¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (16 page)

(...)

Desde joven mi padre se dedicó, durante años, al mismo oficio: barrilero, hacedor de barriles de madera para las conserveras de aceituna de la zona. El trabajo era de gran dureza, puesto que para encajar los corsés de hierro del tonel con las tablillas de madera, debía doblar éstas sin romperlas y dilatar los anillos, para lo que necesitaba calor que les diera flexibilidad. Se veía obligado así a trabajar inclinado sobre un fuego, una pequeña hoguera que hacía detrás de la casa y junto a la que se colocaba en cuclillas para ir doblando una a una las tablillas, dándoles la curvatura exacta para luego encajar los aros de hierro golpeando, poco a poco, con un martillo, siempre sobre el fuego, que calentaba el hierro y le reblandecía a él la carne, tostándole la piel y llenándole de humo los pulmones. Tardaba un día entero en fabricar un solo tonel. Mi imagen de él tiene, en esos años, mucho de mágico, de misterioso, de un ser oscurecido y enorme que trabajaba sobre una hoguera —el fuego, prodigio infernal a mis ojos de niño—, golpeando con cuidado las tablas y hierros, como un forzado artesano de un oficio ingrato, un forjador de armas míticas con las manos llenas de heridas y la piel desmadejada, para al final del día ofrecer una barrica de madera que yo no sabía para qué servía pero que resultaba fascinante, nacida del fuego y de las manos rotas de mi padre.

Huérfano de dignidad en su trabajo, Miguel se sintió ligeramente confortado el día que, tras buscar en la enciclopedia las voces «barril» y «tonel», descubrió en esta última la narración breve del mito de las Danaides, las cincuenta princesas que, tras asesinar a sus maridos, fueron condenadas por los dioses a llenar de agua un tonel sin fondo, hasta la eternidad, tarea de corte similar a la de Sísifo. Fingiéndose emocionado, llenando de imposibles resonancias míticas su trabajo, durante un tiempo contaba la historia de las hijas de Dánao a todo vecino que le veía cargar con un barril camino de la conservera. Entonces mi padre decía al pueblerino de turno «aquí llevo un tonel para las Danaides, pero éste sí tiene fondo, así les quito el castigo, pobres», y se alejaba, satisfecho de su efecto erudito, y dejando al vecino indiferente, acaso pensando éste que las Danaides esas serían las dueñas de alguna conservera, qué más da. Con el tiempo, Miguel se olvidaría de las Danaides como de muchas otras cosas que leyó, y sobre todo se olvidaría de los barriles, que sí que eran un castigo titánico, la condena de fabricar un barril inacabable, cada día sudando sobre el fuego.

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A mi padre, desde siempre, lo recuerdo enfermo. No tanto una enfermedad física —que también existía, por la dureza del trabajo y el abuso del alcohol, algo del hígado o los pulmones, tal vez ambos—, sino sobre todo una enfermedad espiritual, una corrupción interior que le destrozaba en silencio, y que se hacía más visible cuando se sentaba en el porche, bajo el cañizo, y fumaba picadura mirando al campo, a las casas blancas del pueblo en el horizonte, maldiciendo en voz baja, entre dientes, con el cigarrillo en los labios, tirando piedras hacia el infinito, recomido por un malestar que él no sabría identificar —y no sabría definir, y eso era lo peor: alguien deslumbrado por las palabras y que no es capaz de poner voz al quebrar de su interior. Su malestar, su enfermedad, tenían mucho de frustración, de una ambición desmesurada que nunca se vería satisfecha, no por carencia de voluntad sino por la falta de oportunidades que no sabía por qué se le había impuesto desde el nacimiento, un capricho que le obligaba a él, precisamente a él, Miguel Mariñas, a dejarse la piel y los años cada día sobre una hoguera, no poder ofrecer a sus hijos más futuro que el de los aros de hierro dilatados, y no ser capaz de discutir con otros hombres si no era a través de párrafos memorizados. Asistía a reuniones obreras y campesinas, de aquel primer partido socialista casi clandestino, y se encendía en medio del entusiasmo proletario, ansioso por tomar la palabra y gritar al auditorio todo lo que le ardía dentro, sentimientos que serían de solidaridad, de emancipación, de revolución, de guerra obrera, de liberación; sentimientos que sin embargo se oscurecerían en cuanto tomase la palabra, reducido a un balbuceo en el que ni siquiera recordaba algún párrafo de reciente lectura. Abandonaba entonces las reuniones lleno de rabia, no contra él mismo y su incapacidad para dar voz a sus pensamientos —que eran más bien intuiciones, vagamente elaboradas—, sino contra quienquiera que fuese el responsable de su atraso, de su miseria económica, cultural y humana. Sobra decir que los principales afectados de la
enfermedad
de mi padre, de sus cambios de humor, éramos nosotros: mi madre, mis hermanos y yo.

