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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Erótico, Humor, Relato

Pantaleón y las visitadoras (25 page)

—Y pensar que costó tanto trabajo hacerle aceptar la misión de crear el Servicio de Visitadoras —busca por el despacho un cenicero y lo pone junto al Tigre Collazos el coronel López López—. Ahora está en su elemento. Se mueve entre las putas como pez en el agua.

—Eso sí, la única forma de controlar eficazmente ese sistema sería desde el aire —cifra memorándums, prepara termos de café, multiplica, divide, se rasca la cabeza, despacha anexos el capitán Pantoja—. Haría falta otro avión. Y, al menos, un oficial de Intendencia más. Bastaría un subteniente, mi general.

—Se le ha aflojado un tornillo, no hay duda —lee
El Oriente
, oye La Voz del Sinchi, recibe anónimos, llega al cine tarde y se sale antes que termine la película el general Scavino—. Si esta vez le das gusto y apruebas ese proyecto, te advierto que pido mi baja, como Beltrán. Entre los fanáticos del Arca y las visitadoras de Pantoja van a acabar conmigo. Sobrevivo a punta de valeriana, Tigre.

—Lamento darle una mala noticia, mi general —parte en expedición, invade un pueblo desierto, carajea, ayuda a desclavar, ordena volver a marchas forzadas, muchachos el coronel Augusto Valdés—. Antenoche, en el caserío de Frailecillos, a dos horas de surcada de mi guarnición, crucificaron al suboficial Avelino Miranda. Estaba de permiso, iba de civil y es posible que ignoraran su condición de soldado. No, aún no ha muerto pero los médicos dicen que es cuestión de horas. Todo el caserío, treinta o cuarenta personas. Se han metido al monte, sí.

—Cálmese, Scavino, la cosa no puede ser para tanto —escucha y hace bromas sobre visitadoras en el Casino Militar tranquiliza a su madre sobre los clavados de la selva el general Victoria—. ¿De veras andan tan alborotados esos provincianos con las niñas de Pantoja?

—¿Alborotados, mi general? —se toma el pulso, se mira la lengua, dibuja cruces sobre el secante el general Scavino—. Esta mañana se me presentó aquí el obispo, con su estado mayor de curas y monjas.

—Tengo el pesar de anunciarle que si el llamado Servicio de Visitadoras no desaparece, excomulgaré a todos los que trabajan en él o lo utilizan —entra al despacho hace una venia, no sonríe, no se sienta, limpia su anillo y lo ofrece el Obispo—. Se han violado ya los límites mínimos de la decencia y el decoro, general Scavino. La misma madre del capitán Pantoja ha venido hasta a mí, llorando su tragedia.

—Comparto enteramente ese criterio y Su Eminencia lo sabe —se levanta, hace una genuflexión, besa el anillo, habla suave, ofrece gaseosas, despide a los visitantes en la calle el general Scavino—. Si de mí dependiera, ese Servicio no habría nacido. Les ruego un poco de paciencia. En cuanto a Pantoja, no me lo nombre, Monseñor. Qué tragedia ni tragedia. El hijito de esa señora que va a llorarle, tiene gran parte de culpa en lo que ocurre. Si al menos hubiera organizado la cosa de una manera mediocre, defectuosa. Pero ese idiota ha convertido el Servicio de Visitadoras en el organismo más eficiente de las Fuerzas Armadas.

—No hay vuelta que darle, Panta —sube a bordo, curiosea el puente de mando, observa la brújula, manipula el timón el capitán Mendoza—. Eres el Einstein del cache.

—Sí, naturalmente, he mandado varios grupos de caza a perseguir a los fanáticos —va a la enfermería, alienta a la víctima, clava banderitas en un mapa, dicta instrucciones, desea buena suerte a los oficiales que parten el coronel Augusto Valdés—. Con orden de que me traigan al caserío entero a rendir cuentas. No ha sido necesario mi general. Mis hombres están indignados, el suboficial Avelino Miranda siempre fue muy querido por la tropa.

