¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! (21 page)

Gonzalo recogió la herencia moral de su padre y la redobló: la ambición, que en Miguel Mariñas era angustiosa y venía marcada por tantos años de carestía, por el miedo a perderlo todo y regresar a la miseria, en el vástago esa ambición se volvería ansia de posesión, de dominio, de ser dueño de todo y de todos, de las tierras y de quienes las trabajan, de las decisiones y de quienes las toman, dueño de las vidas de los demás, de sus palabras. La rabia, que en Miguel Mariñas tenía antecedentes claros, y que con la fortuna tomó un signo distinto, de desprecio hacia la clase de la que había salido —los hombres desposeídos, los hijos de la miseria, los que nada tienen más que su trabajo cuando lo hay, como decían en el partido—; esa rabia del padre, que primero fue contra los culpables de su desherencia, y que al cambiar de clase se volvió contra él mismo a través de los demás, los que eran culpables de su miseria por no atreverse a hacer la revolución tan predicada; esta rabia que, aunque en Gonzalo no tendría fundamento por cuanto creció ya en un ambiente de suficiencia, él la tomaría también en herencia, en forma no ya de desprecio sino de odio hacia una clase, la obrera, que reclamaba algo que no era suyo: por qué tenía él que repartir lo que tanto había costado a su padre reunir, que se lo trabajen ellos, en vez de protestar tanto.

Junto a la ambición y la rabia, Gonzalo adoptó la totalidad de rasgos de su padre, aunque siempre ampliados. La usura, que permitió a Miguel Mariñas cimentar su fortuna en los primeros años, adquirió su pleno significado con Gonzalo, quien podía permitirse abandonar el cultivo de las tierras durante meses —lo que al mismo tiempo era un arma de presión contra los ayuntamientos, al dejar en paro pueblos enteros—, perdiendo cosechas enteras, y sin que sus rentas se resintieran, pues la mayor parte de sus ingresos vendrían del negocio del dinero prestado, en una tierra en la que él era banquero cuando quería, y fijaba a su parecer el precio del dinero —que no era barato, eso ya se lo enseñó su progenitor—. Por otro lado, si Miguel Mariñas demostró, en sus años de bonanza y antes de la decadencia, una innata habilidad para las relaciones sociales al nivel más interesante, de despacho en despacho y por cuantos pasillos fuera necesario, en su hijo esta habilidad se tornó arte mayor desde joven, todo un artista de la intriga, de negociar por un lado para sacar por otro, de organizar cenas fastuosas donde ganarse el favor del diputado de turno. En este sentido, lo único que Gonzalo no heredó de su padre fue la austeridad. La bandera austera de la que hizo gala en toda su vida Miguel Mariñas —en los primeros años por necesidad, siendo pobre; al final, ya con dinero, por inseguridad, por miedo a revivir el pasado—, fue definitivamente enterrada por Gonzalo, que sin preocupación económica alguna gracias a la situación solvente que recibió como legado, fue un notable amigo de todo tipo de derroche, paladín del bolsillo alegre. Las casas dejadas por el padre, todas ellas grandes pero sobrias, fueron transformadas por el hijo favorito, que añadió balaustradas de mármol y naves adosadas donde pudo, cambió el mobiliario rústico y parco por un inacabable gusto de la antigüedad, de las piezas únicas, asiduo de subastas y anticuarios, sin más criterio que el del precio, lo más caro es lo mejor. El único automóvil que el padre aceptó en vida, fue aparcado a su muerte y superado por media docena de vehículos groseramente ostentosos en una tierra de mulas y carros, por la que pasearía sus deportivos de importación y motocicletas de coleccionista como un signo más de distinción. La aspereza de Miguel en el vestir fue olvidada por Gonzalo, que prefería un generoso ropero, señorito de uniforme campesino y botas de cuero de Valverde por el día, y señorito de traje cruzado y gorro fino por la noche, cuando no chaqué y pantalón rayado si la ocasión lo requería. La frugalidad en el comer que mantuvo Miguel, cuyo estómago nunca se recuperó de tantos años de patata y sopa de nada, fue reemplazada con su heredero por un desproporcionado gusto por la buena mesa, entendido lo de bueno más en la cantidad que en la calidad de la cocina, que también. Tampoco era Gonzalo amigo de cenar a solas, y pronto fueron conocidas, en la región primero y luego en buena parte del sur y centro del país, sus memorables cenas, fiestorros y todo tipo de jarana, que comenzaban en una buena y abundante vianda, regada con generosos caldos de la tierra, seguido de copa y puro, música hasta el amanecer y lo que surgiera después. Eventos sociales donde se cimentaron la mayor parte de sus relaciones especiales con quien interesara, dado lo bien que casa siempre el poder, en todas sus formas y negocios, con el sarao en cualquiera de sus manifestaciones. Por último, la continencia del padre hacia el sexo —tras dejar a su mujer, cuya piel nunca olvidó, no encontró más mujer que, en sus últimos años y mecido por la demencia, su propia hija, que a todos los efectos era una versión senil de su mujer—; este ascetismo hacia la carne fue olvidado en la casa desde el momento en que el padre faltó, siendo como era Gonzalo aficionado a la carne rosada y tierna, cuanto más joven y fácil mejor, siempre disponible al final de sus fiestas.

