Pálido monstruo (14 page)

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Authors: Juan Bolea

Tags: #Intriga, #Policíaco

—Como quieras. Creo que yo también me iré a dormir.

Pero Guzmán, nervioso por su actitud, no lo hizo. Fue a su piso, metió la ropa sucia en la lavadora y se dio una ducha. Envuelto en un albornoz, y con una cerveza en la mano, llamó a una vieja amiga, Laura Miñón, con la que quedaba muy de cuando en cuando. En su momento, habían mantenido una relación, pero acabó de común acuerdo y supieron mantener una buena amistad.

David tenía pocos amigos. Laura Miñón representaba un alto porcentaje de ese concepto. Se le ocurrió que podía hablarle de Eloísa y pedirle consejo sobre cómo enfocar su aventura con la imprevisible abogada.

Quedó con Laura a las once en el Café Praga, en la plaza de Santa Cruz.

Cuando llegó, la barra estaba desierta. Los últimos clientes de la tarde se habían ido a cenar y los noctámbulos no habían aparecido aún.

Pidió un ron con Coca-Cola. La televisión estaba informando sobre la campaña electoral. Contra todo pronóstico, una encuesta daba como ganador en Zaragoza capital a Fidel Paternoy. Ilustraban el reportaje imágenes del candidato en su cuartel general, rodeado de sus colaboradores. La cámara lo situó en primer plano, hablando, pero el volumen del televisor estaba muy bajo y sus opiniones no se escucharon.

En cambio, a espaldas de Guzmán se oyeron voces de clientes entrando al local. El abogado se giró para comprobar si se trataba de Laura Miñón, pero a quien vio fue a Luis Murillo. El periodista tenía los ojos brillantes, un aire eufórico y toda la pinta de estar corriéndose una juerga.

Le acompañaba una chica que coqueteaba con él. Guzmán notó que el corazón se le paraba en seco. Era Eloísa.

También ella se quedó helada al verle. Murillo reconoció a Guzmán y le dirigió un gesto amistoso. Descompuesto, el abogado sólo acertó a alzar una mano, que dejó caer sin fuerzas. El reportero susurró algo al oído de Eloísa y pareció que iba a acercarse a Guzmán. Tras un titubeo, cambió de idea y se arrimó a la barra para pedir. Se tambaleaba.

Entró Laura. Guzmán se levantó y fingió dirigirse a la máquina de tabaco. Al pasar junto a Eloísa, le dio la espalda.

Sintiéndose traicionado, y sin saber qué hacer, aferró a Laura del brazo y salió del Café Praga, invadido por una mezcla de rabia y vergüenza.

* * *

El Periódico
, Opinión, 23 de mayo de 2011

El murmurador, Nipho

¿POR QUÉ GANÓ EL VIEJO?

¿Quién habría podido adivinar que Fidel Paternoy, el ciudadano a quien llaman el Viejo —a partir de ahora, «Excelentísimo señor alcalde»—, iba a aventajar en treinta mil votos a Gregorio García del Cid, el orgulloso regidor del Partido Popular —a partir de ahora, un simple ciudadano—?

Las urnas siempre tienen razón, pero… ¿tan mal lo había hecho
mío
Cid? ¿Tan buena iba a ser, sobre el papel, la gestión de Paternoy? El Viejo ha machacado y hay que preguntarse por qué.

Excelente ha sido, admitámoslo, su campaña. En todo momento Fidel Paternoy se ha mostrado fiel consigo mismo. A diferencia de otros candidatos, ni siquiera ha necesitado reinventarse. Sacó de su fondo de armario su chaqueta de pana con coderas, sus paquetes de caramelos y la bolsa de la compra con el recetario socialista, pasó un momentico por el Pilar para rezarle a la Virgen, otro ratico por El Plata —quién sabe si para contratar a alguna
vedette—,
se fue al mercado del sufragio y pilló cacho de su partido, cuarto del voto conservador y cuarto y mitad del nacionalista. Compró bien, bueno, bonito y barato, hizo sus collares y espejuelos, sus trucos, sus trampas, y le adquirieron la mercadería.

Y ahora, ¿qué?

Pero sigamos con el análisis. ¿Por qué ha ganado un candidato del siglo pasado, alejado de los asuntos públicos y sin otros compromisos, en décadas, que los profesionales, más ciertas actividades benéficas que servirían para aplacar su mala conciencia? La de un rico, me refiero. Porque el nuevo alcalde lo es. «Rico en ilusiones, amigo Nipho», me replicaría él. «Y en participaciones de Telefónica», agregaría yo, pues el secreto bancario me ha facilitado el dato
.

Voy a ser obvio: el nombre de Fidel Paternoy al frente de la candidatura socialista ha tenido un fuerte tirón. En ninguna otra ciudad el PSOE ha subido tanto. Fidel se ha hecho con el voto juvenil y rebelde, con los come flores del movimiento ecológico, con los autónomos y con buena parte del sufragio femenino, que ve en él a ese padre, suegro o abuelo ideal, educado y cariñoso, incapaz de levantar la voz y muy capacitado para hablar a los tribunales y a los votantes con un tono susurrante y radiofónico como de amante de media noche. No ha tenido el menor rechazo entre los suyos. Sí, claro, en la derecha, desde donde se han denunciado sus muchas demagogias.

