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Authors: Juan Bolea

Tags: #Intriga, #Policíaco

Pálido monstruo (2 page)

Entraron al Habana. Fidel sacó una cajetilla de tabaco. Se disponía a encender un cigarrillo cuando, a indicación del camarero, se vio obligado a guardarlo. Lo hizo con furia. La prohibición de fumar en establecimientos públicos, aprobada por el Ayuntamiento del Partido Popular, bajo la vara de Gregorio García del Cid, acababa de entrar en vigor. Un cartelito en la pared así lo publicitaba. Como fumador, Fidel había comenzado a sufrir en carne propia la cruzada antitabaco.

—¡Me muero por un pitillo! ¿No puedo fumar, en serio? ¡Te estoy hablando, Miguelón! ¡A ti, que tienes respuesta para todo! ¿Se te ocurre alguna contra esta arbitrariedad de nuestros gobernantes?

—No te metas con ellos, que son los míos —rezongó el camarero mientras enjabonaba la vajilla.

Ingenioso y castizo, de derechas de toda la vida, Miguelón estaba tan gordo que apenas entraba a la barra. Resultaba cómico su ir y venir de la cocina al mostrador, resoplando como un ballenato. Nunca se le veía comer, pero no era difícil imaginar dónde irían a parar las tapas sobrantes.

—¿Los tuyos? ¿Te estás refiriendo a los del Partido Popular o a esa pandilla de millonarios en calzoncillos? —le provocó Fidel, señalando el póster del Real Madrid que lucía sobre la cafetera.

Miguelón recogió el guante.

—¿Abrimos las hostilidades? ¿Antes de pedir?

—Sabes perfectamente lo que voy a tomar. Lo mismo de cada día.

—¿Café con leche?

—Y tres churritos. ¿Pasamos a discutir del Barça o vas a preguntarme cómo quiero la leche? ¡Del tiempo, por si se te ha olvidado!

—¡Tú sí que me estás poniendo de mala leche! ¿Qué pretendes? ¿Que me haga del Real Zaragoza?

—Sería tu obligación, como buen aragonés.

—¡Me afiliaré… —replicó Miguelón, congestionándose— cuando el equipo me dé motivos! ¿Qué diferencia hay entre un zaragocista y un masoquista?

Hacía años que Miguelón Mur y Fidel Paternoy discutían de política y de fútbol, sin ponerse de acuerdo jamás. Era una de las razones por las que se apreciaban mutuamente.

—Yo te diré lo que es masoquismo —espetó el abogado—. ¡Seguir frecuentando un bar donde se prohíbe fumar!

—En ese punto tengo que callarme —admitió Miguelón, que también era fumador—. Sólo puedo decirte que, si enciendes un cigarrillo y aparece un guardia, me meten un puro de padre y muy señor mío.

—En ese caso, podría usted reclamar —le sugirió Guzmán—. Si decidiera hacerlo, le recomendaría que se pusiera en contacto con nuestra firma. No en vano somos los mejores abogados de la ciudad.

Fidel sonrió, halagado.

—Y tú, David, nuestro mejor publicista.

—Gracias, Viejo.

—Si a ti te llaman el Viejo —meditó Miguelón—, ¿cómo me llamarán a mí?

—Para nosotros, Fidel es una especie de padre —aclaró Guzmán, con un tonillo de guasa—. Un padre un poco mayor, se entiende. Un
papabuelo
.

Paternoy puso una cara tan cómica que les hizo reír. No le importaba que se burlasen de él. Tenía sobradas razones para sentirse orgulloso de su posición, pero era modesto. Si, estando entre amigos, se daban las circunstancias, se ridiculizaba a sí mismo en un higiénico ejercicio contra la vanidad.