Demasiadas noches, la sesión de enciclopedia era suspendida cuando mi padre llegaba con el crepúsculo, borracho de vino caliente y poseído por una violencia que exteriorizaba su inquina contra todo, su amargura vital. Al atardecer, mi madre se sentaba en el emparrado delantero, mirando al horizonte para ver venir a mi padre, que se habría marchado después de comer con un tonel a cuestas que vendería rápido para luego perderse en alguna cantina o una reunión del sindicato. En cuanto la figura de mi padre se insinuaba al fondo del camino, mi madre adivinaba en qué estado venía. Si el caminar de mi padre era rectilíneo y pausado, mi madre respiraba tranquila y terminaba de preparar la cena para dar paso después a la sesión de lectura y memorización colectiva de la enciclopedia, todos sentados alrededor de él, el enorme libro sobre las piernas, la dicción lenta, solemne. Pero cuando la figura que se acercaba por el camino se tambaleaba y tropezaba al andar, dando patadas torpes a las piedras, a los insectos; entonces mi madre se estremecía y entraba en el chozo para abrazarnos a todos, conocedora de lo que vendría después: mi padre, ebrio y colérico una vez más, se dejaría caer en el jergón para dormir profundamente una hora, tiempo en el que todos, sentados frente a él, le observábamos en silencio, con el deseo común de que no despertara ya hasta el día siguiente. Sin embargo, con contadas excepciones, mi padre despertaba pocos minutos después, con la ebriedad reforzada por el dolor de cabeza y la sequedad de la boca, lo que acentuaba su violencia que en seguida descargaría en nosotros, los hijos varones —por fortuna estaba tan borracho que apenas nos dañaban los golpes que repartía con una cuerda de nudos, ni los puños torpes en la cabeza de mis hermanos y la mía. No contra mi hermana, que era intocable para él; y menos aún contra mi madre, a la que despreciaba y humillaba pero a la que, por no sé qué respeto, no puso nunca un dedo encima.

