—¡Mi querido, mi pequeño Miles!
Mi rostro estaba sobre el suyo, y permitió que lo besara, aceptando aquel arrebato con indulgente buen humor.
—¿Y eso, querida?
—¿No hay nada... nada en absoluto que desees decirme?
Se volvió un poco hacia el otro lado, clavando la mirada en la pared y levantando una mano y mirándola después, como hacen a veces los niños enfermos.
—Ya se lo he dicho... Se lo dije esta mañana.
Me inspiró un gran dolor.
—¿Que no quieres que te moleste más?
Volvió a mirar en derredor suyo, como en reconocimiento de que le había comprendido bien; luego añadió, con la misma cortesía de siempre:
—Que me deje solo.
Pronunció aquellas palabras con cierta dignidad, y yo me puse de pie lentamente, dispuesta a marcharme. Dios sabía que nunca había querido importunarlo con mi presencia, pero sentí que al darle la espalda lo estaba yo abandonando, que lo estaba, para decirlo con más exactitud, perdiendo.
—He empezado a escribir una carta a tu tío.
—¡Bueno, termínela entonces!
Esperé un minuto.
—¿Qué sucedió antes?
Me volvió a mirar fijamente.
—¿Antes de qué?
—¿Antes de que regresaras de la escuela? ¿Y antes, antes de que te marcharas a ella?
Permaneció un buen rato en silencio, sin dejar de mirarme. Finalmente murmuró...
—¿Qué sucedió?
El sonido de sus palabras, en que por primera vez me pareció descubrir cierto tono de inseguridad, me hizo caer de rodillas a su lado y tratar una vez más de apoderarme de él.
—¡Mi querido, mi pequeño Miles, si supieras cuánto deseo ayudarte! Es sólo eso, sólo eso; preferiría morir antes de hacerte daño o molestarte... Me moriría antes de tocarte un cabello. Mi pequeño Miles... —y estallé, aun pensando que había ido demasiado lejos—, ¡sólo quiero que me ayudes a salvarte!
Sí, había ido demasiado lejos; lo supe un momento después. La respuesta a mi solicitud fue inmediata, pero llegó de lejos y en forma de una extraordinaria corriente helada y un temblor en el dormitorio, tan fuerte, que parecía que aquella corriente de viento lo sacudiera todo. El niño profirió un grito estridente y me resultó imposible saber si era de júbilo o de terror. Me puse en pie de un salto, consciente de la oscuridad. Durante un momento, permanecimos así, mientras yo miraba a mi alrededor y veía que la ventana continuaba cerrada y las cortinillas no se movían.
—Se ha apagado la vela —exclamé.
—¡Fui yo quien sopló, querida! —dijo Miles.
Al día siguiente, después de la clase, la señora Grose encontró un momento para preguntarme en voz baja:
—¿Escribió usted, señorita?
—Sí, he escrito —pero no añadí que la carta, cerrada y franqueada, estaba aún en mi bolsillo.
Había tiempo suficiente para enviarla antes de que el mandadero fuera al pueblo. Entretanto, por el comportamiento de mis pupilos, se hubiera creído que ninguna mañana podía ser más brillante ni más ejemplar. Como si ambos se hubiesen puesto de acuerdo, sin necesidad de palabras, para eliminar cualquier reciente fricción. Se aplicaron maravillosamente en sus ejercicios de aritmética, superando casi mis conocimientos en la materia, y desempeñaron con más entusiasmo que nunca la representación de algunos personajes históricos y algunas características geográficas. Era evidente en Miles el deseo de demostrarme con qué facilidad podía seducirme. Aquel niño vive en mi recuerdo en un marco de belleza y dolor que ninguna palabra podría traducir; cada uno de sus impulsos revelaba una innata distinción. A simple vista, no existía ninguna criatura más franca, más inteligente, más ingeniosa y más extraordinariamente aristocrática. Tenía que ponerme perpetuamente en guardia contra el arrobo que su simple contemplación despertaba en mí; suprimir la mirada de asombro y el suspiro de abatimiento que se alternaban en mí cada vez que me enfrentaba con él y renunciaba a descifrar el enigma que constituía la conducta de aquel pequeño caballero y por qué había recibido un castigo tan severo. Sabía yo que, por un oscuro prodigio, la imaginación de toda maldad había sido abierta ante él, pero todo lo que de justo había en mí rechazaba la idea de que aquello hubiera podido florecer en un acto.