—Tarde o temprano el Tigre acabará por aceptar mi plan —muestra los compartimentos de
Eva
al capitán Mendoza, la bodega, las maquinas, escupe y pisa el capitán Pantoja—. El crecimiento del Servicio es inevitable. Con tres barquitos, dos aviones, un equipo operacional de cien visitadoras y dos oficiales adjuntos, haré maravillas, Alberto.

—En Chorrillos creíamos que tu vocación no era ser militar, sino una computadora —baja, la rampa de desembarco, regresa con Panta del brazo al campamento, pregunta ¿ya me preparó el parte estadístico, alférez? El capitán Mendoza—. Ahora veo que estábamos equivocados. Tu sueño es ser el Gran Alcahuete del Perú.

—Te equivocas, desde que nací sólo he querido ser soldado, pero soldado administrador, que es tan importante como artillero o infante. Al Ejército yo lo tengo aquí —examina el rústico despacho, la lámpara de kerosene, los mosquiteros, la hierba que crece en los resquicios del entarimado, se toca el pecho el capitán Pantoja—. Tú te ríes y lo mismo Bacacorzo. Te aseguro que algún día se llevarán una sorpresa. Funcionaremos en todo el territorio nacional, con una flota de barcos, ómnibus y centenares de visitadoras.

—He puesto al frente de los grupos de caza a los oficiales más enérgicos —sigue y dirige por radio el desplazamiento de los expedicionarios, cambia de posición las banderitas en el mapa, habla con los médicos el coronel Augusto Valdés—. Con el calentón que tienen encima, los soldados necesitan que los contengan. No sea que linchen a los fanáticos por el camino. En cuanto al suboficial Miranda, parece que se salva, mi general. Eso sí, quedará manco y cojito.

—Habrá que crear una especialidad nueva en el Ejército —recibe el parte estadístico, lo relee, lo corrige, se señala la bragueta el capitán Mendoza—. Artillería, Infantería, Caballería, Ingeniería, Intendencia y ¿Polvos Militares? ¿Bulines Castrenses?

—Tendría que ser un nombre más discreto —se ríe, divisa a través de la tela metálica al corneta que llama a rancho, a los soldados que entran a un galpón de madera el capitán Pantoja—. Pero por qué no, algún día, quién sabe.

—Mira, ya terminó la vaina y ahí están tus pollitas cantando «La Raspa» —señala a
Eva
, a la sirena que pita, a las visitadoras acodadas en cubierta, al suboficial Rodríguez que ha subido al puente de mando el capitán Mendoza—. Cada vez que oigo su himno me cago de risa, hermano. ¿Regresas a Iquitos ahora mismo?

—Ahora mismo —abraza a Mendoza, sube a
Eva
de dos trancos, cierra el camarote, se zambulle en la litera el capitán Pantoja—. En la orejita, en el cuello, en mis tetitas. Rasguños, pellizquitos, mordisquitos.

—Ay, Panta, qué pesado eres —reniega, taconea, corre la cortina, suspira mirando al techo, avienta su ropa al suelo con furia la Brasileña—. ¿No ves que estoy cansada, que acabo de trabajar? Y después ya sé lo que vendrá, la gran escena de celos.

—Chitón, cierra ese piquito, ya sabes que, más arribita —se encoge, se estira, se mece, se arrulla, se desmaya, se deslíe Panta—. Ahicito mismo, ay qué riquito.

—Pero tengo que decirte una cosa, Panta —sube a la litera, se acuclilla, se tiende, se prende, desprende la Brasileña—. Estoy harta de que me hagas perder plata con tu manía de que sólo me den diez.

—Pfuu —se sosiega, transpira, traga aire a bocanadas Pantita—. ¿No puedes estar callada ni siquiera este momento?

—Es que por tu culpa estoy perdiendo plata y yo también tengo que cuidar mis intereses —se aparta, se lava, se viste, abre el ojo de buey, saca la cabeza y respira la Brasileña—. Estas cosas que te gustan se acaban con los años. ¿Y después? Todas tuvieron hoy veinte, el doble que yo.

