Read Pantaleón y las visitadoras Online

Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Erótico, Humor, Relato

Pantaleón y las visitadoras (23 page)

Compases del vals
La Contamanina;
suben, bajan y se cortan totalmente.

*

Noche del 13 al 14 de febrero de 1958

Resuena el gong, el eco queda vibrando en el aire y Pantaleón Pantoja piensa: «Se ha ido, te ha abandonado, se ha llevado a tu hija». Se halla en el puesto de mando, las manos apoyadas en la baranda, rígido y sombrío. Trata de olvidar a Pochita y a Gladys, se esfuerza por no llorar. Ahora, además, está sobrecogido de terror. Ha vuelto a resonar el gong y él piensa: «Otra vez, otra vez, el maldito desfile de los dobles otra vez». Transpira, tiembla, su corazón añora los veranos cuando podía correr a hundir la cara en las faldas de la señora Leonor. Piensa: «Te ha dejado, no veras crecer a tu hija, jamás volverán». Pero,
haciendo de tripas corazón
, se sobrepone y concentra en el espectáculo.

A primera vista, no hay motivo para alarmarse. El patio del centro logístico se ha extendido lo suficiente para hacer las veces de un coliseo o de un estadio, pero, fuera de sus proporciones magnificadas, es idéntico a sí mismo: ahí están los altos tabiques constelados de carteles con consignas, proverbios e instrucciones, las vigas pintadas con los colores simbólicos rojo y verde, las hamacas, los casilleros de las visitadoras, el biombo blanco de la Asistencia Sanitaria y los dos portones de madera con la tranquera caída. No hay nadie. Pero ese paisaje familiar y deshabitado no tranquiliza a Pantaleón Pantoja. Su recelo crece y un zumbido tenaz perturba sus oídos. Está derecho, asustado, esperando y repitiéndose: «Pobre Pochita, pobre Gladycita, pobre Pantita». Elástico y demorado, el sonido del gong lo hace brincar en el asiento: va a comenzar. Apela a toda su voluntad, a su sentido del ridículo, pide secretamente ayuda a Santa Rosa de Lima y al niño-mártir de Moronacocha para no levantarse, bajar la escalerilla a saltos y salir
corriendo como alma que lleva el diablo
del centro logístico.

Se acaba de abrir (suavemente) el portón del embarcadero y Pantaleón Pantoja divisa siluetas borrosas, en posición de atención, aguardando la orden de ingresar al centro logístico. «Los dobles, los dobles», piensa,
con los pelos de punta
, sintiendo que su cuerpo comienza a helarse de abajo a arriba: los pies, los tobillos, las rodillas. Pero el desfile se ha iniciado ya y nada justifica su pánico. Se trata sólo de cinco soldados que, en fila india, van avanzando desde el portón hacia el puesto de mando, cada uno tirando una cadena al extremo de la cual trota, brinca, se agita ¿qué? Presa de una ansiedad que empapa sus manos y entrechoca sus dientes, Pantaleón Pantoja adelanta la cabeza, aguza la mirada, escudriña con avidez: son perritos. Un suspiro de alivio hincha y deshincha su pecho:
le vuelve el alma al cuerpo
. No hay nada que temer, su aprensión era estúpida, no son los dobles sino diversos exponentes del
mejor amigo del hombre
. Los números se han acercado pero todavía siguen lejos del puesto de mando. Ahora Pantaleón Pantoja los distingue mejor: entre soldado y soldado hay varios metros de luz y los cinco animalitos están arreglados primorosamente, como para un concurso. Se advierte que han sido bañados, trasquilados, cepillados, peinados, perfumados. Todos llevan en el pescuezo, además del collar, cintas rojiverdes con coquetos rosetones y nudos mariposa. Los números marchan muy serios, mirando al frente, sin apurarse ni retrasarse, cada cual a poca distancia del animal a su cuidado. Los perritos se dejan llevar dócilmente. Son de distinto color, forma y tamaño: salchicha, danés, pastor, chihuahua y lobo. Pantaleón Pantoja piensa: «He perdido a mi esposa y a mi hija, pero, al menos, lo que va a ocurrir aquí no será tan atroz como otras veces». Ve acercarse a los números y se siente sucio, malvado, herido y tiene la impresión de que a lo largo y a lo ancho de su cuerpo se está propagando una erupción de sarna.