Nunca lo había visto tan caballeroso como cuando, después del almuerzo de aquel monstruoso día, se acercó a mí para preguntarme si deseaba que durante una media hora me interpretara algo. David, tocando ante Saúl, no hubiera mostrado un sentido más agudo de la oportunidad. Fue literalmente una encantadora exhibición de tacto, de magnanimidad, la que se permitió al decirme:
—Los verdaderos caballeros, cuyas historias tanto nos gusta leer, jamás se aprovechaban demasiado de una ventaja. Sé lo que está usted pensando; en este momento piensa: "Vete de aquí y déjame en paz... Ya no te seguiré a todas partes, ni te espiaré... Puedes ir y venir a donde se te antoje..." Bueno, he venido, pero no me iré. Hay tiempo más que suficiente para eso. Me siento muy a gusto en su compañía y quiero demostrarle que, si he luchado, ha sido sólo por cuestión de principios.
Es fácil suponer que no resistí a ese llamamiento ni dejé de acompañarle de nuevo, cogido de la mano, a la sala de las clases. Miles se sentó ante el viejo piano y tocó como nunca antes lo había hecho; y si alguien opina que mejor hubiera sido que jugara fútbol, sólo puedo decir que estoy enteramente de acuerdo. Porque, al final del lapso que, bajo su influencia, había dejado de pensar, comencé a tener la extraña sensación de que me había dormido en mi sitio. Aquello ocurría después de la comida y frente al fuego y, sin embargo, en modo alguno me había dormido; lo que había hecho era mucho peor: me había olvidado. ¿Dónde estaba Flora?
Cuando formulé la pregunta a Miles, siguió tocando un minuto antes de responder; luego dijo:
—¿Cómo podría
yo
saberlo, querida?
Y a continuación estalló en una feliz carcajada, prolongándola inmediatamente después, como si fuera un acompañamiento vocal, en un canto incoherente y extravagante.
Me dirigí inmediatamente a mi dormitorio, pero la niña no estaba allí; luego, antes de bajar, busqué en las otras habitaciones. Al no encontrarla, pensé que podía estar con la señora Grose y fui inmediatamente a buscar a ésta para comprobarlo. La encontré donde la había hallado la noche anterior, pero ella respondió a mi pregunta con una ignorancia absoluta. Suponía que después de la comida había llevado a ambos hermanos a la planta superior; y tenía toda la razón en pensar de esa manera, ya que era la primera vez que permitía que la niña no estuviera ante mi vista sin haber tomado previamente las medidas convenientes. Por supuesto, podía hallarse con alguna sirvienta, así que procedí a buscarla de inmediato en aquella sección, sin dar muestras de alarma. Pero cuando, diez minutos después, mi compañera y yo volvimos a encontrarnos en el pasillo, fue sólo para comunicarnos mutuamente nuestro fracaso. Durante un momento, cambiamos mutuas miradas de inquietud, y así pude ver, con el mayor interés, que mi amiga compartía mis desvelos.
—Debe de estar arriba —dijo la señora Grose—, en una de las habitaciones que no ha registrado.
—No, está más lejos —repliqué con absoluta convicción—. Ha salido.
La señora Grose se me quedó mirando.
—¿Sin sombrero?
—¿Acaso esa mujer no va siempre sin sombrero?
—¿Está con
ella
?
—¡Sí lo está! —aseguré—. Tenemos que encontrarlas. Puse mi mano sobre el brazo de mi amiga, pero ella no respondió a mi presión. Por el contrario, permaneció en el mismo sitio mirándome con ansiedad.
—¿Y dónde está el señorito Miles?
—¡Oh! Él está con Quint. En el salón de las clases.
—¡Dios mío, señorita!
