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Authors: Juan Bolea

Tags: #Intriga, #Policíaco

Pálido monstruo (11 page)

Antes de que Eloísa llegara a responderle, esos retratos le impusieron una sensación de familiaridad. Casi en el acto, se le reveló el motivo: eran fotos policiales, el tipo de fichas que él estaba acostumbrado a ver en sumarios y expedientes y que de vez en cuando se publicaban en los periódicos.

—Yo no los incluiría entre mi clientela —repuso Eloísa—. En algunos casos, han llegado a convertirse en amigos personales. He aprendido más cosas de ellos de las que me enseñará la vida. Estoy segura de que reconocerás a alguno. Acércate, no te van a morder.

Guzmán se aproximó al tablón con una sensación de frío, como si la temperatura hubiese descendido varios grados. Ninguna de las caras de la primera hilera le sonaba, pero en la segunda reconoció a un delincuente apodado el Flecha. Debajo de su fotografía —frente huidiza, pelo de punta, ojos lobunos—, una ficha escrita a mano resumía en pocas líneas su historial delictivo. A Guzmán no le habría hecho falta esa información. Recordaba bien al Flecha, un peón de la construcción que, a finales de los noventa, en Huesca, había matado a sus familiares con un hacha. Al padre lo había descuartizado en pedazos que introdujo en bolsas de basura, repartiéndolas por contenedores. En cuanto al cadáver de la madre, lo había arrojado, tras meterlo en un saco con piedras, al pantano de Arguis. La sequía hizo descender las aguas y el cuerpo apareció.

—Esa frente haría las delicias de Lombroso, ¿no crees? —apuntó Eloísa detrás de él, tan cerca que pudo sentir su aliento.

—Su cara es difícil de olvidar.

—Pues fíjate en esa otra.

Eloísa se estaba refiriendo a una mujer llamada Claudia Osera, que trabajaba como administrativa en la delegación de Hacienda de Vigo. De su proceso había transcurrido bastante tiempo, pero fue muy sonado. Pese a su inofensivo aspecto, aquella mujer, una gallega de poco más de cuarenta años de edad, había apuñalado a dos de sus tres hijos. Sólo dejó vivo al único que acertó a esconderse de sus ataques en el piso de Vigo donde vivían y en cuyo escenario, sin que nadie acertara a explicarse la razón, se había desencadenado aquella matanza. Además de por su barbarie, la tragedia volvió a fraguarse en la memoria de Guzmán por una razón procesal: la defensa de Claudia Osera había estado a cargo de Fidel Paternoy, cuyo nombre, escrito con la puntiaguda letra de Eloísa Ángel, aparecía subrayado en la hojita clavada al tablón, bajo la foto de Claudia. «Fue como defender al diablo en la piel de una mujer», había comentado el Viejo a propósito de su experiencia en aquel caso.

—¿Es guapa, verdad? —comentó Eloísa—. En los años que lleva en la cárcel, Claudia apenas ha cambiado. Sigue siendo una mujer muy atractiva, con un cutis maravilloso.

—No tanto como el tuyo —se animó a comparar Guzmán. Lo había dicho sin pensar y él mismo se asombró de su audacia.

—Te equivocas, el suyo es bastante más terso. —Eloísa sonrió, tal vez aceptando el cumplido.

—Entre rejas no debe de ser nada fácil conseguir crema hidratante —bromeó él—. ¿Qué relación mantienes con Claudia Osera?

—Cada dos o tres meses voy a verla al penal. No te puedes imaginar lo amable y cariñosa que se muestra conmigo ni las confidencias que ha llegado a hacerme. A estas alturas, no hay nada que no sepa sobre una cárcel de mujeres.

Eloísa hizo una pausa para encender un Marlboro. Guzmán prendió uno de sus Gitanes. Ella expulsó el humo sin tragarlo y usó un tono cálido, revelador de afecto, para evocar a la madre homicida.

