—¿Tan mal le ha sentado Bly de repente?
—No tan de repente como te imaginas. La cosa se veía venir.
—Entonces, ¿por qué no la hicieron salir antes de aquí?
—¿Antes de qué?
—Antes de que estuviera demasiado enferma para viajar.
—No está demasiado enferma para viajar —le respondí sin pérdida de tiempo— lo hubiera estado de haberse quedado aquí. Este era el momento preciso para que emprendiera el viaje. El cambio de aires disipará las malas influencias...
Realmente, podía enorgullecerme de mí misma por mi dominio.
—Comprendo, comprendo —dijo Miles.
Su aplomo era comparable al mío. Empezó a comer con aquella distinción de modales que yo había admirado desde el día de su llegada y que me ahorraba la pesada carga de tener que estar reprendiéndolo en la mesa. Por todo podrían haberlo expulsado de la escuela, menos por malos modales en la mesa. Ese día se mostraba tan irreprochable como siempre, pero había algo indudablemente deliberado en su actitud. Era evidente que estaba tratando de dar por sentadas más cosas de las que sabía sin ayuda de nadie, con entera facilidad; y se sumió en un apacible silencio mientras estudiaba la situación. Nuestro almuerzo fue de lo más breve que pueda imaginarse. Apenas pude probar bocado, e hice que rápidamente la doncella levantara la mesa. Mientras tanto Miles permanecía de pie con las manos nuevamente en los bolsillos y de espaldas a mí, mirando a través de la ventana del comedor que en otra ocasión tanto me había sobresaltado. Continuamos en silencio hasta que la doncella se hubo marchado; tan en silencio, se me ocurrió humorísticamente, como una joven pareja que, en su viaje de bodas, en la posada, se sienten cohibidos por la presencia del camarero. Cuando la doncella cerró la puerta, Miles se volvió en redondo.
—Bueno... al fin estamos solos —dijo.
—Sí, más o menos —me imagino que mi sonrisa debió ser bastante desmayada—. No del todo. ¡No creo que nos guste estar completamente solos! —añadí.
—No, supongo que no. Desde luego, están los demás.
—Están los demás... están los demás —repetí.
—Sin embargo —me dijo, aún con las manos en los bolsillos y parado frente a mí—, los demás no cuentan demasiado, ¿no le parece?
Traté que no advirtiera el temblor de mi voz.
—Depende de lo que consideres "demasiado".
—Sí —dijo fríamente—, todas las cosas dependen de algo.
Y a continuación volvió a asomarse a la ventana, apoyó su frente en el cristal y permaneció durante largo rato contemplando los estúpidos arbustos, que tan bien conocía yo, y el severo paisaje de noviembre. Yo tenía siempre el refugio de mis labores de punto, con las cuales en ese momento me dirigí al sofá. Atrincherándome allí, lo mismo que hice repetidamente en los momentos de tormento que ya he descrito, aquellos en que sabía que los niños se entregaban a algo que me estaba vedado, me preparé, como ya me era habitual, para lo peor. Pero una impresión extraordinaria creció en mí mientras hallaba un significado en la encogida espalda del niño: nada menos que la impresión de que en ese momento no me excluía. Ese pensamiento cobró en unos minutos toda su intensidad y me llevó a la inmediata deducción de que quien positivamente estaba excluido era él. Los marcos y los vanos del gran ventanal formaban para él una especie de imagen de fracaso. Su actitud era admirable, pero no cómoda, y una nueva esperanza renació en mí. ¿No buscaba acaso, más allá de los cristales encantados, algo que no podía ver? ¿Y no era la primera vez en toda la temporada que aquello le ocurría? La primera, sí, la primera vez y aquello me pareció prodigioso. Parecía estar ansioso, aunque vigilaba y controlaba sus reacciones; lo cierto es que había estado ansioso todo el día, incluso cuando se sentó a la mesa y echó mano de todo su talento para disimularlo. Cuando, finalmente, se volvió hacia mí, tuve la impresión de que todo aquel talento había sucumbido.
—Bueno, creo que me alegro de que a mí sí me sienta bien Bly.
—Supongo que en estas últimas veinticuatro horas habrás podido ver más que en todo el tiempo anterior. Espero —continué valientemente— que hayas disfrutado de tus paseos.
—¡Oh, sí! Nunca había caminado tanto... recorrí millas y millas. Nunca me había sentido tan libre.
Tenía una manera de expresarse muy personal, y lo único que yo podía hacer era tratar de situarme a su nivel.
—Y bien, ¿te ha gustado?
Permaneció sonriendo frente a mí y luego puso en cuatro palabras un caudal de significación mayor que el que yo me hubiera podido imaginar en una frase tan breve.
—¿Le gusta a usted? —y, antes de que hubiese tenido tiempo de responder, añadió como si considerara su pregunta como una impertinencia—: Me parece que lo ha tomado de un modo magnífico, pues, por supuesto, si ahora estamos solos, es usted quien está más sola. Espero —concluyó— que no le importe demasiado.
