Otra vuelta de tuerca (3 page)

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Authors: Henry James

Tags: #Fantástico, Terror

II

Me acordé de esto cuando, dos días más tarde, salí en compañía de Flora a recibir al pequeño caballero, como lo llamaba la señora Grose; sobre todo debido a un incidente que se produjo la segunda noche y que me desconcertó profundamente. El primer día había sido en conjunto, como he dicho, tranquilizador; pero no tardó en soplar un viento amenazante. Aquella misma noche el correo, que pasó muy tarde, traía una carta destinada a mí. El sobre contenía otro, sin abrir, dirigido a mi patrón, quien incluía la siguiente nota:

"Por la letra veo que la carta adjunta es del director de la escuela, el tipo más pesado que pueda existir. Léala, por favor, y entiéndase con él; por favor, no me informe de nada. Ni una palabra. ¡Yo he quedado fuera del juego!"

Rompí el sello con un gran esfuerzo, tan grande que me costó un buen rato hacerlo; me llevé la carta a mi habitación y la leí cuando estaba ya por acostarme. Lamenté no haberlo hecho a la mañana siguiente, pues aquella lectura me produjo la segunda noche de insomnio. A la mañana siguiente, sin nadie a quien recurrir en busca de consejo, me sentí presa de la aflicción; finalmente, logré sobreponerme al abatimiento y decidí que lo mejor sería sincerarme, por lo menos, con la señora Grose.

—¿Qué significa eso? ¡El niño ha sido expulsado de la escuela!

La mirada que me lanzó fue muy extraña, pude advertirlo; luego, haciendo un visible esfuerzo para disimular, pareció serenarse.

—Pero, ¿no los envían a todos...?

—¿A casa...? Sí. Pero sólo durante las vacaciones. En cambio, Miles nunca podrá volver.

La señora Grose enrojeció.

—¿No lo aceptarían?

—Se niegan terminantemente a readmitirlo.

La buena mujer alzó los ojos, que había mantenido bajos; vi que estaban llenos de lágrimas.

—¿Qué ha podido hacer?

Dudé un instante, y luego juzgué preferible pasarle la carta. Cuando se la tendí, ella se llevó las manos a la espalda, movió tristemente la cabeza y me dijo:

—Esas cosas no son para mí, señorita.

¡Mi consejera no sabía leer! Parpadeé al advertir mi error, que traté de atenuar de la mejor manera posible, volví a abrir el sobre y le leí la carta; luego la guardé de nuevo en el bolsillo.

—¿Es realmente malo? —le pregunté.

Tenía aún los ojos llenos de lágrimas.

—¿Dicen eso los caballeros?

—No entran en detalles. Simplemente declaran que es imposible que el niño continúe en la escuela. Eso sólo puede significar una cosa...

La señora Grose escuchaba con reconcentrada emoción; pero, en vista de que no me preguntaba qué podía significar, y tratando de expresar mis pensamientos de la manera más coherente, añadí:

—Que su presencia constituye una ofensa para los otros alumnos.

Al oir aquello, con uno de esos rápidos cambios emocionales típicos del pueblo, se enardeció.

—¡El señorito Miles! ¿Una ofensa,
él
?

La influencia de su buena fe fue tal que, aunque yo no había visto todavía al niño, la idea llegó a parecerme absurda. De pronto me di cuenta de que, para igualar a mi compañera, yo misma exclamaba en tono sarcástico:

—¡Sí! ¡Para sus pobres e inocentes compañeros!

—¡Es espantoso —gritó la señora Grose— que puedan decir cosas tan crueles! ¡El niño no ha cumplido siquiera los diez años!

—Sí, sí, es increíble.

La señora Grose, evidentemente, estaba agradecida por mi apoyo.

—Ante todo, señorita, véale; entonces podrá juzgar por sí misma.

