¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (17 page)

(...)

Fue así como transcurrieron los primeros cinco años de mi vida, perdido en una inacabable rutina levantada sobre pocos elementos que se repetían con periodicidad fatal: los cambios de humor de mi padre, las palizas cada vez más flojas, las visitas de Carrión en su automóvil, el silencio triste de mi madre a todas horas —aunque nunca lloró en ese tiempo, mujer forjada en la educación católica que preparaba a las niñas para la dureza de la vida, resignación cristiana que llamaban—, el paso de los meses y las estaciones, sin cambios, siempre el campo yermo y el pueblo pequeño como límites a nuestra vida. Hasta un día de verano de 1914 en que todo cambió. Mi padre estaba entonces, en aquella época, especialmente desesperado, encerrado en un autismo progresivo, desencantado de todo, olvidado ya incluso de la rabia, de sus reacciones agresivas; enfrentado además, cada vez de forma más violenta, a mis dos hermanos, sobre todo a Pablo, que tenía ya la edad suficiente para comprender que nuestra miseria se debía sólo al orgullo necio de mi padre, a su negativa ante todo intento de ayuda de los Carrión. Pasaba el barrilero las horas tumbado en el jergón, sin salir del cobertizo, fumando a oscuras, mientras los restos de toneles inacabados cercaban la casa como un astillero sucio o un cementerio de barcos. Así pasó Miguel varias semanas, mudo por completo, sin ingerir alimento y apenas vino, con el firme propósito de no volver a salir de aquella casa, de dejarse morir cuando llegara el momento, sin prisa, como un cínico Diógenes que al final se negase hasta el aire que respira. Ni siquiera atendía ya a los tomos desparejados de la enciclopedia, que ganaban polvo y humedad en la alacena. Pasó muchos días en esa actitud, hasta que una tarde, tras un breve intercambio de palabras con mi madre que yo no pude entender, se levantó por fin, salió del chozo y, débil como estaba, comenzó a andar por el camino en dirección al pueblo. Mis hermanos y yo lo vimos alejarse, confundidos, como si aquello fuese un adiós, seguros de que nunca más volvería.

Por lo que supe después, mi padre se dirigió esa tarde al domicilio de los Carrión, con cuyo patriarca, Eduardo Carrión, hacía casi quince años que no intercambiaba más que gritos, insultos y disparos al aire. Entró en la casa —una construcción de estilo colonial, en una pequeña plaza céntrica—, sin esperar a que le recibieran; cruzó pasillos y patios sin conocer la disposición de las estancias, hasta dar con el despacho soleado desde donde Eduardo Carrión, repasando algunos cuadernos de cuentas, le vería llegar entre los geranios del patio, pensando tal vez que aquel hombre había enloquecido al fin y pretendía matarlo. Mi padre entró en el despacho, sin violencia en los ojos, y cerró la puerta tras de sí. Quedaron encerrados los dos hombres, con el resto de la familia y el servicio doméstico espiando tras la puerta, sin escuchar una palabra en voz alta, dudando si llamar a la guardia civil por lo que pudiese ocurrir. Allí permanecieron los dos antagonistas apenas diez minutos, intercambiando frases en baja voz. Salieron juntos de la casa, seguidos por los atónitos hermanos y criadas, y subieron al coche de Carrión, para cruzar en silencio las calles del pueblo apagadas de siesta. En el chozo, mis hermanos y yo, que aún permanecíamos paralizados en el incrédulo gesto de despedida, vimos llegar al automóvil, pensando que tal vez la familia Carrión, enterada de la marcha de mi padre, acudía para llevarse a mi madre; sin saber qué pasaría con nosotros, si nos considerarían familia o sólo bastardos del hombre que marchó para no volver. Todas nuestras hipótesis cesaron al ver bajar a nuestro padre de aquel vehículo enorme, junto al elegante señor Carrión, sin que entre ellos se adivinara violencia, tan sólo desprecio callado, rivalidad de muchos años. Apenas hubo unas palabras que el señor Carrión dirigió a su hija con voz gomosa: mi madre, rápida, entró en la casa y tomó en una maleta vieja algunos trapos, se colocó un pañuelo en la cabeza y nos abrazó y besó uno a uno, sin que comprendiéramos nada, buscando saber algo por su inexpresivo rostro. Después, ella subió al coche junto a su padre, y se alejaron despacio por el camino, mi madre mirando hacia atrás, llorando por primera vez y agitando una mano que nosotros no sabíamos que era, ésta sí, de despedida, para siempre.