—¿Cómo no iba a importarme algo que tiene relación contigo? —respondí—. Mi querido niño, ¿cómo podía no importarme? Aunque haya renunciado a toda pretensión a tu compañía, puesto que tú estás muy por encima de mí, yo al menos la disfruto enormemente. ¿Por qué, si no, me hubiera quedado aquí?
Miles me miró directamente, y la expresión de su rostro, más grave entonces, me asombró por ser la más bella que nunca había visto en él.
—¿Se quedó aquí sólo por eso?
—Por supuesto. Me he quedado sólo porque soy tu amiga y por el tremendo interés que tengo por hacer todo lo que de mí dependa para ayudarte. Esto no debe sorprenderte —mis esfuerzos por ocultar el temblor de mi voz resultaron inútiles—. ¿No recuerdas lo que dije aquella noche de tormenta, cuando fui a tu dormitorio y me senté en tu cama? Te dije que no había nada en el mundo que no pudiera hacer por ti.
—¡Sí, sí! —Miles, por su parte, cada vez más nervioso, trataba también de dominarse; lo hizo con mucho más éxito que yo y riendo a pesar de la gravedad de su semblante, fingió tomar a broma nuestra conversación—. Sólo que, en mi opinión, lo decía para obtener algo de mí.
—Fue, en parte, para conseguir que hicieras algo —admití— pero sabes bien que no hiciste lo que yo quería.
—¡Oh, sí! —dijo con una impaciencia brillante y superficial—, quería que le dijera algo.
—Exactamente; sin rodeos, quería que me dijeras lo que tienes en la mente; tú lo sabes.
—¡Ah! Entonces, ¿se quedó aquí por eso?
A pesar de que su tono seguía siendo alegre, pude captar una nota de apasionado resentimiento en sus palabras; pero no puedo expresar el efecto que me causó aquel débil inicio de rendición. Me pareció que lo que tanto había anhelado se presentaba sólo para dejarme atónita.
—Bueno, sí... es mejor que te lo diga sin ambages: ha sido precisamente por eso.
Esperé su respuesta un rato tan largo que supuse buscaba el mejor modo de refutar el motivo alegado acerca de mi estancia; pero al fin sólo dijo:
—¿Ahora? ¿Aquí?
—No podría haber mejor lugar ni mejor ocasión.
Miles miró a su alrededor con aire intranquilo y yo tuve la rara impresión de que aquél era el primer síntoma que observaba con el cual tuviera relación el miedo, un miedo inmediato. Fue como si repentinamente me temiera... lo que me pareció que era lo mejor que pudiera ocurrir. Sin embargo, con un esfuerzo inaudito, traté en vano de mostrarme severa. No me fue posible; me oí a mí misma decir, en un tono tan amable que era casi grotesco:
—¿Deseas salir a pasear otra vez?
—¡Oh, sí! ¡Mucho!
Me sonrió heroicamente y su conmovedora bravata dejó de serlo debido al intenso rubor que coloreó sus mejillas. Tomó su sombrero, con el que se había presentado en el comedor, y le daba vueltas entre las manos con evidente nerviosismo. En aquel momento, a pesar de tener la viva sensación de estar a punto de llegar a puerto, experimenté un horror perverso ante lo que estaba haciendo. Hacer aquello era, evidentemente, un acto de violencia, ya que consistía en la introducción de la idea de pecado y de culpa en aquella criatura indefensa que había constituido para mí una revelación sobre las posibilidades de una bella amistad. ¿No era algo vil crearle a aquel ser exquisito una desazón que no conocía? Supongo que ahora puedo leer en nuestra situación con una claridad que entonces me estaba vedada, ya que me parece ver nuestros pobres ojos iluminados con una chispa de previsión de la angustia que nos amenazaba. Por eso dábamos vueltas, con nuestros terrores y escrúpulos, como luchadores que no se atreven a atacar. Cada uno de nosotros temía por el otro. Aquello nos mantuvo en silencio, y sin resultar lastimados, un rato más.
—Se lo diré todo —concedió Miles—. Quiero decir que diré todo lo que usted quiera. Quédese conmigo; lo pasaremos muy bien y se lo diré todo... Lo haré. Pero no ahora.
—¿Por qué no ahora?
Mi insistencia lo hizo volver una vez más a la ventana. Se hizo entre nosotros un silencio durante el cual hubiera podido oírse la caída de un alfiler. Luego se volvió otra vez hacia mí con el aire de una persona que sabe que lo esperan en otra parte.
—Tengo que ver a Luke —dijo.
Hasta entonces no lo había reducido nunca a tener que decir una mentira tan vulgar, y me sentí proporcionalmente avergonzada. Pero, por malo que ello fuera, aquella mentira confirmaba mi verdad. Terminé pensativamente unas cuantas vueltas de mi labor de punto.
—Muy bien, ve a ver a Luke; te espero aquí; confío en tu promesa. Sólo que para satisfacerme tienes que responder, antes de salir, una pregunta insignificante.
Me dio la impresión de que creía haber salido ganando con nuestro convenio.