No merece la pena establecer comparaciones desde el punto de vista moral entre el padre y el hijo, porque de lo malo lo peor, el uno y el otro. Pero desde el punto de vista de los resultados más mesurables, el rendimiento de la explotación, parece claro que el sistema del hijo fue más eficaz, por cuanto en pocos años duplicó el legado del padre: en vísperas de la guerra, sólo cinco años después de la muerte del padre —acaecida en 1931—, Gonzalo ya era propietario de tierras en Almería, Granada, Córdoba, Jaén, Murcia y Ciudad Real, con más de cinco mil hombres trabajando en sus explotaciones, y unas rentas que le ponían a la altura de las principales familias de terratenientes e industriales, ya se llamaran Benjumea o Larios, lo que fuere. En proporción a este crecimiento, Mariñas fue extendiendo su área de influencia; pasó a frecuentar los casinos de la capital sevillana, haciendo ocasionales visitas a Madrid incluso. Con la llegada de la República vendrían los primeros problemas serios para Gonzalo Mariñas. Aunque ya desde años atrás la conflictividad en el campo era grande, y las huelgas violentas muy frecuentes, la buena relación de Mariñas con los gobernadores civiles le garantizaba la paz en el campo, al menos en sus tierras. No obstante, desde 1931 los incidentes se multiplicaron y agravaron, y Mariñas optó por instalarse de forma permanente en la ciudad, dejando sus casas de campo para fiestas y ocasiones.

En el treinta y uno, los resultados municipales en la región no estuvieron poco influenciados por Mariñas y otros terratenientes como él que gustaban del juego político y sabían cómo inclinar el voto para un lado u otro. En el caso de Mariñas, los cinco mil campesinos que ya dependían del trabajo en sus fincas eran en la práctica cinco mil votantes que trabajan, y eso da poder. A pesar de su intriga, y la de tantos otros en la región y en toda España, la República fue proclamada, y al día siguiente ya inició Mariñas contactos con sus homólogos en la zona para comenzar, desde ese mismo momento, la demolición del nuevo régimen. Su antirrepublicanismo, que en verdad tenía poco fundamento ideológico, se reforzó con los primeros intentos de Reforma Agraria en el parlamento nacional, momento en que los campesinos se sintieron legitimados para ganar terreno y dejar de agachar la cabeza. Para Mariñas, esto último no ocasionó más inconveniente que pequeñas molestias por tener que dedicar a la cuestión más tiempo del que a su entender merecía. Su buena relación con los responsables de las fuerzas del orden, independientemente de los cambios políticos, permitía vacunar sus tierras contra cualquier conato de protesta: le bastaba una comunicación, una llamada, para disponer de una docena de guardias civiles que sabrían hacer su trabajo. Con el tiempo la situación se radicalizó, y alguna mano anónima lanzó piedras contra las ventanas de su casa o dejó correr el agua una noche sobre las frutas. Mariñas decidió con buen criterio crear su propio cuerpo de guardia, una decena de hombres armados, que contaban con el beneplácito —o al menos la vista gorda— de la autoridad competente, y que lo mismo espantaban a un grupo de huelguistas que visitaban por la noche a algún sindicalista en su casa para «aconsejarle amablemente» que se retirara.

Como la evolución de los acontecimientos no era del todo de su agrado, los conflictos cada día eran mayores, y el riesgo de una verdadera reforma en el campo estaba cada vez más presente, Mariñas decidió, como tantos otros en su situación, dar un paso más. Si ya no podía confiar en sus validos de otros tiempos, lo mejor que podía hacer era ocuparse él mismo de la situación. Así, al tiempo que dedicaba una parte de su sobrante dinero para financiar cualquier intento de desestabilización, decidió participar de forma más directa, saltando a la política, consiguiendo un escaño de diputado en 1933; puesto que perdería en las elecciones del treinta y seis.

Todo este relato, que está construido sobre especulaciones a partir de tanta información dispersa, cesa por completo en febrero de 1936, donde comienza la verdadera oscuridad. Que Mariñas contribuyó económicamente al alzamiento de julio no necesita mucha demostración documental: lo extraño sería lo contrario, que, tan derrochador como era, no diera una parte de su dinero para una causa tan beneficiosa a sus intereses. Pero después de eso llega la sombra. La tiniebla se extiende durante dos décadas, hasta principios de los años cincuenta, cuando aparece el nuevo Mariñas, encarnado en hábil político que sabe de qué lado ponerse, que sabe anteponerse a futuros cambios para estar en el mejor sitio, donde siempre supo estar en cada momento. Pero, ¿y durante más de quince años? ¿Qué fue de Mariñas, aparte de lo ya sabido —cargos menores en el régimen? Ése es el terreno para la invención.

