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Authors: Juan Bolea

Tags: #Intriga, #Policíaco

Pálido monstruo (7 page)

—¿Estás especializada en alguna materia?

—Penal. Vengo de hacer prácticas en una firma londinense, Smith & Burns.

—¿Por qué Londres?

—Mi novio era inglés.

—Y el hijo del jefe —desveló Marina.

—¿De cuál de ellos? ¿De Burns o de Smith? —quiso bromear Guzmán.

La réplica de Eloísa le dejó helado.

—De Burns, aunque también salí con un hijo de Smith.

—Dinos la verdad, Elo —intervino Marina con una intención nada inocente—. ¿Con ambos a la vez?

—Es posible —repuso su prima, sin darle la menor importancia—. Para los rollos sentimentales tengo mala memoria. ¿Recuerdas lo que nos repetía la tía Amparo?

Marina no se acordaba.

—Que las mujeres que aman demasiado no saben querer a un solo hombre. Pero yo cada vez le doy menos importancia a lo personal. Sólo me interesa el trabajo —añadió la abogada, llevándose la copa de
bloody mary
a los labios y volviendo a sonreír a Guzmán.

—También hay que saber divertirse —objetó éste.

—Claro. ¿Me presentarás a Paternoy?

—¿Es ésa tu idea de la diversión?

—Estoy segura de que es un tipo genial y de que me ayudará.

—¿Para qué necesitas su ayuda?

—He estudiado sus éxitos procesales. Él no me recordará, pero hace algunos años, cuando yo estaba en segundo de carrera, le vi actuar ante un tribunal.

—¿En qué caso?

—El de aquel albañil al que llamaban el Nazareno porque salía en Semana Santa con cadenas en los pies y una corona de espinas en la frente. Era un tipo completamente normal… hasta que mató a su mujer y a su hija de cinco años.

—Lo recuerdo —asintió Guzmán.

—¡Fue tan apasionante! Paternoy le defendió. No pudo hacer nada, dado el peso de las pruebas, pero volvió loco al fiscal y a los policías encargados del caso. Su estrategia estuvo sembrada de hallazgos y… —Eloísa se interrumpió para consultar su reloj—. Disculpadme, se me hace tarde. Tengo una cita con un celador penitenciario. Llevaba meses detrás de él y acaba de llamarme, viniendo hacia aquí. Puede recibirme en su casa antes de comer.

—¿Para tu libro? —preguntó Marina.

—Por un caso que… Espero tu visita —encareció Eloísa a Guzmán, clavándole sus inexpresivos ojos, que parecieron taladrar los suyos—. Suelo estar en mi despacho de cuatro y media a ocho y media. Puedes venir a buscarme sin cita previa. Si mi posesiva prima te da permiso —añadió, levantándose—. Adiós, David. Me has caído bien.

Guzmán se quedó mirando cómo la espalda de Eloísa se alejaba entre las mesas. Si enfrente hubiera tenido un espejo, habría comprobado que su expresión adolecía de un codicioso brillo.

* * *

Capítulo 14

E
L consejo de redacción de
El Periódico
se celebraba diariamente a las doce en punto. Integraban ese cónclave el director, la subdirectora, dos redactores jefes y cinco jefes de sección.

A la espera del director, los demás se encontraban en la sala de reuniones, sentados alrededor de una mesa. Decoraban las paredes fotografías de acontecimientos acaecidos a partir de finales de los ochenta, cuando había empezado a funcionar la rotativa. Un par de estanterías baratas, de las que podían montarse por piezas, exhibían las publicaciones y los premios del diario.

La puerta semicerrada de la sala sólo dejaba ver el área de redacción correspondiente a la sección de economía. Dentro del sanedrín se oía el murmullo del aire acondicionado y, de vez en cuando, el sonido de los móviles. A través de las persianas metálicas podía verse a la gente que caminaba por la plaza o entraba al vestíbulo del periódico para tramitar anuncios o esquelas, solicitar ejemplares atrasados o participar en los concursos organizados por la división comercial. En el mostrador seguían depositándose las cartas que aquellos lectores no incorporados a la era digital preferían entregar en mano y sobre cerrado.