Cuando vuelve a resonar el gong —la vibración esta vez es ácida y como reptilinea— Pantaleón Pantoja sufre un sobresalto y se mueve intranquilo en el asiento. Piensa:
«Cría cuervos y te sacarán los ojos»
. Hace un esfuerzo y mira: sus ojos saltan en las órbitas, su corazón late tan fuerte que podría estallar como bolsa de plástico. Se ha aferrado a la baranda y los dedos le duelen de tanto presionar la madera. Los números están ya muy cerca y podría reconocer sus facciones si los observara. Pero sólo tiene ojos para lo que tropieza, rueda y zangolotea al extremo de las cadenas: allí donde estaban los perros hay ahora unas formas grandes, animadas y horribles, unos seres que lo repelen y fascinan. Quisiera examinarlos uno por uno, al detalle, grabar sus abruptas imágenes antes que desaparezcan, pero no puede individualizarlos: su mirada salta de uno a otro o los abarca a la vez. Son enormes, entre humanos y simiescos, con colas que chicotean en el aire, muchos ojos, mamas que besan el suelo, cuernos color ceniza, escamas palpitantes, jorobadas pezuñas que chirrían como barrenos en la losa, trompas velludas, babas y lenguas aureoladas de moscas. Tienen labios leporinos, costras sanguinolentas, narices de las que penden hilachas de mocos y pies acorazados de callos, encrespados de uñeros y juanetes, y pelambres como púas donde piojos gigantes se balancean y saltan igual que monitos en el bosque. Pantaleón Pantoja decide
echarse el alma a la espalda
y huir. El terror le arranca los dientes que rebotan sobre sus rodillas como granos de maíz: han atado sus manos y pies a la baranda y no podrá moverse hasta que
ellos
pasen frente al puesto de mando. Está rogando que alguien dispare,
le vuele la tapa de los sesos
y acabe con este suplicio de una vez.

Pero ha vuelto a resonar el gong —su eco interminable vibra en cada uno de sus nervios— y ahora el primer número está pasando en cámara lenta frente al puesto de mando. Atado, afiebrado, amordazado, Pantaleón Pantoja ve: no es un perro ni un monstruo. La figura encadenada que le sonríe con picardía es una señora Leonor en cuyos rasgos se han injertado, sin sustituirlos, los de Leonor Curinchila, y a cuyo flaco esqueleto se han añadido —«una vez más», piensa, tragando hiel, Pantaleón Pantoja— las tetas, las nalgas, los rollos y el andar protuberante de Chuchupe. «No importa que Pocha se haya ido, hijito, yo te seguiré cuidando», dice la señora Leonor. Hace una reverencia y se aleja. No tiene tiempo de reflexionar pues ahí está el segundo número: la cara es la del Sinchi, y también la corpulencia, la desenvoltura animal y el micrófono que lleva en la mano. Pero el uniforme y las estrellas de general son del Tigre Collazos y asimismo la manera de bombear el pecho, de rascarse el bigote y el aplomo campechano de la sonrisa y el transparente don de mando. Se detiene un instante, justo el tiempo necesario para llevarse el micro a la boca y rugir: «Ánimo, capitán Pantoja: Pochita será la estrella del Servicio de Visitadoras de Chiclayo. En cuanto a Gladycita, la nombraremos mascota de nuestros convoyes». El número da un tirón a la cadena y el Sinchi Collazos se aleja saltando en un pie. Ahora está frente a él, calvo, diminuto en su uniforme verde, mostrándole la espada desenvainada que rutila menos que sus ojos sarcásticos, el general Chupito Scavino. Ladra: «¡Viudo, cornudo, cojudo! ¡Pantaleón, maricón, huevón!». Se aleja a paso ligero, moviendo airosamente la cabeza en su collar. Pero ahí está ya, admonitivo y severo en su sotana oscura, bendiciéndolo fríamente, un comandante Beltrán de ojos rasgados y voz amermelada: «En el nomble del máltil de Molonacocha lo condeno a quedase sin mujel y sin hijita pala siemple, señol Pantaleón». Tropezando en la orla de su sotana y sacudido de risa el padre Porfirio se aleja tras de los otros. Y ahí está la que cierra el desfile. Pantaleón Pantoja lucha, muerde, trata de zafarse las manos para pedir perdón, soltarse la mordaza para suplicar, pero sus esfuerzos son inútiles y la figura de graciosa silueta, negra cabellera, tez leonada y labios carmesí está allí abajo, nimbada de una inacabable tristeza. Piensa: «Te odio, Brasileña». La figurilla sonríe afligida y su voz se llena de melancolía: «¿Ya no reconoces a tu Pochita, Panta?». Da media vuelta y se aleja, arrastrada por el número, que tira de la cadena con fuerza. Se siente borracho de soledad, furor y espanto mientras el gong martilla estrepitosamente en sus oídos.