Al día siguiente, tras una noche en la que tan sólo mi padre dormiría —nosotros insomnes, mis hermanos y yo, estremecidos y desconocedores de lo ocurrido—, recogió las pocas cosas útiles del chozo en varias cajas, las repartió entre nosotros, y echamos a andar hacia el pueblo, dejando atrás la pequeña construcción, abandonada en adelante a los caprichos del tiempo, iniciando la lenta degradación que yo contemplaría, culminada, al volver muchos años después. Entre el escaso equipaje que salvamos como de un hundimiento, mi padre no incluyó la enciclopedia, que quedó olvidada en la casa, como una renuncia definitiva al conocimiento. Cuando yo regresé años después, busqué en vano los libros, que debieron ser sustraídos por cualquier caminante, o simplemente pulverizados por el tiempo, que destruye los libros y el conocimiento en ellos contenido.

Tras varias horas de caminar en silencio, después de cruzar el pueblo entero —los vecinos que nos verían marchar con las cajas a cuestas, Miguel Mariñas tal vez avergonzado, creyendo que sus paisanos conocerían ya su rendición—, nos encontramos, mis hermanos y yo junto a mi padre, en el interior de un vagón de tren, que se puso en marcha con destino desconocido. El viaje ha quedado indeleble en mi memoria de aquellos años en que yo nacía a la razón, con poco más de cinco años. La admiración por el tren, máquina terrible nunca vista hasta entonces más que en las enciclopedias; los campos a través de la ventanilla, colores y formas inéditos a mis ojos, fugacidad de la tierra que se sacudía al paso del tren, inhibiendo nuestras incertidumbres, sin importarnos realmente adónde íbamos, tan sólo la certeza de que viajábamos, de que dejábamos atrás el pueblo pequeño y pobre, la casa herida de lluvia, las noches de miedo y estrechura, los restos de tonel que nadie completaría, esparcidos para siempre alrededor de la casa.

El tren, en un viaje de diez horas, nos llevó a tierras no muy lejanas, pero que a mis ojos de niño resultaban al otro lado del mundo, un lugar imposible tras tantos cambios de paisaje: los campos resecos dejaron paso a unas vegas bien cultivadas, y más tarde a unos campos de olivos alineados hasta el infinito, que en la noche, desde el tren, se adivinaban por la luna restregada en la hojarasca plateada. Al fin salimos a un nuevo paisaje terroso, no tan seco como aquel del que partimos, algunas lomas suaves al fondo, una llanura interminable, cortijos dispersos entre grandes cultivos. Nuestro viaje terminó en una ciudad que sólo años después supe que era Granada. Para un niño que tenía por toda su geografía las calles enanas de Dos Hermanas, una capital como aquélla aparecía grandiosa, las casas como palacios o torres, las avenidas sombreadas, los automóviles haciendo sonar sus bocinas, las gentes vestidas como otras gentes que imaginábamos en las ciudades que aparecían descifradas en la enciclopedia, París, Viena, Londres, Nueva York..., ciudades todas que a lo largo de mi vida frecuenté en viajes, y que sólo pudieron decepcionarme, como nos decepciona todo lo que conocimos cuando niños —la imaginación también es una forma de conocimiento—, y que en el recuerdo aparece magnificado, por lo que la comparación siempre es mediocre.