—Caracoles, como si su Servicio no significara ya bastante gasto para Intendencia —recibe el telegrama, lo lee, lo agita el coronel López López—. ¿Sabe con qué nos viene ahora Pantoja, mi general? Con que se estudie la posibilidad de dar una prima de riesgo a las visitadoras cuando salen en convoy. Resulta que tienen miedo a los fanáticos.

—Pero tú recibes doble porcentaje que ellas y eso compensa la diferencia, te lo he probado, te he hecho una evaluación —sube a cubierta, ve a Viruca y Sandra echándose cremas en la cara, a Chupito durmiendo en una mecedora Pantaleón Pantoja—. Qué cansado me quedé, qué taquicardia ¿Perdiste el organigrama que te hice? ¿Te has olvidado que, además, cada mes te doy el 15 por ciento de mi sueldo para reforzar tus ingresos?

—Ya lo sé, Panta —apoya los brazos en la proa, mira los árboles de la ribera, las aguas terrosas, la estela de espuma, las nubes rosadas la Brasileña—. Pero tu sueldo es una buena porquería. No te enojes, es la verdad. Y, de otro lado, con tu manía esa, todas me odian. No tengo ni una amiga entre las chicas. Hasta Chuchupe me dice privilegiada apenas te das vuelta.

—Lo eres y es la gran vergüenza de mi vida —pasea por cubierta, pregunta ¿llegaremos a Iquitos temprano?, oye al suboficial Rodríguez decir por supuesto el señor Pantoja—. No te quejes tanto, no es justo. Debería lamentarme yo. Por tu culpa he roto con un principio que había respetado desde que tengo uso de razón.

—¿No ves? Ya comenzaste —sonríe a Peludita que escucha radio bajo el toldo de popa, a un marinero que enrolla unos cabos la Brasileña—. Por qué no eres más franco y en vez de hablar de principios reconoces que tienes celos de los diez soldaditos de Lagunas.

—¿Creías que disminuían? Nada de eso, Tigre, aumentan como un incendio en el bosque —se viste de civil, merodea entre las gentes, huele a cebolla y a incienso, ve el chisporroteo de los candiles, siente la pestilencia de las ofrendas el general Scavino—. No sabes lo que fue el aniversario del niño-mártir. Una procesión como no se ha visto nunca en Iquitos. Todas las orillas de Moronacocha cubiertas por una muchedumbre compacta. Y lo mismo la laguna. No cabía una lancha, un bote.

—Yo nunca había faltado a mi deber, maldita sea mi estampa —dice hola a Pechuga y Rita que juegan naipes al pleno sol, se recuesta en un salvavidas, ve ponerse el sol en el horizonte Pantaleón Pantoja—. Había sido siempre un tipo recto, un tipo justo. Antes de que aparecieras tú ni siquiera este clima de zánganos me había hecho romper mi sistema.

—Si me dices que tienes ganas de insultarme por los diez soldaditos, te lo aguanto —mira su reloj, hace un mohín, dice se paró otra vez, le da cuerda la Brasileña—. Pero si sigues hablando de tu sistema te vas a la mierda y me bajo al camarote a descansar.

—Este trabajo y tú han sido mi ruina —se demuda, no responde al saludo del marinero que conversa con Pichuza, escruta el río, el cielo que oscurece Pantaleón Pantoja—. Si no fuera por ustedes, no habría perdido a mi esposa, a mi hijita.

—Qué pesado eres, Panta —lo toma del brazo, lo lleva al camarote, le alcanza unos sándwichs, una coca-cola, le pela una naranja, bota las cáscaras al río, enciende la luz la Brasileña—. ¿Ahora te va a venir el llanto por tu esposa y tu hijita? Cada vez que te ocupas conmigo te dan unos arrepentimientos que no hay quien te aguante. No te pongas tonto, rapaz.

—Me hacen falta, las extraño mucho —come, bebe, se pone el pijama, se acuesta, se le quiebra la voz a Panta—. La casa esta tan vacía sin Pocha y sin Gladycita. No me acostumbro.

