Otra vuelta de tuerca (10 page)

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Authors: Henry James

Tags: #Fantástico, Terror

—Entonces, ¿no te habías desvestido?

Adiviné su sonrisa, en la penumbra.

—No; había estado sentado, leyendo.

—¿Y cuándo bajaste?

—A medianoche. ¡Cuando decido ser malo,
soy
malo!

—Comprendo, comprendo... Eres encantador. Pero ¿cómo podías tener la seguridad de que yo me enteraría?

—¡Oh! Lo arreglé todo con Flora —sus respuestas surgían con fluidez—. Convinimos en que ella se levantaría y miraría hacia fuera.

—Eso fue, en efecto, lo que hizo.

¡Quien había caído en la trampa era yo!

—Así, para enterarse de lo que ella estaba haciendo, usted tendría que asomarse y me vería...

—Mientras tú —concluí— pescabas un resfriado con el viento frío que sopla esta noche.

Literalmente, pareció florecer ante aquella salida mía; se permitió asentir alegremente:

—¿De qué otro modo habría podido ser realmente malo? —me preguntó.

Luego, después de otro abrazo, el incidente y nuestra entrevista se cerraron con mi reconocimiento de todas las reservas de bondad que, a cambio de su broma, había logrado extraer de él.

XII

A la luz del día, la impresión especial que yo había recibido la noche anterior no afectó de un modo extraordinario a la señora Grose, a pesar de que la reforcé con la mención de otros comentarios que había hecho él antes de separarnos.

—Todo reside en media docena de palabras —dije a mi compañera—, palabras que en realidad constituyen el verdadero asunto: "Piense ahora en lo que
podría
yo hacer." Me dijo eso para demostrarme lo bueno que es. Pero es consciente de lo que podría hacer. Con toda seguridad, en la escuela trató de demostrarlo.

—¡Dios mío, cómo cambia usted! —exclamó mi amiga.

—No cambio; sencillamente, expreso lo que pienso. Los cuatro se han estado encontrando constantemente. Si hubiera estado usted con alguno de los niños cualquiera de estas noches, lo habría comprendido claramente. Cuando más he observado y esperado, más lo he sentido así, y para ello me basta recordar el sistemático silencio de ambos.
Nunca,
ni por casualidad, han aludido a ninguno de sus antiguos amigos, así como tampoco Miles ha aludido a su expulsión. ¡Oh, sí! podemos estar sentadas aquí y mirarlos, y ellos pueden aparecer frente a nosotras paseando tranquilamente; pero incluso cuando pretenden estar absortos en sus cuentos de hadas, están inmersos en la visión de los muertos que les han sido devueltos. Miles no está leyendo a su hermana —declaré— están hablando de ellos, se están relatando horrores. Hablo, lo sé, como si estuviera loca; y es una maravilla que no lo esté. Lo que he visto la habría enloquecido a usted; pero a mí sólo me ha vuelto más lúcida, me ha hecho comprender otras cosas.

Mi lucidez debió de parecerle espantosa, pero las encantadoras criaturas que eran víctimas de ella, al pasar y volver a pasar cariñosamente cogidas de la cintura, fortalecieron en cierta manera a mi colega; noté lo tensa que estaba cuando, sin agitarse en el torbellino de mi pasión, los observaba atentamente.

—¿A qué otras cosas se refiere usted?

—Bueno, a las cosas que me han deleitado y, al mismo tiempo —ahora puedo verlo con absoluta claridad—, engañado y desconcertado. Su belleza más que terrenal, su bondad absolutamente fuera de este mundo —continué—, no son sino una táctica engañosa, son un fraude.

—¿Por parte de estos adorables...?

—Sí, de estos adorables niños. ¡Sí, por absurdo que parezca!

El solo hecho de esbozar aquella hipótesis me ayudó a ver con claridad, a encontrar los cabos sueltos y a asociarlos y unirlos.

—No han sido buenos; lo único que han hecho es estar ausentes. Ha sido fácil convivir con ellos sencillamente porque se han limitado a vivir una vida propia. No son míos... no son nuestros. ¡Son de él! ¡Son de ella!

—¿De Quint y de esa mujer?

—De Quint y de esa mujer. Los quieren para sí.

¡Oh cómo pareció estudiarlos la pobre señora Grose, después de oírme afirmar aquello!