VIII

—D
ESPIERTA
, hijito, ya son las seis —toca la puerta, entra al dormitorio, besa a Panta en la frente la señora Leonor—. Ah, ya te levantaste.

—Estoy bañado y afeitado hace una hora, mamá —bosteza, hace un gesto de fastidio, se abotona la camisa, se inclina Panta—. Dormí muy mal, otra vez las malditas pesadillas. ¿Me preparaste todo?

—Te he puesto ropa para tres días —asiente, sale, regresa arrastrando una maleta, muestra las prendas ordenadas la señora Leonor—. ¿Te bastará?

—De sobra, no tardaré más que dos —se pone una gorrita jockey, se mira en el espejo Panta—. Voy al Huallaga, donde Mendoza, un viejo condiscípulo. Hicimos juntos la Escuela de Chorrillos. Siglos que no lo veo.

—Bueno, hasta ahora no había querido darle importancia, porque parecía que no la tenía —lee telegramas, consulta a oficiales, estudia expedientes, asiste a reuniones, habla por radio el general Scavino—. La Guardia Civil nos pide ayuda hace meses, no se dan abasto para tanto fanático. Sí, claro, del Arca. ¿Recibiste los informes? La cosa se pone fea. Dos nuevos intentos de crucifixión esta semana. En Puerto América y en Dos de Mayo. No, Tigre, no los han pescado.

—Pero toma la leche, Pantita —llena la taza, echa azúcar, corre a la cocina, trae panes la señora Leonor—. ¿Y las tostaditas que te hice? Les pongo mantequilla y un poquito de mermelada. Come algo, hijito, te ruego.

—Un poco de café y nada más —permanece de pie, bebe un trago, mira su reloj, se impacienta Panta—. No tengo hambre, mamá.

—Te vas a enfermar —sonríe afligida, vuelve a la carga con dulzura, lo coge del brazo, lo obliga a sentarse la señora Leonor—. No pruebas bocado, estás puro hueso y pellejo. Me tienes con los nervios deshechos, Panta. No comes, no duermes, trabajas todo el santo día. No puede ser, te vas a tocar del pulmón.

—Calla, mamá, no seas zonza —se resigna, bebe la taza de un trago, mueve la cabeza, come una tostada, se limpia la boca Panta—. Pasados los treinta, el secreto de la salud es ayunar. Estoy muy bien, no te preocupes.

Aquí te dejo un poco de plata, por si necesitas.

—Ya otra vez silbando «La Raspa» —se tapa los oídos la señora Leonor—. No sabes cómo he llegado a odiar esa bendita musiquita. También a Pocha la volvía loca. ¿No puedes silbar otra cosa?

— ¿Estaba silbando? Ni me di cuenta —enrojece, tose, va a su dormitorio, mira apenado una foto, alza la maleta, vuelve al comedor Panta—. A propósito de Pocha, si llegara carta de ella…

—No me gusta meter al Ejército en esta vaina —reflexiona, se preocupa, vacila, trata de cazar una mosca, fracasa el Tigre Collazos—. Combatir a brujos y fanáticos es trabajo de curas o, en todo caso, de policías. No de soldados. ¿Se ha puesto tan grave la cosa?

