La referencia a su prima desconcertó al abogado.
—Es una chica encantadora.
—Y fácil de olvidar. Si no llego a mencionarla, tú no lo habrías hecho.
—Antes o después, habríamos acabado hablando de ella —se defendió Guzmán. Pero era obvio que, frente a la subyugante presencia de Eloísa, ni siquiera había pensado en Marina.
—Si hubieses vuelto a llamarla una sola vez, te habrías acostado con ella —pronosticó Eloísa con desdeñosa ironía—. Marina es así, no tiene criterio.
—¿Por qué la desprecias? —protestó él, sin convencimiento.
—Simplemente, la estoy describiendo. La ansiedad la pierde, como a ti. Y, sin embargo, has sabido captar mi atención y mi…
Eloísa volvió a sonreírle, esta vez con una expresión más blanda, nueva para él.
—¿Tu qué? —preguntó Guzmán.
Bruscamente, ella le rodeó el cuello con los brazos y le besó. Los ojos del abogado se empozaron como si en su alma girase un torbellino de barro.
Eloísa dio un paso atrás y comenzó a desabrocharse la blusa. Lo hizo deprisa. No llevaba sujetador. Libres, sus pechos temblaron como peces cautivos. Torpemente, con los nervios a flor de piel, Guzmán enlazó su cintura y probó otra vez el sabor de sus labios. Ella respondió apasionadamente. La garganta del abogado emitió un sordo resuello, como si algo le hubiese hecho retener la respiración contra su voluntad. Ciñéndola con los brazos, tumbó a Eloísa sobre la moqueta gris con dibujos geométricos inspirados en las composiciones de Vasarely. Ella se retorció bajo su peso, como si hubiera cambiado de opinión y se resistiera, como si de pronto tuviese miedo, pero su boca siguió buscando con avidez la del hombre. Bajo una intensa excitación, Guzmán enlazó sus cabellos, que se deslizaron entre sus dedos como cordones de seda, le bajó la falda, casi le arrancó las bragas y se hundió en su vientre dejándose abrasar por las frías llamas que quemaban su piel en un océano de turbios deseos.
* * *
24 de marzo de 2011
H
A vuelto a suceder, pero esta vez hemos llegado hasta el final.
Ocurrió en mi propia casa, hace apenas unas horas. Todavía respiro su perfume, su aroma sexual.
Escribo en la cama que hemos compartido. Las sábanas están arrugadas tras la batalla erótica. Pasión. Exaltación. ¡Locura!
Escribo envenenado de ella. ¡Feliz!
Redactaré en presente, pues presente está ella en mí.
Es Eloísa quien me llama al periódico. Quiere verme. No le digo que no he podido dormir, que cada hora, desde que la conocí, he estado pensando en ella, sólo en ella. Tampoco le digo que, por temor a su rechazo, no me he atrevido a llamarla.
Le pregunto en qué puedo ayudarla.
—Tal como hablamos, me gustaría cotejar tu archivo de casos criminales —responde.
—Está en mi casa.
—Puedo ir, si no es molestia.
Vacilo.
—Estará hecha un asco. Ni siquiera recuerdo cuándo hice la última limpieza.
—¿Y eso qué importancia tiene? ¡Seguro que exageras!
—Te puedes imaginar cómo vive un soltero.
—He compartido apartamento con más de uno —suelta Eloísa y me pide la dirección.
Quedamos a las nueve de la noche. Teóricamente, a esa hora yo debería haber entregado mi crónica de Sucesos, más un reportaje sobre las actividades electorales de Fidel Paternoy (último emplume del director a cambio de seiscientos miserables euros, noche electoral incluida). Pero estoy nervioso y me cuesta escribir. Al terminar, voy corriendo a la parada del bus. No llega y corro por las calles. Me caigo, torciéndome un tobillo con un daño horrible. Hasta las nueve y cuarto no llego renqueando a la puerta de mi casa, en la calle de la Luz, junto a la orilla del Huerva.