—Hay novedades —comenzó diciendo aquella mañana el director, Pedro Ávalos, cuando hubo tomado asiento con toda la pinta de estar bajo un fuerte estrés—. Se confirma la candidatura municipal de Fidel Paternoy. La fuente de información de Nipho era buena.

—Como casi siempre —convino Marta Rosel, la subdirectora. Había sido ella la encargada de conducir las negociaciones con el columnista para incorporarlo a
El Periódico
, arrebatándoselo a
El Comercial
. En el fondo, no le gustaban su estilo rebuscado ni su ideología conservadora, pero Nipho tenía confidentes por todas partes, una legión de lectores, y su fichaje estaba dando frutos.

—Podría extenderme largo y tendido sobre las consecuencias de ese «casi» —observó con sorna Ballesteros, responsable del departamento de Opinión. Era él quien recibía las protestas inspiradas por las columnas de Nipho cuando el articulista disparaba al aire, soltando al vuelo algún nombre o malévolo rumor.

—No es el momento de formalizar quejas internas —le cortó Ávalos, mirando el reloj—. Dentro de media hora tengo una cita con el delegado del Gobierno, de modo que iré al grano. Ayer cené con Fidel Paternoy. Lo encontré muy animado, rejuvenecido, con ilusión y ganas de dar guerra. Está confeccionando su programa y tratará de fichar a independientes para reforzar su candidatura.

La subdirectora hizo la pregunta clave:

—¿Puede ganar?

—Está a cinco concejales, que son muchos, pero el
PP
va a perder votos y Paternoy podría dar la sorpresa.

Ballesteros se mostró escéptico.

—La gente se ha olvidado de él. Es una antigualla. Por algo le llaman el Viejo.

—No estoy de acuerdo —le defendió el director—. El diseño estructural de la Zaragoza moderna lleva su firma. Fue él quien emprendió el desarrollo de la margen izquierda del Ebro y la reforma del casco antiguo, quien actualizó las contratas, modernizó los servicios, trasladó la fiesta y la cultura a la calle e instauró la red de centros cívicos. Su legislatura fue pionera, progresista, sin sombra de corrupción. Los ciudadanos le recuerdan perfectamente.

—Arregló mi avenida —bromeó Fulgencio, el jefe de Deportes—. Le hubiera votado sólo por eso, pero no se volvió a presentar.

El director asintió mirando el reloj.

—Optó por su profesión, en efecto. Cuando, en el último año de su mandato municipal, 1983, Paternoy anunció su retirada de la política, Felipe González y Alfonso Guerra hicieron lo imposible para convencerle de que siguiera en activo. Llegó a rumorearse que le habían ofrecido el Ministerio de Justicia. El caso es que Paternoy se fue por la puerta grande. Ninguno de sus sucesores ha alcanzado su prestigio.

—García del Cid es un rival difícil —observó Luna, otro de los jefes de área.

Ávalos conocía bien al alcalde del
PP
y estuvo de acuerdo.

—Lo ha demostrado en dos citas electorales. Personalmente, García del Cid no es santo de mi devoción, pero a la gente le atrae su demagogia populista y aprueba sus políticas de contención del gasto, asistencia domiciliaria, ayudas a la tercera edad, etcétera. A su Zaragoza le ha faltado brillo, proyección exterior, pero, al margen de eso, y de lo mortalmente aburrido que es,
mío
Cid tiene pocos puntos débiles como candidato. Por eso, y por sus apoyos en Madrid, ha venido ganando hasta hoy.