Sentí una nueva impaciencia por conocerlo; fue el principio de una curiosidad que en las siguientes horas alcanzaría una intensidad casi dolorosa. La señora Grose era consciente del efecto que habían producido en mí sus palabras y añadió, para reforzar el efecto:

—¡Imagine que dijeran eso de nuestra jovencita...! —para concluir, un instante después—: ¡Mírela!

Volví la cabeza y vi que Flora, a quien diez minutos antes había dejado en el salón de clases con una hoja de papel blanco, un lápiz y una plana de hermosas y redondas oes, se encontraba en ese momento bajo el dintel de la puerta. Manifestaba en sus modales un extraordinario desprecio hacia las tareas que le resultaban desagradables, mirándome, sin embargo, de un modo que parecía demostrar que aquel desprecio obedecía al afecto que yo le inspiraba y que la obligaba a seguirme. No fue necesario más para que yo sintiera toda la fuerza de la comparación de la señora Grose; y, abrazando a mi discípula, la cubrí de besos con un suspiro de reparación.

A pesar de todo, durante el resto del día aceché otra ocasión para acercarme a mi colega, especialmente cuando, hacia el atardecer, comencé a sospechar que ella estaba tratando de evitarme. Recuerdo que la abordé en el rellano de la escalera; bajamos juntas y, al llegar abajo, la detuve poniéndole una mano sobre el brazo.

—Considero lo que me dijo este mediodía como una declaración de que
usted
nunca ha sabido que se portara mal.

La señora Grose echó hacia atrás la cabeza; ya para entonces había adoptado muy claramente una actitud, aunque de la manera más honesta posible.

—¿Que nunca he sabido...? ¡Oh, no pretendí decir
eso
!

—Entonces, ¿cree usted que Miles puede ser malo?

—En efecto, señorita, a Dios gracias.

Después de pensar un momento, acepté aquella declaración.

—¿Quiere usted decir que un niño que nunca...?

—¡Para
mí,
no es un niño!

Apreté aún más.

—¿Quiere usted decir que un niño tiene que ser travieso? —y en seguida, anticipándome a su respuesta, continué—: Yo opino lo mismo. Claro que no hasta el grado de contaminar...

—¿Contaminar?

Aquella extraña expresión la había desorientado.

—Corromper —le aclaré.

Me miró fijamente mientras yo pronunciaba la nueva palabra, luego estalló en una extraña carcajada.

—¿Teme que Miles pueda
corromperla
?

Me hizo aquella pregunta con una ironía tan evidente, que tuve que reírme también, aunque un poco nerviosa tal vez, para no ponerme en ridículo.

Pero al día siguiente, poco antes de salir, volví a abordarla en otra parte de la casa.

—¿Cómo era la dama a la que he venido a sustituir?

—¿La última institutriz? Era también joven y guapa, casi tan joven y guapa como usted, señorita.

—¡Ah!, me imagino entonces que su belleza y juventud la ayudaron... —murmuré— parece que a él le gusta que seamos jóvenes y guapas.

—¡Desde luego! —afirmó la señora Grose—. Le gusta que todo el mundo sea así —y no bien había dicho aquello cuando se apresuró a añadir—: Me refiero, claro, al amo.

La aclaración me desconcertó.

—¿A quién se refería usted antes?

—Claro está que a él —dijo la señora Grose con voz neutra, pero ruborizándose.

—¿Al amo?

—¿A quién, si no?

Era tan evidente que no podía referirse a ninguna otra persona, que un segundo más tarde había dejado de pensar que la señora Grose había dicho por accidente más de lo que pretendía decir; y me limité a preguntarle lo que me interesaba saber.

—¿Vio
ella
algo en el niño que...?

—¿Que no estuviera bien? Nunca me habló de ello. Tenía algunos reparos, pero logré superarlos.

—¿Era una persona cuidadosa...?

La señora Grose parecía luchar por ser precisa.

—Sí... en determinadas cosas.

—¿Pero no en todas?

La señora Grose se quedó meditando un instante.