Eloísa está esperándome apoyada en la barandilla que protege el talud del río. Lleva un vestido negro, sandalias romanas y su amuleto minoico.
Subimos a mi casa. Al abrir la puerta, vuelvo a disculparme por el estado del piso. Como si no viera el desorden, ella se pone a hablarme de Antonio Sevilla, el predicador. Ha conseguido localizar a Marcelina, la hermana de Rufino, y la ha visitado en su domicilio. La misma Marcelina a la que el predicador había violado y birlado sus ahorros.
—Me ha parecido una pobre mujer —dice Eloísa—. Le he adelantado quinientos euros para que me arregle una cita con su hermano.
—¿De dónde sacas el dinero?
—Soy rica, pero me gusta que me inviten.
No capto la indirecta. Ella me la explica.
—A ponerme cómoda, por ejemplo.
—Claro, qué torpe soy. Perdona. Siéntate, por favor.
Señalo un raído sofá adquirido en una promoción de El Chollo del Hogar, un mayorista radicado en la autovía de Valencia. Contrachapada en formica, la mesa del cuarto de estar (el único cuarto, realmente, de la casa), mesa en la que como y trabajo, tiene la misma procedencia.
—¿El dinero te viene de familia?
Ella asiente y cruza las piernas en el sofá.
—Mi padre tiene mucho, pero mala salud. Padece un cáncer de páncreas avanzado. Soy hija única, de modo que la millonaria pasaré a ser yo. Heredaré sus propiedades y su colección de cuadros. Ya tengo algunos colgados en el despacho, como anticipo. ¿Te atrae el arte, Luis?
—No mucho —contesto, intimidado por su aplastante seguridad y por su carencia de escrúpulos.
—¿Cuáles son tus aficiones?
—Me gustan las chicas —bromeo.
—De eso ya me he dado cuenta. ¿El dinero no?
—Tenerlo es una sensación que desconozco. Siempre estoy tieso.
—¿Qué harías si tuvieras millones?
Ni lo dudo.
—Gastarlo contigo.
Eloísa sonríe. Se ilumina mi casa, se ilumina mi vida.
—Eres un encanto. Ven, Luis, acércate. Siéntate a mi lado.
Lo hago y el aliento de Medusa me refresca como la brisa del mar cuando la marea abandona la arena. Pero mi piso no es un romántico camarote. Da asco. Hay un dedo de polvo, latas vacías y un pringoso yogur de plátano junto al televisor.
A Eloísa no parece importarle. Ha venido a por mi dossier y quiere verlo. Voy al dormitorio, busco las carpetas y se las entrego. Contienen mis mejores reportajes, crónicas y entrevistas.
—Estabas más guapo con el pelo largo. Me encantaba. ¿Por qué te lo has cortado? —comenta al ver fotos en las que yo luzco melena.
—Me dio por ahí.
—Te resta personalidad. Me gustan los hombres especiales… ¿Y ese traje que llevas? Tampoco me había dado la impresión de que vistieses tan formalmente. Estabas más atractivo con tu camiseta y tus vaqueros, pero supongo que eso te lo dirán todas.
—No tengo demasiado éxito con las mujeres.
—No hace falta que te muestres falsamente modesto. Odio a los hombres que fingen ser lo que no son.
A los labios de Eloísa aflora una sonrisa tierna, pero no por ello deja de hojear el dossier. Lee con avidez. A un lado va amontonando los casos que pueden interesarle. Le atraen los más sanguinarios.
—¿Y esta foto, Luis? ¡Estabas muy bien acompañado!
—Era una redactora en prácticas.
—¿Te la ligaste?
—Sólo fuimos amigos.
—Sospecho que por este sofá han debido de pasar unas cuantas amigas tuyas.
—¡Qué más quisiera!
—Todavía no me has dicho si tienes novia.
—No, no tengo.
—¿Y cómo te las arreglas, ya sabes…?