Me daba cuenta de que mi aspecto y, supongo, mi tono no habían sido nunca tan serenos como cuando afirmé:
—El truco le ha dado buen resultado; han tramado un plan. Miles encontró un medio divino para retenerme mientras ella salía.
—¿Divino? —inquirió la señora Grose, asombrada.
—Digamos infernal, entonces... —respondí casi jubilosamente—. También él se ha beneficiado con esto. ¡Vamos, de prisa!
La señora Grose levantó los ojos, con expresión angustiada, hacia las regiones superiores.
—¿Va a dejarlo...?
—¿A solas con Quint? Sí, eso no importa ahora.
En otras ocasiones parecidas, la señora Grose terminaba por asirme con firmeza la mano; en ésa me retuvo unos instantes.
—¿Se debe esto a su carta? —me preguntó ansiosamente, sin reparar en mi impaciencia.
Rápidamente, a guisa de respuesta, saqué la carta del bolsillo y se la mostré; luego, desprendiéndome de su mano, la deposité encima de la gran mesa del vestíbulo.
—Luke la llevará —dije mientras regresaba a reunirme con mi amiga.
Me dirigí luego a la puerta de la casa y la abrí. Un momento después cruzaba el umbral.
Mi compañera me seguía. La tormenta de la noche y de las primeras horas de la mañana había amainado, pero la tarde era húmeda y gris. Bajé los peldaños de la entrada mientras la señora Grose se acercaba a la puerta como a regañadientes.
—¿No se cubre usted?
—¿Qué me puede eso importar ahora, cuando la niña no lleva nada encima? No puedo esperar a vestirme —le grité—, y si usted va a hacerlo, tendré que dejarla. Busque mientras tanto en las habitaciones de arriba.
—¿Con
ellos
allí?
Y, al decir aquello, la pobre mujer se reunió conmigo apresuradamente.
Nos dirigimos directamente hacia el lago, como lo llamaban en Bly, y me atrevo a decir que a justo título, aunque es posible que aquella superficie líquida fuera menos imponente de lo que mis inexpertos ojos suponían. Mis conocimientos, a este respecto, eran mínimos, y el estanque de Bly, en las pocas ocasiones en que, bajo la protección de mis alumnos, había recorrido su superficie, en el viejo bote de fondo plano atracado a la orilla para nuestro uso, me había impresionado por su extensión y agitación. El embarcadero se hallaba situado a una media milla de la casa, pero yo tenía la íntima convicción de que Flora no se encontraba cerca de ésta. No se había librado de mi vigilancia para correr una aventura y, después del día en que compartimos aquella terrible visión junto al estanque, yo me había dado cuenta, durante nuestros paseos, de cuál era el lugar que ejercía sobre ella mayor fascinación. Por eso aquella vez tomé una dirección determinada, con gran asombro de la señora Grose, que parecía oponer alguna resistencia.
—¿Va usted hacia el agua, señorita? ¿Piensa usted que se ha metido...?
—Es posible, aunque la profundidad aquí es muy grande. Pero estoy casi convencida de que ha ido al lugar desde el cual, el otro día, vimos juntas lo que le conté.
—¿La vez que pretendió no ver...?
—Sí, con aquel impresionante dominio de sí misma... Estaba segura de que deseaba volver sola. Y ahora su hermano le ha facilitado el medio.
La señora Grose permanecía de pie en el mismo lugar donde se había detenido.
—¿Cree usted que en verdad hablan de ellos?
Le respondí en un tono confidencial.
—Dicen cosas que, si las oyéramos, nos quedaríamos abrumadas...
—¿Y si la niña está allí?
—¿Qué?
—¿Supone que también estará la señorita Jessel?
—Desde luego. Ya lo verá.
—¡Oh, no, gracias! —exclamó mi amiga, plantando firmemente los pies en el suelo, de manera que yo seguí caminando sin ella.