Guzmán pidió un carajillo para templarse el cuerpo. La noche anterior había salido de marcha. También él habría dado un brazo por un cigarrillo. A lo largo de la última madrugada se había fumado medio paquete de sus Gitanes con una estudiante de Derecho a la que había conocido en un seminario. A las cuatro de la mañana se había pegado un revolcón en la trasera del coche, aparcado junto a la cascada del parque Grande. No habían hecho el amor, pero le había faltado un pelo, y confiaba en lograrlo pronto. Había llevado a la chica a su casa y había dormido apenas tres horas en la suya. Al sonar el despertador, a las ocho en punto, como todas las mañanas, Guzmán se había duchado con agua fría, se había puesto un traje oscuro y, desde su piso, en la plaza del Carbón, se había dirigido a la carrera a la plaza del Pilar, a los juzgados, porque a las nueve tenía un juicio por un despido improcedente. Estaba hecho polvo, pero disimulaba delante del Viejo, quien, espigado y alto, bien plantado aún, a sus sesenta y cuatro años estaba lejos de parecer, pese a su nívea cabellera, un anciano.

—Se te ve mala cara, David —observó Fidel—. Como si algo te hubiese provocado indigestión o vinieras de desayunar con los fiscales.

—Será la luz de este bar.

—¿Pasa algo con mis luces? —gruñó Miguelón.

Guzmán iba a responder con un juego de palabras, pero se censuró a tiempo y pasó a prestar toda su atención a lo que su jefe acababa de empezar a exponerle sobre un caso pendiente.

—¿En serio me prohíbes fumar, tiránico hostelero? —insistió Fidel, interrumpiendo su razonamiento jurídico—. ¡Necesito pensar y sin tabaco no puedo!

Detrás de la barra, Miguelón se mordió la lengua.

—¿A qué solución me abocas? —siguió rezongando Fidel—. ¿Salir a fumar a la calle, es ése tu sentido de la hospitalidad?

El dueño del Habana reventó al fin.

—Con esa maldita norma antitabaco estoy perdiendo clientes, dinero… ¡Demandaré a esos politicastros, aunque sean de los míos!

—Buena idea —masculló Fidel.

—¡Me ofrezco a redactar la demanda! —apoyó Guzmán, siempre dispuesto a litigar con quien se le pusiera a tiro.

* * *

Capítulo 4

D
ESPUÉS del café, el Viejo regresó a su despacho. A medio camino, en la calle Alfonso, Guzmán se despidió de él para dirigirse a los juzgados. Le esperaba un juicio por malos tratos.

—¿Te veré después, Fidel?

—No lo creo. Por esta mañana he terminado. Me espera una partida de golf.

—¿Desde cuándo el golf es socialista?

Fidel se detuvo en la esquina de Méndez Núñez. El sol le daba en la cara, tostándola con suavidad.

—Voy a decirte una cosa, mi dilecto discípulo. He ganado dinero. Vivo bien, seguramente demasiado bien. En mi casa hay más habitaciones, muebles y objetos de los que necesito. He adquirido obras de arte. La conciencia me remuerde, pero no es para acallarla por lo que me sigo comprometiendo con causas humanitarias y sociales. Aunque no siempre lo parezca, sé quién soy y de dónde vengo. Creo en el progreso individual y en una equitativa distribución de la riqueza. ¿Me estoy explicando con claridad?

—Puesto que no te entiendo, seguramente sí —le replicó Guzmán con otra paradoja.

El Viejo sonrió. Cultivar el humor era un mandamiento para él.

—Estás dejando de ser un pardillo y no solamente en el terreno legal. —Fidel señaló un cardenal en el cuello de su pasante—. ¿Lleva faldas y tiene nombre la víbora que te ha clavado los colmillos?

—Martina, creo —dudó David—. Aunque también pudiera ser María o Marina.

—¿Tu nueva novia?

—Pudiera ser —repitió Guzmán como un eco.

Con el calor, la resaca se le estaba reactivando. El sol caía a plomo sobre la calle Alfonso. David tenía la impresión de que una bolsa de aire sucio como la de una aspiradora se inflaba y desinflaba en su cerebro.

—¿Cuánto tiempo llevas con esa chica? —inquirió Fidel.

—Desde ayer.