Un golpe de rubor me sube a la cara.
—¿Con profesionales? —insinúa Eloísa.
—¡Jamás! Las odio.
—¿Odias a las putas? ¿En serio?
—No quería decir eso… Simplemente, me dan náuseas.
—Conozco a algunas que te encantarían. Ni siquiera parecen prostitutas. De hecho, no lo son. Obtienen un dinero extra mientras continúan sus estudios o buscan trabajo. ¿Me acercas la lámpara? Estoy forzando la vista.
Lo hago y su blanco resplandor arranca llamaradas a su pelo rojo. Eloísa me da las gracias y enciende un cigarrillo.
—¿Tienes algo de beber?
—Voy a mirar.
Me duele el pie y cojeo hasta la cocina.
—¡Sólo ginebra! —grito desde allí.
—Un
gin-tonic
me sentará bien.
—No hay tónicas ni hielo —advierto.
—Pónmela a pelo.
No encuentro copas apropiadas y acabo enjuagando el vaso que he usado en la comida del mediodía. Lo lleno con tres dedos de Gordon’s, sirvo la misma cantidad en una jarra de cerveza y vuelvo a sentarme junto a Eloísa. ¡Cuerpo de diosa! Se ha inclinado sobre mis papeles y en su cuello se marcan las venas como ríos de porcelana. No sé por qué, pero se me ocurre pensar que su sangre debe de ser más clara.
Seguimos charlando y bebiendo hasta medianoche. Afuera refresca y se oye maullar a los gatos salvajes, de caza nocturna por las orillas del Huerva. Pongo música y me ofrezco a cocinar algo. Pero Eloísa sólo quiere seguir leyendo. Bebiendo. Fumando.
Al quinto cigarrillo, aparenta relajarse. Se recuesta en el sofá y cierra los ojos a la cadencia de la música. Distingo sus pechos palpitando a través del vestido y se me va la cabeza, pero jamás hubiera adivinado lo que iba a suceder. Su mano hace un movimiento, llamándome. Sus dedos alzan mi camisa y desabrochan la hebilla de mi cinturón. A mi alrededor, todo se pone a girar.
La boca de Medusa se abre y susurra: «Desnúdate».
* * *
D
URANTE las cuatro semanas siguientes, Eloísa Ángel y David Guzmán disfrutaron de una secreta y apasionada historia de amor.
Debido a sus ocupaciones, no podían verse cada día, pero se citaban con frecuencia y se las arreglaban para pasar juntos algunas noches.
La hija de Eloísa, Andrea, estaba a su cargo y vivía con ella. Por eso, Eloísa prefería quedarse a dormir en el apartamento de Guzmán, situado en el último piso del edificio más alto de la plaza del Carbón, con vistas a las torres de la Seo, de San Pablo y de la basílica del Pilar. Las noches en que su madre faltaba, la abuela de Andrea, que vivía en la calle Costa, se hacía cargo de la niña.
A la pareja le gustaba salir de la ciudad, cenar en poblaciones cercanas y hospedarse en albergues rurales que localizaban en las guías de pequeños hoteles con encanto. En caso de que pernoctaran lejos de Zaragoza, tenían que madrugar para, hacia las nueve de la mañana, al igual que en cualquier otra jornada, encontrarse de regreso en sus respectivos despachos, o en los juzgados. No les importaba.
Andrea sólo tenía cinco años. Eloísa debía dedicarle un tiempo del que carecía. Aunque estaban ansiosos de repetir sus escapadas, a lo largo del mes de abril David y ella sólo pudieron compartir un fin de semana.
Decidieron ir a la Costa Brava. A Guzmán le habría gustado quedar con sus amigos catalanes, pero Eloísa se resistió a hacer pública su relación alegando que la convertiría en comidilla de cotilleos estériles y «privándola de la magia de la clandestinidad y del encanto de la incertidumbre».