—Enfrente —comenzó a apuntar la subdirectora—, Fidel Paternoy dispondrá de…

—Genio político —le interrumpió el director con viveza—. Talento en estado puro, aura personal, magia oratoria… Más dudosa será su capacidad de adaptación a las actuales características de la gestión pública. En su época, el Ayuntamiento era mucho más modesto en cuanto a sus competencias y no estaba lastrado por una deuda que no se pagará en cincuenta años… En cualquier caso, la campaña municipal va a comenzar por todo lo alto, con intensidad, emoción y múltiples interrogantes. Paternoy me adelantó que abrirá una oficina electoral en una sede distinta a la del
PSOE
. Quiere aunar a la izquierda. Atraer el voto joven. Ecologistas, indecisos… Os pediría un seguimiento detallado de su agenda electoral.

—¿Le asignamos un redactor? —consultó Ballesteros.

—Iba a sugerírtelo.

—¿Qué tal Luis Murillo?

—¿No está en Sucesos?

—El
Pelos
puede hacer las dos cosas.

—¿Por el mismo precio? —dudó Ávalos.

—Tal vez un pequeño estímulo le anime.

—Cuenta con ello —consintió el director—. Pero hazme un favor: dile que se corte las greñas. Con esas melenas está impresentable.

—Ya lo ha hecho. Ayer se presentó con un corte al rape. Ni le reconocimos.

—¿Cómo se llama ella? —bromeó Fulgencio, haciendo reír al sanedrín.

* * *

Capítulo 15

«M
EDUSA», habría contestado el redactor antes llamado el Pelos.

En aquel mismo instante, un aseado Luis Murillo, reportero de Sucesos y, en breve, según iban a comunicarle sus jefes esa misma mañana, informador municipal, se encontraba en una zona de la redacción invisible desde la sala de reuniones. Por eso, el director no había reparado en su nuevo aspecto.

Efectivamente, Murillo había visitado la peluquería. Le habían dejado el cabello tan corto que sentía la cabeza liberada de un gran peso. Bajo su oxigenado cráneo su pensamiento fluía ligero y hasta su visión de la vida, por lo común algo tétrica, se revelaba más optimista de lo que en él era habitual. Su traje nuevo, cortado a medida en tres piezas, le sentaba a la perfección. Sus relucientes zapatos también parecían nuevos.

—Buenos días —le saludó Nipho, parándose ante él, asombrado—. ¡Si estás hecho un dandi! Tendré que dejar de llamarte
Pelos
, aunque no será fácil vencer la costumbre. Nunca es fácil colgar hábito alguno. Mucho menos, el que hace al monje.

—Me llames como me llames, yo te responderé, maestro.

—Y acudirás a mí.

—A la voz revelada. —Murillo se inclinó.

Nipho se expandió en una complacida sonrisa.

—Me caes bien,
Pelos
… digo, Luis. Atesoras virtudes. Entre ellas, la de haber entrevisto lo que de grande hay en mí. Y no me estoy refiriendo a mi tamaño.

La envergadura del articulista había contribuido a su popularidad. Sus ciento veinte kilos y su peluquín, sus tirantes y americanas de cuadros le hacían inconfundible. Por si anduviese escaso de signos externos, Nipho era metódico hasta lo maniático y extremo en todo. En
El Trujal
, un restaurante pegado a las murallas romanas en el que siempre tenía mesa reservada, podía comerse una paella para cuatro y beberse una botella de Cariñena. Entonado y ahíto, regresaba a pie a la redacción para ponerse a escribir «en caliente». Ya por la tarde, a eso las siete, tomaba —«para despejarse», decía él— un chocolate con churros. A medianoche, después de cenar tan opíparamente como había comido, sacaba a su perro, un dálmata, a pasear por la plaza de los Sitios, en una de cuyas bocacalles, Mefisto (seudónimo, asimismo, de otro periodista zaragozano de principios del siglo
XX
), Nipho vivía solo.