—¿Realmente insignificante...?
—Sí, una mínima parte del conjunto. Dime si ayer por la tarde cogiste una carta mía que estaba sobre la mesa del vestíbulo.
No pude saber cómo recibió aquellas palabras, porque mi atención sufrió durante un minuto algo que sólo puedo describir como un brutal mazazo, y que me hizo saltar ciegamente para abrazarlo, mientras buscaba a la vez apoyo en el mueble más próximo, tratando instintivamente de mantenerlo de espaldas a la ventana: Peter Quint había aparecido y se erguía como un centinela delante de una cárcel. La siguiente cosa que vi fue que se había acercado a la ventana, pegaba su rostro a los cristales y miraba hacia el interior, ofreciendo a nuestra contemplación su lívido rostro de condenado. Decir que un segundo después había formado ya un propósito, sería expresar de una manera muy burda lo que ocurrió en mi interior a la vista de aquella figura. No creo que ninguna mujer sobrecogida de aquella manera pudiera recobrar en tan poco tiempo el sentido de la acción. Tuve la intuición, en medio del horror de aquella presencia inmediata, de que mi objetivo debía consistir —viendo y enfrentándome a lo que tenía que ver y enfrentar— en evitar que el niño se diera cuenta de su presencia. La inspiración —no puedo emplear otro término— estribó en que comprendiera que eso era precisamente lo que debía hacer. Era como combatir contra un demonio por el rescate de un alma humana. El rostro que estaba junto al mío aparecía tan pálido como aquel otro pegado a la ventana, y súbitamente surgió de él un sonido, ni bajo ni débil, sino como llegado de muy lejos, que yo sorbí ávidamente.
—Sí... la cogí.
Proferí entonces una exclamación de alegría y lo estreché con más fuerza contra mi cuerpo, donde pude sentir, en la fiebre repentina que hizo presa de su cuerpo, los acelerados latidos de un pequeño corazón. No aparté los ojos de la ventana y vi que el monstruoso ser se movía y cambiaba de posición. Lo había comparado con un centinela, pero lo furtivo de sus movimientos me recordó en ese instante a una fiera al acecho. Mi valor era tal, que lo sentí surgir de mí como una llama. Entretanto, el brillo de aquel rostro aparecía nuevamente en la ventana; aquel ser vil estaba decidido a permanecer y esperar. Estaba tan segura de que podía desafiarlo, así como de la falta de reservas del niño para esos momentos, que proseguí.
—¿Por qué la cogiste?
—Para ver que decía de mí.
—¿Abriste la carta?
—Sí, la abrí.
Mi mirada estaba elevada de nuevo a la cara de Miles, cuya expresión burlona había desaparecido para ser sustituida por otra de gran inquietud. Me parecía que lo asombroso era que, finalmente, gracias a mi éxito, sus sentidos estaban cerrados y la extraña comunicación había cesado. Miles sabía que estaba en presencia de algo, pero ignoraba qué era; y aún más ignoraba que yo también estaba en presencia de algo y sí sabía qué era. ¿Qué decir de la emoción que me invadió cuando dirigí de nuevo los ojos a la ventana y comprendí que el abominable ser había desaparecido, que el aire era nítido de nuevo y que aquello se debía a mi triunfo personal? No había nadie allí. Sentí que había ganado y que seguramente me enteraría de todo.
—¡Y no encontraste nada! —exclamé en tono jubiloso. Miles sacudió tristemente la cabeza.
—Nada.
—¡Nada, nada! —casi grité, llena de alegría.
—Nada, nada —volvió a decir entristecido.
Besé su frente. Estaba empapada.
—¿Qué hiciste entonces con ella?
—La quemé.
—¿La quemaste? —pensé que debía decirlo entonces o nunca—. ¿Era eso lo que hacías en la escuela?
¡Oh, que expresión la suya!
—¿En la escuela?
—¿Cogías cartas... u otras cosas?
—¿Otras cosas? —parecía estar pensando en algo muy remoto que sólo alcanzaba a través del peso de su ansiedad. De cualquier manera, lo alcanzaba—. ¿Quiere decir si robaba?
Sentí que se me enrojecían hasta las raíces del cabello, mientras me preguntaba si sería más raro formular aquella pregunta a un caballero o verlo aceptarla con una naturalidad tal que sugería la profundidad en que había caído.
—¿Fue por eso que te prohibieron volver a la escuela?
Ante aquella pregunta, manifestó una leve sorpresa.
—¿Sabía que no podía volver?
—Lo sé todo.
Me dirigió entonces la más larga y más extraña de todas sus miradas.
—¿Todo?
—Todo. Por lo tanto, quiero que me digas si...
No pude repetir la pregunta.
—No, no robé nada.
Mi rostro debió de revelarle que le creía de un modo incondicional; sin embargo, mis manos —aunque era sólo por ternura— lo sacudieron como para preguntarle por qué, si no había hecho nada, me había condenado a todos aquellos meses de tormento.
—¿Qué hiciste entonces?