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Authors: Natsuo Kirino

Tags: #Intriga, policiaco

Out (57 page)

Masako dudó, sin saber qué contestar. Aunque no le incomodaba su compañía, quería estar sola para poder pensar con calma antes de empezar el turno. El guardia se echó a reír.

—Ya sé que el otro día dijo que quería ir sola —afirmó—. No quiero importunarla.

—No se preocupe —respondió Masako—. Si lo prefiere, puede acompañarme parte del camino.

El guardia cogió la linterna que colgaba en su cintura, la encendió y empezó a andar guiando a Masako, que no pudo evitar mirar de nuevo el coche de Kuniko antes de seguirlo. Caminaba con premura y en seguida la adelantó varios metros.

—Tiene mala cara —le dijo—. ¿Se encuentra bien?

Habían dejado atrás las casas que quedaban a la derecha del camino y estaban en el tramo más oscuro del trayecto. Los escasos edificios parecían fundirse con la oscuridad circundante. En el cielo apenas brillaban dos estrellas solitarias. El guardia se detuvo y sus gruesas botas negras quedaron dentro del haz amarillo de la linterna.

—Sí —respondió ella deteniéndose e intentando verle el rostro, pero la gorra se lo impedía.

—¿La chica del Golf es amiga suya?

—Sí.

—¿Por qué ha dejado el trabajo? —preguntó con suavidad.

Masako prosiguió su camino sin responder. No quería hablar de Kuniko. Pero incluso, en medio de la oscuridad, notó que la seguía observando, como si entre ambos se hubiera creado un campo magnético. Se le aceleró el pulso.

—Gracias —se esforzó por decir sin detenerse—. Seguiré sola.

El guardia se quedó donde estaba. Sato y Satake: dos apellidos parecidos; su mano en el hombro había sido demasiado insistente y había preguntado por Kuniko... Masako estaba aturdida. Le resultaba imposible calcular el espesor de la oscuridad que la rodeaba. Ya no sabía qué creer. Incapaz de valorar sus sospechas, echó a correr por el camino.

Al llegar a la fábrica, se dirigió directamente al vestuario en busca de Yoshie, pero no la encontró. Desde el día en que se habían hecho cargo del cadáver de Kuniko no había ido al trabajo. Masako sospechaba que había gastado el dinero que habían cobrado para hacer el traslado. ¿O acaso también le había pasado algo?

Se sentó sola a un extremo de la larga mesa de la sala, escondiendo los mechones de cabello debajo del gorro e intentando pensar en los últimos acontecimientos.

Mientras encendía un cigarrillo, se le ocurrió que Satake podía haber encontrado alguna manera de entrar en la fábrica y miró hacia el grupo de hombres que había en la sala. No había ninguna cara nueva, pero eso no le sirvió para tranquilizarse.

Sacó una tarjeta telefónica de su cartera, se acercó al teléfono público de la sala y marcó el número de móvil de Jumonji.

—¿Es usted, Masako? —preguntó aliviado.

—¿Te pasa algo?

—Nada. Pero es que últimamente he recibido muchas llamadas extrañas y estaba a punto de no contestar —explicó Jumonji amedrentado.

—¿Qué tipo de llamadas?

—Creo que se trata de él. Cuando respondo, un hombre me dice: «Tú eres el siguiente». Ya sé que sólo es una amenaza, pero como lo he visto en carne y hueso se me ponen los pelos de punta.

—¿Y cómo sabe tu número?

—No le habrá sido muy difícil. Como voy dando tarjetas a troche y moche...

—¿Y no dice nada más?

—No. Y utiliza un móvil, no sé de dónde llama. Tengo la sensación de estar vigilado las veinticuatro horas del día. De todos modos, he decidido irme. Cuídese.

—¡Un momento! —se apresuró a decir Masako para que no colgara—. Tengo que pedirte un favor.

—¿De qué se trata?

—El Golf de Kuniko ha aparecido en el parking de la fábrica.

—¿Qué? —exclamó asustado—. ¿Cómo?

—Ni idea —dijo Masako casi en un susurro—. Pero, como es imposible que lo haya traído Kuniko, no me queda más alternativa que suponer que es obra de Satake.

—Entonces está en peligro. Será mejor que se vaya cuanto antes.

—Ya lo sé —respondió ella—. Pero te estaría muy agradecida si pudieras venir al parking y vigilarlo para averiguar quién conduce ese coche.

—Seguro que es él.

—Pero quiero saber adónde va.

—Lo siento, pero no puedo —dijo Jumonji.

Era evidente que sólo pensaba en su integridad. Masako siguió hablándole para calmarlo hasta que finalmente lo convenció para verse en un Denny's a las seis, en cuanto ella terminara el turno.

Por culpa de la llamada estaba a punto de llegar tarde a la cadena. Se apresuró a fichar y bajó la escalera a toda prisa. Los cerca de cien empleados del turno de noche estaban en fila, esperando a que se abrieran las puertas. Masako se puso al final de la cola. Los días en los que ella, Yoshie, Yayoi y Kuniko se disputaban con el resto de empleados los primeros lugares de la fila para poder desempeñar las tareas más sencillas parecían formar parte de un pasado muy lejano.