Sin embargo, cuando llegué al estanque comprobé que me había seguido a cierta distancia y comprendí que, como fuera, mi presencia le parecía paliar en cierto modo el peligro. Cuando pudimos divisar la mayor parte de la superficie del lago sin que apareciera la niña, exhaló un suspiro de alivio. No había rastro de Flora en esa parte de la playa, ni tampoco en el lado opuesto, situado a unas veinte yardas. El estanque, de forma oblonga, tenía una anchura desproporcionada a su longitud; era imposible, desde un extremo, ver el otro, por lo que parecía ser un río tranquilo. Miramos la superficie vacía, y yo, al ver una sugerencia en los ojos de mi amiga, respondí con un movimiento negativo de cabeza.
—No, no, espere. Se ha llevado el bote.
Mi compañera contempló el embarcadero vacío y luego tendió la vista a través del lago.
—Entonces, ¿dónde está?
—El hecho de que no la veamos es la mejor prueba. Lo ha utilizado para cruzar el lago y luego ha logrado ocultarlo.
—¿Ella sola...? ¿La niña...?
—No está sola; y en tales momentos deja de ser una niña, es una vieja.
Escruté toda la playa visible mientras la señora Grose, quizás impresionada por los extraños hechos que le presentaba, volvió a someterse a mi voluntad; luego sugerí que el bote podía estar oculto en un pequeño refugio formado por los matorrales de la ribera.
—Pero, si el bote está allí, ¿dónde podrá estar ella? —preguntó ansiosamente mi colega.
—Eso es precisamente lo que debemos averiguar —y eché a andar de nuevo.
—¿Vamos a darle la vuelta...?
—Desde luego. No nos llevará más de diez minutos, pero es bastante lejos para que la niña haya preferido no caminar. Cruzó la línea recta.
—¡Cielos! —gritó mi amiga nuevamente; los engranajes de mi lógica eran demasiado abrumadores para ella.
Echó a andar tras de mí y, cuando habíamos recorrido la mitad del camino, un trayecto realmente fatigoso, debido a que el sendero estaba cubierto de maleza, hice una pausa para que la pobre pudiera tomar aliento. La cogí del brazo asegurándole que podía ayudarme mucho; y luego reanudamos la marcha, de modo que al cabo de unos minutos llegamos al lugar donde yo había supuesto que estaría el bote, y donde en efecto, lo encontramos. Intencionadamente, lo habían dejado fuera de la vista; estaba atado a una estaca plantada en la orilla, residuo de una vieja cerca, que le había servido sin duda de ayuda para desembarcar. Reconocí, al examinar el par de nudos, perfectamente hechos, la prodigiosa hazaña de la niña; pero ya, para esas alturas de mi permanencia en Bly, había vivido entre tantas maravillas y gemido bajo el peso de tantas cosas asombrosas... Había una puerta en la cerca, pasamos por ella y nos condujo a un espacio más despejado.
—¡Allí está! —gritamos de pronto, al unísono.
Flora, a poca distancia del bote, se erguía ante nosotras sonriendo como si su hazaña fuera ahora completa. La siguiente cosa que hizo fue detenerse y recoger, como si aquello fuera el objetivo de su excursión, un manojo feo y marchito de helechos blancos. Inmediatamente adiviné que salía del matorral. Nos esperó sin dar un paso más y no dejó de ver la extraña solemnidad con que nosotras nos acercamos a ella. Flora no hacía más que reír en medio de un silencio cada vez más ominoso. La señora Grose fue la primera en romper el hechizo; corrió hacia donde estaba la niña, se dejó caer de rodillas y la mantuvo aprisionada en un largo abrazo. No sé cuánto duró aquella efusión; yo me limité a mirar la escena, aumentando la intensidad de mi observación al ver que Flora me miraba a su vez por encima de nuestra compañera. Envidié en ese momento, dolorosamente, la sencillez de la relación que la señora Grose podía establecer. Sin embargo, en todo aquel tiempo no ocurrió entre nosotras nada que no fuera ese intercambio de miradas. Lo que tanto la niña como yo nos dijimos fue que ya los pretextos eran virtualmente inútiles. Cuando, al fin, la señora Grose se puso de pie y tomó a la niña de la mano, la reticencia de nuestra comunión fue todavía más clara en la mirada que en ese instante la niña me dirigía: "¡Que me cuelguen si hablo!", parecía decir.