Luis Murillo y él se veían a diario en
El Periódico
, en las mesas de Local. Sus ordenadores estaban situados uno frente a otro. Hacía tres años que Murillo había sido trasladado de la sección de Deportes a Sucesos, y diez meses que Nipho firmaba su columna «El murmurador». Casi un año en el que, de lunes a viernes, más o menos en torno a las once de la mañana, antes de la reunión del sanedrín, se producía esta misma o parecida conversación: «¿Un cafelito, Pelos?», ofrecía Nipho. «He tomado, maestro, pero te acompañaré con otro», respondía Murillo. «Vayamos a la máquina. Veré si tengo suelto». De camino a la dispensadora de café, Nipho solía descubrir que llevaba en sus bolsillos su manojo de llaves, la purera, el Dupont de oro que le había regalado alguno de sus amantes, pero ni un chavo suelto. Era Pelos quien solía pagar.

—El otro día te pillé con un ligue —dijo Nipho, cuando tuvo en la mano su vaso de café.

Murillo dio un respingo.

—¿Dónde? ¿Con quién?

—Salíais de los juzgados en animada conversación. Era una pelirroja. ¿Te la has cepillado?

—¡Claro que no!

—¿A qué esperas?

—No siempre es llegar y vencer.

—En este caso, además, habrá que contar con que las pelirrojas son frígidas.

—¡Eso es un bulo!

Nipho encogió sus monumentales hombros.

—¿Qué más te da, si no vas a salir de dudas? Sucede que eres tímido, Pelos… digo, Luis. No tienes confianza en ti mismo, he ahí la dificultad.

—Cada uno es como lo parieron —se resignó Murillo.

—¡Monsergas! Puedo enseñarte un método para convertirte en don Juan.

—¿En qué se basa?

—En la confianza. Si consigues que aumente, dispondrás de un harén con eunucos.

—Está bien, maestro. Oriéntame.

Nipho tomó aire. Su globosa cara se hinchó y se empequeñecieron sus ojos.

—El problema de tu generación reside en que las mujeres os han echado la garra encima. Os han adelantado, creándoos inseguridad. Pero tú,
Pe
… Luis, tienes madera de conquistador. Además, te has cortado las greñas y vistes un buen traje. Con eso no te estoy diciendo que antes fueses descuidado, sino —Nipho soltó una risa que sonó como un ronquido— ¡uno de los tíos más guarros que había visto en mi vida! Y no sólo por esas melenas tiñosas que llevabas, sino por tu conjunto, la ropa, tu pedorrera moto…

—No te pases, Nipho. ¡Como si tú fueras un Adonis!

—No lo soy, lo sé, y por eso mi mujer acabó abandonándome por un centrocampista del Real Zaragoza. Me acusó de todo: crueldad psicológica, incumplimiento de los deberes conyugales… menos de falta de higiene. Es por eso por lo que puedo hablar con propiedad. Tú, en cambio…

—Déjalo ya, Nipho —protestó Murillo, dolido—. No todos somos columnistas o autores dramáticos. No todos tenemos tu talento ni tu aplomo.

El columnista sonrió, halagado.

—¿No dirás esto último acaso por lo gordo que estoy? —bromeó.

—Deberías perder peso, Nipho.

—Tal vez tengas razón, no sé… Puede que esté un poco grueso, pero no siempre fui así… Al inicio de mi carrera, allá por los años sesenta, yo era como tú, flaco, descuidado, un piernas. Tenía pelo, y bastante largo, aunque no tanto como el tuyo. Me gustaba comer e iba de gorra siempre que podía, pero no engordaba. Hasta que un día, a principios de los ochenta, empecé a meterme kilos. De setenta a noventa, y luego pasé de los cien. A partir de ahí, me abandoné. La grasa tiene efectos benéficos: no te estresas, disfrutas de la buena mesa, el erotismo abre una ventana al alegre mundo del
voyeur
y la sabiduría despierta del sueño de la juventud, como si sus excesos la hubieran mantenido aletargada.

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