—Pero ¿para qué?

—Por amor a toda la maldad que, en aquellos días terribles, la pareja inculcó en ellos. Y para jugar con ellos y con esa maldad, para preservar su obra demoniaca. Es por eso que vuelven.

—¡Cielos! —exclamó mi amiga sin aliento.

Su exclamación revelaba una completa aceptación de lo que yo deseaba probar, es decir, de lo que había sucedido en la mala época, pues había existido una época peor incluso que la presente. No podía haber mejor justificación, para mí, que el pleno asentimiento, dado por quien los había conocido, ante cualquier fondo de depravación concebible en aquella pareja de truhanes. Obedeciendo a una evidente sumisión al recuerdo, ella exclamó poco después:

—¡
Eran
unos malvados! Pero ¿qué pueden hacer ahora? —insistió.

—¿Qué pueden hacer? —inquirí, alzando tanto la voz que Miles y Flora interrumpieron su paseo y se volvieron para mirarnos—. ¿No están haciendo ya bastante? —pregunté en un tono más bajo, mientras los niños, tras dirigirnos una sonrisa y enviarnos besos con las manos, reanudaban sus juegos. Nos quedamos en silencio durante un momento. Luego contesté—: ¡Pueden destruirlos!

Mi compañera alzó la mirada hacia mí, pero la súplica que leí en ella era una súplica muda, y me pedía que fuese más explícita.

—Todavía no saben cómo... pero lo están intentando. Sólo se dejan ver de lejos, en lugares extraños, en lo alto de una torre, en el techo de una casa, frente a las ventanas, en la orilla distante de un estanque; pero hay en ellos una decisión firme de acortar la distancia y superar los obstáculos; y el triunfo de los tentadores es sólo cuestión de tiempo. Lo único que tienen que hacer es mantener su peligroso hechizo.

—¿Para que los sigan los niños?

—¡Y perezcan en el intento!

La señora Grose se incorporó lentamente y yo añadí, con el sentimiento de que era mi obligación hacerlo:

—A menos que nosotras, por supuesto, podamos evitarlo.

La vi de pie ante mí, que permanecía sentada, dando vueltas a esa idea.

—Debería ser su tío quien lo evitara. Debería llevárselos de aquí.

—¿Y quién se lo avisará?

La señora Grose había mantenido la mirada perdida a lo lejos, pero en ese momento volvió hacia mí un rostro enloquecido.

—Usted, señorita.

—¿Escribiéndole para decirle que la casa está embrujada y sus sobrinos están locos?

—Pero ¿y si lo están?

—¿Y si también lo estoy yo?, quiere usted decir. Una noticia encantadora para que se la envíe una institutriz que se comprometió a no importunarlo.

La señora Grose meditó, observando de nuevo a los niños.

—Sí, odia que lo molesten. Esa fue la principal razón...

—¿De que aquellos demonios estuvieran tanto tiempo a su servicio? No lo dudo, aunque su indiferencia debió ser monstruosa. Pero como yo no soy un demonio, no estaré mucho tiempo...

Mi compañera, al cabo de un instante y por toda respuesta, volvió a sentarse y me tomó del brazo.

—Procure que venga a verla.

La miré fijamente.

—¿
A mí
? —me invadió un súbito temor ante lo que ella pudiese hacer—. ¿Él?

—¡Debería estar aquí... debería ayudar!

Me puse de pie rápidamente, y pienso que la expresión de mi cara debió de parecerle más rara que nunca.

—¿Cree usted que podría pedirle una visita?

No, era evidente que no lo creía. En cambio —una mujer lee siempre en otra—, podía ver lo que yo misma veía: su desprecio, su burla, su desdén por mi incapacidad para hacer honor a mi compromiso de no molestarlo y por el ingenioso mecanismo que yo había puesto en marcha para llamar su atención hacia mis modestos encantos. Ella no podía saber —nadie lo sabía— cuán orgullosa me había sentido de poder ser fiel a las condiciones estipuladas; sin embargo, me pareció que tomaba nota de la advertencia que le dirigí:

—Mire, si pierde usted la cabeza hasta el punto de pedirle que venga...

La señora Grose estaba realmente asustada.

—¿Qué, señorita?

—Los abandonaré al instante, a él y a usted.