¿Cuál es su perfil político? En tan corta campaña, con sus paseos y sus caramelos, ¿qué nos ha prometido Fidel? ¿Mandó parar, como su colega cubano? ¿Habrá con él gobierno del pueblo? ¿Un Castro o un Pericles será este alcalde para Zaragoza?

* * *

Capítulo 24

L
A noche del 26 de mayo, el comisario jefe Antonio Moro, responsable de la Jefatura Superior de Zaragoza, se hallaba cenando en uno de los salones de
El Cachirulo
, un prestigioso restaurante de cocina típica situado a las afueras de la capital aragonesa, en la carretera de Logroño.

Entre los comensales figuraba Fidel Paternoy, flamante vencedor de las elecciones municipales. Junto con otros diez socios, Antonio Moro y él celebraban la cena de la Sociedad Gastronómica, cuya convocatoria se había cursado con antelación, a fin de cerrar las agendas de los asociados.

El pantagruélico ágape había dado comienzo a las diez. A eso de la medianoche, los miembros del club, todos varones, habían perdido la cuenta de los platos. La mayoría notaba el efecto del vino, que había corrido en abundancia. Primero blanco, con los aperitivos, mariscos y pescados. Luego, a la hora de las carnes, tintos de distintas denominaciones. Además de su gastronómica degustación, los caballeros habían disfrutado con muy variados temas de conversación, incluidos los resultados de las urnas, sorprendentemente favorables en Zaragoza a Fidel Paternoy. En pocas semanas, el veterano abogado, miembro fundador de la Sociedad Gastronómica, iba a tomar posesión de la alcaldía.

A la espera de relajarse con el café y los licores, el
mâitre
había sugerido, como digestiva distracción, una copita de moscatel. El vino dulce hizo su efecto y Florián Mompier, el cirujano plástico, algo tartamudo de natural y cómicamente tartaja cuando empinaba el codo, se puso a relatar la anécdota de una paciente a la que acababa de implantar unas
te-te-tetas
exactamente iguales a las de una actriz madrileña, operada a su vez conforme al modelo de una
chichi-chica playboy
. Una serie de chistes procaces encadenó risas y comentarios tan subidos de tono que impidieron al comisario escuchar, a las doce y cuarto de la madrugada del 27 de mayo, el sonido de su móvil. Antonio Moro tenía por costumbre dejar el teléfono junto al servilletero, por si recibía alguna llamada urgente de comisaría. Vio parpadear la pantalla y pulsó la tecla verde.

—¿Quién?

—Buenas noches, comisario. Soy Legazpi. Siento molestarle. Imagino que estará en lo mejor de la sobremesa, pero acabamos de tener una emergencia.

El comisario reprimió un gesto de contrariedad. Legazpi, que estaba al frente de la sección de Homicidios, sabía que esa noche asistía a una cena muy especial porque él mismo lo había comentado distendidamente en su reunión de mandos, celebrada al mediodía en la jefatura. De no tratarse de un asunto grave, el inspector no le habría interrumpido.

—Le oigo fatal. ¿De qué se trata, Legazpi?

—De un asesinato, comisario.

—¿Quién es la víctima?

—Una mujer joven, abogada de profesión.

La mirada de Moro se abatió con resignación sobre el mantel sembrado de miguitas de pan. Adiós al Cardhu
[8]
con hielo que estaba a punto de pedir.

—¿Ha visto el cadáver?

—Lo tengo delante, comisario. Le estoy llamando desde el despacho de la abogada. La han apuñalado. Hay sangre por todas partes.

La muerte de una mujer siempre era más dolorosa. Las mandíbulas del comisario rechinaron.

—Deme la dirección.

—Pasaje de Independencia, número 12. Octava planta, oficina 13. El portal está pegado a los Italianos.

—Voy para allá.

—¿Quiere que le mande un coche?

—He traído el mío.

Moro se levantó y se disculpó con sus compañeros de mesa. Tras dudar si debía hacerlo, se decidió a acercarse a Fidel Paternoy y le informó del suceso en voz baja. Alarmado, el virtual alcalde de Zaragoza le preguntó por la identidad de la víctima. El comisario repuso que sólo sabía que era una mujer y la dirección de su bufete, que le facilitó, pero se comprometió a llamarle en cuanto tuviera más datos.

—Hágalo, por favor, sea la hora que sea —le rogó Paternoy, arrancando una hoja de su agenda y anotándole su número particular—. Avisaré a Maturén, el presidente del Colegio de Abogados. Debe conocer la noticia.

Antes de que el comisario saliera, Mompier, el cirujano plástico, le informó de que tenían previsto tomar una última
co-co-copa
y jugar una partida de
po-po-póquer
en Manila, una céntrica whiskería.

