Otra vuelta de tuerca (8 page)

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Authors: Henry James

Tags: #Fantástico, Terror

—Cualquier cosa que hayan hecho, no le impide ser
ahora
un niño agradable —adujo la señora Grose lúgubremente.

—Ahora no me extraña que se portara usted de un modo tan raro —persistí— cuando le mencioné la carta que recibí de la escuela.

—Dudo que me haya portado más raramente que usted —me respondió con fiero orgullo—. Si era tan malo entonces, como parece usted insinuar, ¿por qué es ahora un ángel?

—En efecto, así es... Si era un demonio en la escuela, ¿cómo, cómo, cómo...? Bien —dije atormentada—, vuelva a decirme esto y le aseguro que no la molestaré en varios días. ¡Pero dígamelo de nuevo! —grité de un modo que hizo estremecer a mi amiga—. Hay ciertas direcciones que, por el momento, creo más prudente no seguir.

Entretanto, volví a su primer ejemplo, aquel al que anteriormente se había referido, sobre la capacidad del niño para moverse furtivamente cuando le era preciso.

—Si Quint era un criado vulgar, como señaló usted al tratar con el niño este asunto, una de las cosas que Miles debe haberle dicho, me imagino, es que usted era otra... —nuevamente su asentimiento fue tan total, que proseguí—: ¿Y le perdonó usted esa respuesta?

—¿No lo habría hecho usted?

—¡Oh, sí, por supuesto! —y al llegar aquí, en el silencio de la noche, intercambiamos signos de profunda comprensión; luego continué:

—De todos modos, mientras él estaba con el hombre...

—¡La señorita Flora estaba con la mujer! ¡Y todos tan contentos!

También yo lo estaba, y bastante; con lo cual quiero decir que aquello encajaba perfectamente en el monstruoso cuadro que yo estaba a punto de prohibirme concebir. Pero mayor luz pudo ofrecer mi comentario final a la señora Grose:

—Confieso que los cargos de que haya mentido y mostrado su impudicia me parecen menos graves de los que esperaba que hubiera descubierto usted en nuestro joven. Sin embargo —murmuré—, existen; y más que nunca me hacen sentir que debo permanecer alerta.

Me ruboricé al siguiente momento, al ver en la cara de mi compañera cuán sin reservas había ya perdonado a Miles; sentí que mi propia ternura esperaba sólo la ocasión para manifestarse. Ésta se presentó cuando, ya en la puerta del salón de las clases, mi amiga murmuró al despedirse:

—No irá usted a acusarlo...

—¿De sostener una relación que me oculta? ¡Ah!, recuerde que mientras no tenga pruebas más concluyentes, no puedo acusar a nadie —luego, antes de que ella tomase otro corredor para dirigirse a sus habitaciones, añadí—: No me queda sino esperar.

IX

Esperé y esperé, y los días, al pasar, se llevaron algo de mi consternación. No fue necesario que transcurrieran muchos para que el espectáculo constante de mis discípulos, no presentándose ningún nuevo incidente, difuminara los contornos de atroces fantasías y aun de odiosos recuerdos como si un cepillo o una esponja hubiese pasado sobre ellos. He hablado de la rendición a su extraordinaria gracia infantil como de algo que yo misma podía promover activamente, y es fácil suponer que no descuidé entonces recurrir a esa fuente en busca del necesario bálsamo. Más extraño de lo que puedo expresar me resultaba el esfuerzo por luchar contra mis nuevos conocimientos. Me asombraba ver cómo era posible que mis pequeños discípulos no sospecharan que yo pensaba cosas raras sobre ellos; y el hecho de que aquellas cosas raras existieran, sólo lograba hacérmelos más interesantes, lo que no era, desde luego, una ayuda para mantener ocultos mis pensamientos. Temblaba ante la idea de que pudieran advertir que de aquella manera eran inmensamente más interesantes. En el peor de los casos, como a menudo juzgué en mis meditaciones, cualquier nube sobre su inocencia podía ser una razón de más para correr riesgos en su favor. Había momentos en que, por un impulso irresistible, corría a abrazarlos y tenerlos estrechamente enlazados sobre mi corazón. Tan pronto como lo hacía, solía preguntarme: "¿Qué podrán pensar de esto? ¿No me estaré traicionando demasiado?" Hubiera sido fácil encerrarme tristemente en el temor de lo mucho que podía traicionarme; pero la verdad es que, durante las horas de paz de que aún podía gozar, comprendía que el encanto personal de mis discípulos era su arma más eficaz, incluso bajo la sombra de sospecha de que fuera estudiado. Y, así como se me ocurre que en ciertas ocasiones podían suscitar sospechas los estallidos de mi intensa pasión por ellos, también recuerdo haberme preguntado si no resultaba sospechoso el aumento de sus propias demostraciones.