XII

Me resultaba fácil unirme a ellos, pero hablarles me exigía un esfuerzo más allá de mis posibilidades y presentaba, sobre todo cuando estábamos dentro de la casa, dificultades casi insuperables. Esta situación se prolongó por espacio de un mes, con algunos agravantes y sucesos especiales, además de las cada vez más irónicas observaciones de mis discípulos. No se trataba únicamente —y de esto estoy ahora tan segura como lo estaba entonces— de mi infernal imaginación. Era evidente que se daban cuenta de mis dificultades, y aquella extraña relación constituyó en cierto modo, durante bastante tiempo, la atmósfera en que nos movíamos. No me refiero a que hicieran bromas vulgares, ya que ese peligro era imposible por parte de ellos, a lo que me refiero es que el elemento innombrable, lo intocable, se hizo entre nosotros mayor que ningún otro, y a que esa actitud de evasión no hubiera sido posible de no existir un acuerdo tácito. Era como si continuamente estuviéramos a la vista de temas ante los cuales debíamos detenernos, cerrando rápidamente las puertas que por descuido habíamos abierto. Está visto que todos los caminos conducen a Roma, y había veces en que podríamos habernos sorprendido al comprobar que todas las ramas de estudio o temas de conversación conducían al terreno prohibido. Terreno prohibido, en general, era el tema del retorno de los muertos y, en especial, lo que podría sobrevivir en la memoria de los niños de sus amigos perdidos. Había días en que podía jurar que uno de ellos decía al otro, con un guiño invisible: "Ella cree que esta vez va a poder hacerlo... pero no se atreverá." "Hacerlo" hubiera sido, por ejemplo, permitirme alguna referencia directa a la dama que los había preparado contra mí. Ellos, por su parte, mostraban un insaciable y delicioso interés por mi propia historia, que una y otra vez les había relatado. Estaban en posesión de todas y cada una de las cosas que me habían sucedido, sabían detalladamente la historia de mis más pequeñas aventuras y las de mis hermanos y hermanas, y las del perro y el gato de mi casa, así como muchas particularidades de la naturaleza excéntrica de mi padre, del mobiliario y la decoración de nuestra casa, de los temas de conversación de las viejas de mi pueblo... Había suficientes cosas para charlar, si uno sabía hacerlo de prisa y detenerse instintivamente en los puntos delicados. Ellos tiraban con un arte ejemplar de las cuerdas de mi imaginación y mi memoria, y tal vez ninguna otra cosa, cuando después pensé en tales sesiones, me dio tanto la sensación de que estaba siendo observada. En cualquier caso, nuestras conversaciones sólo giraban en torno a mi vida, mi pasado y mis amigos, creando un estado de cosas que a veces los conducía, sin que viniera al caso, a glosar anécdotas de mi pasada vida social. Fui invitada —aunque sin que existiera una relación visible— a repetir alguna frase célebre o confirmar detalles ya relatados sobre la inteligencia de la yegua del pastor.

Fue en parte debido a estos incidentes y en parte a otros de distinto orden, que mis apuros, como podría llamarlos, se hicieron mayores. El hecho de que los días transcurrieran para mí sin otra aparición, debía contribuir —por lo menos, eso hubiera sido natural— a tranquilizar mis nervios. Desde el sobresalto sufrido aquella segunda noche, provocado por la presencia de una mujer al pie de la escalera, no había vuelto a ver nada, ni en el interior ni fuera de la casa, que hubiese preferido no ver. Había muchos rincones en los que podía esperar encontrarme con Quint, y muchas situaciones que, aunque sólo fueran por su carácter siniestro, podían haber favorecido la aparición de la señorita Jessel.