Las puertas se abrieron y los empleados entraron formando una nueva cola en las picas para lavarse las manos. Masako esperó de nuevo. Cuando le llegó el turno, se acercó a una de ellas y abrió el grifo con el codo. Mientras empezaba a lavarse las manos, tuvo la impresión de que los problemas de los últimos días se aferraban a ella con una obstinación enfermiza, del mismo modo en que la grasa de Kuniko se había aferrado a sus manos, le había pringado los dedos y se había secado bajo sus uñas. Por mucho que frotara, se resistía a abandonarla.

Se enjabonó bien las manos y se las frotó con el cepillo hasta que le quedaron casi en carne viva.

—Si te sangran, no podrás trabajar —le advirtió Komada a su espalda.

—Ya lo sé.

—¿Te pasa algo?

—No.

Masako sumergió las manos en el cubo del desinfectante y se las secó con una gasa esterilizada. A continuación limpió el delantal, pero ese acto le hizo recordar lo difícil que le había resultado limpiar la sangre oscura y pegajosa de Kuniko, y movió la cabeza de un lado a otro para borrar esa imagen.

—Masako —dijo Kazuo al pasar por su lado con el carro cargado de arroz—. ¿Se encuentra bien?

—Sí —respondió ella fingiendo decidir a qué cadena dirigirse.

—Lo tengo en mi taquilla —le anunció Kazuo.

—Gracias. Al ver que nadie había reparado en ellos, Kazuo le susurró:

—Hoy parece alterada.

¿Alterada? ¿Dónde había aprendido esa palabra? Ella lo miró y le pareció más tranquilo que de costumbre, más seguro de sí mismo. Era como si el muchacho que había sido hasta hace poco se hubiera convertido en un adulto digno de confianza. Aunque sólo fuera por esa noche, necesitaba su fortaleza y serenidad.

Nakayama, el encargado, los vio hablando y se acercó.

—¿A qué viene tanta cháchara? ¡A la cadena!

Masako obedeció, no sin pensar que la fábrica guardaba ciertas semejanzas con una prisión. Cualquier conversación privada estaba prohibida, e incluso las necesidades fisiológicas estaban bajo control. Lo único que se esperaba de los empleados era que cumplieran con el trabajo sin rechistar.

—Ánimo.

La voz de Kazuo pareció arroparla como un manto protector... tal vez insuficiente: Yoshie y Yayoi no habían aparecido por la fábrica, Jumonji estaba a punto de huir, y Kuniko estaba muerta, así que se había quedado sola para enfrentarse a Satake. Tenía la impresión de que era eso precisamente lo que él había planeado desde el principio, de que había hecho todo lo posible para aislarla. Concentrada en su trabajo, Masako intentaba averiguar qué podía querer de alguien como ella.

A las cinco y media, cuando terminó el turno, se cambió sin pérdida de tiempo y abandonó la fábrica. Aún no había amanecido. Eso era lo peor del invierno: tanto al empezar como al acabar era noche cerrada.

Se dirigió al parking rápidamente, pero el Golf ya no estaba. ¿Quién y cuándo se lo había llevado? Se quedó un momento inmóvil en medio del parking, imaginando cómo Satake había rodeado su Corolla, cómo había tocado las puertas y cómo había mirado el interior. Debía de haber sonreído al oler su miedo. Al pensar en ello se le puso la piel de gallina. No iba a permitir que jugara con ella. No pensaba terminar como Kuniko.

Como quien se toma una medicina amarga, se esforzó por tragarse no sólo el miedo que sentía en esos momentos, sino también todo lo que tenía atascado en la garganta, como la muerte de Kuniko o la presencia de Satake. Abrió la puerta, entró en el coche helado y lo puso en marcha. Al fin empezaba a vislumbrarse un ligero resplandor blanquecino en el cielo de levante.

Masako tenía la vista clavada en el negro poso de café del fondo de su taza.

No tenía nada más que hacer. Había fumado demasiado y había tomado demasiado café. La camarera ya no se acercaba a su mesa, con la certeza de que no iba a pedir nada más.

Estaba en Denny's, esperando a Jumonji. Eran más de las siete, y el local estaba atestado de gente desayunando antes de iniciar su jornada laboral. El ambiente estaba impregnado de olor a comida. Llevaba allí más de una hora y, justo cuando empezaba a convencerse de que Jumonji no se presentaría, apareció ante ella.

—Siento llegar tarde—dijo.

Vestía un jersey negro y una chaqueta beige de gamuza sucia.

—Me tenías preocupada.

—No podía conciliar el sueño y he tardado en dormirme; no he oído el despertador.

Masako escrutó su rostro ojeroso; pensaba que también ella debía de tener el mismo aspecto.

—No has estado vigilando el parking, ¿verdad?

—No, lo siento —dijo al tiempo que sacaba un cigarrillo del bolsillo—. Tenía demasiado miedo.

—Yo también tengo miedo —susurró Masako, pero él no pareció oírla.

Permanecieron durante unos instantes en silencio, con la vista fija en el ventanal que reflejaba la tranquila mañana de invierno. Una hilera de abedules brillaba con los rayos del sol matinal.