En aquel periodo se mostraban extravagantes y extraordinariamente cariñosos conmigo; lo que, después de todo, podía ser una simple y lógica respuesta al afecto que yo les daba. El homenaje que me rendían era el más acertado remedio para mis nervios, y yo parecía no advertirlo o, digamos, atraparlos mientras me lo preparaban. Eran incansables en hacer cosas en beneficio de su pobre protectora; quiero decir que no se limitaban a aprender sus lecciones cada vez mejor, con el evidente propósito de agradarle aún más, sino que se esforzaban para divertirla, entretenerla, sorprenderla; le leían pasajes de libros, le contaban historias, escenificaban charadas, disfrazándose de animales y de personajes históricos y, sobre todo, la asombraban con las obras que en secreto habían aprendido de memoria y podían recitar interminablemente. Nunca podría llegar a describir, ni siquiera ahora, a menos que fuera con comentarios prodigiosos, la manera como en aquella época llenábamos nuestras horas. Desde el primer momento habían demostrado una gran facilidad para todo, una facultad general que, elevándose siempre de nuevos puntos de partida, alcanzaba alturas insospechadas. Realizaban sus pequeñas tareas como si amaran hacerlo y se entregaban, sin que nadie se los impusiera, a los más arriesgados ejercicios de memoria. Se presentaban ante mí no sólo como tigres o como romanos, sino como personajes de Shakespeare, astrónomos o navegantes. El caso era tan singular, que probablemente tenga mucho que ver con un hecho que hasta el día de hoy no he logrado explicarme: aludo a mi natural resistencia a buscar una nueva escuela para Miles. Recuerdo que me limitaba a no plantear el problema, impresionada seguramente por el perpetuo chisporroteo de su talento. Era demasiado inteligente para una mala institutriz, para la hija de un párroco; y la hebra más extraña, si no la más brillante, de aquel rico bordado de que he hablado, era la impresión que tenía, aunque no me atrevía a confesármelo ni a mí misma, de que se encontraba bajo una influencia que operaba en su pequeña vida intelectual como un enorme estímulo.

Si bien era fácil determinar entonces que semejante niño podía aplazar su marcha a la escuela, no podía concebirse que un maestro de escuela llegara a expulsar a tal discípulo. Debo añadir que en su compañía, la cual tenía yo mucho cuidado de que fuera casi continua, no podía seguir ningún rastro demasiado lejos. Vivíamos en medio de una atmósfera de amor y de éxito, de música y representaciones teatrales. El talento musical era muy acusado en ambos hermanos, pero sobre todo el mayor tenía una capacidad maravillosa para captar y repetir una melodía. El piano del salón de las clases desgranó las más alegres tonadas; y, cuando esto resultaba ya excesivo, había confabulaciones en los rincones, cuya secuela era que alguien saliera del salón alegremente para reaparecer poco después como algo nuevo. Yo misma había tenido hermanos, así que no constituía una revelación para mí el hecho de que las niñas pudieran sentir auténtica veneración por sus hermanos mayores. Lo que me maravillaba era que un niño pequeño pudiera demostrar tanta consideración por una edad, sexo e inteligencia inferiores a los suyos. Era una pareja extraordinariamente unida, y diciendo que nunca pelearon ni se quejaron el uno del otro, puedo hacer un elogio preciso de la dulzura de sus relaciones. A veces, cuando caíamos en algún trabajo rutinario, podía observar trazas de un sutil entendimiento entre ambos, de manera que uno me distrajese mientras el otro se deslizaba fuera de la habitación. Hay algo de
naïf
me imagino, en toda labor diplomática; pero mis alumnos la ejercían a mi costa con un mínimo de grosería. Fue en otro sector donde, después de una apacible pausa, se produjo un estallido de grosería.

Advierto mis vacilaciones para seguir adelante, pero estoy decidida a sumergirme en estas aguas. Al mirar hacia atrás, debo hacer hincapié en que no sólo hubo para mí sufrimientos en Bly; pero, aunque así hubiera sido, debía proseguir mi camino hasta el fin. De pronto se inició una época en que, vista desde el presente, parecería no haber sino puro sufrimiento. Pero había llegado por fin al corazón de la historia, y el mejor camino, sin duda alguna, era avanzar. Una noche, sin que nada me hubiera preparado para ello, sentí la misma extraña impresión que había experimentado la noche de mi llegada, entonces mucho más ligera que ahora, y que seguramente se hubiera borrado de mi memoria si mi estancia en Bly hubiese sido menos agitada. No me había acostado aún y estaba sentada leyendo a la luz de dos velas. Había en Bly una habitación llena de libros antiguos, novelas del siglo pasado, algunas de las cuales conocía de oídas, aunque ninguna había logrado penetrar en el recluido mundo donde transcurrió mi juventud y saciado la sed que me consumía. Recuerdo que el libro que tenía en la mano era
Amelia,
de Henry Fielding, y también que estaba completamente despierta. Recuerdo además que tenía la firme convicción de que era horriblemente tarde, a pesar de que sentía una particular resistencia a consultar mi reloj. Estaba segura también de que, tras la blanca cortina de tul a la moda de aquella época, la pequeña cabeza de Flora conocía, como había podido comprobar un rato atrás, la tranquilidad del sueño infantil. Recuerdo, en fin, que aunque estaba profundamente interesada en mi lectura, al volver una página levanté los ojos hacia la puerta. Durante un momento permanecí escuchando, consciente de la falsa impresión que me asaltó la primera noche de que algo indefinible se movía en el interior de la casa, y noté que el suave aliento de la ventana abierta movía el velo de la cama. Entonces, con todas las señales de una decisión que habría resultado magnífica a los ojos de un espectador ocasional, solté el libro, me puse de pie, tomé una vela, salí de la habitación y cerré silenciosamente la puerta detrás de mí.