El verano había pasado, se había extinguido, y el otoño había caído sobre Bly y apagado la mitad de nuestras luces. El lugar, con su cielo gris y sus hojas amarillentas, semejaba un teatro después de una representación, con los programas arrugados y tirados por el suelo. Existían determinadas situaciones en la atmósfera, condiciones de sonido y de inmovilidad, impresiones indecibles, que me retrotraían a aquella noche de junio en que vi por primera vez, al aire libre, a Quint, y también a aquellos otros momentos en que, después de verlo a través de la ventana, lo busqué en vano en la terraza. Reconocía los signos, los portentos... reconocía el momento, el lugar. Pero eran señales solitarias y vacías, y yo continuaba sin verme importunada, si esta palabra puede usarse para referirse a una joven cuya sensibilidad se había visto anormalmente agudizada de la manera más extraordinaria. En la conversación con la señora Grose, al referirme a la horrible escena de Flora junto al lago que tanto había desconcertado a mi amiga, dije que me habría dolido más perder mi poder que conservarlo. Había entonces expresado lo que de manera tan viva estaba en mi mente, la idea de que, fuera que los niños vieran o no —cosa que todavía no estaba entonces del todo comprobada—, yo prefería con mucho, para salvaguardarlos, correr el riesgo de ser la única que pudiera ver. Lo que entonces sentía era la maligna convicción de que, tan pronto como mis ojos se cerraran, se abrirían los de ellos. Bueno, pues mis ojos se habían cerrado, al parecer, por el momento..., una circunstancia por la que parecía sacrílego no dar gracias a Dios. Pero existía, por desgracia, una dificultad: yo le hubiera quedado agradecida con toda mi alma, de haber estado convencida de que también los ojos de mis alumnos permanecían cerrados.

¿Cómo puedo volver hoy a todos los pasos de mi obsesión? Había ocasiones en que, estando juntos, hubiera podido jurar que, literalmente, en mi presencia, pero con mis sentidos cerrados para su percepción, ellos recibían visitantes que eran conocidos y bien recibidos. De no haberme entonces detenido la posibilidad de que el daño que podía causar fuera mayor que el que trataba de evitar, mi exaltación me habría llevado a un estallido. "¡Están aquí, están aquí, oh pequeños demonios! —hubiera gritado—. ¡Están aquí! ¡Ahora no vais a poder negármelo." Los pequeños demonios lo negaban con una sociabilidad y un afecto cada vez mayores, y al mismo tiempo cada vez más cargados de una ironía semejante al reflejo de un pez en la corriente. Lo cierto es que la impresión recibida la noche en que, segura de que iba a ver a Quint o a la señorita Jessel bajo las estrellas, descubrí en vez de ellos al niño sobre cuya tranquilidad debía velar, y quien inmediatamente me dirigió una mirada tan encantadora como aquella con que había saludado la odiosa aparición de Quint por encima de mi cabeza, aquella impresión, digo, había calado en mí más profundamente de lo que me imaginaba. Se trataba de temor; la sorpresa de aquella ocasión me había atemorizado más que cualquier cosa conocida entonces, y con los nervios deshechos por este temor continuaba haciendo nuevos descubrimientos. Me sentía tan acosada, que a veces, en los momentos más extraños, comenzaba a ensayar en voz alta —lo cual constituía un alivio fantástico y a la vez una renovada desesperación— el modo en que debía enfocar el tema. A veces me aproximaba a él desde un ángulo, a veces desde otro, encerrada en mi habitación, pero mi valor se derrumbaba siempre que llegaba a pronunciar sus monstruosos nombres. Cuando los sentía asfixiarse en mis labios, me decía que estaba ayudando a los niños a rechazar algo infame, ya que si los pronunciaba violaba una forma instintiva de delicadeza, tan extraña que seguramente ninguna otra aula escolar había conocido nada semejante. Cuando me decía: "Ellos han logrado permanecer en silencio y en cambio tú, a cuyo cargo están, cometes la bajeza de hablar", sentía que el rostro se me cubría de un color carmesí y me llevaba a él las manos para cubrírmelo. Después de aquellas escenas secretas, charlaba más que nunca, volublemente, hasta que tenía lugar uno de nuestros prodigiosos y palpables silencios, o no sé de qué otra manera llamarlos. Eran extraños deslizamientos o zambullidas —¿qué término debería emplear?— en una inmovilidad, en una absoluta supresión de vida que nada tenía que ver con las dosis de ruido que podíamos estar haciendo, y que yo podía oír a través de una carcajada nerviosa o de un recitado en voz alta, o de una más audible melodía extraída del piano. Sabía entonces que los otros, los intrusos, estaban allí. Aunque no eran ángeles, "pasaban", como dicen los franceses, haciéndome temblar por el miedo de que dirigieran a sus jóvenes víctimas un mensaje infernal aún más infernal o una imagen más vívida que las que habían considerado necesario transmitirme a mí.

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