Pero Moro ni siquiera se atrevió a sugerir que intentaría pasarse. Con un crimen entre las manos, la diversión para él, por aquella noche, había tocado a su fin.

* * *

Capítulo 25

E
L comisario había dejado su automóvil en el aparcamiento del restaurante. Lo puso en marcha y, aprovechando que no había tráfico, lo metió a ciento veinte por la autovía.

Dentro del perímetro urbano, con la limitación a cincuenta, apenas redujo. La avenida de Navarra estaba desierta. El comisario consultó el espejo retrovisor; al no llevar a nadie detrás, se saltó un par de semáforos. El espejo le había devuelto una imagen de la calva bóveda de su cráneo y de sus ojos ligeramente saltones. Asimismo, sus orejas estaban más separadas de lo que le hubiese gustado. Su hijo adolescente se burlaba de él diciéndole: «Tienes cara de gnomo, papá».

Minutos después, el comisario aparcaba frente a la iglesia de Santiago. Al abrir la portezuela, un travestí encaramado en unos tacones de aguja le espetó desde la acera: «¡Alto ahí, guapetón!».

Moro le lanzó una mirada de advertencia y cruzó hacia la plaza del Carbón. A su espalda, la aguda voz del travestí acuchilló la noche: «¡Vuelve y te lo haré gratis, chulazo!».

El comisario apresuró el paso hasta el centro de Independencia. Concebido en forma elíptica —lo llamaban
El Caracol
—, el enclave comercial estaba jalonado de tiendas de ropa, videojuegos y pizzerías, pero por completo vacío a esa hora. Moro se sentía pesado a causa de la cena. No tenía buena salud. A sus cuarenta y siete años, había sufrido una angina de pecho y padecía sobrepeso y arritmia. No se cuidaba lo más mínimo.

Tal como le había indicado Legazpi, el portal número 12 quedaba junto a la heladería. Un agente de la Policía Municipal estaba custodiando la entrada. En ese momento, llegaba el personal sanitario. Eran dos celadores, un hombre y una mujer. El hombre empujaba una camilla. Habían dejado la ambulancia aparcada sobre la acera de Independencia, cerca de una zanja donde las brigadas del Ayuntamiento seguían reparando una tubería que se había roto a media tarde, inundando con dos palmos de agua el paseo y afectando a varios sótanos.

Ambos conocían al comisario. Los tres subieron juntos en el ascensor.

La octava planta estaba iluminada por una luz amarillenta que se absorbía en un zócalo pintado con una rugosa capa de pintura marrón. El suelo era claro, de baldosas jaspeadas. La planta hacía un recodo. El comisario lo dobló con rapidez, escuchando sus propios pasos.

La puerta de la oficina número 13 permanecía entornada. En su interior, todas las luces estaban encendidas, pero su iluminación resultaba más refulgente de lo normal. La razón era simple: los policías la habían reforzado con focos portátiles.

En el inmueble, dividido en tres habitaciones y un baño, había media docena de agentes. Todos se hallaban enfrascados en la búsqueda de indicios. Llevaban guantes de látex, pero sólo dos de ellos uniforme.

Al ver al comisario, Legazpi se le acercó con mala cara y señaló la habitación del fondo.

—El cadáver sigue tirado en el suelo. No hemos tocado nada. Calculo que la mujer debe llevar unas horas muerta. Muy pocas.

El comisario asintió, inmóvil, y observó el conjunto de la oficina. Desde la puerta se advertían huellas de pisadas ensangrentadas. En lo que parecía una sala de espera había una mesa derribada, patas arriba, con revistas por el suelo. Alrededor de esa mesa, las suelas de unos zapatos se habían impreso en ambas direcciones y también en forma circular, como si su dueño hubiese ido y venido por el corto pasillo de la oficina.

Allí dentro había demasiada gente. Moro indicó a los sanitarios que permanecieran en el corredor, fuera del bufete, hasta la llegada del juez. En cuanto hubieron salido, el comisario se desplazó con precaución sobre la banda plástica que habilitaba una zona de paso y avanzó hacia el despacho principal.

El cadáver de la mujer estaba tendido sobre la moqueta, en medio de una sobrecogedora mancha de sangre. Tenía las piernas encogidas en posición fetal y los dos brazos estirados, con la mano diestra crispada, como si en el último momento hubiera querido aferrar algo.

La lividez de su rostro era tal que el comisario pensó en una bailarina oriental, en una
geisha
. El labio inferior estaba partido por un aparatoso corte, y el pómulo hinchado en forma de un violáceo hematoma, producto de una fuerte contusión. La cabellera roja, rizada, larga y brillante como la de una muñeca se había desparramado sobre las hombreras de su traje de chaqueta, también rojo.

Igualmente enrojecidos por la sangre derramada aparecían el cuello de la camisa blanca y un colgante de inspiración mitológica, engarzado en una fina cadenita de oro. Esas prendas, la americana y la camisa, habían sido desgarradas a la altura del pecho izquierdo. Allí, una cavidad, una herida como un puño negro se había abierto para dar entrada a la muerte.

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