—Bueno, señorita, ella ya ha muerto; no quiero andar contando historias.

—Comprendo muy bien sus sentimientos —me apresuré a responder; pero al cabo de unos instantes me pareció que a aquella concesión no se oponía preguntarle—: ¿Murió aquí?

—No... Ya se había marchado.

No sé por qué la concisión de la señora Grose me pareció tan ambigua.

—¿Se marchó... para morir? —insistí.

La señora Grose miró hacia la ventana, pero a mí me parecía que tenía derecho a saber qué les aguardaba a las jóvenes institutrices de Bly.

—¿Quiere decir que enfermó y regresó a su casa?

—No enfermó, que yo sepa, aquí. Se marchó a su casa, a fin de año, para pasar allá unas breves vacaciones a las que, sin duda, tenía derecho, después del tiempo que llevaba aquí. Teníamos entonces a una niñera, una joven que había continuado con nosotros y era buena y competente. Aceptó quedarse con los niños durante ese tiempo. Pero nuestra institutriz no volvió y, precisamente cuando la estábamos esperando, me informó el amo que había muerto.

—Pero ¿de qué? —volví a preguntar.

—¡Nunca me lo dijo! Si me lo permite usted, señorita —terminó la señora Grose—, debo volver a mi trabajo.

III

Por fortuna, la manera como la señora Grose me dio la espalda en aquella ocasión no fue un obstáculo para el desarrollo de nuestra mutua estimación. Por el contrario, después de que regresé con el pequeño Miles, nuestras relaciones se volvieron más íntimas, siempre sobre la base del asombro que me causaba el hecho de que aquel niño que acababa de conocer hubiera sido objeto de una expulsión. Llegué con cierto retraso al lugar fijado para el encuentro y, al observarlo mientras él permanecía buscándome con la mirada en la puerta de la posada donde lo había depositado el cochero, pensé que en aquel instante captaba de él, de dentro y fuera de su ser, la misma positiva fragancia de pureza que había percibido desde el primer momento en su hermanita. Era de una hermosura sin par, y la señora Grose lo había descrito perfectamente: su presencia lo derribaba todo, excepto una especie de apasionada ternura hacia él. Lo que entonces me arrebató el corazón fue ese algo divino que nunca he visto, ni antes ni después, en ningún otro niño; aquel aire indescriptible de no saber nada de las cosas de este mundo, fuera del amor. Resultaba imposible asociar una mala fama con semejantes dulzura e inocencia, y mientras volvía yo con él a Bly no hacía más que pensar con estupor, con una sensación casi de ultraje, en el significado de la carta que guardaba encerrada en una gaveta de mi cuarto. Tan pronto como pude cambiar unas palabras con la señora Grose, le manifesté mi asombro: aquello era grotesco. Ella me comprendió en seguida.

—¿Se refiere usted a ese cruel cargo contra el niño?

—Es imposible sostenerlo un solo instante. ¡Mírelo usted, querida amiga!

La señora Grose sonrió ante mi pretensión de haber descubierto el encanto del chiquillo.

—Puedo asegurarle, señorita, que yo no he creído una sola palabra —e inmediatamente añadió—: ¿Qué va a decirles ahora?

—¿En respuesta a la carta? —yo ya había tomado para entonces una decisión—. ¡Nada!

—¿Y a su tío?

Fui tajante.

—¡Nada!

—¿Y al niño?

Estuve maravillosa.

—¡Nada!

La señora Grose se llevó a la boca la punta de su delantal.

—Yo estoy de su lado, señorita —afirmó—. Procuraremos arreglarlo todo.

—¡Lo arreglaremos! —exclamé ardientemente, tendiéndole la mano para sellar nuestro juramento.

La señora Grose retuvo mi mano un momento y luego volvió a llevarse el delantal a la boca con la mano que le quedaba libre.

—¿Le importaría, señorita, que me tomara la libertad...?