Mi padre alquiló una habitación en una pensión céntrica, y nos dejó allí, con el equipaje, marchándose él sin más que una bolsa, escondida bajo la camisa, en la que guardaba varios fajos de billetes, el pago efectivo de la libertad de mi madre. Durante tres días no tuvimos noticia de mi padre, que vagó por la ciudad ese tiempo, buscando un trabajo o un futuro a la medida de su dinero reciente; aunque en realidad pasó más tiempo dentro de las tabernas que iba conociendo, en las que encontraría idéntico paisanaje que en Dos Hermanas, idénticos obreros o campesinos apáticos que apenas prestarían atención al hombre que recitaba párrafos sobre teoría socialista, roturación de los campos o métodos industriales que revolucionaban la producción en Inglaterra. Durante el tiempo que estuvo ausente, éramos alimentados por la patrona de la pensión, una mujer seca y malhablada, que desoyó la petición de mi padre de que cuidara de nosotros y no nos dejara salir, lo que nos permitió descubrir la ciudad. Mis hermanos, mayores que yo —Pablo tenía entonces doce años, Alonso diez, Carmencita ocho, y yo poco más de cinco—, cuidaban de mi hermana y de mí, cuando caminábamos sin rumbo por las calles de la nueva ciudad, maravillados por todo lo que veíamos, las calles empinadas del Albaicín, las cuevas húmedas del Sacromonte donde vivían gitanos que pare cían criaturas de la oscuridad, la Alhambra, como un castillo fantástico, enrojecido a la tarde, pesebre de leyendas, y la pared blanca y plomiza de Sierra Nevada, como una ola inminente, suspendida sobre la ciudad.

Tres días después, tras uno de esos paseos, encontramos a nuestro padre al regresar a la pensión. Temimos un enfado que no tuvo lugar. Él nos esperaba con el escaso equipaje preparado para salir, y nosotros pensamos por un momento que aquello era el fin de la vida en la ciudad soñada, que regresaríamos al chozo dejado sólo unos días atrás, a aquel tiempo que ahora parecía situado en un pasado más lejano. En la calle, al dejar la pensión, la sorpresa primera fue descubrir que mi padre había comprado una bicicleta, nueva, luciente al sol. Ninguno de nosotros había montado nunca antes en semejante cacharro, por lo que, tras varios intentos de mi padre por pedalear, que acabaron con un costado arañado y risas de numerosos viandantes, la bicicleta sirvió para cargar algunos de los trastos y llevarla en adelante empujada.

Cruzamos toda la ciudad hasta salir de ella, dejando atrás la colina con la fortaleza rojiza en lo alto, las casas descolgadas del monte, las cuevas del miedo, la sierra que se derrumbaba un poco más cada día. Comenzamos a andar por la carretera principal, pegados al margen, empujando por turnos la bicicleta cargada. Mi padre, que se mostraba extrañamente locuaz —como si el dinero le hubiera permitido adquirir, además de una bicicleta y un futuro, la capacidad para hablar, la magia de las palabras—, nos orientaba sobre nuestra vida a partir de ese momento, todo iba a cambiar, se acabaron los días de dormir juntos en el chozo y malcomer cuando se podía, adiós a los barriles, adiós a tantas cosas porque él tenía ahora dinero, y eso, hijos míos, es el motor que hoy mueve el mundo.
No escuchéis a los que dicen que el vapor mueve enormes máquinas; no a los que os deslumbren con las maravillas de la electricidad; ignorad a los que os vengan con monsergas de religión o política; nada de eso: es el dinero, siempre lo fue y lo será por siempre, el que mueve todo, las cosas, la tierra, los hombres, el que nos mueve hoy a nosotros, y mueve nuestra vida y todo
. Mis hermanos y yo, agotados por la caminata, le escuchábamos con desconfianza, como si en verdad lo que decía fuera sólo uno más de los engañosos capítulos de la enciclopedia, otro de los muchos paraísos descritos que no eran para nosotros. Sin embargo, esta vez era cierto: la libertad de mi madre, pagada por Eduardo Carrión, dejó a mi padre una renta más que suficiente para cambiar nuestra vida. Como primer paso, había comprado a un propietario granadino varios centenares de hectáreas de olivar y cereales entre Jaén y Granada, que se rían el comienzo de nuestra pronta fortuna.