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Su rabia, su frustración ante todo y todos, se hizo mayor tras casarse con mi madre. Ella, Carmen Carrión, era hija de una familia de recursos medios, pero que en medio de tanta pobreza eran más que suficientes para vivir bien o muy bien, como los burgueses de la capital. El padre, Eduardo Carrión, era el administrador de varias de las conserveras presentes en el pueblo, así como de varias fincas cuyos dueños confiaban en él sus intereses, todo lo cual le permitía un sueldo que daba a su familia lo necesario y mucho más. Nadie entiende, tampoco mis padres me lo explicaron, qué pudo encontrar la hija de una familia ciertamente acomodada —una joven educada y de belleza delicada, hija de una de las pocas familias del pueblo que presumía de veranear en Huelva o en Málaga; una familia, los Carrión, que trajo a Dos Hermanas el primer automóvil, maravilla nunca vista, niños descalzos corriendo detrás del vehículo y riendo, perros y burros espantados a su paso—; qué pudo encontrar ella en aquel hombre, Miguel Mariñas, de brutalidad manifiesta, enemistado con todo, que malvivía con un trabajo miserable y carecía de cualquier recurso. Probablemente todo se explique por algún encuentro fortuito, en el que ella, que no contaba más de dieciséis años, inocente como fue toda su vida, sería temporalmente deslumbrada por aquel hombre arrogante que recitaba de memoria párrafos de cualquier ciencia como propios, y que se presentaba a sus ojos como un revolucionario llamado a completar futuras hazañas. Con estas mañas sería fácilmente embaucada por aquel fingidor. Sea como fuere, ella quedó embarazada de Miguel Mariñas después de una noche en que, al final de una verbena en que bailaron juntos algún pasodoble, se amaron con urgencia tras las casas últimas del pueblo, tumbados en el sembrado, su piel de jabones gallegos repentinamente ensuciada del barro y de la piel soleada del hombre que la poseía, aquel hombre ilustrado, rebelde o mentiroso. A la vista del embarazo que siguió a las fiestas del pueblo, mi padre la tomó como esposa, pese a la oposición de la familia Carrión, y se la llevó a vivir a lo que él llamaba su «casa de campo». No es difícil imaginar el impacto que en los padres de la niña causaría la contemplación de aquel chozo paupérrimo en el que su hija perdería la juventud y casi la vida. Aunque en un principio la familia, que desconocía todo sobre el novio, estaba dispuesta a cederla en matrimonio antes que sufrir la vergüenza de una hija embarazada y soltera, cuando el padre de Carmen conoció la residencia y el oficio de Miguel, se opuso a todo enlace, intentando incluso un arreglo económico con mi padre, ofreciéndole cantidades que el barrilero no podría reunir en muchos años de trabajo. Pero Miguel, orgulloso como siempre, nunca aceptaría dinero de una familia como los Carrión, y persistiría hasta conseguir llevarse a la niña con su vientre ya levemente hinchado.

El enfrentamiento de mi padre con la familia Carrión —que tuvo incluso episodios de violencia física que nunca me fueron narrados—, se prolongó por años, y fue abundando en él un desprecio silencioso hacia mi madre, fundado en el hecho original de que ella procedía de una clase social superior: la clase que, según el primitivo ideario obrero de Miguel, era culpable de la situación de explotación y miseria en la que la gente de su clase vivía, culpable por tanto de que él no tuviese educación, no supiese hablar en público, no pudiese liderar una huelga o una revolución. Ella, Carmen, con su piel delicada y blanca que mi padre quiso oscurecer a fuerza de trabajo; ella, con sus modales y su corrección que él ridiculizaba cuando bebía; con su cultura de escuela superior, de colegio de monjas, que a él le fue negada desde el nacimiento; Carmen, con sus oraciones de tarde y sus visitas a misa de domingo, a la que mi padre le prohibió llevarnos, convencido del ateísmo inherente a su socialismo: todo eso, unido a la sumisión que ella mostró desde el principio, hizo que mi padre, además de rechazar con orgullo toda ayuda económica de la familia Carrión, obligara a mi madre a una vida humillada, sujeta a sus caprichos, sometida a su desprecio, convertida en el objeto último de todo el odio que mi padre iría acumulando de forma callada durante años, durante toda su vida.

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De mis hermanos poco puedo contar, ya que siempre fueron para mí unos extraños, compañeros de cama y oscuridad en la primera infancia, de juegos y caza de pájaros, llevados más por el aburrimiento de la vida en el campo que por una inexistente amistad; unos personajes a los que me unía la obediencia de la sangre, pero que mantenían conmigo una relación escasa, helada, prescindible. Antoñito, el primer hijo, fruto fatal de la noche de amor sucio tras la verbena, y culpable sin quererlo del casamiento entre los Mariñas y los Carrión, tuvo una existencia efímera, y falleció al año siguiente de unas fiebres, de lo que, sin razón aparente, también culpó mi padre a los Carrión, maldita familia. Esta muerte prematura hizo que el patriarca de los Carrión intentara recuperar a su hija, lo que dio lugar a un mayor enfrentamiento con mi padre que se prolongó hasta el nacimiento, un año después, de un segundo varón. Pablo, que así se llamaba en recuerdo del fundador del partido socialista, llegó a ser un muchacho hermoso, vitalista, que no dudó en enfrentarse a la autoridad paterna a costa de más de una paliza, y que se hizo militar sólo por tener una oportunidad de alejarse de aquella región mortecina y conocer los exóticos lugares citados en las enciclopedias, perdiendo así todo contacto con nosotros. De los paraísos dibujados a colores en el papel fino de los libros no conoció más que Marruecos, donde murió en el veintiuno, en una campaña militar, como tantos otros jóvenes que fueron enterrados en la arena ardiente de África. De su muerte tuvimos noticia algunos años más tarde, de forma casual, olvidados ya todos del hermano que marchó.