Más adelante, David recordaría obsesivamente esa actitud y esas mismas palabras. A cambio de plegarse a su voluntad y mantener su romance en secreto, obtuvo compensaciones. Eloísa se mostraba cada vez más cariñosa. El abogado descubrió que, en determinados terrenos, sobre todo en el campo profesional, tenían bastantes más cosas en común de lo que en un principio había supuesto.
Además de la naturaleza y los deportes, Eloísa amaba su profesión y era feliz empleándose a fondo y demostrando su competencia en la defensa de sus clientes. Carecía de la experiencia de Guzmán y no era tan versátil como él, pero poseía preparación teórica y buena oratoria. A medida que la conocía y convivía con ella, más convencido se mostraba David de que Eloísa —«mi novia», estaba empezando a pensar, con una sensación placentera e inquietante a la vez— estaba llamada a triunfar en el mundo de la abogacía.
La psicología criminal era una disciplina más propia de Eloísa. Llevaba el maletín lleno de artículos especializados, informes de las agencias norteamericanas, tratados psiquiátricos sobre la inadaptación, el complejo de Edipo o los traumas infantiles. Anna Freud o Ferenczi aparecían con frecuencia en sus conversaciones. Eloísa tomaba notas en cualquier parte y, en cuanto cerraba el despacho, continuaba trabajando sin descanso en los capítulos de su ensayo. Había incorporado un nuevo caso, el del
predicador Antonio Sevilla
, cuya historia y documentación le había facilitado el periodista Luis Murillo, y se hallaba investigando su entorno familiar. Para seguir buceando en nuevos materiales insistió en entrevistarse con Fidel Paternoy. Le rogó a su pareja que le organizase un encuentro con él.
David se apresuró a gestionarlo. Como Fidel seguía sin utilizar móvil, llamó por teléfono a su cuartel electoral. Su llamada pasó de una recepcionista a un jefe de gabinete y luego a una secretaria. Finalmente, el Viejo se puso al aparato. Se disculpó por haberle hecho esperar y accedió de buen grado a su petición.
—¿Esta señorita Eloísa no será, por casualidad, pelirroja? —preguntó Fidel, asociándola con una visita que no había llegado a atender.
—Todo es original en ella —la alabó Guzmán.
—De manera que se trata de la misma muchacha que ya intentó verme con anterioridad… Según mi secretaria, tenía la figura de una modelo.
—Eloísa te gustará en todos los sentidos —presumió David.
La cita se celebró en la sede de Paternoy & Asociados. Eloísa se presentó con un atuendo un tanto provocativo: camiseta de pedrería, chaleco con flecos y una minifalda de piel de antílope adquirida en el mercadillo de Candem Town durante su estancia londinense. Con una apariencia mucho más severa, de traje oscuro y corbata granate, Guzmán la recibió en el vestíbulo de la firma. No tenía por qué, pero experimentaba cierto embarazo. Eloísa se comportó como si, en lugar de su amante, fuera una simple colega y se limitó a estrecharle protocolariamente la mano. Por su parte, David alegó que debía regresar a la sala de juntas para reincorporarse a una reunión, y dejó a Eloísa a cargo de Alicia.
La secretaria la hizo esperar hasta que Paternoy le indicó por el telefonillo interior que podía recibirla.
En plena campaña electoral como candidato a la alcaldía, Fidel había ido al pasaje del Ciclón para recoger unos cuantos papeles y un volumen con estadísticas de seguridad ciudadana que podía utilizar contra el candidato del Partido Popular. De paso, también, para recibir a la amiga de David Guzmán, en una entrevista que suponía intrascendente. Al entrar en su despacho, el Viejo comprobó con satisfacción que nadie había tocado nada. En sus estanterías y archivos todo seguía tal como lo había dejado. Al escritorio se habían limitado a quitarle el polvo. Sus socios habían acordado que, en su ausencia, esa estancia quedase sin ocupar, aguardando simbólicamente el regreso del abogado jefe.