Los primeros días de nuestra nueva vida, sin embargo, no distaron mucho de la vida anterior. Después de que un camión que por allí pasaba nos recogiera y nos llevara hasta el punto de la carretera del que partía un camino en dirección a una sierra baja, caminamos hasta llegar al comienzo de nuestra recién adquirida propiedad. Mi padre, eufórico en todo momento, abarcó con los brazos abiertos cuanto campo pudo, girando sobre sí mismo, y gritándonos que todo aquello era nuestro, tanta riqueza. Nosotros no entendíamos tanta euforia, pues no veíamos riqueza en tanto campo ni en aquellos olivos en hileras interminables. En el terreno había además una pequeña construcción, un viejo cobertizo poco distinto de nuestro anterior chozo, y en ella vivimos hasta que, varios meses después, estuvo construida la que sería nuestra primera casa, que sí podía llamarse casa. Esta demora nos hizo descreer las palabras de mi padre, sus promesas de fortuna, ya que pasamos varios meses viviendo en las mismas condiciones que antaño, durmiendo en los jergones húmedos, tan cercanos los cuerpos en la oscuridad.

Pero sí, esta vez eran ciertas sus palabras, sus promesas. Miguel Mariñas, lúcido como nunca, esperanzado por sus nuevas posibilidades, por conseguir todo lo que le había sido negado hasta entonces, administró bien el dinero restante, de forma que durara más allá de la primera cosecha de oliva, llegado el invierno. Contrató una cuadrilla de hombres del pueblo más cercano para recoger la aceituna, así como otro grupo de hombres que construían, en medio de los terrenos, la que sería nuestra casa. Un edificio de arquitectura indefinida, sujeto a los caprichos de mi padre, que cada día se sentía más enérgico y hacía y deshacía a su antojo, ordenando patios donde ayer eran habitaciones, o pasillos sin fin que alargaran la casa, ya que el tamaño era lo más importante para él: cuanto más grande fuera la casa, más digno de respeto y obediencia sería su acaudalado propietario a los ojos de los demás. Al final tuvimos una casa que, de forma inconsciente, repetía el modelo de la casa de los Carrión, los pasillos y patios que mi padre había cruzado tan sólo una vez, el día de su derrota, o de su victoria, según la escala moral con que se mida su gesto.

Para nosotros resultaba todo nuevo, asombroso: los grupos de hombres que llegaban con el amanecer, para trabajar en la casa o en el olivar, y que hacían hogueras de luz escasa alrededor de las cuales se arracimaban, helados de la escarcha de diciembre, con las manos agrietadas y temerosos de la tierra tan dura bajo sus pies, el suelo helado del que las mujeres, que también acudían, recogerían las aceitunas, dejándose las uñas contra la tierra recia. Además, nosotros entrábamos en un mundo impensable hasta entonces: las ropas nuevas, la comida abundante, la entrada en la escuela del pueblo cercano, la bonanza material, progresivamente visible... Pero la señal más inequívoca del cambio era la transformación que experimentaba mi padre, que ya no necesitaba discursos aprendidos de memoria para sentirse valioso ante los demás, y en el que ya no quedaba más que el recuerdo de su rabia pretérita, como si todo el odio anterior, toda la enfermedad de su espíritu, pertenecieran a un hombre distinto, el otro, el que se quedó en Dos Hermanas, no el que vendió a su mujer y nos trajo a estas tierras.

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