—Una parte de Claudia sigue siendo limpia y honesta. Nadie que la conozca podría adivinar que iba a…

—Matar a sus hijos —epilogó Guzmán.

De pronto, Eloísa había cerrado los ojos y parecía haberse ausentado de la conversación.

—Sí, eso fue lo que ocurrió —asintió la abogada, como recuperando la conciencia tras un lapsus—. Los degolló con un cuchillo de cocina. Los persiguió por toda la casa, habitación por habitación, hasta rematarlos. Derramó tanta sangre que un policía resbaló al entrar en la vivienda.

—¿Cómo consigues borrar esa imagen de tu mente cuando estás frente a ella?

—No se puede eliminar. Y, sin embargo, me gustaría pensar que la muerte de sus hijos no fue sino la consecuencia de algo más trascendente.

—¿Desde cuándo la crueldad lo es?

—¿Te asombrarías si te digo que Claudia nunca había sido una persona agresiva y que mató a sus hijos por amor?

—¿Por amor a quién? ¡No a ellos! —se escandalizó Guzmán.

Eloísa hinchó sus carrillos de humo y soltó una bocanada tan densa que barrió la espiral del Gitanes que estaba fumando Guzmán.

—¿Qué es la realidad, sino una suma de apariencias? ¿Por qué no consideras, aunque sea por un instante, el amor maternal de Claudia como una religión, y su ataque como un sacrificio destinado a liberar a sus hijos de todo futuro sufrimiento?

—Porque eso es increíble.

—¿Y si pretendía evitar que el tiempo, las desgracias y las enfermedades convirtiesen a esos niños en objetos y víctimas del dolor? Cuando murieron…

—Cuando ella los mató, querrás decir.

—Cuando perdieron la vida —continuó Eloísa, impertérrita— esos niños sólo habían conocido la alegría, los juegos, la felicidad. Eran inocentes y seguirán siéndolo por toda la eternidad. De alguna forma, su madre los preservó, los salvó…

La boca de Guzmán dibujó un escéptico rictus.

—¿La madre no está arrepentida?

La respuesta de Eloísa fue sorprendente.

—Cuando Claudia menciona a sus hijos, lo hace como si aún vivieran.

La abogada extrajo de uno de los cajones de su mesa una carpeta con otra fotografía de Claudia pegada a modo de carátula y procedió a abrirla.

—Se expresa de un modo tan conmovedor que… Éstas son algunas transcripciones de mis conversaciones con ella.

—¿Las has grabado? —Guzmán acababa de reparar en un diminuto reproductor depositado en el escritorio, junto a un calendario con fechas laborales marcadas con círculos.

—Horas y horas. Claudia nunca se opuso. Está todo ahí, su vida, sus sueños… Claudia siempre me pregunta por los niños. Quiere saber cómo están, si su marido y su hermana se ocupan adecuadamente de ellos, si siguen asistiendo con regularidad a sus clases en el colegio de Vigo… Fíjate en esto. —Eloísa sacó unas cuartillas, sujetas con una goma—. Son algunas de las cartas que Claudia escribió para que yo se las entregara a sus hijos.

—¡Es una completa locura! —volvió a escandalizarse Guzmán.

Eloísa sonrió.

—A veces, se me ocurre pensar que tampoco yo estoy del todo cuerda.

—¿Qué hay del único niño que sobrevivió a su ataque? ¿La madre lo ha visto, ha hablado con él?

—Después de su ingreso en prisión, Claudia le vio en una sola ocasión.

—¿Cuál fue su reacción?

—No le reconoció.

—Está claro que ha perdido el juicio.

—O que se ha refugiado en un mundo fantástico. Su mente se niega a admitir que cometió los crímenes.

—¿Como autodefensa?

—El impulso criminal ha sido suplantado por la personalidad de la buena madre que, en el fondo de su corazón, Claudia quisiera seguir siendo.