No puedo decir ahora qué fue lo que me decidió y me guió, pero el hecho es que caminé directamente a lo largo del pasillo, sosteniendo en alto mi vela, hasta llegar ante la alta ventana que presidía al gran rellano de la escalera. En aquel momento me di cuenta, de súbito, de tres cosas. Fueron para mí, prácticamente, simultáneas, aunque se produjeron como secuencias sucesivas. Mi vela, bajo un soplo de viento audaz, se apagó, y yo percibí, por la ventana descubierta, que las primeras claridades del alba la hacían innecesaria; y supe, un instante después, que había alguien más en la escalera. He hablado de secuencias, pero no fue necesario sino un lapso de unos segundos para endurecerme a fin de tener un tercer encuentro con Quint. La aparición estaba muy cerca de la ventana y, al verme, se detuvo en seco y me miró exactamente como me había mirado desde la torre y desde el jardín. Me conocía tan bien como yo a él; y así, a la leve claridad del amanecer, nos volvimos a enfrentar con recíproca intensidad. En esa ocasión era una presencia absolutamente viviente, detestable y peligrosa, pero no era aún la maravilla de las maravillas; esa distinción la reservo para otra circunstancia, la de que todos mis temores me habían abandonado y no había nada en mí que me impidiera enfrentarme y medirme con él.

Me sentí llena de angustia después de aquel extraordinario momento, pero, a Dios gracias, no sentí terror alguno. Y él lo supo, y yo supe que él lo sabía. Debo decir, a fin de ser precisa, que si hubiera permanecido en mi lugar un minuto más, cesaría —por lo menos, en esa ocasión— de tenérmelas que ver con él; y durante ese minuto, debo decirlo, la cosa fue tan humana y tan espantosa como si hubiera sido una entrevista real: espantosa porque
era
humana, tan humana como tener que hacer frente a solas, al amanecer y en una casa dormida, a un enemigo, un aventurero, un criminal. Fue el silencio mortal de nuestra larga mirada en tan reducido espacio, lo único que dio a aquel horror, enorme como era, una nota sobrenatural. Si yo hubiera encontrado a un asesino en tal lugar y a tal hora, al menos habríamos hablado, algo vivo habría ocurrido entre nosotros; o, si nada hubiera pasado, uno, por lo menos, se habría movido. El momento fue tan prolongado, que, de haber durado un poco más, yo habría llegado a dudar incluso del hecho de estar viva. No puedo expresar lo que siguió, excepto diciendo que mi propio silencio —que era en realidad una afirmación de mi fuerza— fue el único contexto en que vi desaparecer la figura, en que la vi volverse definitivamente, como hubiese podido ver al vil sujeto a quien una vez perteneció volverse después de recibir una orden y pasar —con mi mirada fija en su vil espalda, que ningún jorobado podía tener más desfigurada— para luego descender la escalera y perderse en la oscuridad en que el siguiente tramo se perdía.

X

Permanecí un buen rato en el rellano de la escalera, hasta convencerme de un modo definitivo de que el visitante se había marchado; luego volví a mi dormitorio. Lo primero que me llamó la atención fue ver, a la luz de la vela que había dejado encendida, que la pequeña cama de Flora estaba vacía; y el hecho provocó en mí el terror que cinco minutos antes había sido capaz de resistir. Corrí hacia el lecho donde la había dejado durmiendo y comprobé que la colcha de seda y las sábanas estaban desarregladas, y que las blancas cortinas habían sido corridas. Entonces el ruido de mis pisadas, para mi indescriptible alivio, produjo otro como respuesta: percibí una agitación en la cortina de la ventana y vi que la niña, encaramándose sobre el alféizar, acababa de penetrar en el cuarto. Por un momento permaneció de pie allí, y luego se me acercó con gran candor, su camisón corto, los rosados pies descalzos y el resplandor dorado de sus rizos. Estaba intensamente seria, y nunca tuve antes tal sentimiento de haber perdido una ventaja, ganada anteriormente de modo tan prodigioso, como al verla dirigirse a mí con un reproche.

—Eres terrible —me dijo—. ¿Dónde estabas?

En vez de echarle en cara su propia conducta, me encontré tratando de explicar la mía. Ella también se explicó después, con la más encantadora sencillez. De pronto se había dado cuenta de que yo no estaba en la habitación y había salido a buscarme. Me dejé caer en un asiento con la alegría de su recuperación y sintiéndome un poco débil; y ella se encaramó en mis rodillas y apretó su carita contra mi mejilla. La luz de la vela iluminaba aquel pequeño rostro maravilloso, aún con los rubores del sueño; y recuerdo que cerré los ojos por un instante, bostezando conscientemente, como bajo los efectos de algo muy bello, iluminado por su propia luz.

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