—¿Un noviazgo exprés?

—No por tenerlo de sobra hay que desperdiciar el tiempo. ¿Y si nos sorprende un terremoto?

—¿Cuándo los hubo en Zaragoza?

—¿Y un cataclismo nuclear? —divagó Guzmán, para seguir razonando erráticamente—: Abundan las centrales nucleares en un radio próximo, todas obsoletas, proclives a fugas radiactivas… Hablando de amores, Viejo… ¿Cómo vas tú con la viuda Berges?

Fidel dio un respingo.

—¿Por qué cambias de tema, David?

—Técnicas de autodefensa. ¿Podríamos hablar de progresos, de un paulatino acercamiento?

—¿Cómo dices, hijo?

—¡Vamos, Fidel! Doña Pilar todavía está de buen ver.

Guzmán se estaba refiriendo a la dueña de la tienda de exquisiteces situada en el pasaje del Ciclón, justo frente al bufete de Paternoy & Asociados. Pilar Berges había enviudado tres o cuatro años atrás. Más o menos, al mismo tiempo que Fidel, cuya mujer, Angelina, había fallecido a causa de una leucemia. El viudo abogado compraba a menudo en el establecimiento de la señora Berges, lo que venía inspirando habladurías.

—¿A santo de qué la sacas a colación?

—No te enfades. Era un simple comentario.

—¿De carácter especulativo?

—Supones bien.

—Sin pruebas, espero.

—Materiales, no. En cuanto a las circunstanciales…

—¿Algún indicio? —sonrió Fidel, dándole cuerda a su pasante.

Tal como solía hacer en los juicios cuando fingía reflexionar, Guzmán trasladó un índice a su sien. Entre otros recursos escénicos, había copiado ese gesto de su maestro Paternoy.

—En cuanto apareces por su tienda, si vas a por tu paté favorito, se observan en ella actitudes libidinosas.

Fidel tuvo que sofocar una carcajada.

—¡Actitudes libidinosas, pobre mujer! ¿Y en mí, habéis notado alguna reacción anómala?

—Una pose más erguida. Al entrar en Mantequerías Berges yergues la espalda como un legionario. Y ahora, Viejo, voy a hacerte la pregunta clave: ¿se te levanta algo más?

Fidel hizo otro esfuerzo para no sucumbir a un ataque de risa, pero no lo consiguió.

—Ahí te equivocas de medio a medio, David… ¡A mi edad, ya no se peca ni con el pensamiento!

* * *

Capítulo 5

1 de marzo de 2011

N
O me gusta madrugar, pero a menudo no duermo en toda la noche y es como si madrugara.

La persiana filtra la luz. Me tiro de la cama, me ducho, cojo la moto, aparco delante del periódico, entro en la redacción.

No hay nadie. Sólo la mujer de la limpieza.

«Buenos días, Luis», me dice ella con su voz caliente. Es dominicana. Se llama Nelly. Tiene grandes tetas, gran corazón. Le estoy cogiendo cariño. Un día de éstos la invitaré a cenar.

Sobre las once de la mañana llega Nipho, nuestro columnista.

Huele a colonia y ha perdido unos cuantos kilos, pero sigue siendo un tonel con patas. Se quita la chaqueta, se estira los tirantes con los pulgares —ris ris— y me saluda con aire cansino. Se sienta en su silla, enciende el ordenador, abre el correo electrónico, repasa los comentarios a su artículo. Nipho era columnista de la competencia, pero se ha venido con nosotros. Por eso tiene ventajas, gastos de comidas, incluso un juego de periódicos para su uso particular.

Hoy firma un artículo inspirado. Se lo comento con el secreto propósito de que alabe mi crónica de Sucesos, pero el muy bandido se abstiene porque jamás me lee. En cambio, esponjándose, habla de él y de su artículo. Pretende darme una lección de periodismo de opinión y otra de teatro, pues está a punto de estrenar su nueva comedia, titulada
Dímelo con un beso
. El título es un secreto. No debo decírselo a nadie, me bese o no.