Guzmán se había instalado en la incredulidad y no iba a dar su brazo a torcer.

—Está utilizándote, Eloísa.

—Nunca lograrías entenderla. Claudia me está trasladando su amor y yo debo utilizarlo en su beneficio, como una buena hija.

—¿Hasta cuándo?

—Hasta el momento en que ella sienta la necesidad de preservarme de todo peligro y, en consecuencia, decida sacrificarme, como a sus hijos, salvándome por medio de la muerte.

—¿Tu muerte?

—Eso es. Mi muerte.

Guzmán agitó la cabeza, impresionado por ese planteamiento, pero reacio a concederle un mínimo de credibilidad.

—Estás atrapada en un sueño freudiano.

—Soy yo la que tengo pesadillas.

David aplastó el Gitanes en el cenicero.

—¿Con qué sueñas?

—Sueño que paseo con Claudia por un paisaje idílico, hasta que ella saca un cuchillo y me apuñala, una, dos, tantas veces como ella acuchilló a sus hijos en aquel piso de Vigo. También las paredes y los suelos de mi sueño están embadurnados de sangre. ¿Has visto las fotos de la escena del crimen? ¿Llegó a enseñártelas Paternoy?

—¿A mí? No. Espera un momento… ¿Las has visto tú?

Eloísa asintió.

—¿Cómo has podido acceder a ese material?

—Tengo contactos en la policía.

Estaba oscureciendo. La abogada encendió la lámpara de mesa. Una suave luz animó en sus mejillas un rosado rubor.

—¿Con cuántos criminales mantienes una relación personal? —siguió preguntándole Guzmán.

—Con unos pocos. Hacia el resto siento un interés meramente profesional, pero incluso en los casos que me resultan ajenos pretendo ir un poco más allá.

—¿Hasta dónde?

—Hasta los límites del instinto asesino.

En ese instante, Guzmán oyó un ruido y se giró hacia el tablero de corcho, con algo de maléfico retablo desde el que aquellos monstruos humanos parecían observarlos como a sus próximas víctimas.

—¿Te has asustado?

—No. ¿De qué iba a asustarme?

—Quizá has pensado que había alguien más —sugirió ella con malicia.

—¿Aquí?

—O en la habitación cerrada que no has visto. No me gustan los héroes, David. Prefiero a las personas de verdad, de carne y hueso. Aunque sean asustadizas. ¿Lo eres tú? Si es así, no tienes de qué avergonzarte. Yo misma soy bastante miedosa, aunque no lo parezca.

—Ya te he dicho que no lo soy. —El abogado seguía contemplando la colección fotográfica de asesinos en serie—. ¿Es eso lo que comparten todos, un instinto homicida con el que ya vinieron al mundo?

Eloísa pasó a expresarse en un tono más serio.

—Si así fuera, habríamos demostrado la teoría de la predeterminación. Esto es, que hay una clase de seres humanos concebidos para eliminar a sus semejantes. Pero los tiempos del determinismo han pasado y la criminología no va a regresar a tan trillados senderos.

—No todo han sido retrocesos por esa vía. Forzosamente los criminales múltiples tienen que compartir denominadores comunes.

Eloísa estaba de acuerdo.

—Por eso tenemos que ser pacientes y descubrir sus claves. Ahora la cazadora, la depredadora, soy yo.

—¿Cómo pretendes cazarlos? —sondeó Guzmán, cada vez más confuso.

—Les tiendo trampas. Sigo sus pistas, comparo sus rastros. Saben mentir, pero hasta en la más disparatada de sus fantasías hay una base de información útil. Oyen voces, en ocasiones la de un amo que les incita a matar en acatamiento a órdenes dictadas por una instancia superior.

—¿Quién?

—Un amo.

—¿El demonio?

—O un dios loco capaz de arrasar sus defensas morales y transformarlos en ángeles exterminadores.

