—¿En qué?
—En lo buenísima que estás…
—¡Serás bestia!
—También puedo mostrarme como un chico tierno y sensible.
—Prueba por ese lado y a lo mejor tienes más éxito. Bueno, me has convencido —añadió Marina, riendo—. Estaba segura de que, tarde o temprano, me ibas a llamar —agregó juguetonamente.
—Llevo días pensando en ti, de verdad.
—Es pronto para que esto vaya en serio.
—No estoy loco. Una chica como tú no se me va a escapar.
La risa franca de Marina le hizo aventurar que el cénit erótico estaba próximo. En apariencia, ella le dio cuerda.
—Y no lo haré.
—¿No huirás de mí, ahora que estás a tiempo?
—¡Claro que no! Al contrario, voy para allá.
Guzmán colgó y se golpeó la palma de la mano con el puño. «Ya eres mía, pajarita», pensó, relamiéndose.
* * *
M
ARINA se presentó puntual en El Almacén, pero Guzmán no había llegado aún. La chica ocupó una de las mesas del fondo. Tuvo que esperar más de diez minutos a que apareciese el abogado.
Éste se disculpó por su retraso. Un colega le había entretenido a la salida del juzgado. Besó a Marina y rozó el dorso de su mano, pero sin decidirse a cogérsela. Recordó su apellido: Ángel. Con él se había inscrito en un seminario práctico impartido por el propio Guzmán en la Facultad de Zaragoza. Tenía parentesco —sobrina, creyó recordar él— con Fermín Ángel, un constructor que había trabajado en la capital aragonesa levantando viviendas oficiales en los nuevos barrios del sur y rehabilitando casas en el casco antiguo.
Acalorado por sus inapropiadas prisas y por su más inapropiado aún traje de invierno, Guzmán se quitó la americana y contempló a Marina con una expresión que pretendía reflejar la euforia de volverla a ver, pero a la que, en lugar de ilusión, afloraba un indisimulado cansancio, como si su capacidad de seducción hubiese quedado anulada por el nuevo día y su insoportable carga de realidad.
A la cruda luz del local, híbrida del luminoso exterior con los neones suspendidos del techo, Marina le pareció bastante menos atractiva que en la noche en que habían salido de copas. ¿Cómo era posible, pensó, que la traidora madrugada, el efecto del alcohol y la penumbra de los bares se hubiesen aliado para inspirarle semejante pasión? ¡Era como si fuese otra mujer! Ahora, en aquella cafetería, sin maquillar, con la melena recogida en una coleta, vestida con un vaquero y una sudadera, Marina presentaba un aire más vulgar, aunque igualmente juvenil. ¿Cuántos años le había dicho que tenía? ¿Diecinueve, veinte?
—Vaya ojeras te han salido —observó ella, frunciendo sus gruesos labios.
—Las tengo desde que te conozco —repuso él. Estudió su boca y se le abrió el apetito de volver a besarla. La idea de compartir una siesta con Marina empezaba a tomar voluptuosas formas en su mente.
—¿En qué estás pensando? —preguntó la chica.
—En algo atrevido.
—¿Para divertirnos?
—Podría ser.
—Con esas ojeras lo único que inspiras es miedo.
—La otra noche pude comprobar que eres tú la que se transforma en vampiro —añadió Guzmán con picardía, pasándose la yema de un dedo por las marcas del cuello—. Estás preciosa.
—¡Si apenas me he lavado la cara! ¿Has vuelto a beber?
—Ya que sacas el tema, me muero por una cerveza. Bueno, hay algo que me apetece más.
—¿Una cerveza doble?
—Tus labios —susurró él.
Como si fuera lo más romántico que le habían dicho en mucho tiempo, Marina inclinó la cabeza y cerró los ojos con expresión soñadora.
—Sabía que no me equivocaba contigo —susurró.
Guzmán sintió un arrebato romántico. En ese momento, no se habría resistido a la tentación de acariciar a Marina, cogerle las manos, tal vez besarla, pero algo se lo impidió.
Otra mujer acababa de entrar en El Almacén. Era tan guapa como extraña. Tenía el pelo rojo y de su figura emanaba una luz cuyo magnetismo captó la atención de varios clientes. También la del abogado Guzmán.
* * *
L
A desconocida permanecía junto a la puerta del establecimiento, como buscando a alguien en el atestado local. A Guzmán le resultó imposible apartar la mirada de aquella mujer, que, a su vez, se estaba fijando en él. El abogado siguió observándola por encima de los hombros de Marina. Ésta le estaba diciendo algo, pero él no captaba el significado, limitándose a cabecear y a sonreír bobamente.
La pelirroja avanzó entre las mesas, sin dejar de mirar a Guzmán. Al darse cuenta de que se dirigía hacia su mesa, al abogado se le aceleró el ritmo cardíaco. Estaba temiendo que Marina advirtiera que se sofocaba sin motivo cuando la desconocida se les plantó delante.
—¡Ya estoy aquí!
—Eres una tardona —le reconvino Marina—. ¡Te has retrasado a propósito, para hacerte la interesante!