Lo aparecido en la prensa estos últimos meses, las acusaciones reiteradas que tiraron por tierra su imagen de moderado, lo excluyeron de todo proyecto político de transición y lo llevaron al suicidio, no arrojan mucha luz en la sombra de esos años. Son sólo vaguedades, afirmaciones basadas más en ciertos testimonios anónimos que en evidencias: que financió el alzamiento —lo cual no es raro ni le apartaría de la vida política automáticamente—, que favoreció la represión de los primeros años en la zona, que señaló a muchos de los que debían ser fusilados, que formó escuadrones de castigo, que visitaba las cárceles para escoger a los que más rabia le daban [algún labrador del que recordara una mala palabra, un gesto de disconformidad, cualquier cosa]. Ésos son los años incógnitos, el tiempo que alguien ha escrito sobre la nada y que debo borrar —si es que hay algo que borrar— y reescribir desde la mentira o desde la ausencia de verdad.

También los años anteriores, el período que transcurre desde que se hace cargo de las tierras hasta que estalla la guerra, deben ser modificados ligeramente, una mera cuestión de lenguaje, de palabras: la influencia y el soborno practicado en esos años pueden ser transformados en una gestión económica hábil de los recursos. La trampa económica con la que se hizo rico en poco tiempo, conviértase en esfuerzo y tesón en el trabajo, réditos de su sudor, no de la usura. La facilidad represiva con la que ponía fin a cualquier intento de protesta, tórnese en negociación con los trabajadores. El desprecio hacia todos, transfórmese por la mentira en un carácter difícil. La inmoralidad en ¿qué? ¿Cómo se puede encubrir la falta de escrúpulos? ¿De qué se disfrazan? No importa. Sólo hay que encontrar la palabra adecuada, el adjetivo que modere una actitud, el sustantivo que relativice lo que hizo. Es cuestión de palabras: para transformar la historia pasada sólo hace falta utilizar distintas palabras para contarla, ya sea la historia universal o la personal; todo se reduce a un juego de palabras.)

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Tras otro arranque de capítulo que se pretende impresionante para el lector cuyas solapas están ya más que arrugadas, nos encontramos con un capítulo que continúa en buena parte lo ya leído (y ya criticado) dos capítulos atrás, cuando se proponía una redacción de las posibles memorias de Mariñas. Seguimos viendo cómo las voces son una sola, la del narrador, pues la primera persona discurre de la misma forma que la segunda o la tercera, y toda la novela está narrada en un solo tono
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Por lo demás, se completa el retrato del padre de Gonzalo Mariñas, y el suyo propio. En esta ocasión se deja de lado la inclinación hacia lo extraordinario, impresionable o entrañable a ojos del lector, se abandonan los fáciles recursos, y la novela sale ganando en estas páginas. Se opta a cambio por tirar de documentación, y construir un personaje que está hecho de muchos Mariñas que sí existieron. El retrato del cacique es perfectamente creíble, sensato, conocido. Incluso demasiado conocido, y éste es el principal problema, aunque esta vez no podemos culpar al autor. Está comprobado que la clase dominante (y especialmente algunos subgrupos, como el caciquil) se protege de ser desenmascarada a golpe de cliché, refugiándose en una imagen construida de tópicos, de manera que cualquier intento de presentarla tropiece en el lugar común, cansino para el lector, que dirá eso de «bueno, ya está el típico cacique...»
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Lo vemos en estas páginas. Nada de lo que se cuenta es inverosímil, exagerado, irreal. Todo es perfectamente posible, así eran los caciques. Y sin embargo, algo chirría cuando vemos al señorito a caballo con sus botas de cuero y su sombrero recorriendo la explotación; o cuando el cacique y el gobernador se toman un licor y se fuman un puro, o en otros muchos momentos del retrato caciquil. Y es que la clase dominante, como decíamos, se protege de ser desvelada mediante su congelación en el estereotipo, que a fuerza de mostrarla la encubre, no sé si me explico. Es difícil retratar a un ricachón, no se dejan fácilmente. De ahí que el autor, como en tantas ocasiones, se limite a enumerar, en una relación casi documental, sus propiedades, hábitos de vida, lujos, comportamientos empresariales, etc. Y acaba retratando un señorito (andaluz, para más brillo del cliché) que, a fuerza de ser real (usurero, explotador, intrigante, disipador y libertino —esa típica afición a la «carne rosada y tierna»—), resulta poco interesante, cansa, está muy visto. Aun así, es de agradecer que el autor no haya querido huir del cliché por la vía de lo extraordinario, como hacen otros autores, con resultados menores. Es admirable esa coraza en que se encierra la clase dominante, por la que invierten el efecto de la verosimilitud: cuanto más verosímil, más inverosímil por la vía del tópico, deviniendo en personajes planos, también belenísticos
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