—¿De besarme? ¡Por supuesto que no!

Estreché entre mis brazos a la buena señora y, después de habernos besado como hermanas, me sentí aún más fortalecida e indignada.

Al recordar esos días —tan densos que al describirlos veo lo difícil que resulta hacer que se entiendan claramente— lo que más me asombra es la situación que acepté. Había convenido con mi compañera arreglar la situación y diríase que me hallaba bajo el efecto de un hechizo que parecía tender un velo sobre las dificultades de semejante empresa. Me hallaba en la cima de una inmensa ola de infatuación y piedad. En mi ignorancia, confusión y, tal vez, vanidad, me era fácil suponer que podría entendérmelas con un muchacho cuya educación para el mundo debía de comenzar apenas. Ni siquiera logro recordar qué proyectos fragüé para el final de sus vacaciones y la reanudación de sus estudios. Se esperaba que durante aquel encantador verano yo le daría clases; pero ahora me doy cuenta de que, durante varias semanas, quien recibió lecciones fui yo. Aprendí —por lo menos, al principio— algo que no había figurado en las enseñanzas de mi anodina y tranquila vida; aprendí a divertirme, e incluso divertir a otros, y a no pensar en el mañana. Por primera vez, en cierto modo, conocía yo el espacio, el aire y la libertad, la música entera del verano y los misterios de la naturaleza. Era objeto de atenciones... y aquella consideración me llenaba de gozo. ¡Oh, era una trampa —una trampa involuntaria, pero profunda— a mi imaginación, a mi delicadeza, tal vez a mi vanidad; a todo lo que había en mí de más excitable! El mejor modo de describir la situación sería diciendo que me cogió enteramente desprevenida. Los niños me daban tan pocas molestias... eran de una amabilidad tan extraordinaria... Yo solía meditar, aunque con una vaguedad absoluta, acerca de cómo el áspero futuro —todos los futuros son ásperos— los trataría y podría lastimarlos. Estaban en la flor de la salud y la felicidad; y, sin embargo, como si yo hubiera estado a cargo de un par de pequeños príncipes de la sangre, para quienes todas las cosas debían ser previstas de antemano, la única forma que en mi imaginación podían asumir los años venideros era la de una expansión romántica, una expansión real del jardín y el parque. Es posible, por supuesto, que lo que repentinamente sucedió diera a toda la época anterior el encanto de la inmovilidad... ese apaciguamiento en que todo se concentra y recoge. El cambio equivalió, en efecto, al salto de una fiera.

Durante las primeras semanas, los días fueron largos; a menudo me permitían lo que yo solía llamar mi hora de asueto, esa hora en que, una vez cenados y acostados mis pupilos, yo tenía, antes de retirarme definitivamente a descansar, un pequeño intervalo de soledad. A pesar de lo mucho que me complacían mis compañeros, aquella hora era la cosa que más me gustaba de todo el día; sobre todo me gustaba cuando, a la luz moribunda del atardecer, con el último canto de los pájaros, bajo un cielo violeta y entre los viejos árboles, podía dar una vuelta por el jardín y disfrutar, casi con una sensación de propiedad que me divertía y halagaba, la belleza y la dignidad del lugar. Era un placer sentirme en aquellos momentos tranquila y justificada; e, indudablemente, reflexionar acerca de que gracias a mi discreción, a mi buen sentido y a la respetabilidad intachable de mi comportamiento, yo también estaba complaciendo —¡si alguna vez llegaba él a pensar en ello!— a la persona a cuya influencia había cedido. Lo que yo estaba haciendo era lo que él había esperado de mí, y el que
pudiera
hacerlo me producía una alegría mucho mayor de lo que me había imaginado. Me atrevo a decir que me veía a mí misma como una joven notable y me consolaba pensando que eso sería un día reconocido públicamente. Y el caso es que necesitaba ser notable para enfrentarme a las cosas notables que comenzaron a dar de pronto señales de vida.

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