—Podría ser uno de mis trucos —admitió la otra, dedicando a Guzmán una sonrisa tan deslumbrante como si un golpe de sol hubiese iluminado el café—. Puesto que mi prima hermana no se decide a presentarnos, lo haré yo —añadió, estirando una delgada mano que el abogado se apresuró a estrechar—. Eloísa.
—David. Bonito nombre.
—A mí también me encanta tu nombre, Elo —asintió Marina con una sutil prevención, como si su sexto sentido hubiera captado un principio de entendimiento entre su chico y su prima y eso no le hubiese hecho demasiada gracia—. David es abogado criminalista —agregó.
—Laboralista, para ser exactos —matizó él—, aunque de vez en cuando me pringan con asuntos penales.
—Lo sé —afirmó Eloísa.
—¿Lo sabes? —se asombró Guzmán—. ¿Cómo?
La prima de Marina le clavó una mirada transparente. Sus ojos eran como pedazos de un cielo puro y frío.
—Porque vienes de representar a una tal Berta Solorzano, acusada de maltratar a sus hijos.
El estupor de Guzmán aumentó otro grado. Pero Eloísa simplemente había comenzado a sorprenderle.
—Esa mujer es una arpía. Espero que no hayas creído una sola palabra de su declaración —añadió.
—¿Su declaración? ¿Es que estabas…?
—En la sala, sí. —La pelirroja sonrió; era dueña de unos labios exangües
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perfilados con un lápiz violeta—. Llegué tarde y me senté en la última fila, por eso no te diste cuenta.
—No estuve muy inspirado, la verdad —se lamentó el abogado.
—Nada de eso —le contradijo Eloísa. Tenía una voz aterciopelada y un amanerado acento. Como si, pensó Guzmán, hubiese vivido en el extranjero—. Tu argumentación, pese a haber sido articulada sobre manifiestas falsedades, fue persuasiva. Peor impresión me dio el fiscal, García del Cid. Tan…
—¿Prepotente? —apuntó Guzmán.
—¡Pura arrogancia! Pero yo sólo estaba interesada en las declaraciones de la acusada. La próxima vez, esa mujer no se limitará a golpear a sus indefensos hijos.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Marina—. ¿Qué hará la próxima vez?
—La próxima vez los matará —replicó Eloísa con escalofriante naturalidad.
Guzmán iba a objetar algo, pero Eloísa volvió a clavar en él su gélida mirada azul.
—Berta Solorzano es una psicópata con instintos criminales. Debería estar bajo tratamiento preventivo.
—¿Eres médico? —inquirió el abogado.
—No, pero conozco a tu clienta.
—¿Puedo preguntarte de qué?
—Acabo de entrevistarla para un trabajo.
—¿Para ese libro tan original que estás escribiendo? —apuntó Marina.
—¿Qué libro? —preguntó a su vez Guzmán—. ¿Y por qué es tan original?
—Pretendo estudiar a los criminales en su estado larval —expuso Eloísa con el tono científico que un entomólogo habría utilizado para describir una especie de insecto—. Cuando ni siquiera ellos saben que el monstruo homicida que habita en su interior ha empezado a desarrollarse. Tu clienta todavía está en fase de larva, pero pronto crecerá y se convertirá en una mantis.
Eloísa volvió a fijar en Guzmán su absorbente mirada. Al abogado le pareció que algo punzante hería un punto sensible de su cerebro.
—Estoy segura de que habrás conocido a otros candidatos para protagonizar mi estudio de depredadores humanos —continuó Eloísa—. Me encantaría que me presentases a alguno. Suelo entrevistarlos en su entorno. A veces iniciamos una cierta amistad.
—¿Criminales? He conocido a unos cuantos, pero no podría afirmar que figuren en mi lista de amigos.
Eloísa le animó a compartir su experiencia.
—Me encantaría contar con tu colaboración.
Guzmán trató de no parpadear frente a su mirada de hielo, pero no pudo.
—Podemos volver a vernos para hablar de ello…
—La otra noche no tuvimos tiempo de que me explicaras todas esas cosas tan interesantes de tu vida, David —le interrumpió Marina. Tenía los ojos enrojecidos por haber dormido muy poco. Pero la mirada del abogado no regresó a ella, sino que se mantuvo en su prima.
—¿Quedasteis los dos solos? —quiso saber Eloísa, con un tono malévolo, y sus sedosas pestañas se abatieron con un reflejo rojizo. Podría estar coqueteando, pero el abogado no iba a creerse tan fácilmente que algo así estuviera ocurriendo—. Nadie lo diría —prosiguió Eloísa, con un matiz de incredulidad.
—¿Diría qué? —preguntó Marina, sin entender.
—Es como si os vieseis por primera vez. ¿De qué hablasteis, de trabajo?
—De juicios, de la universidad y de un montón de chorradas —repuso Marina, riendo un tanto sesgadamente—. Pero en cuanto comenzamos a morrearnos, se acabó la charla.
Eloísa soltó una risa.
—Hacía mucho que no oía ese verbo. «Morrearse» —repitió, con cierto desdén, haciendo amago de levantarse—. ¿Dónde están los camareros? Necesito con urgencia un
bloody mary
.