—Te la guardo con el mayor cuidado hasta tu regreso, claro que lo sé, no me hagas recomendaciones tontas —se enoja, se pone de rodillas, saca lustre a sus zapatos, le escobilla el pantalón, la camisa, le toca la cara la señora Leonor—. Ven que te dé la bendición. Anda con Dios, hijito, y procura, haz lo posible…

—Ya lo sé, ya lo sé, no las miraré, no les dirigiré la palabra —cierra los ojos, aprieta los puños, tuerce la cara Panta—. Les daré las órdenes por escrito y de espaldas. Tú tampoco me hagas recomendaciones tontas, mamá.

—Qué le he hecho a Dios para que me mande este castigo —solloza, levanta las manos al techo, se exaspera, zapatea la señora Leonor—. Mi hijo entre perdidas las veinticuatro horas del día y por orden del Ejército. Somos la comidilla de todo Iquitos, en las calles me señalan con el dedo.

—Calma, mamacita, no llores, te suplico, no tengo tiempo ahora —le pasa el brazo por los hombros, la acariña, la besa en la mejilla Panta—. Perdóname si te levanté la voz. Ando un poco nervioso, no me hagas caso.

—Si tu padre y tu abuelo estuvieran vivos, se morirían del espanto —se limpia los ojos con el ruedo de la falda, señala un retrato amarillento la señora Leonor—. Deben saltar en sus tumbas al ver lo que te han encargado. En su época a los oficiales no los rebajaban a esas cosas.

—Hace ocho meses que me repites lo mismo cuatro veces al día —grita, se arrepiente, baja la voz, sonríe sin ganas, explica Panta—. Soy militar, tengo que cumplir las órdenes y, mientras no me den otro, mi obligación es hacer bien este trabajo. Ya te he dicho que, si prefieres, puedo mandarte a Lima, mamacita.

—Bastante sorprendente, sí, mi general —escarba en una bolsa, saca un puñado de cartones y fotos, hace un paquete, lo lacra, ordena despáchenme esto a Lima el coronel Peter Casahuanqui—. En la última revista de prendas descubrimos que la mitad de los soldados tenían oraciones del Hermano Francisco o estampitas del niño-mártir. Ahí le mando unas muestras.

—No soy como ciertas personas que abandonan el hogar a la primera contrariedad, no me confundas —se endereza, agita el índice, adopta una postura beligerante la señora Leonor—. No soy de las que se mandan mudar de la noche a la mañana sin decir ni adiós, de las que le roban la hija a su padre.

—No comiences ahora con Pocha —avanza por el pasadizo, tropieza con un macetero, maldice, se soba el tobillo Panta—. Se ha vuelto otro de tus temas, mamá.

—Si ella no se hubiera robado a Gladycita tú no estarías así —abre la puerta de calle la señora Leonor—. ¿Acaso no veo cómo te consumes de pena por la chiquita, Panta? Anda, parte de una vez.

—No aguanto más, rápido, rápido —sube la escalerilla de
Eva
, baja al camarote, se tumba en la litera, susurra Pantita—. Donde me gusta, pues. En el pescuezo, en la orejita. No sólo pellizcos, también los mordisquitos despacitos. Anda, pues.

—Yo encantada, Pantita —suspira, lo observa desganada, señala el embarcadero, corre la cortina del ojo de buey la Brasileña—. Pero al menos espera que parta
Eva
. El suboficial Rodríguez y los marineros están entrando y saliendo a cada rato. No es por mí sino por ti, rapaz.

—No espero ni un minuto —se arranca la camisa, se baja los pantalones, se quita los zapatos y las medias, se ahoga Pantaleón Pantoja—. Cierra el camarote, ven. Pellizquitos, mordisquitos.

Other books

Hunting Season by P. T. Deutermann
He's So Bad by Z.L. Arkadie
Conagher (1969) by L'amour, Louis
Montana Secrets by Kay Stockham
When Demons Walk by Patricia Briggs
Temptation Has Green Eyes by Lynne Connolly
Hell's Hotel by Lesley Choyce