—Tu juego puede ser peligroso, Eloísa.

—Cuando algo me interesa, me meto a fondo. Sé que el premio está allí, al otro lado, cada vez más cerca.

—¿Te refieres al gen del crimen? ¿Existe?

Ella lo descartó de plano.

—¡Vaya ingenuidad! Ese planteamiento me recuerda a la obsesión por demostrar la existencia de Dios. La del mal es más plausible. No hay que buscarla en antiguos mitos, en remotas religiones, sino en el interior de cada uno. Y sin necesidad de profundizar, pues descansa al borde mismo de la superficie de la naturaleza humana. Si el gen criminal existiese, ¿crees que la bioética no lo habría descubierto? En mis investigaciones, prefiero conjugar otros factores.

—¿Cuáles?

—Sociales, en primer lugar. El crimen sólo necesita un detonante, que algo o alguien apague la ficticia luz que ilumina sesgadamente nuestra existencia y vuelva a sumergirnos en la tiniebla primigenia. Un simple clic y sobrevendrá la oscuridad. El silencio se teñirá de horror y la mano criminal se alzará para cobrarse una vida.

Como si acabara de ocurrírsele una idea que temiera olvidar, Eloísa garabateó unas líneas en su libreta.

—Hablábamos de denominadores comunes. Hay un dato que afecta a los depredadores masculinos. La mayoría de ellos —la abogada volvió a señalar su tétrica galería gráfica— eran solteros. Las mujeres, en cambio, suelen estar casadas o disponer de parejas estables. En el caso de los varones, el matrimonio funciona como una válvula de seguridad. Canaliza sus afectos, su energía e impulso sexual, proporciona ocio y placer y evita la competencia con otros machos solitarios, dispuestos a enfrentarse entre sí como lobos errantes…

—En ese caso —le cortó Guzmán—, yo mismo encarnaría un factor de riesgo.

—¿Lo dices porque estás soltero? —adivinó ella, sonriente.

—Y sin compromiso.

Eloísa se mordisqueó el labio inferior. Sus palas dentales quedaron inscritas en el carnoso gajo.

—Quisiera poder decir lo mismo, pero…

—¿Estás comprometida?

—Siempre hay alguien… Me caes bien, David, ya te lo dije… Me recuerdas a mi hermano Javier.

—¿Tienes un…?

—Murió —reveló ella en un susurro.

—Lo siento.

—Otro día te hablaré de Javier… Me recuerdas a él, os parecéis… Pero ahora estamos con ellos y ellos están con nosotros.

Guzmán experimentó un estremecimiento.

—¿Quiénes?

—Mis ángeles.

—Son asesinos, Eloísa. Escoria, lo peor de la sociedad.

Ella entornó los párpados.

—Es como si formaran parte de mí, de algo íntimo y secreto, tan excitante como un problema intelectual, o como el sexo.

Guzmán notó que una mórbida atracción despertaba en él.

—Es como si… —siguió diciendo Eloísa y su mirada transmitió a Guzmán una electrizante tensión—, como si estuvieran dentro de mí, habitándome, dominándome… ¿Por qué me miras así? ¿No estarás pensando que también soy uno de esos monstruos?

El abogado la devoraba con ojos ardientes, pero fue ella quien tomó la iniciativa. Se levantó y fue rodeando la mesa hasta sentarse en el filo, tan cerca de él que sus rodillas se rozaron. Guzmán sintió que una sustancia pegajosa como la miel inundaba su cerebro.

—¿Qué opinas de mí, David?

—Que no eres una chica corriente —atinó a decir él, incapaz de continuar bordeando aquel precipicio de emociones.

—Lo tomaré como un elogio. ¿Has conocido a muchas mujeres?

—A unas cuantas.

—¿Bíblicamente?

Guzmán rio, sin responder.

—El sexo es básico para conocer a alguien. Dime, ¿qué viste en Marina?

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