—El servicio es pésimo —advirtió Marina—. Hace un cuarto de hora que he pedido.
—Yo iré a la barra —se ofreció Guzmán—. ¿En serio quieres un
bloody mary
?
—Sí, gracias.
—¿A estas horas de la mañana? Debes de tener un estómago a prueba de bomba.
—Y no sólo el estómago. Elo es una tía dura —confirmó Marina—. Ya la irás conociendo —añadió, pero en un tono que indicaba que podría estar deseando justamente lo contrario.
Guzmán se incorporó con agilidad. Estaba en buena forma gracias a sus carreras por la arboleda del parque de Macanaz, al otro lado del Ebro, y al duro ejercicio de remo que practicaba en el río, a bordo de un kayak que alquilaba en el
Club Natación Helios
junto con un amigo, un procurador llamado Carlos Puy.
Al separar la silla y deslizarse junto a Eloísa pudo aspirar su perfume almizclado y atisbar la, de tan blanca, casi translúcida piel de su cuello, del que pendía una cadenita de oro con la figura de una diosa mediterránea. Estaba claro que aquella mujer del cabello rojo era muy particular.
La cabeza de Guzmán daba vueltas. Al dirigirse hacia la barra le asaltó con nitidez el recuerdo de la primera chica a la que había besado. La asociación no tenía nada de casual porque también era pelirroja, e hija de un coronel. Quince años atrás, aquella adolescente y él se habían morreado, por utilizar el vocabulario de Marina, y acariciado con desorden en un portal del bloque de viviendas militares situado frente a la vieja estación ferroviaria de
El Portillo
. Mucho tiempo después, Guzmán volvería a ver a esa misma amiga, convertida en madre, empujando el carrito de un bebé por el paseo de Sagasta. Se había casado con un empresario de toldos y estaba feliz con su segundo hijo. «¿Y tú, David, sigues soltero?», le había preguntado, mirándole con una expresión que, pese a los años transcurridos, era exactamente igual a la que él recordaba. «Sí», había respondido Guzmán. «Me ha llegado la onda de que sigues corriéndote tus buenas juergas —agregó ella—. Deberías probar esto también». «¿Te refieres al matrimonio? —adivinó él—. ¿Con quién —había añadido, tirando la caña—, si tú ya estás ocupada?».
Mientras esperaba que le atendiera un camarero, Guzmán observó a ambas mujeres. El busto de Marina se había inclinado hacia su prima, que permanecía erguida en su silla, escuchándola con atención. La nariz de Eloísa era bonita, aunque un poco chata. El cabello en llamas, la piel tan pálida… Tenía personalidad, pensó el abogado. Y un cuerpo… Eloísa se había quitado la americana y las puntas de sus pechos destacaban como botones bajo su blusa de popelín.
Marina debió de decir algo gracioso porque ambas se giraron hacia él con el gesto de estar reprimiendo la risa. Guzmán temió que Marina le estuviese contando a Eloísa intimidades suyas, pero ya no volvieron a mirarle ni seguramente a referirse a él, por lo que pudo seguir observándolas disimuladamente mientras el camarero preparaba las tazas. Añadió una cerveza para él y llevó las bebidas a la mesa.
—Qué mozo más guapo. —Marina le sonrió—. ¿Estás incluido en el autoservicio?
—Podéis disponer de mí —repuso él en tono de chanza.
—No me importaría servirme un trozo —dijo Eloísa con una procacidad tan aguda que Guzmán, desconcertado, hundió los labios en la espuma de su cerveza.
—¿Y qué pedazo elegirías? —quiso saber Marina, muerta de risa.
—¡Cuidado, nuestro chico se está ruborizando! Cambiemos de tema o pensará que somos unas devora hombres.
—No se me ocurre ningún otro tema mejor que ése —descartó Marina.
—A mí, sí —anunció Eloísa. Y se dirigió a David—: ¿Cómo está el Viejo?
—¿A quién te refieres?
—A Fidel Paternoy, naturalmente. ¿No le llamáis así, el Viejo?
—¿Y cómo…?
—¿Lo sé? Todo el mundo en nuestra profesión ha oído hablar del Viejo.
—¿Nuestra profesión? ¿Es que eres…?
—Colega tuya.
—¡No me digas!
—¿Qué ocurre? ¿No tengo pinta de abogada?
—Bueno… Haber empezado por ahí. ¿Estás en algún despacho?
—Soy independiente.
—Lo es —subrayó Marina—. Puedo jurarlo.
—Acabo de abrir mi propio bufete. Me encantaría enseñártelo —le invitó Eloísa.
—Cuando quieras —aceptó Guzmán—. ¿Tienes una tarjeta?
—Por supuesto.
—Pasaje de Independencia —leyó él—. ¿Dónde queda este número, a la entrada del centro comercial?
—Eso es.
—Un sector caro.
—Mis clientes se merecen lo mejor —sostuvo Eloísa, un segundo antes de soltar una carcajada destinada a ridiculizar tan petulante consideración.