—Siento no haberla ayudado —dijo Jumonji disculpándose de nuevo.

De la noche a la mañana, su rostro joven y bien formado había adquirido unos rasgos tensos y afilados.

—No importa. De todos modos, pasará lo que tenga que pasar.

—Pero no por eso vamos a quedarnos de brazos cruzados esperando a que se nos lleve por delante —dijo mientras se sacaba el móvil del bolsillo y lo depositaba encima de la mesa, como si se tratara de un objeto indeseable—. Aunque sepa quién es, cuando llama me entra el pánico. Era un tipo horrible.

—Por eso llama —dijo Masako—. Sólo quiere asustarte.

—Supongo.

—¿Cómo debe de ser? —preguntó Masako para sí.

Le hubiera gustado ver la imagen que se había reflejado en la retina de Jumonji, o en la de Kuniko antes de morir.

—Es difícil de describir con palabras —repuso Jumonji mirando con cautela a su alrededor. La cafetería estaba llena de trabajadores que leían el periódico. Masako quería pedirle que fuera a la fábrica para hacer una comprobación, pero estaba segura de que no aceptaría—. De todos modos, Kuniko ya ha desaparecido del mapa —dijo, y se arrellanó en su asiento. La camarera le trajo una carta enorme, pero él no mostró ninguna intención de querer consultarla—. Por cierto, no fue nada fácil —prosiguió llevándose las manos a los hombros—. Debía de pesar por lo menos el doble que el viejo.

El cadáver de Kuniko había necesitado trece cajas, y debía de haber sido duro enviarlas de una sola vez, recogerlas en el destino y llevarlas al vertedero. En lugar de responder, Masako echó un vistazo al parking del restaurante. Sus ojos se obstinaban en buscar el Golf verde.

—Masako, ¿no va a marcharse? —le preguntó Jumonji—. ¿Piensa quedarse en la fábrica?

—De momento sí.

—¿Y por qué no lo deja? —preguntó sorprendido—. Debe de tener siete u ocho millones ahorrados. ¿No tiene suficiente? Ya sé que no es asunto mío, pero es más de lo que pueda ganar trabajando cinco años en la fábrica. —Masako bebió un sorbo de agua pero no respondió. Sabía que Satake la seguiría dondequiera que fuera—. Yo me voy hoy mismo —añadió Jumonji.

La camarera se acercó a la mesa y él pidió una hamburguesa.

—¿Y adónde vas?

—Espero que Soga me encuentre un lugar, aunque también es un tipo bastante duro —respondió Jumonji. Masako nunca había oído hablar de aquel individuo—. Me gustaría quedarme en Shibuya o en algún barrio donde haya ajetreo. Supongo que dentro de un año se habrá olvidado de mí. A decir verdad, jamás he tenido ninguna relación con Yamamoto.

Al oír esas palabras, a Masako le sorprendió el optimismo de sus planes. En su caso, era plenamente consciente de la imposibilidad de retomar la vida que había llevado hasta entonces.

—Bueno, me voy —anunció Masako—. Por cierto, ¿qué vas a hacer con esto? —añadió señalando el móvil que había dejado encima de la mesa.

—No lo necesito —respondió él—. Voy a cambiar de número.

—¿Te importa si me lo llevo?

—Como quiera. Pero lo cancelaré en breve.

—Por supuesto. Sólo quiero escuchar su voz.

—Adelante —dijo él desrizándolo por encima de la mesa.

—Hasta la próxima —se despidió ella al tiempo que guardaba el móvil en su bolso.

—Cuídese, Masako.

—Gracias. Y tú también.

—Ha sido un placer hacer negocios con usted. Ojalá podamos volver a intentarlo.

Jumonji alzó el vaso de agua y brindó esbozando una sonrisa que se desvaneció en dos segundos.

Al llegar a casa no había nadie.

La taza de Yoshiki estaba encima de la mesa, medio llena de café. Masako la llevó al fregadero y cogió un cepillo para lavarla. Al cabo de unos minutos se dio cuenta de que imprimía tanta fuerza que a punto estuvo de desconchar la porcelana. ¿Realmente podía seguir viviendo en esa casa? Cerró el grifo y se encogió de hombros. Justo cuando estaba a punto de encontrar una salida, Satake parecía dispuesto a llevársela al infierno.

Recordó las palabras de Yoshie la mañana después del tifón, cuando le pidió ayuda. Tras unos instantes de duda, le había dicho que estaba dispuesta a irse con ella al infierno. ¿Era el infierno su destino? Se sentó en el sofá, agotada, no tanto por la dura jornada laboral como por la sensación de que todos sus esfuerzos habían sido en vano.

De pronto, el teléfono de Jumonji empezó a sonar. Masako vaciló unos segundos, mirando el aparato, pero finalmente lo cogió y respondió. Al otro lado se hizo el silencio. Masako esperó sin decir nada.

—Tú eres el siguiente —dijo una voz.

—¿Diga? —dijo Masako en voz baja. Silencio. Al parecer, lo había sorprendido—. ¿Satake?

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