—Ven, rapaz, ven, no seas lloroncito —se queda en enagua, se tiende junto a Panta, apaga la luz, abre los brazos la Brasileña—. Lo único que tienes es celos de los soldaditos. Ven, acomódate aquí, déjame rascarte la cabecita.

—Hasta corría la voz que se iba a presentar el Hermano Francisco en persona —observa a los apóstoles de blanco, a los fieles arrodillados con los brazos extendidos, a los inválidos, los ciegos, los leprosos, los enanos, los moribundos que rodean la cruz el general Scavino—. Mejor que no lo hiciera. Nos iba a poner en un apuro. Era imposible mandarlo detener ante veinte mil personas dispuestas a morir por él. Dónde diablos andará. No, no hay rastros de ese loco.

—El balco es una cunita, yo soy Pochita, tú eles Gladycita —entona, se mece, mira la luna que cruza el ojo de buey y platea el extremo de la litera la Brasileña—. Qué bebita tan bonita. Yo le lasco cabecita, yo le doy besitos. ¿Quiele chupal su tetita?

—Ahora la tiene en la cabeza, ahí mismo, bah, se voló —empuja la puerta del Museo y Acuario Amazónico y cede el paso al capitán Pantoja el teniente Bacacorzo—. ¿Le llegó a picar? Creo que era una avispa.

—Más abajito, más despacito —cambia de ánimo, se aniña, se entibia, se endulza, se acurruca Pantita—. En la espaldita, en el cuellito, en la olejita. Insista en la puntita, señolita.

—Ah, la maté —manotea contra la pileta de La Vaca Marina o Manatí el teniente Bacacorzo—. Avispa no, una mosca parda. Son peligrosas, la gente dice que trasmiten la lepra.

—Debo tener la sangre ácida porque jamás me pican los bichos —pasa junto al Bufeo Loco, al Bufeo Cenizo, al Bufeo Colorado, se detiene ante La Hormiga Curhuinse, lee «es nocturna, muy dañina, en una noche puede arrasar una chacra, andan en cientos de miles, cuando adultas echan alas y se ponen barrigonas» el capitán Pantoja—. En cambio, mi pobre madre, es terrible, sale a la calle y la devoran.

— ¿Sabe que a esas hormigas aquí se las comen tostadas, con sal y plátano? —pasa el dedo por la cresta de una iguana disecada, por las plumas multicolores de un tucán el teniente Bacacorzo—. Tiene que cuidarse, está usted muy flaco. Debe haber bajado lo menos diez kilos en estos últimos meses. Qué pasa, mi capitán. ¿Trabajo, preocupaciones?

—Un poco de las dos cosas —se inclina y busca en vano los ocho ojos de la grande, saltarina y ponzoñosa Araña Viuda el capitán Pantoja—. Cuando todo el mundo me lo dice, debe ser cierto. Voy a ponerme en sobrealimentación, para recuperar los kilitos perdidos.

—Lo siento mucho, Tigre, pero he tenido que dar orden de que la tropa ayude a la Guardia Civil en la captura de los fanáticos —recibe peticiones, quejas, denuncias, investiga, vacila, consulta, toma una decisión, informa el general Scavino—. Cuatro clavados en seis meses es demasiado, estos locos están convirtiendo a la Amazonía en una tierra bárbara y ha llegado el momento de usar la mano dura.

—No le está usted sacando el jugo a la soltería —empuña la luna de aumento y agranda a la Avispa Huayranga, a la Campana Avispa y a la Avispa Shiro-shiro el teniente Bacacorzo—. En vez de estar feliz y contento con la libertad recobrada, anda más triste que un murciélago.

—Es que a mí la soltería no me sirve de gran cosa —se adelanta a la esquina de los felinos y roza con su cuerpo al Tigre Negro, al Otorongo o Príncipe de la Selva, al Ocelote, al Puma y al moteado Tigrillo el capitán Pantoja—. Yo sé que la mayor parte de los hombres, después de un tiempo, se hartan de la monotonía familiar y dan cualquier cosa por zafarse de sus mujeres. A mí no me había pasado. La verdad, me apenó que Pocha se fuera. Y, sobre todo, llevándose a mi hijita.

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