Alonso fue el tercero en nacer. Heredó de mi padre, más por mimetismo que por genes, la rabia social, el odio de clase, la esperanza revolucionaria aprendida cuando siendo niño escuchaba a mi padre en las tabernas: «la clase obrera, mediante su organización y la capacidad que puede adquirir, no sólo mejorará su suerte, sino que se emancipará, emancipando a la vez a todos los seres humanos». Pero Alonso supo encauzarlo mejor, no limitándose a las maldiciones vespertinas en el porche de la casa ni a las noches alcohólicas y violentas, sino comprometiéndose de verdad con sus ideas —asimilando realmente la teoría socialista, no sólo memorizándola— hasta llegar a ser uno de los responsables del partido en la provincia, lo que valió el orgullo disimulado de mi padre, que no ocultaba cierta envidia porque su hijo hubiera logrado lo que él no pudo hacer, hablar en reuniones, liderar con la palabra, crear movimiento con una frase. Alonso, que nunca vio el peligro cuando lo hubo, murió en los primeros días del treinta y seis, fusilado por los soldados de Queipo en Sevilla. Su muerte me fue especialmente dolorosa, por cuanto, estando yo en Sevilla en las mismas fechas, no pude salvar la vida de mi hermano, por mucho que agoté hasta la última posibilidad, entrevistándome incluso con el mismísimo Queipo de Llano, quien me prometió una clemencia que al final no existió. Ni siquiera pude recuperar su cadáver, que se pudriría en cualquier zanja en aquel julio del infierno.

Por último, Carmencita, tres años mayor que yo, retrato fiel de mi madre en las formas, aunque libre del desasosiego que mi madre llevaba en los gestos: llena la niña de una belleza más propia de la tierra —la piel del color de los terrones secos del campo, los ojos de un verde prado, la voz arracimada de viento. De ella hablaré más adelante con detalle, puesto que fue la única que soportó los años finales de mi padre.

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Durante tres lustros, desde la boda con Carmen, mi padre negó todo intento de la familia Carrión por ayudarnos. El patriarca de los Carrión, escéptico ya por la imposibilidad de arrebatar a su hija de aquel bruto campesino, de darle a la menor de sus hijas la vida que hubiera deseado para ella —muy lejos del chozo y el barrilero dipsomaníaco—, se resignó a no recuperarla y decidió al menos ayudarnos a sobrevivir en aquella pobreza. No era extraño ver, cada pocos meses, el coche de los Carrión, un automóvil sencillo pero que a nuestros ojos era fantástico, llegando al chozo del campo, con el padre y alguno de los hijos, hermanos de mi madre. Cuando Miguel estaba en casa, los recibía con la escopeta, respondiendo con disparos al aire a las ofertas de dinero o de trabajo de Carrión, escondiendo de balas su incapacidad para expresar su rechazo con las palabras que no encontraría. Otras veces, el señor Carrión aprovechaba la ausencia de mi padre para visitar a mi madre, intentando convencerla sin esperanza para que abandonara a su marido y regresara al hogar familiar, que dejase para siempre la miseria descorazonada en la que vivía con los cuatro niños. Sin embargo ella, rendida a un destino que creía suyo, y temerosa de su marido, negó siempre esa posibilidad y se limitaba a interceder ante mi padre, convenciéndole de lo positivo que sería tomar prestado el dinero ofrecido por Carrión; dinero que mi padre, orgulloso siempre, consideraba dinero sucio, manchado. Aun así, de no ser por el dinero que, a escondidas, entregaba Carrión a mi madre, no hubiéramos podido siquiera comer, por cuanto mi padre sacaba poco dinero de cada barril, y en los últimos tiempos apenas fabricaba uno a la semana.

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