos y ardientes, provocado por el roce de su incipiente barba de cuatro
días.
—Vamos, nena. Sube a la moto —sonrió dándole un severo
cachete en la nalga.
Jessica aulló pero le devolvió la sonrisa de forma
divertida. Después se colocó el casco y se montó rodeándole por la cintura para
marcharse hacia la gran manzana.