Nipho me invita a un café de máquina. Nunca lleva suelto y pago yo. Sigue hablando un rato de él, sólo de él. Coge el café, vuelve a sentarse, contesta su correo electrónico y recibe una llamada de quien, a juzgar por su meliflua sonrisa, puede ser uno de sus líos. Hace unos días le vi por el parque Pignatelli paseando con un efebo. La pluma de Nipho es brillante. La única que, de vez en cuando, habla de literatura, de temas elevados. Los demás redactores, nunca. Estamos demasiado ocupados con la información diaria, por no mencionar las hipotecas, los divorcios… Todo eso que, desgastando la ilusión, mutila cualquier vocación artística.

A mi diagnosticada hiperactividad se ha sumado una depresión debida, según mi psiquiatra, a falta de empatía y terror a la muerte. Goldsmith: «Quien tiene miedo a la muerte muere mil veces». ¿Será por eso que cada día muero un poco?

Nipho sigue hablando por teléfono. Sonríe, cubre con la mano el auricular, baja la voz, se sonroja. Le oigo quedar a comer en un restaurante próximo al Teatro Principal, donde los actores ensayan
Dímelo con un beso
. Termina de hablar, cuelga y abre los periódicos deteniéndose en los artículos de sus competidores y pensando, acaso, qué tendrán ellos que no tenga él y por qué esos famosos articulistas escriben en cabeceras nacionales y él no.

A veces sus comedias se estrenan en Madrid. Entonces puede alardear de autor y sostener ante quien quiera escucharle que su vocación literaria absorbe lo mejor de su creación y que, si mantiene su vínculo matriz con el periodismo literario, se debe a su respeto por un glorioso antepasado suyo que, en el siglo
XVIII
, en Alcañiz, fundó el primer periódico de España,
El Murmurador Imparcial
. Aquel pionero se llamaba Francisco Manuel Mariano Nipho y Cagigal. Le apodaban «el monstruo de la naturaleza». Como tardío contraste, al tarambana tataranieto suyo que tengo por compañero de mesa le conocen como «el monstruo de la cerveza». ¿Adivinan por qué?

Llamo a comisaría. Apenas hay novedades. Cojo la moto y salgo para los juzgados en busca de noticias.

Nubes en el cielo, suave calor primaveral. El viento me da en la cara. Sorteo el tráfico respirando el gas de los tubos de escape. Ardor en la entrepierna. ¿Aceptaría la dominicana Nelly una proposición deshonesta al terminar su horario de limpieza?

Llego a los Juzgados de la Plaza del Pilar más acelerado que mi moto. Aparco y muestro mi credencial.

En los pasillos huele a humanidad. A fracaso. Se me ocurre comparar ese olor con el de las ratas muertas. El otro día apareció un roedor tieso en el alféizar de una de mis ventanas, la que da sobre el río Huerva. ¿Cómo treparía el inmundo bicho hasta el segundo piso por una pared desnuda, sin repechos ni tuberías?

Los juzgados son mi segundo hogar. Hago la ronda habitual: oficiales, procuradores, abogados.

Echo un párrafo con Fidel Paternoy. Los años no pasan para el Viejo. No soporto su aire paternal ni su estilo pedagógico, pero tengo que reconocer que es un gran abogado y un tipo íntegro, defensor de los desfavorecidos.

Intento sonsacarle sobre el caso Badía.

Néstor Badía era un modisto de alta costura, con taller en Zaragoza y más kilos en el banco de los que pesaba. Homosexual. Tenía su propia pareja, un muchachito llamado Pepín que le ayudaba en el taller de confección. Pero Badía era un gay inquieto y necesitaba experiencias extremas. Deslizarse al infierno sobre toboganes de raso. Las orgías se sucedieron y el juego se le fue de las manos. Lo encontraron vestido de mujer en una nave abandonada, cerca del puente de Piedra. Muerto como sólo los muertos lo están. Por dos cuchilladas en forma de aspa se le escapaba el mondongo.

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